PEDRO VILLAREJO: LA LUZ MENTIDA
Sta. Teresa de Jesús C. 22, 2
La mejor novela es la vida
Pongo en conocimiento
Pongo en conocimiento que quien va a llenar de memorias y cárceles este libro es fray Bartolomé Carranza de Miranda, desde 1558 a 1575 arzobispo de Toledo.
A partir de los muchos apuntes con los que fue tapando algunos agujeros de su soledad, comenzó a escribir este desahogo el 19 de marzo de 1572, en el romano castillo de Santángelo, la cárcel del Papa donde vivía entonces, sin condena y condenado, por haber escrito un Catecismo para instrucción de los fieles y bien de la Iglesia. Un Catecismo que habían aprobado como ortodoxo los padres conciliares de Trento; el mismo Catecismo que poco más tarde los inquisidores señalaron como heterético sin que nadie pudiera demostrarlo. Por muchas y más sordas razones, a Carranza le mantuvieron más de diecisiete años en la cárcel. La Inquisición española, sus mismos hermanos de hábito y un número impreciso de enemigos y envidiosos le condujeron a la prisión más triste de Valladolid, a merced del rey Felipe II, favorable a que sus inquisidores le aplicasen las condenas más severas. Esa idea de severidad contra los heterodoxos se la había traspasado Carlos V a su hijo como la mayor violencia genética.
Algunos de los pocos amigos que le quedaban al arzobispo Carranza y que después habrían de apoyar la absolución que su abogado defensor, el doctor Martín de Azpilicueta, proponía, comunicaron al papa Pío V la injusticia que con él se estaba cometiendo. El Papa, sorprendido, le llevó a Roma, aunque eso no era lo que el Rey de España deseaba.
Nada sabemos a fecha exacta de cuándo fueron redactados estos papeles de su memoria y de su cárcel, sí que parten del 19 de marzo de 1572, que hay un periodo de casi tres años en los que no escribe nada, o muy poco, y culminan en Santa María sopra Minerva, donde vuelve a tomar la pluma para dejar constancia de sus últimos suspiros, pocos días después de que el papa Gregorio XIII dictara con ambigüedad una sentencia que fue más política que correcta. Ni le dejaron ni le dio tiempo a salir de Roma. En su querido convento de Santa María dijo lo último al mismo tiempo que le llegó la luz definitiva.
En la fiesta de San José de 1572, estaban a punto de cumplirse ocho años que fray Bartolomé vivía en Santángelo: sus piedras, sus paisajes y su río, sus puertas, rincones y fuentes, sus guardianes y sus habitaciones y muchos de los también encarcelados, eran conocidos sobradamente por el arzobispo quien, ya por esas fechas, disfrutaba de una cierta soltura por el castillo. Le acompañaron siempre en habitaciones cercanas, sin perderle de vista ni un solo día y con infrecuente generosidad, sus criados fray Antonio de Utrilla y un mirandés con el que le unía cierto parentesco, Jorge Gómez. Ellos distrajeron con frecuencia su soledad.
El arzobispo Carranza había comentado en más de una ocasión que aguardaba, como San Pedro en los Hechos de los Apóstoles, un ángel que le liberara de su cárcel. El 19 de marzo de 1572 ya coronaba Santángelo el arcángel San Miguel en agradecimiento por haber salvado a Roma de una plaga, pero este San Miguel era de mármol y lo había esculpido Montelupo para la fortaleza. El ángel que aguardaba el arzobispo era de carne y alas, de viento y libertad.
En marzo de 1572, el arzobispo Carranza está convencido de que le queda poco tiempo de vida o, como él acostumbraba a decir, le queda poco tiempo para la Vida. Pero ha aprendido a ser feliz. A estas alturas, agradece a la inteligencia y a la gracia, haber alcanzado la necesaria felicidad, esa inmensa tarea, como fruto venido después de muchos años intentándolo: desde el día en que su maestro de novicios le escribió sobre una estampa de Santo Domingo esta advertencia: No es tiempo de pedir libertad, sino de saber liberarse. Mas los frutos, como las esperanzas, han empeñado su palabra.
Este libro de memorias y cárceles es la luz venida a Carranza después de tanto asomarse a las estrellas y ver en ellas su pueblo, su vocación y sus estudios, su Catecismo y su trato con los hombres poderosos o con los hombres sencillos. El tiempo y algunos quisieron mentir esta luz, pero no han podido. Qué importa que hayan pasado cuatro, cinco siglos; de todo queda la voz, el ímpetu, la verdad, como una semilla perenne sobre las tierras olvidadas. Lo que sucede ahora está sucediendo siempre. Al final, nos faltan brazos para abarcar tantas sucesiones multiplicadas y morimos un día de abrazar solo el aire. Este libro escrito con el sosiego que dan los horizontes cumplidos, es también una forma de respuesta a tantas llamadas como fray Bartolomé recibió en su vida. Su padre le llamó para ver si prefería ir a Alcalá con su tío don Sancho, que era allí un importante hombre de Iglesia. Don Sancho le insistió llamándole a permanecer con él y hacer carrera eclesiástica. Dios le llamó a la Orden de Predicadores. El emperador Carlos le llamó para que fuese arzobispo de Cuzco y confesor del Príncipe; más tarde para que aceptara la mitra de Canarias y, en otra ocasión, para que representase a los teólogos españoles en el Concilio de Trento. El príncipe Felipe le llamó para que le acompañase a Inglaterra y a Flandes y, ya rey, para que aceptase la Sede Arzobispal y Primada de Toledo. Desde allí la Inquisición le llamó para ser juzgado y encarcelado por haber escrito el Catecismo. Dos papas le llamaron para hablar con él y ver qué podía hacerse con la causa de su condena… Llamadas que algunas no escuchó, otras no quiso responder y a las demás no le quedó más remedio que entregarse. Con más razón que un santo, el arzobispo llegó a pensar hasta qué punto somos esclavos de quienes nos llaman o de lo que piensan los demás sobre nosotros, sobre todo, cuando esos demás son en gran medida omnipotentes.
Por encima de cualquier consideración, este libro, que se ha escrito con el ejemplo y los papeles que dejó el arzobispo Carranza, es nada más, sin que pudiera ser menos, una grandiosa respuesta de fe.
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