EL Rincón de Yanka: LA ESCUELA DE LAS EMOCIONES Y ¿HEMOS PERDIDO NUESTROS SENTIDOS?

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domingo, 19 de octubre de 2014

LA ESCUELA DE LAS EMOCIONES Y ¿HEMOS PERDIDO NUESTROS SENTIDOS?


LA ESCUELA DE LAS EMOCIONES
ANSELM GRÜN


Las emociones nos dinamizan. Nos ponen en movimiento y modelan no solo nuestra interioridad, sino también nuestra conducta y nuestra relación con el mundo y con los demás.
Al mismo tiempo, las emociones son ambivalentes. No suelen ser claras e inequívocas. Pueden avasallarnos y paralizarnos, o pueden estimularnos a emprender algo. Muchas veces no somos capaces de entenderlas acertadamente, pero necesitamos comprenderlas para clarificarlas y transformarlas. De ese modo suscitarán en nosotros un dinamismo que nos impulsará para trabajar por un mundo y un futuro mejores para todos.
«Al leer mis palabras sobre las emociones vas a entrar en relación contigo mismo: vas a descubrir tus propios sentimientos y emociones y, con ello, vas a explorar tu interior. Vas a leer también algo sobre tu propia persona. Tal vez lo que yo escribo no se corresponda siempre con tu autopercepción personal. Si así fuera, mis ideas serían una invitación a que formules con tus propias palabras tus emociones personales» (Anselm Grün).

Las emociones nos dinamizan. Nos ponen en movimiento interiormente y modelan no solo nuestra interioridad,  sino también nuestra conducta y nuestra relación con el mundo y con otras personas. La palabra «emoción  »proviene del verbo latino "emovere", que significa  «remover, revolver, conmover». Muchas veces, las emociones nos revuelven interiormente: por ejemplo, reaccionamos emocionalmente a una crítica. O bien nos dejamos llevar por ellas: así, cuando algo nos entusiasma o nos apasiona, y también cuando un grave infortunio nos golpea. 

Muchas personas sufren a causa de sus emociones. 
De quienes tienen emociones fuertes más de uno dice que son excesivamente temperamentales; y añade al reproche un consejo: «Deberían dejarse guiar más por la razón». Vale también, sin embargo, lo contrario: si alguien no muestra ningún sentimiento, es imposible entablar con él  una relación personal. El otro se nos presenta, entonces, como una fachada: no lo percibimos como persona. Una impresión se nos impone: detrás de esa fachada no hay vida alguna. Nos sentimos inseguros porque no somos capaces de adivinar qué es lo que realmente piensa y cuál es su actitud para con nosotros.

La emoción con la que otro ser humano reacciona ante  nosotros muestra que nos toma en serio. Nos sentimos comprendidos. Sentimos que somos importantes para él,  que removemos algo dentro de él. Cuando alguien reacciona apáticamente ante nosotros, interpretamos más bien que nos menosprecia. 
En la psicología actual se habla de inteligencia emocional y de competencia emocional; con estos términos se designan aptitudes sociales que repercuten incluso dentro del tejido económico-empresarial. Todos estarán de acuerdo en que para dirigir una empresa o a los colaboradores de un negocio o de una administración no basta solo la razón o un concepto racional de eficiencia. Incluso los procesos funcionales están relacionados con las personas, y se precisa inteligencia emocional para dinamizar una empresa. La inteligencia emocional es una fuente importante para suscitar ese dinamismo. Y es importante para comprender y valorar rectamente a los empleados. 
La competencia emocional consiste en la capacidad de gestionar adecuadamente los estados de ánimo de los colaboradores. Tengo que sintonizar con los sentimientos de mis empleados para darles la respuesta adecuada. 
De quien dirige un departamento sin inteligencia ni competencia emocional decimos que pasa por la empresa como elefante en una cacharrería. Pisotea aquí y allí los sentimientos de sus colaboradores y no se da cuenta en absoluto de en qué grado les hiere y cuánto destrozo causa en ellos.

Ahora bien, solo conseguiré inteligencia y competencia 
emocional si conozco mis propias emociones y soy capaz de gestionarlas con habilidad. Tengo que dar entrada a mis emociones, pero al mismo tiempo reaccionar conscientemente ante ellas. No he de dejarme dominar por mis sentimientos, sino utilizarlos como fuente de energía. Pero esto solo puedo conseguirlo cuando miro cara a cara a las emociones e intento comprenderlas. Entonces no tendré ningún temor ante ellas, sino que me familiarizaré con ellas y seré capaz de procesarlas de manera que me hagan –también a mí mismo– más vital y más humano.
Las personas que no sienten ninguna emoción sufren de frialdad emocional, de atrofia interior. De ellas no brota ni una brizna de vitalidad, y tampoco dinamismo alguno. 
No se comprometen en ningún proyecto. Se necesita entusiasmo, la fuerza de la emoción que le pone a uno en movimiento. Todas las grandes personalidades tuvieron no solo inteligencia, sino también fuertes emociones. Por eso, sus palabras y sus hechos nos interpelan a nosotros todavía hoy. Remueven nuestras emociones.

Hablar de las emociones, dice Verena Kast, significa -también y siempre– hablar de uno mismo: «En la vivencia de nuestras emociones está siempre en juego nuestra identidad: siempre entra en juego nuestro ser de personas. Si no quisiéramos dar entrada a ninguna emoción más, si intentáramos desactivarlas y desconectarlas todas, seríamos seres humanos que ya no se dejan afectar por nada. No dejarse afectar ya por nada significaría no volver a tener percepción de uno mismo; pero, además, implicaría no asumir ninguna responsabilidad y no actuar más» (Kast, Freude, Dejarse afectar emocionalmente es un resorte importante para nuestra actividad. Pero las emociones son también valiosas en sí mismas. Vivir el sentimiento de alegría, de esperanza, de confianza y de gozo, es ya en sí mismo algo bueno. En la emoción nos percibimos a nosotros mismos: nos sentimos a nosotros y eso nos hace bien. «La emoción es antes que nada una forma de autopercepción» (ibid.).

Al leer mis ideas –estas que escribo sobre las emociones–, vas a entrar en relación contigo mismo: vas a descubrir tus propias emociones y, con ello, vas a descubrirte a ti mismo. En lo que sigue, pues, vas a leer también algo sobre ti mismo. Tal vez lo que yo escribo no se corresponda siempre con tu personal autopercepción. Si así fuera, mis ideas serían una invitación a que formules con tus propias palabras tus sentimientos personales.
Las emociones son siempre ambivalentes. Pueden avasallarnos y paralizarnos, o pueden estimularnos a emprender algo. Muchas veces no somos capaces de entenderlas rectamente. Tampoco son siempre claras e inequívocas.
No sin razón hablamos de «sentimientos encontrados». 
Con frecuencia tenemos la impresión de llevar dentro de 

nosotros un cóctel de sentimientos y emociones.

El título de este libro: La escuela de las emociones, expresa que no vivimos a merced de nuestros sentimientos, que podemos aprender a manejar nuestras emociones y tenemos la capacidad de adiestrarnos en esa práctica. 
Igualmente, en la vida diaria podemos ejercitarnos en 
prestar atención y contemplar esos sentimientos amorfos 
 
y ambiguos, analizarlos y también aderezar con ellos un 
«cóctel de emociones», a fin de que de toda esa mezcla 
emocional salgan sentimientos que nos inyecten vida: a 
nosotros y, a través de nosotros, también a otros. 
Si no tomamos en serio las emociones o si las reprimimos, 
ellas buscarán con frecuencia un modo de presencia 
que no nos hace bien. Cuando los sentimientos 
nos desbordan, entonces no somos nosotros los que los 
tenemos a ellos: son ellos los que nos tienen sujetos a nosotros. 
De lo que se trata, sin embargo, es de ver las emociones 
como fuente de vitalidad de la persona y de la propia 
actividad. Solo con un análisis y una comprensión 
cuidadosa se pueden clarificar y transformar. Y para
transformarlas es importante manifestarlas a otro, bien 
presentándolas en la oración a Dios, bien abriendo nuestras vivencias en diálogo con otra persona. 
Precisamente las emociones fuertes tienden a inyectarnos dinamismo para trabajar por un futuro mejor. En mis emociones reacciono a la realidad, a personas que me encantan o me repelen, a situaciones de la sociedad, a situaciones de mi vida.

La emoción tiende siempre a desinstalarme de lo que 
en ese momento ya existe. Tiende, bien a proporcionarme una nueva visión para que contemple la realidad con otros ojos, o bien a ponerme en movimiento para cambiar la situación, para crear condiciones distintas para mi vida o para la vida de mi prójimo. «Cada sentimiento singular transforma el mundo entero», dijo en una ocasión el filósofo Jean-Paul Sartre. Mediante nuestras emociones podemos, pues, adquirir dinamismo para hacer que este mundo sea más humano, más lleno de esperanza.

Te sugiero que al leer mis pensamientos atiendas siempre a la reacción personal que se produce en tu corazón. No te dejes engatusar por mis sugerencias respecto de ninguna de tus emociones; escucha en tu interior qué sentimiento te resulta familiar. Y después, reflexiona sobre cómo has procesado hasta ahora ese estado de ánimo y si encuentras en la lectura nuevas pistas para asumir tus emociones, para familiarizarte con ellas y para vivirlas de tal manera que se conviertan en una fuente de energía, de vitalidad y de gozo de vivir.

¿Hemos perdido nuestros sentidos? 

En busca de la sensibilidad creyente.

Los sentidos y la sensibilidad son las vías que tenemos a nuestra disposición para percibir la realidad: desde la realidad más simple hasta la realidadmisma de Dios. Nos pertenecen para hacer resonar «realidad y Dios» dentro de nosotros y hacernos volver después a la realidad y a Dios con el corazón dilatado.

Debido a la progresiva desaparición de la sensibilidad de nuestro bagaje espiritual, necesitábamos ser llevados de la mano para redescubrir psicológica, filosófica y teológicamente lo que es más peculiarmente humano. Una base rigurosa, a la vez que de agradable lectura, estructura el libro, cuyo autor nos introduce, gracias a un núcleo de definiciones y clarificaciones, en varias tipologías de sensibilidad y nos hace llegar después a la sensibilidad de Dios. La segunda parte del volumen está toda ella orientada a la formación mediante la invitación a cultivar los sentidos, uno por uno, a la luz y al calor de la espiritualidad, y concluye con la propuesta de un sólido itinerario formativo de la sensibilidad.

La tentación del mundo virtual, la cultura de la apariencia, los retos de lo cotidiano... pueden afrontarse con éxito si enraizamos los sentidos y la sensibilidad en la inteligencia y en la afectividad madura; si alabamos a Dios por los sentidos y por la sensibilidad. Él está con quien «siente» en su nombre; con quien dispensa atención y cuidado en su nombre; con quien teje vínculos de solidaridad, comunión y compasión profunda en su nombre. Con quien ama en su nombre.

Prólogo
De la raíz griega que significa «sensación», «sensibilidad», 
«percepción mediada por los sentidos», nace el término «estética

». Así, la contemplación y la producción de la Belleza 
tienen su origen en el cultivo de los sentidos y de la sensibilidad. 
Esta es, en síntesis apretada, la materia de la que está
hecho el libro de Amedeo Cencini, que hay que leer «de una 
tirada» para releerlo después con calma meditativa.
El libro nos refiere cómo corremos el peligro de adormecer 
estos dos dones extraordinarios, cómo es indispensable 

hoy orientarlos hacia el Bien y cuánto debemos enriquecerlos 
de sentido alimentándolos directamente mediante el encuentro 
con Dios.
Los sentidos y la sensibilidad son las vías que tenemos a 
nuestra disposición para percibir la realidad: desde la realidad 

más simple hasta la realidad misma de Dios. Nos pertenecen 
para hacer resonar «realidad y Dios» dentro de nosotros 
y hacernos volver después a la realidad y a Dios con el 
corazón dilatado.

Amedeo Cencini nos ha hecho un regalo. Debido a la progresiva 
desaparición de la sensibilidad de nuestro bagaje espiritual, 

teníamos necesidad de ser llevados de la mano para
redescubrir psicológica, filosófica y teológicamente lo que es 
más peculiarmente humano. Una base rigurosa, a la vez que 

de agradable lectura, estructura el libro, cuyo autor utiliza un 
esprit de géométrie y un esprit de finesse para introducirnos, 
gracias a un núcleo de definiciones y clarificaciones, en varias 
tipologías de sensibilidad y para hacernos después llegar 
a la sensibilidad de Dios. La segunda parte del volumen está 
toda ella orientada a la formación mediante la invitación a 
cultivar los sentidos, uno por uno, a la luz y al calor de la espiritualidad, 
y concluye con la propuesta de un sólido itinerario 
formativo de la sensibilidad.

No perdamos nada de cuanto está escrito. La óptica altamente 
humana y espiritual al mismo tiempo, típica del autor, 

nos hace entusiasmarnos con el redescubrimiento –que, en 
ciertos aspectos, podría catalogarse como notablemente pionero– 
del cultivo de los sentidos y de la sensibilidad. Tenemos 
ganas de ojos nuevos para contemplar, de oídos nuevos para 
escuchar y de palabras justas para consolar y para orar. Las páginas 
de este libro ponen además en paralelo el hecho de estar 
destinadas a los seres delicadamente sensibles: personas con 
los sentidos abiertos de par en par, que viven todo encuentro, 
realidad y vínculo con alegría y concentrada devoción.
La tentación del mundo virtual, la cultura de la apariencia, 
los retos de lo cotidiano, pueden afrontarse con éxito si enraizamos 

los sentidos y la sensibilidad en la inteligencia y en la 
afectividad madura. Si los cultivamos porque queremos afinar 
la vida de comunidad y de familia. Si nos formamos nosotros 
mismos y a los demás en la producción de la Belleza.
Nunca «apagados», por consiguiente. Y alabando a Dios 
por los sentidos y por la sensibilidad. Él está con quien «siente

» en su nombre; con quien dispensa atención y cuidado en 
su nombre; con quien teje vínculos de solidaridad, comunión 
y compasión profunda en su nombre. Con quien ama en su 
nombre.

CATERINA CANGIÀ, FMA
Profesora de Antropología y Comunicación
Universidad Pontificia Salesiana, Roma
¿HEMOS PERDIDO LOS SENTIDOS?

Introducción
Del «homo sapiens» al «homo insensatus»

No todos se han dado cuenta, entre otras razones porque, para 
entender que estamos perdiendo los sentidos, necesitamos 

precisamente los sentidos; debemos, por tanto, estar bien 
atentos, despiertos y vigilantes para percatarnos de que alguien 
o algo, de un modo u otro, nos los está sustrayendo; o 
de que, por el motivo que sea, estamos desaprendiendo su 
ejercicio. Para prestar tal tipo de atención hay que tener los 
sentidos en condiciones de desarrollar su trabajo, que no es 
otro que el de garantizar la relación con la realidad. ¿Cómo 
pueden nuestros sentidos permitirnos descubrir que los estamos 
perdiendo si, en efecto, los estamos perdiendo, o bien ya 
no están funcionando como deberían? 
Y, sin embargo, parece ser precisamente así. 
Tal vez, es el elemento que verdaderamente caracteriza a 
nuestra época, que puede clasificarse diversamente según se 
vea desde diferentes puntos de vista o según sus ambientes 
culturales distintos, pero homogeneizada en los diversos contextos 
por este fenómeno tan globalizante como deshumanizador: 
la pérdida de los sentidos. Ya lo decía Ivan Illich, pero 
nadie escuchó su grito1.  Parecía pesimista y excesivo, no 
suficientemente justificado por la realidad. Pero, de hecho, 
podemos decir que al menos se adelantó a su tiempo y que su
pronóstico, sumamente acertado, se está cumpliendo. En 
efecto, hoy poseemos muchos elementos para confirmar ese 

diagnóstico o constatación. Lamentablemente.

La gran anestesia
Hay quien la denomina «la gran anestesia de los sentidos humanos
» 2 y la describe, captando ya su contradicción interna, 

en los siguientes términos: «Tenemos los ojos llenos de imágenes 
y somos cada vez más miopes; estamos completamente 
rodeados de sonidos y ya no oímos nada. El perfume de las 
cosas es un vago recuerdo: tomamos sustancias que dejan inservible 
el olfato. Tocamos todo y no llegamos ya a ser “tocados” 
por nada; la intimidad de la alegría, la intimidad del 
dolor, nuestro y de los demás, las conocemos tan solo como 
excipiente del spot que tiene que vendernos algo. No conocemos 
ya los secretos, los tiempos, las emociones, los impulsos 
de la verdad que tocan el corazón y los transcursos de larga 
duración que nos entusiasman para siempre»3.

Hay quien percibe de nuevo, como Pisarra, la íntima paradoja 
de este fenómeno, aunque a un nivel aún más radical, 

describiéndolo con términos expresivos: «Hemos perdido los 
sentidos. Los hemos perdido casi sin darnos cuenta, cuando 
todo a nuestro alrededor parecía indicar su triunfo: culto al 
cuerpo, exaltación de la sensualidad en un frenesí de consumo, 
de viajes y de experiencias paroxísticas. Los hemos perdido.
[...] De los sentidos, aquellos verdaderos, no quedan 
más que pálidas máscaras, sucedáneos, mixturas insulsas e 

indigestas. Inundados de imágenes, aturdidos por el ruido, 
embrutecidos por la vulgaridad y la banalidad, anestesiados 
por los desodorantes y los perfumes, atontados por los tranquilizantes, 
nos hemos encontrado, de un día para otro, con 
una sarta de prótesis sofisticadas (teléfonos móviles, smartphones, 
máquinas fotográficas microscópicas...) y cada vez
más insensibles: ajenos al dolor del mundo y, sin embargo, 


dispuestos a derramar una lágrima de compasión cuando la 

muerte se hace espectáculo»4.

De lo que afirma Pisarra se hace eco el psiquiatra Risé, 
que explicita un elemento paradójico de este fenómeno, a saber, 

la extraña relación con el cuerpo, que raya los límites de 
su rechazo, en contraste con su aparente culto: «El hombre 
moderno ha soñado con sustituir los sentidos por instrumentos 
tecnológicos, por centrales de información precisas, preparadas 
para conectarse en cuanto las necesite o lo ordene. Se 
ha cumplido así la fantasía de vincular directamente la mente 
humana con el mundo, dejando aislado al cuerpo, un peso 
considerado un obstáculo desde siempre y, después del abandono 
de los sentidos, un coto de caza para la cosmética y la
cirugía estética»5.
Pero ¿qué quiere decir «perder los sentidos»? Significa que 
«perdemos no solo el placer, sino también el control; no solo 

la fiesta, sino también el soporte, la sustancia, la solemnidad»6.
Significa, más precisa y dramáticamente, que corremos el 
riesgo de hacernos insensibles, de perder otra dimensión o 

componente típico de nuestra humanidad: la sensibilidad.
Casi pasando del homo sapiens al homo insensatus, que literalmente
significa «sin sentidos».





1. I. ILLICH, La perte des sens, Paris 2004.

2. P. SEQUERI, «La bellezza di Dio e i suoi segni ci conservano il mondo
», en Avvenire, 18/XI/2009, 2.
3. Ibid.
4. P. PISARRA, Il giardino delle delizie, Roma 2009, 15.
5. C. RISÉ, Guarda tocca vivi. Riscoprire i sensi per essere felici, Milano 
2011.
6. C. TOSCANI, «Pisarra e l’ineffabile “sesto senso” del vero cristiano», 
en Avvenire, 27/IV/2010, 29. Es el temor también del cantante Jovanotti



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