"Si las palabras no sirven
para refrescar en los otros, el recuerdo
y lograr que ahí florezca la memoria de Dios,
no sirve para nada".
Tomado del libro "Malinche",
de Laura Esquivel
no sirve para nada".
Tomado del libro "Malinche",
de Laura Esquivel
RÍO DE PALABRASPOR DIEGO CRUZ
Ha sido, de nuevo, otro libro leído y terminado, quien me ha conducido, como tantas otras veces, hasta el jardín de las palabras. Apenas me faltaban unas páginas, y ya, la propia literatura, como química infalible, me ha ido inyectando en la sangre esas imparables y urgentes ganas de escribir. Ultimas páginas leídas con el ansia de finiquitarlas, de digerirlas rápidas, pese a los parsimoniosos subrayados o la toma de notas que, a su vez, me han ido ocupando. Y todo, para ir a otras palabras.
Palabras que uno siente alborear del fondo de si mismo como un lento e inacabable río del lenguaje, en cuyas orillas, a veces, te sientes requerido. Un requerimiento continuo, a deshora, altamente sorpresivo, que se alargará de una manera imprevisible y cuyo final irónico está siempre por dilucidar.
He comenzado, antes de nada, a disfrutar de esa liturgia consabida, propia, que uno conoce bien y de la que es y ha sido siempre tan devoto. Ese amor a los propios símbolos, a las manías, al ritual repetitivo que se sucede en cada acto. Consiste en elegir la pluma de siempre, cuya escritura sabemos de antemano que es fácil y rápida, y que nos facilitará bastante la impresión de nuestra letra, alocada e indomable. Luego, tal vez, el recrearse en esos folios eminentemente blancos, de vértigo, que nos producen un miedo atroz si no conseguimos inscribir nada sobre ellos. Nuestra meta final es desvirgar la página, desposeerla de su perfecta quietud, llenarla de nosotros, de nuestra torrentera de sentimientos, de nuestro sentir incesante y por goteo; hacerla completamente nuestra en medio de un silencio hondo y solidario que, para nosotros, es el lecho perfecto para semejante acto de amor.
Muchas veces me pregunto de qué parte, o de dónde viene nuestra prosa. Esa prosa aún no nacida, acaso ni pensada, ni imaginada, tal vez, pero que sin embargo más tarde será algo así como un hontanar del sentir tratando de desembocar su lirismo sobre los invisibles márgenes de un texto. Esa prosa que es un compendio de palabras, corriente arriba por el caudal de nuestra sangre, trayendo siempre noticias de ese decir profundo y radical. La prosa insobornable, raíz mineral de los estratos más profundos, que da a luz, debido a una íntima tensión que sacude las entrañas.
Las palabras las buscamos y las escribimos porque somos conscientes de que son asideros perfectos para retardar la muerte. A ellas solemos ir dedicándole una lectura atenta por entre las páginas de un libro o, movidos por un grado más alto de osadía, intentando perfilar algún mensaje que se ha hilvanado en la memoria, para luego dejarlo fluir entre la compañía hipotética del folio. Pero de una forma u otra, conscientes de nuestra dramática finitud, lo que hacemos es asirnos como posesos a su contenido, a su sustancia, a su verdad musical, para de esta forma poder ralentizar y encumbrar a grado sumo la triste decrepitud de los instantes. Esos instantes que, sin remedio, se escapan en silencio por los jirones que el tiempo nos va haciendo en la edad y que, si no fuera por el siempre bienvenido auxilio de las palabras, muchos perecerían en los barrancos insondables del olvido. Palabras, pues, para celebrar la alta ironía de nuestra existencia, tal vez artísticamente literaria, y como tal, arropada de sueños y mentiras.
¿Cuántas veces no nos hemos valido de las palabras para traer a colación una miscelánea de tiempo con sabor de infancia?. Nos hemos servido de ellas como un útil para la regresión mientras caminábamos, a veces con dificultad, por las galerías de la memoria, para traer hasta nuestro presente, inmediato y urgente, aquellas briznas de vida, latentes aún en el fondón de la conciencia, que sin embargo necesitaban la mano tendida de la escritura para hacérnosla llegar hasta nosotros. Una vez descrito aquél concreto ámbito, aquella porción de nosotros, aquél paréntesis de edad por donde fuimos y ya jamás seremos -al menos como antes: nunca se puede beber dos veces del mismo río.-, lo que sí conseguimos es inmortalizar un lapso de nuestro existir que ya permanece, de esta forma, inmutable y para siempre. La vida, sí, triunfando por los derroteros de la ilusión, sobre la muerte.
Hay palabras, que si no fuera por ellas, o por su contenido esencial donde va implícito un lírico significado, sería más bien un abismo de la abstracción del existir cayendo en el gélido y penoso océano de lo anónimo; de lo no sido, de lo inexistente, del absoluto vacío, de la nada más aséptica, de la muerte triunfante, de lo no acaecido como rotunda eternidad, del asesinato más vil de un tiempo sin sustancia. Con ellas dejamos constancia de un beso lento y dulce, fruta emergiendo de un paréntesis de labios, en viaje metafísico hasta la posada sinuosa de otra boca. Con ellas perfilamos la musicalidad de una mirada cuyos ojos profundos son capaces de crear en los nuestros un aluvión henchido de metáforas. Con ellas describimos un poético atardecer, almibarado instante, por donde se trasluce un abanico de tonos que no son, sino, un himno de colores hipnotizando al horizonte que termina por involucrarse en ellos, hasta acabar en perfecta fusión, y diluirse. Con ellas podemos viajar por el aire mermando las distancias, entrar en el fondo de un ser, en las habitaciones de su intimidad más recóndita, tatuando con nuestro decir ese lienzo absorbente ubicado en su memoria. Con las palabras, sí, renacemos de nuevo en cada instante, o morimos menos, o retardamos la muerte mientras nosotros nos hospedamos en ese oasis esencial donde es pleno su significado.
No me refiero, claro está, a la palabra oral, rápida farsa, cuyo resultado es un apresuramiento del lenguaje que luego se desvanece en el aire como un plagio de humo. No me refiero a ese lenguaje manido, estereotipado, comercial, hijo de la costumbre, que ya sale apelmazado y sin significación elemental desde la misma boca. No. No me refiero a esa palabra; claro que no, puesto que ésta, aun pareciendo la misma, provista de los mismos signos de la otra a la que me refiero, sin embargo no nos dice nada importante, ni nos logra impregnar en su absoluto contenido, ni nos inunda el alma, ni se queda entretejida en las galerías del cerebro.
La palabra que yo imploro, y busco en cada instante, es aquella no demasiado usada; o que, incluso utilizada a veces, en cada ocasión irrepetible y suprema, nos suena bien distinta. Busco esa palabra que transmite, que nos dice, que incluso nos hiere alguna veces porque entra a tumba abierta en el fondo de nosotros mismos. Esa palabra que entre sus suaves letras ya lleva implícita una musicalidad especial. Esa palabra incontaminada, sin dobles sentidos, verídica, alta, poética, lírica, humana, que nos traspasa mágicamente y se queda, ya, dentro de nosotros, como parte inseparable de nuestra propia biografía. Esa palabra que es capaz de grabarnos un sentir, y nos tatúa la piel a la que viene y donde luego anida. Esa palabra, como bello asidero en donde amarrar y entretener un poco la existencia, o incluso para imaginarnos que son como malecón de ensueño, donde rompen las olas líricas de nuestra vida.
Lo cierto es que la palabra llega a convertirse aquí en algo nutritivo, vitamínico; algo sin lo que nuestro corazón sería incapaz de latir y nuestra edad, por su carencia, saltaría en pedazos caóticos, síntoma de un final triste y previsible. Nos arropamos en ellas, nos acurrucamos, pasamos noches enteras oyendo su cadencia, su ritmo sinuoso, su respiración, su todo, mientras a veces, si insistimos, ellas son las encargadas de plasmar en papel un arrebato hondísimo que nos nace de muy adentro, o nuestra voz interior de auxilio.
Uno se hastía del lenguaje usual, externo, que aun estando en todas partes, lo rehuimos como un mal presagio. Huimos del saludo clonizado que sale de bocas pastosas sin intención de comunicarnos absolutamente nada. Huimos de los mensajes revestidos de falacia. Huimos del terrorismo del lenguaje, de su manipulación, de la mentira más descarnada y despiadada que un ser puede sufrir cuando se está apuntando con ello a la integridad más transparente de su yo insobornable Y en éstos casos es preferible paladear desde dentro una metáfora, ponemos como ejemplo, de Cortázar: “La penumbra de tus párpados”. La metáfora, que se convierte siempre en el edén o paraíso donde habitan las palabras, es capaz, aquí, de elevar nuestra alma hasta el infinito de las cosas, hasta la esencia misma, hasta el pedestal alto de lo artístico, hasta el centro enigmático donde el todo y la nada confluyen sobrecogedoramente; allí donde el sentimiento es más absoluto y al sentirlo y asimilarlo, no deja de producirnos cierto vértigo.
Estamos, por suerte, rodeados de palabras. Palabras que escribimos, en una noche de arrebato, sobre la conocida página, mientras un pulso entregado, propio y combativo, notamos que se nos acelera. Son palabras latentes, que tiemblan, escritas en relieve, que incluso respiran por los párrafos. Palabras que luego viajan hacia otra parte, tal vez hasta el rincón de una mirada femenina que las disfrutará voluntariamente, mientras, acaso, en ese itinerario, orillas por donde discurrirá el flujo del mensaje, nos parezcan que duermen irremediablemente. Y no es cierto.
El lector despierta las palabras. Esas palabras viajeras, excursionistas por el itinerario de una carta. Las despierta, una vez frente a sus ojos, puesto que les imprime un ritmo de atención que vuelve a convulsionar lo allí escrito. La palabra, entonces, resurge de su minúsculo letargo, y se enciende, y cobra vida, y se ensancha, y produce esa fusión divina entre dos seres que, acaso, separe una cruel distancia.
Ahí está la palabra, viajando del corazón al aire, para aterrizar después frente a otros ojos iguales, o más poéticos. La palabra que nos rotula por completo el alma, y nos anima, y nos da ese empujón de vida en un momento de parada y de cansancio. La palabra que sentimos que nos nutre, que nos llena por completo la morada espiritual donde nosotros solemos guardar, bien escondido, la dulzura de un mundo propio y a veces no tan bien conocido, por poco escudriñado.
Sí, hay que hacer un monumental brindis por todas aquellas palabras que viajan ya con nosotros cómo si fueran nuestro apellido literario, inseparables de nuestra propia piel, grabadas a base de lecturas, tatuadas con el fuego de una expresión súbita que nos hizo y nos hace más anchos y profundos. Brindar por todas ellas. Por las que nos hicieron soñar con mundos de peluche, por las que nos hicieron llorar sintiendo que el corazón aún nos servía para algo, por las que supieron ilusionarnos en momentos de hastío y de desgana, por las que llevan siempre un mensaje más superior entre sus líneas, por las que cobran un renovado vigor con el pasar del tiempo, por las inscritas en alguna nota que nos sirve para siempre de recuerdo, por las que nos impulsaron a besar y a acariciar otro rostro con cariño, por las que nos propiciaron un encuentro, por las que retumban y nos proporcionan su continuo eco en las paredes de las sienes, por las que abrigan los más gélidos silencios, por las no dichas aún pero que sentimos latir en sus raíces. Brindar por todas aquellas palabras que siempre nos pueden decir algo nuevo, diferente, hondo, vivo, para asirnos con ellas al laberinto de un sueño vitalicio.
A veces, ya sé, uno no es capaz de encontrar la palabra precisa, en el momento oportuno, o cuando más lo necesita. Palabra que se resiste a retratarse en el marco de una página, a hacerse inmortal, mientras nosotros llevamos inmersos, tal vez unas cuantas horas, por la catedral del lenguaje, demandando su limosna. Momento dramático, sin duda, que tal vez debido a nuestra osadía de escribir, nos hace sentir cegados por el blanco sepulcral y absoluto de un folio, a la vez que un vacío que anula la expresión amenaza con aniquilar nuestra cabeza. Pero pasa, afortunadamente, tarde o temprano ese instante con temperaturas de alto invierno, y en la espera paciente comprobamos que, por suerte, vuelve otra vez la compañía requerida de las inseparables palabras. Ahí están de nuevo ellas, como recurso y asidero; como respiración, como único latir que aún nos mantiene ilusionadamente vivos.
Siempre la palabra. La palabra infatigable que se trae hasta una simple hoja, el sonido del mar, la mirada de un niño, el calor doméstico de un perro, el abrazo con su decir en silencio, el beso hondo que pasa de orilla a orilla los compartidos sentires, la caricia que aún sigue danzando por el fondo de nuestra alma sin agotarse nunca... La palabra. La palabra que consigue ser un arpegio musical en nuestro fondo abismal y lírico. La palabra que dice, que insinúa, que eleva, que transmite, que comunica, que dona ternura, que regala amistad, que ofrece amor por sus raíces primigenias. La palabra que es imposible adulterar, que es transparente, desnuda, luminosa, incansable, arrullo, sinfonía, lento latir. La palabra como valor absoluto, incalculable. La palabra, en fin, donde poder guarecerse, cuando a veces nuestra piel se viste de inexplicable escalofrío.
Se suelen salir del tiempo, y del vasallaje a que nos someten los horarios. Van por libre, desnudas, balanceándose en un enigma esencial que las cubre de poesía. Para disfrutarlas por completo requieren, eso sí, que no tengamos prisa, ni nos importe el minuto eutanásico y huidizo del compás de los relojes. Requieren nuestro tiempo; pero otro especial preñado de mimo, de lirismo, de entrega, de ilusión; de profunda ilusión, que no es sino antesala y zaguán de un sueño en construcción.
Las palabras, sobre todo las más significativas para nosotros, hospedadas en cartas, se guardan en los mejores y más íntimos rincones. No vale el espacio neutro de documentos inútiles, al menos para estos menesteres; ni tampoco ese lugar común al que se acude a por múltiples cosas. Las palabras entrañables, si son también queridas por nosotros, se merecen un sitio de mimo; un lugar especial donde resguardarlas de lo más vulgar y cotidiano, del chorreón pegajoso de la rutina, de los gestos manidos por el uso, de la asepsia gris en la que nadamos y sobrevivimos. Las palabras, si nos son enviadas por algún remitente que se nos cuela de rondón en nuestros instantes íntimos, deberían de cobijarse en rincones exquisitos, junto a la dócil e inteligente quietud de nuestros libros, al pie de la mesilla cómplice que siempre es testigo de nuestros sueños, sobre la mesa donde, no sin dosis de osadía, nos empeñamos en escribir otras palabras... al lado, siempre, de lo más cercano por más nuestro.
Yo guardo palabras femeninas entre las páginas de los libros. Palabras que siempre alborean su significado en cada relectura. También están junto a determinados estantes, entre objetos adorables, entre fotografías de paisajes, entre el aroma de una tinta incansable y laboral, arrimadas a mis cosas más preciadas; toda una simbología que el existir se va inventando para el más puro disfrute. Palabras que asoman en el cajón de la mesilla, junto a cajas de cerillas, bocetos de poemas y una nieblecilla de recuerdo que asciende, pletórica, hasta el techo. Y así, la habitación donde me ubico, se convierte en un lírico vaho de palabras que yo, claro, suelo aspirar hasta la extenuación.
Hay otras palabras, leídas siempre, que por algún motivo nos dicen más que otras, y por eso las plagiamos sin pudor, aunque luego no las llevemos a la frase textual de donde partieron. Por este rincón se ha utilizado “hontanar” por culpa de Ortega; o “venir al pairo” por Rosa Montero; o “las galerías del cerebro” de Manuel Vicent... y tantas y tantas otras que nos quedaron cinceladas para siempre, evocándolas una y otra vez, ya sin remedio, por la modesta inclinación de un párrafo.
Dormirse entre palabras, al igual que la de aquellos cuentos que nos narraban de pequeños. Aquellas palabras que principiaban en nuestros oídos el largo amor que luego le hemos seguido profesando, de continuo, a las altas torres del lenguaje. Palabras que hoy resuenan como trinos en la cavidad del pecho y su eco imperecedero e infantil nos nutre las fibras desde donde solemos parir nuestra escritura. Palabras de siempre, con su himno de música sencilla, pero honda, dispuestas en todo momento a abrazar nuestro presente.
Hay palabras que no necesitan voz, que se pronuncian con una altísima espiritualidad, que no requieren la ayuda del aire para variar el tono. Son palabras que se asimilan en rotundo, desde una profundidad de espasmo, cuya significación orgásmica suele calar hasta la médula. Esas palabras que un día nos conmovieron a solas y nos visitaron, allí, en lo más hondo, mientras a nuestro alrededor nadie se enteró jamás de tamaño agasajo. Palabras envueltas en un cómplice silencio, encaramadas al pedestal de la memoria, creando con sus jugos múltiples, ambientes para dar la bienvenida a los recuerdos.
Y está la palabra sugerente, la no dicha, o dicha a medias, presumida y femenina. La palabra que erotiza nuestro deseo, y dan ganas de adivinarla, de abrirla en canal para saber de su misterio. Es una palabra que impacta, y luego nos electriza, y luego nos imanta con el peligro inminente de llegar a poseernos; todo es cuestión de voluntad o de otra cosa.
He venido hasta aquí, como otras tardes, donde existe un paisaje por el cual la primavera campa a sus anchas, los pájaros vuelven con sus trinos musicales a endulzar el aire y el tiempo no existe si no es en la interminable melodía de un verso. El sol es un dorado oasis geométrico entre la infinidad azul del cielo, cuyos haces de luz blanda se columpian, a sus anchas, por la sonrisa verídica de un niño. Las flores, en un lenguaje muy antiguo, le hablan de cerca y de tú a lo sentidos. La mirada concreta de un perro se convierte en algo así cómo en un imán de ojos por donde a tí te apetece viajar hasta su sinceridad más jugosa y más palpable. El silencio ayuda e invita a ese monólogo fructífero desde donde alguien, alguna vez, vio brotar la luz de la filosofía. Hay un minuto puntual, con humedad de besos, que de repente se posa en nuestras sienes volando más tarde, cuando intentamos retenerlo, como ave graciosa del recuerdo. He venido hasta aquí, como otras tardes, para comenzar un sueño que da a luz en la imaginación, sigue su curso a través de un poético caudal que lo lleva en volandas, para llegar hasta tí, hipotético lector, por éste río inmenso de palabras...
Palabras que uno siente alborear del fondo de si mismo como un lento e inacabable río del lenguaje, en cuyas orillas, a veces, te sientes requerido. Un requerimiento continuo, a deshora, altamente sorpresivo, que se alargará de una manera imprevisible y cuyo final irónico está siempre por dilucidar.
He comenzado, antes de nada, a disfrutar de esa liturgia consabida, propia, que uno conoce bien y de la que es y ha sido siempre tan devoto. Ese amor a los propios símbolos, a las manías, al ritual repetitivo que se sucede en cada acto. Consiste en elegir la pluma de siempre, cuya escritura sabemos de antemano que es fácil y rápida, y que nos facilitará bastante la impresión de nuestra letra, alocada e indomable. Luego, tal vez, el recrearse en esos folios eminentemente blancos, de vértigo, que nos producen un miedo atroz si no conseguimos inscribir nada sobre ellos. Nuestra meta final es desvirgar la página, desposeerla de su perfecta quietud, llenarla de nosotros, de nuestra torrentera de sentimientos, de nuestro sentir incesante y por goteo; hacerla completamente nuestra en medio de un silencio hondo y solidario que, para nosotros, es el lecho perfecto para semejante acto de amor.
Muchas veces me pregunto de qué parte, o de dónde viene nuestra prosa. Esa prosa aún no nacida, acaso ni pensada, ni imaginada, tal vez, pero que sin embargo más tarde será algo así como un hontanar del sentir tratando de desembocar su lirismo sobre los invisibles márgenes de un texto. Esa prosa que es un compendio de palabras, corriente arriba por el caudal de nuestra sangre, trayendo siempre noticias de ese decir profundo y radical. La prosa insobornable, raíz mineral de los estratos más profundos, que da a luz, debido a una íntima tensión que sacude las entrañas.
Las palabras las buscamos y las escribimos porque somos conscientes de que son asideros perfectos para retardar la muerte. A ellas solemos ir dedicándole una lectura atenta por entre las páginas de un libro o, movidos por un grado más alto de osadía, intentando perfilar algún mensaje que se ha hilvanado en la memoria, para luego dejarlo fluir entre la compañía hipotética del folio. Pero de una forma u otra, conscientes de nuestra dramática finitud, lo que hacemos es asirnos como posesos a su contenido, a su sustancia, a su verdad musical, para de esta forma poder ralentizar y encumbrar a grado sumo la triste decrepitud de los instantes. Esos instantes que, sin remedio, se escapan en silencio por los jirones que el tiempo nos va haciendo en la edad y que, si no fuera por el siempre bienvenido auxilio de las palabras, muchos perecerían en los barrancos insondables del olvido. Palabras, pues, para celebrar la alta ironía de nuestra existencia, tal vez artísticamente literaria, y como tal, arropada de sueños y mentiras.
¿Cuántas veces no nos hemos valido de las palabras para traer a colación una miscelánea de tiempo con sabor de infancia?. Nos hemos servido de ellas como un útil para la regresión mientras caminábamos, a veces con dificultad, por las galerías de la memoria, para traer hasta nuestro presente, inmediato y urgente, aquellas briznas de vida, latentes aún en el fondón de la conciencia, que sin embargo necesitaban la mano tendida de la escritura para hacérnosla llegar hasta nosotros. Una vez descrito aquél concreto ámbito, aquella porción de nosotros, aquél paréntesis de edad por donde fuimos y ya jamás seremos -al menos como antes: nunca se puede beber dos veces del mismo río.-, lo que sí conseguimos es inmortalizar un lapso de nuestro existir que ya permanece, de esta forma, inmutable y para siempre. La vida, sí, triunfando por los derroteros de la ilusión, sobre la muerte.
Hay palabras, que si no fuera por ellas, o por su contenido esencial donde va implícito un lírico significado, sería más bien un abismo de la abstracción del existir cayendo en el gélido y penoso océano de lo anónimo; de lo no sido, de lo inexistente, del absoluto vacío, de la nada más aséptica, de la muerte triunfante, de lo no acaecido como rotunda eternidad, del asesinato más vil de un tiempo sin sustancia. Con ellas dejamos constancia de un beso lento y dulce, fruta emergiendo de un paréntesis de labios, en viaje metafísico hasta la posada sinuosa de otra boca. Con ellas perfilamos la musicalidad de una mirada cuyos ojos profundos son capaces de crear en los nuestros un aluvión henchido de metáforas. Con ellas describimos un poético atardecer, almibarado instante, por donde se trasluce un abanico de tonos que no son, sino, un himno de colores hipnotizando al horizonte que termina por involucrarse en ellos, hasta acabar en perfecta fusión, y diluirse. Con ellas podemos viajar por el aire mermando las distancias, entrar en el fondo de un ser, en las habitaciones de su intimidad más recóndita, tatuando con nuestro decir ese lienzo absorbente ubicado en su memoria. Con las palabras, sí, renacemos de nuevo en cada instante, o morimos menos, o retardamos la muerte mientras nosotros nos hospedamos en ese oasis esencial donde es pleno su significado.
No me refiero, claro está, a la palabra oral, rápida farsa, cuyo resultado es un apresuramiento del lenguaje que luego se desvanece en el aire como un plagio de humo. No me refiero a ese lenguaje manido, estereotipado, comercial, hijo de la costumbre, que ya sale apelmazado y sin significación elemental desde la misma boca. No. No me refiero a esa palabra; claro que no, puesto que ésta, aun pareciendo la misma, provista de los mismos signos de la otra a la que me refiero, sin embargo no nos dice nada importante, ni nos logra impregnar en su absoluto contenido, ni nos inunda el alma, ni se queda entretejida en las galerías del cerebro.
La palabra que yo imploro, y busco en cada instante, es aquella no demasiado usada; o que, incluso utilizada a veces, en cada ocasión irrepetible y suprema, nos suena bien distinta. Busco esa palabra que transmite, que nos dice, que incluso nos hiere alguna veces porque entra a tumba abierta en el fondo de nosotros mismos. Esa palabra que entre sus suaves letras ya lleva implícita una musicalidad especial. Esa palabra incontaminada, sin dobles sentidos, verídica, alta, poética, lírica, humana, que nos traspasa mágicamente y se queda, ya, dentro de nosotros, como parte inseparable de nuestra propia biografía. Esa palabra que es capaz de grabarnos un sentir, y nos tatúa la piel a la que viene y donde luego anida. Esa palabra, como bello asidero en donde amarrar y entretener un poco la existencia, o incluso para imaginarnos que son como malecón de ensueño, donde rompen las olas líricas de nuestra vida.
Lo cierto es que la palabra llega a convertirse aquí en algo nutritivo, vitamínico; algo sin lo que nuestro corazón sería incapaz de latir y nuestra edad, por su carencia, saltaría en pedazos caóticos, síntoma de un final triste y previsible. Nos arropamos en ellas, nos acurrucamos, pasamos noches enteras oyendo su cadencia, su ritmo sinuoso, su respiración, su todo, mientras a veces, si insistimos, ellas son las encargadas de plasmar en papel un arrebato hondísimo que nos nace de muy adentro, o nuestra voz interior de auxilio.
Uno se hastía del lenguaje usual, externo, que aun estando en todas partes, lo rehuimos como un mal presagio. Huimos del saludo clonizado que sale de bocas pastosas sin intención de comunicarnos absolutamente nada. Huimos de los mensajes revestidos de falacia. Huimos del terrorismo del lenguaje, de su manipulación, de la mentira más descarnada y despiadada que un ser puede sufrir cuando se está apuntando con ello a la integridad más transparente de su yo insobornable Y en éstos casos es preferible paladear desde dentro una metáfora, ponemos como ejemplo, de Cortázar: “La penumbra de tus párpados”. La metáfora, que se convierte siempre en el edén o paraíso donde habitan las palabras, es capaz, aquí, de elevar nuestra alma hasta el infinito de las cosas, hasta la esencia misma, hasta el pedestal alto de lo artístico, hasta el centro enigmático donde el todo y la nada confluyen sobrecogedoramente; allí donde el sentimiento es más absoluto y al sentirlo y asimilarlo, no deja de producirnos cierto vértigo.
Estamos, por suerte, rodeados de palabras. Palabras que escribimos, en una noche de arrebato, sobre la conocida página, mientras un pulso entregado, propio y combativo, notamos que se nos acelera. Son palabras latentes, que tiemblan, escritas en relieve, que incluso respiran por los párrafos. Palabras que luego viajan hacia otra parte, tal vez hasta el rincón de una mirada femenina que las disfrutará voluntariamente, mientras, acaso, en ese itinerario, orillas por donde discurrirá el flujo del mensaje, nos parezcan que duermen irremediablemente. Y no es cierto.
El lector despierta las palabras. Esas palabras viajeras, excursionistas por el itinerario de una carta. Las despierta, una vez frente a sus ojos, puesto que les imprime un ritmo de atención que vuelve a convulsionar lo allí escrito. La palabra, entonces, resurge de su minúsculo letargo, y se enciende, y cobra vida, y se ensancha, y produce esa fusión divina entre dos seres que, acaso, separe una cruel distancia.
Ahí está la palabra, viajando del corazón al aire, para aterrizar después frente a otros ojos iguales, o más poéticos. La palabra que nos rotula por completo el alma, y nos anima, y nos da ese empujón de vida en un momento de parada y de cansancio. La palabra que sentimos que nos nutre, que nos llena por completo la morada espiritual donde nosotros solemos guardar, bien escondido, la dulzura de un mundo propio y a veces no tan bien conocido, por poco escudriñado.
Sí, hay que hacer un monumental brindis por todas aquellas palabras que viajan ya con nosotros cómo si fueran nuestro apellido literario, inseparables de nuestra propia piel, grabadas a base de lecturas, tatuadas con el fuego de una expresión súbita que nos hizo y nos hace más anchos y profundos. Brindar por todas ellas. Por las que nos hicieron soñar con mundos de peluche, por las que nos hicieron llorar sintiendo que el corazón aún nos servía para algo, por las que supieron ilusionarnos en momentos de hastío y de desgana, por las que llevan siempre un mensaje más superior entre sus líneas, por las que cobran un renovado vigor con el pasar del tiempo, por las inscritas en alguna nota que nos sirve para siempre de recuerdo, por las que nos impulsaron a besar y a acariciar otro rostro con cariño, por las que nos propiciaron un encuentro, por las que retumban y nos proporcionan su continuo eco en las paredes de las sienes, por las que abrigan los más gélidos silencios, por las no dichas aún pero que sentimos latir en sus raíces. Brindar por todas aquellas palabras que siempre nos pueden decir algo nuevo, diferente, hondo, vivo, para asirnos con ellas al laberinto de un sueño vitalicio.
A veces, ya sé, uno no es capaz de encontrar la palabra precisa, en el momento oportuno, o cuando más lo necesita. Palabra que se resiste a retratarse en el marco de una página, a hacerse inmortal, mientras nosotros llevamos inmersos, tal vez unas cuantas horas, por la catedral del lenguaje, demandando su limosna. Momento dramático, sin duda, que tal vez debido a nuestra osadía de escribir, nos hace sentir cegados por el blanco sepulcral y absoluto de un folio, a la vez que un vacío que anula la expresión amenaza con aniquilar nuestra cabeza. Pero pasa, afortunadamente, tarde o temprano ese instante con temperaturas de alto invierno, y en la espera paciente comprobamos que, por suerte, vuelve otra vez la compañía requerida de las inseparables palabras. Ahí están de nuevo ellas, como recurso y asidero; como respiración, como único latir que aún nos mantiene ilusionadamente vivos.
Siempre la palabra. La palabra infatigable que se trae hasta una simple hoja, el sonido del mar, la mirada de un niño, el calor doméstico de un perro, el abrazo con su decir en silencio, el beso hondo que pasa de orilla a orilla los compartidos sentires, la caricia que aún sigue danzando por el fondo de nuestra alma sin agotarse nunca... La palabra. La palabra que consigue ser un arpegio musical en nuestro fondo abismal y lírico. La palabra que dice, que insinúa, que eleva, que transmite, que comunica, que dona ternura, que regala amistad, que ofrece amor por sus raíces primigenias. La palabra que es imposible adulterar, que es transparente, desnuda, luminosa, incansable, arrullo, sinfonía, lento latir. La palabra como valor absoluto, incalculable. La palabra, en fin, donde poder guarecerse, cuando a veces nuestra piel se viste de inexplicable escalofrío.
Se suelen salir del tiempo, y del vasallaje a que nos someten los horarios. Van por libre, desnudas, balanceándose en un enigma esencial que las cubre de poesía. Para disfrutarlas por completo requieren, eso sí, que no tengamos prisa, ni nos importe el minuto eutanásico y huidizo del compás de los relojes. Requieren nuestro tiempo; pero otro especial preñado de mimo, de lirismo, de entrega, de ilusión; de profunda ilusión, que no es sino antesala y zaguán de un sueño en construcción.
Las palabras, sobre todo las más significativas para nosotros, hospedadas en cartas, se guardan en los mejores y más íntimos rincones. No vale el espacio neutro de documentos inútiles, al menos para estos menesteres; ni tampoco ese lugar común al que se acude a por múltiples cosas. Las palabras entrañables, si son también queridas por nosotros, se merecen un sitio de mimo; un lugar especial donde resguardarlas de lo más vulgar y cotidiano, del chorreón pegajoso de la rutina, de los gestos manidos por el uso, de la asepsia gris en la que nadamos y sobrevivimos. Las palabras, si nos son enviadas por algún remitente que se nos cuela de rondón en nuestros instantes íntimos, deberían de cobijarse en rincones exquisitos, junto a la dócil e inteligente quietud de nuestros libros, al pie de la mesilla cómplice que siempre es testigo de nuestros sueños, sobre la mesa donde, no sin dosis de osadía, nos empeñamos en escribir otras palabras... al lado, siempre, de lo más cercano por más nuestro.
Yo guardo palabras femeninas entre las páginas de los libros. Palabras que siempre alborean su significado en cada relectura. También están junto a determinados estantes, entre objetos adorables, entre fotografías de paisajes, entre el aroma de una tinta incansable y laboral, arrimadas a mis cosas más preciadas; toda una simbología que el existir se va inventando para el más puro disfrute. Palabras que asoman en el cajón de la mesilla, junto a cajas de cerillas, bocetos de poemas y una nieblecilla de recuerdo que asciende, pletórica, hasta el techo. Y así, la habitación donde me ubico, se convierte en un lírico vaho de palabras que yo, claro, suelo aspirar hasta la extenuación.
Hay otras palabras, leídas siempre, que por algún motivo nos dicen más que otras, y por eso las plagiamos sin pudor, aunque luego no las llevemos a la frase textual de donde partieron. Por este rincón se ha utilizado “hontanar” por culpa de Ortega; o “venir al pairo” por Rosa Montero; o “las galerías del cerebro” de Manuel Vicent... y tantas y tantas otras que nos quedaron cinceladas para siempre, evocándolas una y otra vez, ya sin remedio, por la modesta inclinación de un párrafo.
Dormirse entre palabras, al igual que la de aquellos cuentos que nos narraban de pequeños. Aquellas palabras que principiaban en nuestros oídos el largo amor que luego le hemos seguido profesando, de continuo, a las altas torres del lenguaje. Palabras que hoy resuenan como trinos en la cavidad del pecho y su eco imperecedero e infantil nos nutre las fibras desde donde solemos parir nuestra escritura. Palabras de siempre, con su himno de música sencilla, pero honda, dispuestas en todo momento a abrazar nuestro presente.
Hay palabras que no necesitan voz, que se pronuncian con una altísima espiritualidad, que no requieren la ayuda del aire para variar el tono. Son palabras que se asimilan en rotundo, desde una profundidad de espasmo, cuya significación orgásmica suele calar hasta la médula. Esas palabras que un día nos conmovieron a solas y nos visitaron, allí, en lo más hondo, mientras a nuestro alrededor nadie se enteró jamás de tamaño agasajo. Palabras envueltas en un cómplice silencio, encaramadas al pedestal de la memoria, creando con sus jugos múltiples, ambientes para dar la bienvenida a los recuerdos.
Y está la palabra sugerente, la no dicha, o dicha a medias, presumida y femenina. La palabra que erotiza nuestro deseo, y dan ganas de adivinarla, de abrirla en canal para saber de su misterio. Es una palabra que impacta, y luego nos electriza, y luego nos imanta con el peligro inminente de llegar a poseernos; todo es cuestión de voluntad o de otra cosa.
He venido hasta aquí, como otras tardes, donde existe un paisaje por el cual la primavera campa a sus anchas, los pájaros vuelven con sus trinos musicales a endulzar el aire y el tiempo no existe si no es en la interminable melodía de un verso. El sol es un dorado oasis geométrico entre la infinidad azul del cielo, cuyos haces de luz blanda se columpian, a sus anchas, por la sonrisa verídica de un niño. Las flores, en un lenguaje muy antiguo, le hablan de cerca y de tú a lo sentidos. La mirada concreta de un perro se convierte en algo así cómo en un imán de ojos por donde a tí te apetece viajar hasta su sinceridad más jugosa y más palpable. El silencio ayuda e invita a ese monólogo fructífero desde donde alguien, alguna vez, vio brotar la luz de la filosofía. Hay un minuto puntual, con humedad de besos, que de repente se posa en nuestras sienes volando más tarde, cuando intentamos retenerlo, como ave graciosa del recuerdo. He venido hasta aquí, como otras tardes, para comenzar un sueño que da a luz en la imaginación, sigue su curso a través de un poético caudal que lo lleva en volandas, para llegar hasta tí, hipotético lector, por éste río inmenso de palabras...
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