EL Rincón de Yanka: BENEFACTORES DE LA HUMANIDAD VI: EDWARD JENNER EL DESCUBRIDOR E INVENTOR DE LA VACUNA CONTRA LA VIRUELA

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viernes, 20 de diciembre de 2013

BENEFACTORES DE LA HUMANIDAD VI: EDWARD JENNER EL DESCUBRIDOR E INVENTOR DE LA VACUNA CONTRA LA VIRUELA

































El descubrimiento de la vacuna Antivariolosa 




Calificado como Benefactor de la Humanidad, el acucioso investigador, médico rural y también poeta, legó su descubrimiento para salvar al hombre de un mal que se había convertido en una terrible epidemia en varios continentes.



El 14 de mayo será por siempre una fecha memorable en la historia de las ciencias en general y del efecto preventivo de la vacuna en particular. Ese día del año 1796, El inglés Edward Jenner hizo la primera inoculación contra la viruela. James Phipps, un niño de ocho años de edad, fue el primer inoculado con secreción recogida de una pústula vacuna (viruela de vacas) en la mano de una lechera que se había infectado durante un ordeño. El primero de julio siguiente inoculó de nuevo al pequeño, esa vez con pus procedente de una persona enferma de viruela. Este quedó indemne, con lo cual se demostró la acción profiláctica de la inoculación contra la viruela humana.

Edward Jenner nació en Beketen, Inglaterra, el 17 de mayo de 1749 en el seno de una familia de pastores protestantes. A la edad de 13 años comenzó sus estudios profesionales en Soadbury, bajo la dirección de Daniel Ludlow. De allí pasó al hospital Saint George, donde fue discípulo de John Hunter.
Por aquella época comenzó a manifestar una gran inclinación por la botánica y la zoología. Esta afición pudo ser la causa de que se perdiera el descubrimiento de la vacuna, es decir, de que no se verificara, pues en 1771 le fue ofrecido a Jenner el puesto de naturalista en la famosa expedición del capitán Cook. Pero éste prefirió ir a ejercer la medicina a su pueblo natal.

En 1778 contajo matrimonio con Catalina Kingscoke, mujer que no obstante su delicada salud, participó activamente en los trabajos de su marido.
Todo parece indicar desde 1762, cuando comenzaba sus estudios en Soadbury la cuestión de la viruela le preocupaba a este ilustre médico, pues en una consulta facultativa oyó a una joven decir: "Yo no me puedo enfermar de viruela porque ya estoy vacunada". Aún conservaba vivo el recuerdo de aquella frase cuatro años después se estableció en Berkeley, donde observó que la creencia de ésta era corriente entre los vaqueros del lugar y de sus cercanías. Se propuso comprobar la verdad en tal sentido y al persuadirse de ella por el año 1780, comenzó a divulgar su descubrimiento. En 1788 Jenner puso en conocimiento del cuerpo médico de Londres su idea de propagar la vacuna de un individuo a otro como medida de protección contra la viruela, pero ésta no causó ninguna impresión. El lapso transcurrido entre ese año y el de 1796, se empleó por científico en los estudios experimentales. Hasta que llegó al importante día del 14 de mayo.
El descubrimiento trajo consigo críticas que muchas veces tomaron formas violentas e injuriosas. Un folleto publicado por el doctor Rowley, contenía una viñeta en que se representaba a un niño con cabeza de buey. Ésta, según dicho autor había tomado tal forma a raíz de haberse vacunado al pequeño. Por otra parte, se predicaba en los púlpitos que la vacuna era una acción anticristiana.

Sin embargo, la verdad se abrió camino poco a poco. Al principio se divulgó la vacuna por Inglaterra; posteriormente se introdujo en Francia e Italia, hasta llegar a propagarse por toda Europa y América.
En Alemania, donde el aniversario del nacimiento de Jenner es día festivo, el estado de Baviera decretó la obligatoriedad de la vacuna en 1807. Otras naciones siguieron su ejemplo, e incluso la atrasada Rusia adoptó la práctica. El primer niño que se vacunó allí recibió el nombre de Vaccinov y su educación corrió a cargo del Estado.
Inglaterra fue la más perezosa en honrar a Jenner. En 1813 se le propuso como candidato al Colegio de Médicos de Londres. Pero el Colegio se empeñó en examinarle de los clásicos, es decir, de las teorías de Hipócrates y Galeno. Jenner se negó; pensaba que su victoria sobre la viruela bastaba como recomendación. Los caballeros del Colegio no pensaban igual y no le eligieron.
Jenner murió el 24 de enero de 1823, sin ser miembro del Colegio, pero con toda la gloria que podía tener un médico.

Sólo esta información es más que suficiente para que se reconozca a Jenner como un benefactor de la humanidad, y como alguien que se merece recibir un homenaje diario de todos los habitantes de la Tierra, con independencia de la época que haya tocado vivir.


El nombre de Jenner se diseminó por todos los países civilizados. El insigne médico recibió gran número de títulos de instituciones como la Sociedad de Medicina de París, el Instituto de Francia y de muchas otras agrupaciones científicas del país galo. Alcanzó en el extranjero un prestigio tan grande, como importantes fueron los honores con los que le recompensó su patria.
Desde que verificó su descubrimiento hasta los últimos días de su vida, Jenner vacunó gratuitamente a los pobres de Berkeley y de sus alrededores. Para ello tenia un pabellón en el jardín de su vivienda, al que llamaba . En cierta ocasión acudieron a él muchos habitantes de una aldea vecina, que antes habían sido rebeldes a la vacunación. El cambio se debió a que el sacristán de la iglesia del pueblo, cansado de asistir a tantos entierros por defunción de variolosos, determinó aconsejar por todas partes la única forma de precaución contra epidemia era la vacunación. En virtud de la exhortación del sacristán, los vecinos se sometieron a lo que hasta entonces no habían aceptado. Jenner tuvo tres hijos: Eduardo, Catalina y Roberto. Al primero, de salud delicada, lo perdió en 1810. Su esposa falleció en 1815. Catalina y Roberto sobrevivieron a su padre, quien en 1820 sufrió un síncope del que nunca se restableció completamente. El 24 de enero de 1823 visitó a un enfermo de parálisis; al día siguiente apareció también paralítico y un día después falleció. Sus restos se depositaron en el santuario de la iglesia de Berkeley.



Gracias a Jenner en 1977 se erradicó definitivamente la enfermedad. El último caso fue en Etiopía en ese año. Y desde entonces la humanidad se ha visto libre de tan dañino virus (aunque se encuentran muestras del virus en el CDC americano).
Para que se tenga una idea de la significación para la humanidad del descubrimiento de Jenner, sería bueno mencionar los estragos causados con anterioridad a éste por la viruela.
Por aquella época, esta enfermedad daba lugar a una mortalidad de 15.000 personas al año en Francia; en Alemania morían anualmente 72.000 variolosos, en Rusia llegó a ser la viruela la responsable de 2.000.000 de defunciones en un solo año; y en algunas regiones de América, principalmente en los países del norte y el Perú, sus victimas se contaban por millares entre los indígenas.

Uno de los grandes problemas médicos de aquellos días era la viruela, quizá la enfermedad más temida de las que asolaban a la humanidad. De cuando en cuando brotaba una epidemia, y como había muy pocos conocimientos de higiene, la enfermedad se propagaba como un reguero de pólvora por las sucias ciudades superpobladas. 

Un diez por ciento de los que contraían la enfermedad morían, y los que lograban sobrevivir quedaban «picados de viruela». Cada pústula causada por la enfermedad (y en los casos graves quedaba todo el cuerpo cubierto de marcas) dejaba una cicatriz en la piel después de desaparecer. Mucha gente temía más la horrible desfiguración del rostro que la propia posibilidad de morir.

La viruela no respetaba a nadie. George Washington la contrajo en 1751 y se recuperó, pero en la cara le quedaron permanentemente las huellas de la enfermedad. El rey Luis XV cayó víctima de ella en 1774 y murió.

En aquellos tiempos era casi una excepción tener intacta la piel del rostro; una piel lisa bastaba para calificar de bella a su poseedora, aunque sólo fuese por contraste con otras menos afortunadas.
La viruela sólo se podía contraer, como máximo, una vez en la vida. La persona que no la hubiese pasado la contraía fácilmente por contagio; pero una vez pasada la enfermedad y repuesto el paciente, no volvía a contraerla por mucho que se expusiera a ella: era «inmune».



Autor: 
Lic. José Antonio López Espinosa
Centro Nacional de Investigación de Ciencias Medicas