EL Rincón de Yanka: FÁBULA

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lunes, 14 de abril de 2025

LIBRO "LA CULPA ES DE LA VACA": 🐮 ANÉCDOTAS, PARÁBOLAS, FÁBULAS Y REFLEXIONES SOBRE EL LIDERAZGO por JAIME LOPERA G. y MARTA BERNAL T.

La culpa es de la vaca
Anécdotas, parábolas, fábulas 
y reflexiones sobre el liderazgo
🐮
La culpa es de la vaca nos cuenta anécdotas, fábulas y parábolas que aportan reflexiones claras para estimular actitudes positivas sobre aspectos del diario vivir. Este libro será un compañero ideal para pensar sobre valores como la tolerancia, el respeto, el amor y la fe, a través de los relatos cortos que contienen al final una enseñanza. Este es un libro ideal para leer en familia, compartir con amigos o para encontrar en la lectura individual una luz de esperanza en los momentos más complejos de la vida, sus autores son: Jaime Lopera Gutiérrez y Marta Inés Bernal Trujillo. creadores, con el firme propósito de lograr que cada lector encuentre en estos textos un motivo de reflexión sobre los valores de la vida diaria...
Hace un poco más de dos años tuvimos la idea de hacer una compilación de anécdotas, parábolas, fábulas y reflexiones organizacionales, como una contribución a la pedagogía de los procesos de transformación. Estábamos pensando entonces en los agentes de cambio: profesores, predicadores, asesores, conferencistas, entrenadores en ciencias del comportamiento y muchas otras personas que trabajan para tocar los corazones con mensajes de tolerancia, respeto, amor y paz. Así nació La carta a García y otras parábolas del éxito, como una expansión intelectual de dos personas que, por más de treinta años, se han dedicado a pensar en la forma de iluminar las mentes y los corazones de otros, para ayudarlos a conducir mejor sus vidas. Esa idea se transformó en un éxito editorial.

No estamos sorprendidos. Mucho menos después del 11 de septiembre de 2001, fecha a partir de la cual el mundo no será el mismo. La historia ha dado un giro total: la nueva realidad —Nueva era, Era de acuario, tiempo del genoma humano, como se la quiera llamar— ya está aquí. Nada de lo que el hombre conocía seguirá siendo igual. Todo es relativo, todo está en duda; las que fueron verdades inmutables pasaron a ser hipótesis.

Hay, entonces, una nueva manera de pensar. Pero los seres humanos, en especial los adultos, tenemos serios problemas para cambiar nuestro pensamiento. Recurrimos siempre a los mismos propósitos, llegamos a las mismas conclusiones, nos resistimos a percibir la evidencia. Las certezas se nos presentan, pero nuestra mente es capaz de hacer un argumento perfecto para probar lo contrario.

Las personas somos lo que pensamos. Por lo tanto, si queremos ayudar a los demás a ser y a comportarse de manera diferente, tenemos que ayudarlos a pensar de manera diferente. Si deseamos propiciar ambientes en los cuales la tolerancia y la cooperación sean las fuentes del sentir, del pensar y del actuar, debemos revisar el pensamiento lineal, lógico, de la corteza cerebral. Se impone el pensamiento holístico, intuitivo. De allí surgió la idea de realizar esta nueva compilación: La culpa es de la vaca.

¿Por qué este título? Porque solemos actuar como lo señala la historia del mismo nombre, la primera del libro: si no encontramos fácilmente un culpable de las cosas que nos pasan, somos capaces de responsabilizar a un animal, al destino, al horóscopo, a otras personas, a lo que sea, con tal de no comprometernos con el cambio.

El miedo a este compromiso es de tal magnitud que sólo pensamos en el cambio como una exigencia para los demás: quien debe cambiar es mi pareja, mi jefe, el gobierno, el neoliberalismo, el establecimiento... Todo y todos, menos yo; soy perfecto y no necesito cambiar nada. El problema, cualquiera que sea, es de los demás, no mío.

Pensar, sentir y actuar en estos términos es la mejor manera de pasar por encima de los problemas, llenarse de fundamentalismos y convertirse en un egoadicto. Por eso nada cambia. Porque cada día cobra mayor claridad la frase del conde de Lampedusa en su novela El gatopardo: Es preciso que todo cambie para que todo siga igual.

Recientes investigaciones sobre el aprendizaje coinciden en afirmar que el adulto desarrolla menos resistencia al cambio si no trabaja con el pensamiento lógico y lineal sino con el pensamiento lúdico y creativo. Otra vez el tema de los hemisferios cerebrales, la racionalidad y la intuición, los pensamientos y las imágenes, la filosofía y la poesía.

Entonces parece necesario darle al cerebro estímulos distintos a los que le hemos dado siempre, cambiarle los parámetros de funcionamiento, exigirle que use otras partes, inventar nuevos paradigmas. Por eso creemos que las imágenes que evocan las parábolas y anécdotas, el reto que plantean las alegorías, el alimento que ofrecen las buenas reflexiones, invitan a la mente a pensar distinto, a absorber otros mensajes, a llegar a conclusiones que no están a la vista de lo que llamamos razón.

La sabiduría del género humano está contenida en parábolas, anécdotas, fábulas, máximas e imágenes que siempre nos dejan en silencio, al abrir en nuestro interior un paréntesis que lleva a la reflexión. Ese es el sentido de los textos que aparecen en nuestro anterior libro y en este. Se trata de respuestas distintas a problemas que no fuimos capaces de resolver; de alegorías que arrojan nueva luz sobre las cosas. Mientras más personas las lean, las repitan, las transmitan, las compartan y las sientan, se afianzará con mayor fuerza una nueva manera de pensar, sentir y actuar.

Todavía nos preguntan por la famosa carta a García, considerada la madre de las narraciones gerenciales y uno de los textos modernos más difundidos en el mundo. Fue escrita el 22 de febrero de 1899 por Elbert Hubbard con el fin de estimular a los inactivos y a los pesimistas a dedicarse con entusiasmo a la acción, sin contentarse con hacer únicamente lo más fácil o aquello por lo que se les paga.

La idea brotó de los labios del hijo de Hubbard, Bert, quien durante un almuerzo, mientras comentaban la guerra de independencia de Cuba, exclamó: “Papá, el verdadero héroe de esta guerra fue el que le llevó la carta a García. Sí, porque aquel hombre, Rowan, fue quien en la hora oportuna, decisiva y culminante, llevó al general García, el jefe de los patriotas cubanos, la carta que lo conduciría al triunfo. Sin esta carta del presidente MacKinley quizás la independencia no se habría logrado”.

Esta frase iluminó como un rayo la imaginación del escritor:“Sí, tienes razón, hijo. El héroe es siempre aquel que en cada momento ejecuta con precisión y entusiasmo lo que tiene que hacer. Es el que lleva la carta a García”.

Hubbard corrió a su escritorio, redactó de un tirón el famoso documento y lo envió a la revista Philistine. Allí no le dieron mucha importancia, incluso lo publicaron sin encabezamiento ni título. Pero el mismo día y en los días siguientes empezaron a llover pedidos de aquel ejemplar de la revista. Uno pedía una docena de ejemplares; otro cincuenta, otro cien. Hasta que llegó una carta de la revista American News pidiendo mil ejemplares de la revista. El editor le preguntó a uno de los ayudantes qué era lo que había levantado tal polvareda y oyó con asombro la respuesta: “Ese articulo que publicamos acerca de la carta a García”.

A la semana siguiente, el escritor mismo recibió un telegrama de Nueva York pidiéndole cien mil ejemplares del folleto, una cantidad asombrosa para la época. A los dos años, la carta a García había sido publicada en más de doscientas revistas y traducida a cuarenta idiomas. Se calcula que hasta el día de hoy se han impreso más de cuarenta millones de ejemplares. Pocos escritos han logrado un éxito tan formidable.

Para ayudar al lector a sacar el máximo provecho de este libro de narraciones gerenciales y vitales, nos parece importante aclarar algunos conceptos, con la ayuda del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia:

Alegoría. Ficción en virtud de la cual una cosa representa o significa una cosa diferente.

Anécdota. Relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o entretenimiento.

Fábula. Ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad. Composición que, por medio de una ficción alegórica, y de la representación y personificación de seres irracionales, inanimados o abstractos, da una señal útil o moral.

Moraleja. Lección o enseñanza que se deduce de un cuento, fábula, ejemplo, anécdota, etcétera.

Parábola. Narración de un suceso fingido del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral.

Al desarrollar este libro nos hemos debatido entre dos opciones: la presentación escueta de los contenidos y la incorporación de reflexiones nuestras o de otras personas, para orientar la lectura hacia una idea específica. A este respecto, ha sido muy interesante la opinión de los lectores de nuestro primer libro. Muchos nos han sugerido que no demos indicaciones acerca del uso de los textos, señalando que es más útil dejar que cada uno, en su propio contexto personal y social, analice, oiga, transmita y aproveche el mensaje con plena libertad, dejando que su mente y su corazón reciban el sentido original —no prestado o sugerido.

En esta ocasión empleamos ambas vías. Unas veces dejamos que la moraleja se muestre para completar su vitalidad. Otras, nos rehusamos a dar consejos, hacer discursos o expresar nuestras creencias, dejando que el lector encuentre por sí solo los significados y extraiga de los textos lo que le resulte pertinente. Pensamos que este será un proceso de incorporación personal. El valor que cada lector le dé a las siguientes narraciones es como una chispa, una luz, un fogonazo que ilumina y comunica algo nuevo.

Algunas de las lecturas aquí compiladas tienen una fuente bibliográfica cierta. Sin embargo, y a diferencia de nuestro anterior libro, la mayoría son colaboraciones recibidas vía Internet. El rigor con relación a las fuentes que quisimos tener en La carta a García y otras parábolas del éxito se vio desdibujado esta vez por el fenómeno de la difusión en la red mundial. La propiedad de los textos a menudo se pierde en el fárrago del correo electrónico, al punto que puede resultar imposible seguirles la pista. Nosotros mismos hemos visto versiones de nuestro anterior libro circulando en la red sin ninguna referencia a los autores ni a los compiladores.



La Culpa Es de La Vaca by api-3823995


La Culpa Es de La Vaca Niños by Oscar Muñoz


VER+:

LA CULPA ES DE LA VACA 2



lunes, 10 de marzo de 2025

LIBRO "FÁBULAS PARA UNA ZOOCIEDAD MODERNA" por RAFAEL AITA 🐷🐺🐴

FÁBULAS PARA UNA
ZOOCIEDAD MODERNA

En un mundo donde los animales piensan, hablan y conspiran como humanos, Fábulas para una "zoociedad" moderna nos sumerge en relatos satíricos que desenmascaran las contradicciones y absurdos de nuestra época. Con una mezcla magistral de humor e ironía, Rafael Aita reinventa la tradición de las fábulas para abordar temas como la manipulación ideológica, la burocracia, la identidad, el populismo izquierdista o la lucha imperecedera entre naturaleza y civilización. Desde un cerdo que desafía las leyes de la biología para salvar su pellejo hasta un castor que descubre el secreto del éxito empresarial en los rincones más insospechados, cada historia es un espejo deformante de la sociedad contemporánea. La jungla se convierte en un escenario donde la realidad y la farsa se entremezclan, revelando verdades incómodas con una dosis irresistible de sarcasmo. 

A medio camino entre Esopo, Orwell y La Fontaine, este libro es una invitación a sonreír, reflexionar y cuestionar la locura de nuestro tiempo. Porque en esta zoociedad moderna, la línea entre lo humano y lo bestial es cada vez más difusa.

Tal vez, en más de una ocasión, hemos sentido que vivimos en un zoológico, en un circo o en una selva, antes que en una sociedad civilizada, especialmente en lo que respecta a ideologías políticas modernas y posmodernas. Era inevitable escribir fábulas que incorporaran aquel ambiente tomando como protagonistas a animales, de hecho, me sorprende que esto no sea más popular en la actualidad, tomando en cuenta la cantidad de material e historias que se podrían escribir.

Sí, es reivindicar el género de las fábulas y los valores que nos enseña, pues las fábulas siempre traen una moraleja. Seguramente todos nosotros hemos aprendido valores escuchando alguna fábula y es lógico preguntarse si se pueden enseñar lecciones acordes a la sociedad actual usando el mismo estilo. Por ejemplo, ¿cómo le enseñarías a un niño un concepto tan complejo (y a veces aburrido) como lo es la inflación? 
En el libro hay una fábula que narra cuando el león decide introducir el dinero en la selva y empieza a imprimir dinero para que todos sean millonarios, de tal manera que al final del cuento, el dinero no vale nada. He leído comentarios en redes sociales de adultos que se preguntan por qué el Estado no imprime más billetes y los reparte a los pobres, por lo que esa fábula puede ser útil no solamente para los niños.

PROLOGO

En la tradición de las grandes fábulas, desde Esopo hasta Orwell, Fábulas para una "zoociedad" moderna nos sumerge en un universo tan bestial como profundamente humano. Rafael Aita, magistral autor de "Los incas hispanos", despliega aquí una aguda inteligencia narrativa, conjugando la sátira mordaz con la reflexión filosófica, y dotando a sus historias de una claridad conceptual que atraviesa los dilemas contemporáneos con la eficacia de una parábola eterna.

Los relatos de este libro no son simples cuentos de animales para adultos. Cada historia revela, con un humor implacable y una ironía afilada, las contradicciones, los excesos y las falacias de la "zoociedad" moderna. Desde el cerdo que busca redefinir su identidad para escapar de su destino culinario hasta el gusano subestimado que termina resolviendo el problema del plástico, cada narración es una pieza magistral de crítica social disfrazada de fábula.

Rafael Aita maneja la alegoría con destreza, invitándonos a descubrir en cada historia una metáfora de las realidades que nos rodean: el poder y su corrupción, la ideología y sus trampas, la naturaleza y sus inquebrantables leyes. Su estilo, ágil y certero, nos recuerda que la mejor forma de abordar los temas más serios es, a menudo, con una sonrisa o un gesto de asombro.

Este libro no es solo un entretenimiento ingenioso; es una advertencia lúcida y, en muchos casos, una denuncia necesaria. Al cerrar estas páginas, el lector no solo se llevará la satisfacción de haber disfrutado de un humor inteligente y una narrativa envolvente, sino también una renovada capacidad para ver el mundo con ojos más críticos. Y quizás, con un poco más de sentido común, ese bien tan escaso en nuestra zoociedad moderna.

Pero la verdadera genialidad de estas fábulas no reside únicamente en su humor o en su agudeza intelectual, sino en su capacidad para mostrarnos, sin dogmatismos ni sermones, el absurdo en el que a veces nos sumergimos como sociedad. Con una escritura que recuerda a los grandes clásicos, pero que resuena con las preocupaciones actuales, Rafael Aita nos deja frente a un espejo en el que se reflejan nuestros propios delirios colectivos, nuestras contradicciones y nuestras pequeñas y grandes hipocresías.

Cada historia de este libro, con su carga simbólica y su precisión argumentativa, es una invitación a cuestionar las falsas certezas impuestas y a rebelarse contra las narrativas acomodaticias que buscan adormecer el pensamiento crítico. Es, en esencia, una reivindicación de la inteligencia frente a la necedad, del instinto de supervivencia frente a la complacencia, de la realidad frente a la fantasía ideológica.

El lector atento notará, además, que estas fábulas no solo apuntan hacia la política o la sociedad en general, sino también hacia la naturaleza humana en su sentido más profundo. Los personajes animales, a pesar de sus formas y hábitats, se comportan como nosotros: se engañan, se justifican, manipulan o se dejan manipular, huyen de la verdad o la abrazan con valentía. En ese juego de espejos radica el poder de estas narraciones, que consiguen ser a la vez entretenimiento, reflexión y revelación.

Con Fábulas para una zoociedad moderna, Rafael Aita nos entrega nuevamente un libro magistral que debería ser leído y releído, discutido y reflexionado. Porque, como bien nos enseñan sus páginas, las fábulas no son solo cuentos para niños: son herramientas para comprender el mundo, y, en ocasiones, para evitar que éste se derrumbe bajo el peso de su propia locura.



Presentación del libro Fábulas de una Zoociedad Moderna

martes, 21 de diciembre de 2021

FÁBULA "NO DISCUTAS CON BURROS" 🐯

NO DISCUTAS CON BURROS 
(Fábula)

El burro le dijo al tigre: 

- "El pasto es azul". 
El tigre respondió: - "No, el pasto es verde". 
La discusión se calentó, y los dos decidieron someterlo a un arbitraje, y para ello concurrieron ante el león, el Rey de la Selva. Ya antes de llegar al claro del bosque, donde el león estaba sentado en su trono, el burro empezó a gritar: 

- "Su Alteza, ¿es cierto que el pasto es azul?". 
El león respondió: 
- "Cierto, el pasto es azul". 
El burro se apresuró y continuó: 
- "El tigre no está de acuerdo conmigo y me contradice y molesta, por favor, castígalo". 
El rey entonces declaró: 

- "El tigre será castigado con 5 años de silencio". 
El burro saltó alegremente y siguió su camino, contento y repitiendo: 
- “El pasto es azul”... 
El tigre aceptó su castigo, pero antes le preguntó al león: 

- "Su Majestad, ¿por qué me ha castigado?, después de todo, el pasto es verde". El león respondió: 

- "De hecho, el pasto es verde". 

El tigre preguntó: 
- "Entonces, ¿por qué me castigas?". 

El león respondió: 
- "Eso no tiene nada que ver con la pregunta de si el pasto es azul o verde. El castigo se debe a que no es posible que una criatura valiente e inteligente como tú pierda tiempo discutiendo con un burro, y encima venga a molestarme a mí con esa pregunta". 

La peor pérdida de tiempo es discutir con el necio y fanático al que no le importa la verdad o la realidad, sino sólo la victoria de sus creencias e ilusiones. Jamás pierdas tiempo en discusiones que no tienen sentido... 
Hay personas que por muchas evidencias y pruebas que les presentemos, no están en la capacidad de comprender, y otras están cegadas por el ego, el odio y el resentimiento, y lo único que desean es tener la razón aunque no la tengan. Cuando la ignorancia grita, la inteligencia calla. 

Tu paz y tranquilidad valen más.



"Alguien inteligente aprende 
de la experiencia de los demás". 
Voltaire

martes, 3 de marzo de 2020

LIBERALISMO Y SOCIALISMO: EN QUE SE PARECEN



El liberalismo es más o menos una porquería
Alejandro Bongiovanni resulta desagradable para la izquierda porque el liberalismo no prescribe un proyecto comunitario de justicia social y también para la derecha porque tampoco prescribe un proyecto comunitario de patria.
Asumo que todos conocemos la fábula de Esopo –adaptada luego por La Fontaine– de la cigarra y la hormiga. Es verano y una cigarra canta alegremente a la sombra mientras una sudorosa hormiga traslada trabajosamente hojas y semillas hacia su morada. Luego llega el invierno y la cigarra sufre frío y hambre. Va a pedirle ayuda a la bien provista hormiga quien le replica: “Mientras yo trabaja todo el día, tú cantabas a la sombra. Ahora tienes lo que mereces” y le cierra la puerta en la cara.
Hace pocos días, frente a un grupo de chicos pregunté: ¿cuál actuó según los principios liberales: la hormiga o la cigarra? La respuesta fue inmediata y casi unánime. Todos –menos un chico, que me miraba con cara extrañada– respondieron en coro: la hormiga. Porque fue previsora, porque trabajó duro, porque dispuso de los frutos de su esfuerzo, porque no pidió nada a nadie, fueron las respuestas. ¿Y la cigarra por qué actuó de manera contraria al liberalismo?, pregunté. Porque en lugar de trabajar estuvo descansando, porque quiso parasitar el fruto del trabajo ajeno. Incluso una chica hizo un análisis comparativo entre las virtudes de los productores y el vicio de los artistas.
Sólo faltaba la opinión del chico que me miraba con cara recelosa, hasta que finalmente levantó la mano: “Perdón, pero no veo ninguna relación entre la conducta de la cigarra y la hormiga con el liberalismo”. Le sonreí y lo felicité.

El liberalismo es una corriente doctrinaria que pretende maximizar, obviamente, la libertad. No busca imponerle a otros una determinada idea de cómo deben vivir sus vidas, ni una concepción de cuál debe ser el bien, sino que se centra en el respeto de ciertas condiciones normativas bajo las cuales las personas puedan perseguir sus necesariamente plurales y heterogéneas visiones acera de cómo vivir.
Esto, que para algunos (levanto mi mano) hace al liberalismo enormemente atractivo, resulta una porquería para la mayoría de la gente. Y es que las personas no sólo quieren vivir, sino vivir correctamente. Esto tiene dos inconvenientes. El primero es que siempre existieron muchísimas ideas distintas sobre qué es vivir correctamente. El segundo es que las personas tendemos a creer que, a falta de una vara objetiva, la existencia de una mayoría es vista como un proxy de lo correcto, por lo que es muy natural la pelea de todos contra todos por lograr imponer a la mayoría su particular visión sobre cómo se debe vivir.

El liberalismo, por el contrario, propone una ética mínima convivencial, un set de reglas para que no nos robemos, lastimemos o matemos entre todos, como hicimos durante la mayor parte de la historia, y para que pueda florecer, allí donde haya voluntad, cooperación humana. No busca fijar los fines generales de la sociedad, sino el esquema general en el que cada uno buscará sus propios fines. Nomocracia en lugar de teleocracia, a decir de F. A. Hayek. La utopía liberal es el arreglo institucional mínimo que permite que cada uno persiga su propia utopía, a decir de Robert Nozick. En otras palabras, el liberalismo quiere ser el marco, pero nunca, nunca, nunca pretende ser la pintura. La pintura es responsabilidad de cada persona. Cada uno es el pintor de su propia vida y puede hacer en su lienzo lo que quiera, sólo cuidándose de no salpicar de pintura al resto de los lienzos. 
A mí esta idea siempre me resultó terriblemente atractiva y liberadora. Pero para muchísima gente esto tiene sabor a poco. El liberalismo sólo me dice qué no hacer, pero no me explica qué sí debo hacer. Sólo respetar la esfera de privacidad ajena no me basta para ser feliz, para sentirme realizado y ni siquiera me da la sensación de estar en la vereda del Bien (con mayúscula).
Yo creo que estas objeciones son correctas. El liberalismo no es –ni pretende ser– una receta para ser feliz. La felicidad (lo que sea que signifique el término) sólo importa al liberalismo en términos de despegar su búsqueda de interferencias de terceros. Si la persona logra o no la felicidad (lo que sea que signifique el término) es algo independiente del liberalismo. Las éticas de máxima, las virtudes o la militancia de algún concepto de Bien son tan ajenas al liberalismo como la forma correcta de hacer una pizza o la disputa estética entre dos corrientes musicales.
Por supuesto, esto no implica que no deba haber planteos más allá de la cuestión de respetar al otro en su persona y propiedades, sino sólo que las respuestas a dichos planteos, mientras sean respetuosos con la libertad ajena, no encontrarán en el liberalismo recetas concretas.

Volvamos, por ejemplo, a la fábula de la cigarra y la hormiga. ¿Es mejor trabajar sin descanso como la hormiga? ¿O es mejor vivir acorde al carpe diem de la cigarra? ¿Cuál es la tasa de descuento hiperbólico correcta? Si en lugar de llegar el invierno hubiera llegado un fumigador y ambas, hormiga y cigarra, hubieran perecido, ¿la cigarra habría vivido el verano mejor que la hormiga? ¿Hizo mal la cigarra en pedir provisiones a la hormiga? ¿Hizo mal la hormiga al rehusarse a compartir? Ninguna de estas cuestiones, como advirtió el perspicaz chico, pueden responderse desde el liberalismo, porque al no haber ningún intento de violación de esferas privadas el liberalismo no tiene nada que decir al respecto. Por supuesto, distinto sería si la cigarra hubiera utilizado la fuerza (propia o del Estado) para obligar a la hormiga a “compartir” sus avituallas, como sucede con frecuencia en nuestros países.

Otro ejemplo: el liberalismo ni siquiera está necesariamente a favor del mercado, sino de la libertad. Por supuesto, el mercado es el proceso más exitoso para producir bienes y servicios, es la forma más sofisticada y extensa de cooperación social. Pero, vamos, que si hay personas que prefieren autoabastecerse en granjas comunitarias, el liberalismo no tiene nada contra eso. Como apunta Juan Ramón Rallo, la experiencia de los falansterios de Fourier, comunidades cooperativas pero de entrada y salida libre, no tenían nada de iliberal.
Esta noción de libertad como marco, dejando la pintura a cargo de las personas hace que el liberalismo sea visto más o menos como una porquería para la izquierda (hay gente con necesidades insatisfechas y hace falta solidaridad. Abajo el liberalismo. Necesitamos un proyecto comunitario de justicia social) y para la derecha (la gente necesita un sendero de virtud. Abajo el liberalismo. Necesitamos un proyecto comunitario de patria). Y la verdad es que, en lo que respecta a la observación de la demanda, razón no les falta. La mayoría de las personas demandan un sentido de comunidad y pertenencia, y construyen su identidad a través de narrativas y mitos colectivos, como apunta Jonathan Haidt. Es cierta esta observación del conservadurismo. Y la mayoría de las personas cree que si uno no alcanza cierto nivel mínimo socioeconómico no se puede hablar de libertad alguna. Es cierta esta observación de la izquierda.

El liberalismo mira estas disputas y pretende que se arreglen sin el uso de la fuerza. Esta porquería que para muchos es el liberalismo cincha hacia el lado de la libertad a las cosmovisiones morales que pretenden hacer ingeniería social con la vida de los individuos. Mientras ganan cada vez más fuerza los grandes proyectos maniqueos, el liberalismo es un tironeo constante hacia lo pequeño, lo mínimo convivencial. Mientras los líderes de ayer y hoy pretenden imponer formas de vida correctas para sociedades de millones de personas, el liberalismo sostiene que cuanto más extensa es la Gran Sociedad, más escasas, escuetas y abiertas deben ser sus normas.
A mí me sigue pareciendo una idea hermosa. Contraintuitiva, soñadora, acaso demasiado intelectual y destinada quizás a nunca tener éxito político. Pero hermosa. Y necesaria.
Liberalismo y socialismo
Carlos Rodríguez Braun sostiene que el liberalismo y el socialismo son opuestos porque el primero defiende instituciones como la propiedad privada y los contratos voluntarios, las cuales el segundo quebranta.
Una de las consignas clásicas del peronismo en mi Argentina natal era: “¡Ni yankis ni marxistas, peronistas!”. En efecto, el peronismo, al igual que otras variantes del populismo y el fascismo, reivindicó la equidistancia entre liberales y socialistas, o entre capitalistas y anticapitalistas, a quienes identificó. 
Pero liberalismo y socialismo son opuestos, porque el liberalismo defiende las instituciones de la libertad, en particular la propiedad privada y los contratos voluntarios, que el socialismo quebranta. El socialismo idolatra el progreso y la ciencia, mientras que el liberalismo subraya las limitaciones del saber, y desconfía de los planes racionalistas de cambiar la sociedad sin restricciones intelectuales ni morales. Así como el liberalismo en política procura limitar el poder, el liberalismo en economía hace lo propio con el llamado poder económico, al someterlo a la competencia y el juicio de los ciudadanos. Cuando los antiliberales despotrican contra la “mercantilización”, ignoran que donde no hay mercados hay coacción sobre los más débiles. 
Vuelvo a recordar el peronismo, por esta frase que pronunció el general Perón en el Congreso de Buenos Aires: “La economía nunca es libre: o la dirige el Estado o la dirigen los monopolios”. 

Esto entronca con antiguas ideas antiliberales que advertían contra los terratenientes y capitalistas porque concentran la propiedad, despojando de ese derecho a la mayoría del pueblo. De ahí viene la tradición estatista del fascismo, que condena el liberalismo caricaturizándolo como un mundo sin reglas, donde dejar a la gente en paz significa dejarla aislada e inerme ante cualquier violencia. Se apoya en esta tradición la idea antiliberal de primar siempre el vínculo colectivo sobre el derecho individual, considerado egoísta. También decía Perón que, sin la coacción del Estado, el individuo caería presa de la “sinarquía internacional”. El intervencionismo, así, protege al individuo de conjuras variopintas. 

Siendo equivocada, la identificación de liberalismo y socialismo tiene un argumento histórico en su favor. Es el racionalismo ilustrado de la Europa continental, que estalla en la Revolución Francesa, y tiene ecos en España y otros países, por la relativización del derecho de propiedad en el caso de la tierra —pensemos en Flórez Estrada, o Henry George. No es casualidad que un gran liberal como F.A. Hayek haya insistido en distinguir la Ilustración continental de la británica, y especialmente de la escocesa de David Hume y Adam Smith.

¿En qué se parecen un liberal y un socialista?
Alfredo Bullard explica que la similitud entre liberales y socialistas es que ambos tienen un discurso en contra de la concentración del poder, pero que difieren en los medios para hacerlo.
A pesar de sus grandes diferencias, liberales y socialistas tienen algunas cosas en común. 
Ambos tienen un discurso en contra de la concentración del poder. Y lo hacen porque se enfrentan a un enemigo común: el mercantilismo. El mercantilismo es la obtención de poder económico por medio del reparto de privilegios por el Estado. Ese reparto se da por influencias, regulaciones, barreras de acceso o simple corrupción. El “merca” (es decir, el mercantilista) adquiere mercado usando al Estado como herramienta y no al consumidor como fin.
Por eso, calificar a los “mercas” como liberales es tan contradictorio como calificar a los marxistas como capitalistas: son conceptos que están en las antípodas. 
Los socialistas confunden el mercantilismo con el liberalismo. Es decir, confunden a un liberal (al que llaman sin mucho análisis ni reflexión “neoliberal”) con un “merca”. Su error de base es considerar que es el mercado el que genera el mercantilismo. Es precisamente lo contrario: es el mercado el que lo destruye porque un mercado libre neutraliza el reparto de privilegios por el Estado.
Si es el Estado el que reparte los privilegios que permiten el desarrollo del mercantilismo, ¿cómo se puede esperar que reforzar al Estado frene ese desarrollo? Es como tratar de secar un paño echándole más agua. Ese es el yerro principal de un socialista.
Si uno quiere combatir a los “mercas”, tiene que atacar la base del poder en que fundan sus privilegios. Por ejemplo, el gobierno militar de Velasco, autoproclamado socialista, emprendió un programa de sustitución de importaciones que creó barreras arancelarias y paraarancelarias que limitaron la competencia. Al hacerlo, creó un sector industrial mercantilista que vivía y se enriquecía con esos privilegios y que nos vendía a los consumidores peruanos productos de pésima calidad a precios absurdos.
O el primer gobierno de Alan García, que, también declarándose socialista, sumó a la sustitución de importaciones el manejo arbitrario y corrupto de variopintos sistemas de dólares MUC para beneficiar a ciertos sectores sobre otros.
El problema del socialismo es que equivoca por completo los medios, pues es una pésima idea combatir la concentración de poder concentrando poder.
Para un liberal, la solución está en desconcentrar el poder estatal, reduciendo el rol del Estado de limitar la competencia y empujando políticas que eviten que aquellos que tienen llegada obtengan privilegios que los consumidores tienen que pagar de sus bolsillos. Para eso hay que abrir las importaciones, desregular las barreras que reducen la competencia, minimizar la discrecionalidad estatal permitiendo que los recursos se asignen por intercambios libres y no por intercambios digitados desde el poder estatal.
Los liberales exigen que las empresas ganen sus utilidades atrayendo las preferencias de los consumidores, mientras que los “mercas”, con la ayuda de los socialistas, obtienen sus utilidades deambulando por los pasadizos de los ministerios.
Los “mercas” no tienen ideología, pero la ideología socialista riega el terreno económico y lo vuelve fértil para hacer crecer y ampliar la frontera mercantilista.

Libertad y liberalismo ideológico. Juan Manuel de Prada.


jueves, 10 de enero de 2019

📗🎬 LÁGRIMAS Y RISAS: HISTORIAS DE NUEVA YORK DE O. HENRY


de O. Henry (1906)
William Sydney Porter, o más conocido como O. Henry.  Para quienes no le conozcáis, fue un reputado relatista estadounidense conocido por desarrollar los finales al estilo O. Henry. Es decir, un estilo propio por el que buscaba finales sorpresivos, relatos en los que toda la planificación y el desarrollo de la historia giran en torno a alcanzar ese tipo de finales que te dejen con la boca abierta, o que por lo menos lo intenten.

Leyendo hoy en día a O. Henry, sus finales sorpresivos sorprenden menos, porque estamos hartos de leer novelas plagadas de cliffhangers y giros de guión que te obligan a no despegarte de sus páginas y seguir leyendo. Esta no es la intención en estas historias, pero sí la de impresionar y dar un golpe de efecto que haga que ese final se te grabe en la retina. Y está muy conseguido. Ciertamente, muchos relatos resultan novedosos y sorprendentes, y sobre todo muy moralizantes. Recuerdan mucho a las historias con moraleja que nos contaban nuestras abuelas de niños, esas fábulas de Samaniego que tantas y tantas veces hemos oído, con un final aleccionador que buscaban educar.

O. Henry tuvo infinidad de trabajos variados antes de meterse de lleno en la escritura, desde farmacéutico hasta trazador de planos. Originario de Carolina del Norte, recorrió la geografía norteamericana, pero su carrera despegará cuando se mude a Nueva York en 1902. Allí llegará a escribir la friolera de 381 historias. De acuerdo, historias muy cortas, pero aún así sorprende lo prolífico de su legado. Como era habitual en la época, sus publicaciones se centraban en publicaciones periódicas, como el The New York World Sunday Magazine, en la que publicaría una historia semanal. También tuvieron éxito sus recopilaciones de relatos, como Cabbages and Kings (1904) y sobre todo The Four Million (1906), entre otras.

La influencia de Nueva York fue muy notable en su escritura centrando sus historias en la gran ciudad. En ese sentido me ha recordado bastante al estilo de los relatos de Scott Fitzgerald. Es curioso leer estas historias en contrapartida con los relatos pulp publicados en la Black Mask, muy cercanos en el tiempo y el espacio, y completamente diferentes tanto en tramas como en estilo. Y aún a riesgo a equivocarme, apostaría que diferentes también en el tipo de lectores, ya que el refinamiento de las historias de O. Henry lo veo más encaminado a entretener a las clases más acomodadas de Manhattan.
Sin embargo, como sucedió con muchos autores de la época, el alcoholismo fue su perdición y falleció en 1910 de cirrosis hepática.

Tenemos algunos de sus relatos más conocidos. Por ejemplo "El regalo de reyes", su relato más conocido: una historia acerca del amor y la devoción por el ser amado, hasta el punto de sacrificar las posesiones más valiosas por aquel a quién más quieres. O Después de veinte años, una historia de reencuentros con viejos amigos… o al menos sobre cómo intentarlo.
Si tuviese que escoger solamente uno creo que me quedaría con "La habitación amueblada", uno de los que sí que han cumplido su objetivo de sorprenderme al final, y que desprenden un halo de ternura contagiosa:
“Luego, de pronto, mientras él descansaba allí, la habitación se llenó de un aroma dulce y fuerte a reseda de olor. Llegó como un soplo de viento, con tal seguridad y fragancia y énfasis que parecía casi un visitante vivo. Y el joven exclamó: “¿Qué, querida?”; como si le hubiesen llamado, y se levantó rápidamente y se puso a mirar alrededor. Aquel rico aroma se pegaba a él y le envolvía. Estiró los brazos hacia aquello, con todos los sentidos confusos y mezclados de pronto. ¿Cómo le podía llamar a uno perentoriamente un aroma?”
En uno de sus relatos situados en el Salvaje Oeste creó el personaje Cisco Kid que con el tiempo se convirtió en una popular figura en películas, series televisivas y cómics. 
En las narraciones breves de O. Henry se han querido ver prefigurados algunos de los grandes personajes de la escena literaria estadounidense como J. D. Salinger, Truman Capote, Tom Wolfe, Raymond Carver, etc. 
Jorge Luis Borges, que lo admiraba profundamente, escribió sobre él: “Edgar Allan Poe había sostenido que todo cuento debe redactarse en función de su desenlace; O. Henry exageró esta doctrina y llegó así al trick story, al relato en cuya línea final acecha una sorpresa. Tal procedimiento, a la larga, tiene algo de mecánico; O. Henry nos ha dejado, sin embargo, más de una breve y patética obra maestra”.

Para amantes de los relatos O. Henry es un referente. Tanto, que desde 1919 se conceden los O. Henry Award, uno de los premios más prestigiosos concedidos en EEUU a relatos o historias cortas. Entre otros, han recibido este premio William Faulkner, Flannery O’Connor, Truman Capote o Raymond Carver. Y además de otorgar el premio, desde 2003 se publica un volumen recopilatorio con los mejores relatos del año, el O. Henry Prize Stories, que reúne las mejores 20 historias publicadas en magazines literarios de lengua inglesa de EEUU y Canadá.

Una curiosidad que seguro que os encanta: existe una adaptación cinematográfica de algunos de sus relatos, de 5 concretamente, llamada O. Henry’s Full House, de 1952. En ella, nos narran de un modo exquisito estas cinco historias, y lo mejor es que están introducidas al estilo de Alfred Hitchcock presenta por nada más y nada menos que John Steinbeck, y con la aparición breve de Marilyn Monroe en una de las historias. Tenemos la suerte de poder ver esta antología fílmica completita en Youtube.



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O. Henry


O. Henry

En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta avenida y se transformaron en una colonia.
Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un ancho edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común del restaurante Delmónico de la calle Ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio conjunto.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Pulmonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.
El señor Pulmonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujer pequeña, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.
Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.

-Su amiga solo tiene una probabilidad de salvarse sobre… digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?

-Quería… quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.
-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?
-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de…? Pero no, doctor… No hay tal cosa.
-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren amplificarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.

Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta japonesa. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy con su tablero de dibujo mientras silbaba ragtime.
Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.
Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.
Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba… contaba al revés.

-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez… nueve… ocho… siete… -casi juntos.
Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.

-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.
-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.
-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.
-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?
-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -… ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.

-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.
-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.
-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? – preguntó Johnsy con frialdad.
-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.
-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.
-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.

El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.

En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.
El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.
-¡Cómo! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permites que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!
-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo… ¡un viejo charlatán!
-¡Se ve que eres solo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no te serviré de modelo? Vamos. Iré contigo. Desde hace media hora estoy tratando de decirte que te voy a servir de modelo. ¡Dios! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Dios!, ya lo creo que nos iremos.

Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría, mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.
Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido solo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.

-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.
Con lasitud, Sue obedeció.
Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.
Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.
-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.
-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?
Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.
Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.

Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.
-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y… no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.

Una hora después, Johnsy dijo:
-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.
Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.
-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman… un artista, según parece. Otro caso de pulmonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.

Al día siguiente el médico le dijo a Sue:
-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Ahora alimentación y cuidados. Eso es todo.
Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.
-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de pulmonía en el hospital el señor Behrman. Solo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo… y… Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.
FIN
“The Last Leaf”, 1905
Traducción de León Mirlas


O. Henry

Cisco Kid había matado a seis hombres en pendencias más o menos honestas, había asesinado a dos mexicanos, y había dejado inútiles a otros muchos, a los cuales, modestamente, no se preocupó en contar. Por consiguiente, una mujer lo amaba.

Cisco Kid tenía veinticinco años y aparentaba veinte; y una compañía de seguros celosa de su dinero hubiera calculado la probable fecha de su muerte fijándola alrededor de los veintiséis años. Se movía en una zona situada entre el Frío y el Río Grande. Mataba por afición… porque estaba de mal humor… para evitar que lo detuvieran… para divertirse… Había escapado de la captura porque podía disparar ocho décimas de segundo antes que cualquier sheriff o ranger de servicio, y porque montaba un caballo ruano que conocía al dedillo todas las vueltas y revueltas de los caminos, incluso de los de cabras, desde San Antonio a Matamoras.

Tonia Pérez, la muchacha que amaba a Cisco Kid, era medio Carmen, medio Madona, y el resto -¡Oh, sí! Una mujer que es medio Carmen y medio Madona puede ser siempre algo más-, el resto era colibrí. Vivía en un jacal con techo de ramas cerca de un pequeño poblado mexicano en el Lone Wolf Crossing, del Frío. Con ella vivía un padre o abuelo, un descendiente de los aztecas, que tenía por lo menos mil años, pastoreaba un centenar de cabras y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, por culpa del mescal1. Detrás del jacal se extendía un inmenso bosque. A través de su espinosa espesura, el ruano llevaba a Kid a visitar a su novia. Y en cierta ocasión, trepando como una lagartija hasta el tejado de ramas, Kid había oído a Tonia, con su rostro de Madona y su belleza de Carmen y su alma de colibrí, hablar con el sheriff, negando conocer a su hombre en su dulce mezcolanza de inglés y castellano.

Un día, el ayudante general del Estado, que es, ex officio, comandante de las fuerzas de rangers, escribió unas sarcásticas líneas al capitán Duval, de la Compañía X, estacionada en Laredo, acerca de la tranquila existencia que llevaban los asesinos y “desperados”2 en el territorio del susodicho capitán.
La tez del capitán adquirió el color del ladrillo al leer aquellas líneas y se las remitió, con unos comentarios de cosecha propia, al teniente Sandridge, que estaba acampado en las inmediaciones de Nueces con un escuadrón de cinco hombres para mantener el orden y hacer cumplir la ley.
El teniente Sandridge enrojeció intensamente, se metió la carta en el bolsillo y masticó uno de los extremos de sus largos bigotes.
A la mañana siguiente ensilló su caballo y se dirigió, solo, al poblado mexicano del Lone Wolf Crossing, que se hallaba a veinte millas de distancia.
Con sus seis pies de estatura, rubio como un vikingo, calmoso como un diácono, peligroso como una ametralladora, Sandridge fue de jacal en jacal en busca de noticias acerca de Cisco Kid.
Mucho más que a la ley, los mexicanos temían la fría y segura venganza del jinete solitario por el cual se interesaba el ranger. Uno de los pasatiempos de Kid había consistido en disparar contra los mexicanos “para verles patalear”: y si había hecho aquello para divertirse, ¿qué no sería capaz de hacer con alguien que provocara su furor? Uno a uno, los mexicanos fueron encogiéndose de hombros, llenado el aire de “¿Quién sabe?” y negando conocer a Cisco Kid.
Pero había un hombre llamado Fink, que tenía una tienda en el Crossing…, un hombre de muchas nacionalidades, lenguas, intereses y modos de pensar.

-Es inútil que les pregunte a los mexicanos -le dijo a Sandridge-. Tienen miedo. Ese hombre, al que llaman el Kid -su verdadero nombre es Goodall, ¿no?-, ha estado en mi tienda un par de veces. Creo que sé cómo podría atraparle usted…, pero no sería prudente por mi parte decírselo: tardo un par de segundos más en sacar el revólver de lo que tardaba antes, y el hecho merece ser tenido en cuenta tratándose de Cisco Kid. Lo que puedo decirle es que tiene una novia medio mexicana en el Crossing, y viene a verla con cierta frecuencia. Vive en el jacal que está a un centenar de yardas del arroyo, en el lindero del bosque. Tal vez ella… no, supongo que no lo haría; pero, de todos modos, el jacal sería un excelente lugar para vigilar.

Sandridge se dirigió al jacal de Pérez. El sol estaba bajo, y la sombra de los grandes árboles cubría ya el tejado de ramas de la choza. Las cabras estaban encerradas para pasar la noche en una especie de corral construido con estacas junto a la cabaña. Unos cuantos chiquillos jugueteaban por los alrededores. El viejo mexicano estaba tendido en una manta sobre la hierba, atiborrado de mescal, soñando, quizás, en las noches en que él y Pizarro habían brindado por el Nuevo Mundo. Y en la puerta del jacal estaba Tonia, en pie. El teniente Sandridge, sin apearse de su montura, se quedó mirándola fijamente.
Cisco Kid, al igual que todos los eminentes y afortunados asesinos, era una persona vanidosa. Su orgullo habría sufrido un rudo golpe de haber sabido que, con un simple intercambio de miradas, dos personas, en cuyas mentes estaba él desde hacía mucho tiempo, le olvidaban por completo (al menos momentáneamente).
Tonia no había visto nunca un hombre como aquél. Parecía estar hecho de rayos de sol, piel sonrosada y agua clara. Al sonreír pareció iluminar la sombra de los árboles, como si hubiera vuelto a salir el sol. Los hombres que ella había conocido eran bajitos y morenos. Incluso Kid, a pesar de sus hazañas, no era mucho más alto que ella, con un pelo negro y liso y un rostro tan frío como el mármol.
En cuanto a Tonia, tenía el pelo de color negro azulado y unos ojos enormes y llenos de la melancolía latina que le conferían su aspecto de Madona. Sus movimientos revelaban el fuego oculto y el deseo de agradar que había heredado de las gitanas españolas. Lo que de colibrí había en ella moraba en su corazón; no podía percibirse a menos que su brillante falda roja y su blusa azul le recordaran a uno aquel pájaro.

El recién llegado pidió un vaso de agua. Tonia se lo sirvió de la jarra roja colgada de una rama, a la sombra. Sandridge estimó necesario descabalgar para hacer menos embarazosa la situación.
No hago de espía; ni pretendo conocer los pensamientos de cualquier corazón humano; pero afirmo, con mi derecho de cronista, que antes de que hubiera transcurrido un cuarto de hora, Sandridge le estaba enseñando a Tonia a tejer una cuerda con fibras vegetales y Tonia le había explicado a Sandridge que, de no haber sido por el pequeño libro inglés que su peripatético padre le había regalado y por el pequeño chivo tullido, se hubiera sentido muy sola.

Lo cual conduce a la sospecha de que las defensas de Kid necesitaban una reparación, y de que el sarcasmo del ayudante general había caído sobre un terreno improductivo.
En su campamento, el teniente Sandridge anunció y reiteró su intención de acabar con las andanzas de Cisco Kid, abatiéndolo sobre las praderas del Frío o arrastrándolo a la presencia de un juez y de un jurado. La cosa no parecía fácil. Y necesitaba una cuidadosa preparación. Dos veces a la semana, Sandridge se dirigía al jacal de Pérez y conducía los inexpertos dedos de Tonia por los intrincados caminos que había que recorrer para tejer una cuerda con fibras vegetales. Tejer una cuerda es difícil de aprender y fácil de enseñar.

El ranger sabía que podía encontrar a Kid allí en cualquiera de sus visitas. Por lo tanto, durante sus estancias en el jacal, se mantenía ojo avizor, con la artillería siempre a punto y sin perder de vista la parte trasera de la cabaña. Así podría abatir al milano y al colibrí con una sola piedra.
Mientras el rubio ornitólogo proseguía sus estudios, Cisco Kid atendía también sus obligaciones profesionales. Armó una trifulca en una cantina de un pequeño pueblo ganadero en Quintana Creek, liquidó al sheriff (haciendo que la bala agujereara limpiamente su estrella de latón) y luego ahuecó el ala, malhumorado e insatisfecho. Ningún verdadero artista se enorgullece de haber matado a un viejo armado con un antiguo cacharro del 38.

En su camino, Kid experimentó súbitamente el deseo que experimentan todos los hombres cuando su propia conducta los ha dejado insatisfechos. Deseó que la mujer a la que amaba le asegurase que era suya a pesar de todo. Deseó que Tonia le sirviera agua de la jarra roja colgada a la sombra del árbol, y que le contara cómo se tomaba el biberón el chivo.
Kid volvió la cabeza del ruano hacia los chaparrales de diez millas de longitud que se extienden por Arroyo Hondo hasta terminar en el Lone Wolf Crossing, del Frío. El ruano relinchó alegremente, ya que poseía el mismo sentido de la orientación que un caballo que trabaja uncido a un carro y sabía que al final de aquel trayecto lo esperaba una sabrosa ración de hierba de mesquite.

Cabalgar a través de un chaparral tejano resulta más aburrido y solitario que una exploración amazónica. Las multiformes variedades de cactos jalonan el camino, extendiendo sus retorcidos miembros para hacerlo intransitable. Y la “planta del diablo”, que parece vivir sin tierra ni lluvia, aumenta las dificultades del viajero, tendiendo ante él una inextricable red espinosa.
Perderse en un chaparral significa sufrir la muerte del ladrón en la cruz, traspasado por clavos y con grotescas formas demoníacas revoloteando a su alrededor.
Pero ése no era el caso de Kid y su montura. Dando vueltas y revueltas, abriéndose paso por los lugares más inverosímiles, el buen ruano fue acortando insensiblemente la distancia que les separaba del Lone Wolf Crossing.

Mientras avanzaban, Kid cantaba. No sabía más que una canción y la cantaba, del mismo modo que sólo conocía un código y lo vivía, y sólo conocía a una muchacha y la amaba. Era un hombre sencillo, de ideas convencionales. Tenía una voz parecida a la de un coyote acatarrado, pero cuando había decidido cantar, cantaba. Era una canción muy popular en los campamentos, que empezaba con estas palabras:
No bromees con mi novia Lulú,
si no quieres tener un disgusto…
El ruano estaba acostumbrado a la canción… y a la voz, y no le importaba.
Pero, incluso el peor de los cantantes acaba por cansarse de contribuir a los ruidos del mundo. De modo que Kid, cuando se encontraba a un par de millas del jacal de Tonia, había dejado de cantar… no porque sus gorgoritos sonaran desagradablemente a sus propios oídos, sino porque sus músculos laríngeos estaban fatigados.
Como si estuviera en la pista de un circo, el ruano giró y danzó a través del laberinto de maleza hasta que el jinete supo, por ciertos detalles del terreno, que el Lone Wolf Crossing se encontraba cerca. Luego, a medida que la maleza se hacía menos tupida, Kid divisó el tejado de ramas del jacal. Unos metros más allá, Kid detuvo al ruano, desmontó y siguió avanzando a pie, tan silenciosamente como un indio. El ruano, conociendo su papel, permaneció completamente inmóvil, sin producir el menor ruido.

Kid se deslizó silenciosamente hasta el mismo borde del chaparral y se escondió entre las hojas de un grupo de cactos.
A diez metros de su escondrijo, y a la sombra del jacal, vio a su Tonia tejiendo tranquilamente una cuerda vegetal. La ocupación en sí no era condenable; todo el mundo sabe que las mujeres, de cuando en cuando, tienen los más raros caprichos. Pero, para decirlo todo, hay que añadir que la cabeza de Tonia reposaba contra el ancho y cómodo pecho de un hombre alto y rubio, y que el brazo del hombre rodeaba los hombros de la muchacha, guiando sus pequeños dedos en una tarea que, al parecer, precisaba de continuas lecciones.
Sandridge miró rápidamente hacia la oscura masa del chaparral al oír un leve ruido que no le resultaba desconocido. Un pistolero puede hacer aquel ruido al empuñar repentinamente su revólver. Pero el sonido no se repitió; y los dedos de Tonia necesitaban una cuidadosa atención.

Luego, Tonia y el hombre alto y rubio empezaron a hablar de su amor; y en la plácida tarde de julio, todas las palabras que pronunciaban llegaron a oídos de Kid.
-Recuerda que no debes volver hasta que yo te avise -decía Tonia-. No tardará en presentarse. Un vaquero ha dicho hoy en la tienda que lo vio en Guadalupe hace tres días. Cuando está tan cerca, siempre viene. Y si llega y te encuentra aquí, te matará. De modo que, por favor, no vengas hasta que yo te avise.
-De acuerdo -dijo el ranger-. Y entonces, ¿qué?
-Entonces -dijo la muchacha-, tienes que venir con tus hombres y matarlo. Si no, él te matará a ti.
-No es un hombre que se deje detener, desde luego -dijo Sandridge-. El oficial que se enfrente a Cisco Kid tiene que estar dispuesto a matar o morir.
-Tienes que matarlo -dijo la muchacha-. Si no lo haces, no habrá paz en el mundo para ti ni para mí. Ha matado a muchos hombres. De modo que merece la muerte. Tráete a tus hombres, y no le dejes ninguna posibilidad de escapar.
-Antes no pensabas eso de él -dijo Sandridge.

Tonia dejó caer la cuerda que estaba tejiendo, y rodeó el cuello del ranger con un brazo de color limón.
-Antes -murmuró en un fluido castellano- no te conocía a ti, amor mío. Y tú eres cariñoso y bueno, además de fuerte. ¿Cómo podría pensar en él, después de conocerte a ti? Tiene que morir, para que el miedo de que pueda hacernos algún daño no llene mis días y mis noches.
-¿Cómo sabré que ha venido? -preguntó Sandridge.
-Cuando viene -dijo Tonia-, suele quedarse dos días, y a veces tres. Gregorio, el hijo de la vieja Luisa, la lavandera, tiene una yegua muy rápida. Te escribiré una carta, diciéndote cómo puedes atraparlo. Gregorio te la llevará; no vengas solo, querido, y ten mucho cuidado, ya que la serpiente de cascabel no es más rápida en su ataque que el Chivato, como llaman a Kid, en “sacar”.
-Kid es muy rápido con su revólver, desde luego -admitió Sandridge-, pero cuando venga aquí a por él vendré solo. El capitán me escribió unas cuantas cosas que me hicieron desear capturar a Kid sin la ayuda de nadie. Hazme saber cuando llegue Mr. Kid, y yo me encargaré del resto.
-Te enviaré el mensaje por medio de Gregorio -dijo la muchacha-. Sé que eres más valiente que aquel pequeño asesino, que nunca sonríe. ¿Cómo es posible que haya podido estar interesada por él?

El ranger se dispuso a regresar a su campamento. Antes de montar en su caballo levantó a Tonia del suelo con un solo brazo y se despidió cariñosamente de ella. La bochornosa tarde veraniega volvió a sumirse en una profunda quietud. El humo del fuego que ardía en el jacal, donde los frijoles hervían en la olla de hierro, surgía tan recto como una plomada por encima de la chimenea de arcilla. Ningún sonido ni movimiento turbaba la calma que envolvía al chaparral.
Cuando la forma de Sandridge hubo desaparecido, Kid se deslizó hasta el lugar donde se hallaba su propio caballo, montó en él y retrocedió por el tortuoso camino que había seguido al venir.
Pero no llegó muy lejos. Se detuvo a esperar en las silenciosas profundidades del chaparral hasta que transcurrió media hora. Poco después, Tonia oyó las notas desafinadas de su canción, cada vez más cerca; y corrió hacia el lindero del chaparral para recibirlo.
Kid no sonreía casi nunca; pero sonrió y agitó su sombrero cuando vio a Tonia. Desmontó, y la muchacha se echó en sus brazos. Kid la contempló cariñosamente. Su rostro moreno, que habitualmente estaba tan rígido como una máscara de arcilla, parecía sacudido por una corriente subterránea de sentimientos.

-¿Cómo está mi muchacha? -preguntó, abrazándola.
-Enferma de tanto esperar, querido -respondió Tonia-. Me duelen los ojos de tanto mirar hacia el chaparral, esperando verte aparecer. Pero ahora estás aquí, amor mío, y soy completamente feliz. ¡Qué mal muchacho! No venir a ver a su alma más a menudo… Entra y descansa; yo cuidaré de abrevar a tu caballo y lo trabaré. En la jarra hay agua fresca para ti.

Kid la besó afectuosamente.
-No puedo permitir que una dama cuide de mi caballo -dijo-. Pero si me preparas un poco de café mientras yo lo atiendo, chica, te quedaré eternamente agradecido.
Además de su habilidad con el revólver, Kid poseía otra cualidad por la que se admiraba mucho a sí mismo. Era muy caballero, como dicen los mexicanos, en lo que respecta a las damas. Siempre las había tratado con el mayor respeto. No podía hablarle rudamente a una mujer. Podía asesinar despiadadamente a sus maridos y hermanos, pero era incapaz de alzar un dedo contra una mujer. Muchas personas que lo habían tratado superficialmente se mostraban reacias a creer las historias que circulaban acerca de Mr. Kid. Y cuando les presentaban pruebas de algún hecho infamante cometido por él, decían que tal vez lo habían obligado a hacerlo, y que, de todos modos, sabía tratar a una dama.

Teniendo en cuenta ese aspecto de la idiosincrasia de Kid y lo orgulloso que se sentía de él, no resulta difícil intuir que el problema que se le planteaba después de lo que había visto y oído desde su escondrijo aquella tarde (al menos en lo que respecta a uno de los actores) era de los más peliagudos. Y, sin embargo, no cabía imaginar a Cisco Kid atosigado por asunto de tan poca monta.
Después del breve crepúsculo, se reunieron alrededor de una cena compuesta de frijoles, filetes de cabra, melocotón en conserva y café, a la luz de un farol en el interior del jacal. Más tarde, el antepasado se fumó un cigarrillo y se convirtió en una momia envuelta en una manta gris. Tonia lavó los escasos platos mientras Kid los secaba con un trozo de saco de harina. Los ojos de Tonia brillaban; charló volublemente de los triviales acontecimientos que se habían producido en su pequeño mundo desde la última visita de Kid; los mismos que en las anteriores visitas.
Luego salieron al exterior y Tonia se tendió en una hamaca de hierba con su guitarra y cantó melancólicas canciones de amor.

-¿Sigues queriéndome igual, nena? -preguntó Kid, liando un cigarrillo.
-Exactamente igual, amor mío -dijo Tonia, acariciándolo con sus oscuros ojos.
Se produjo un corto silencio. Al cabo de un rato, Kid se puso en pie y dijo:
-Voy a llegarme a casa de Fink para comprar tabaco. Creí que llevaba otro paquete, pero se me ha terminado. Regresaré dentro de un cuarto de hora.
-Date prisa -dijo Tonia-. Y, dime… ¿Cuánto vas a quedarte esta vez? ¿Te irás mañana, dejándome con mi pesar, o te quedarás más tiempo con tu Tonia?
-¡Oh! Esta vez puedo quedarme dos o tres días -dijo Kid bostezando-. He estado huyendo durante un mes, y quiero descansar un poco.
Cuando regresó, al cabo de media hora, Tonia seguía tendida en la hamaca.
-Me sucede una cosa muy rara -dijo el Kid-. Tengo la sensación de que hay alguien emboscado detrás de los arbustos, dispuesto a matarme. Nunca me había pasado una cosa así. Tendré que marcharme antes de que amanezca. La región de Guadalupe está en ascuas desde que me cargué a aquel viejo sheriff.
-No tendrás miedo… Nadie puede asustar a mi valiente.
-Bueno, hasta ahora nadie puede decir que soy un conejo cuando llega el momento de dar la cara; pero no me gustaría tener complicaciones mientras me encuentro en tu jacal. Podría perjudicarte a ti…
-Quédate con tu Tonia, aquí no te encontrará nadie.

Kid contempló pensativamente, a través de la oscuridad, las lejanas luces del poblado mexicano.
-Ya hablaremos de eso más tarde -decidió.
A medianoche, un jinete se presentó en el campamento de los rangers, gritando desaforadamente para señalar su presencia e indicar que sus intenciones eran pacíficas. Sandridge y uno de sus hombres acudieron a su encuentro. El jinete se presentó a sí mismo diciendo que se llamaba Domingo Sales y vivía en el Lone Wolf Crossing. Traía una carta para el señor Sandridge. La vieja Luisa, la lavandera, lo había convencido para que la trajera, porque su hijo Gregorio estaba enfermo y no podía cabalgar.

Sandridge encendió un farol y leyó la carta.

“Querido mío:

Ya ha llegado. Apenas te habías marchado cuando se presentó. Al principio, dijo que se quedaría dos o tres días. Luego, pareció cambiar de idea y dijo que se marcharía antes de que amaneciera, y me habló de un modo muy raro, como si sospechara que no le he sido fiel. Estoy muy asustada. Le he jurado que lo amo, que sigo siendo su Tonia. Y él me ha dicho que tengo que demostrarle que soy sincera. Cree que hay hombres emboscados entre los arbustos, dispuestos a matarlo en cuanto se marche del jacal. Para huir, dice que se pondrá mis ropas, la falda roja, la blusa azul y la mantilla en la cabeza. Pero antes tengo que ponerme yo sus pantalones, su camisa y su sombrero, y salir del jacal montada en su caballo, dar unas vueltas por el chaparral y regresar. Así podrá ver si soy sincera y si hay hombres emboscados en el chaparral para matarlo. Es horrible. Eso será una hora antes de que amanezca. Ven, querido, y mata a ese hombre. No trates de cogerlo vivo. Mátalo en cuanto le eches la vista encima. No quiero que corras riesgos inútiles. Puedes venir antes de la hora que te he indicado y esconderte en el pequeño cobertizo que hay cerca del jacal, donde guardamos el carro y los arreos. Nadie te verá. Él llevará mi falda roja, mi blusa azul y mi mantilla negra. Te envío un millar de besos. Dispara contra él en cuanto le eches la vista encima. Es lo más seguro. Siempre tuya,Tonia.”

Sandridge explicó rápidamente a sus hombres la parte oficial de la misiva. Los rangers se mostraron reacios a dejarlo marchar solo.
-Será coser y cantar -dijo el teniente-. La muchacha le tiene bien atrapado. No podrá escapar.
Sandridge ensilló su caballo y cabalgó hacia el Lone Wolf Crossing. Ató al animal detrás de un macizo de arbustos junto al arroyo, cogió su Winchester y se acercó cautelosamente al jacal de Pérez. La luna, que se encontraba en su cuarto menguante, quedaba oculta a intervalos detrás de unas grandes nubes de color lechoso.
El cobertizo era un lugar excelente para apostarse; y el teniente se acomodó en él. Tuvo que esperar casi una hora antes de que dos figuras salieran del jacal. Una, vestida de hombre, montó rápidamente en el caballo que estaba delante de la cabaña y emprendió un rápido galope en dirección al poblado. La otra figura, vestida con una falda roja, una blusa azul y una mantilla negra, permaneció en pie a la débil claridad de la luna, contemplando al jinete que se alejaba. Sandridge pensó que sería mejor aprovechar la ocasión antes de que Tonia regresara. Imaginaba que el espectáculo no sería de su agrado.

-¡Arriba las manos! -ordenó, en voz alta, saliendo del cobertizo con la culata del Winchester apoyada en el hombro.
La figura se volvió rápidamente, pero no hizo ningún movimiento que demostrara que estaba dispuesta a obedecer; el ranger apretó el gatillo una, dos, tres veces… y luego dos veces más. Tratándose de Cisco Kid, había que asegurarse bien. A aquella distancia no podía fallar el tiro, ni siquiera en la semioscuridad que lo rodeaba.
El viejo antepasado, dormido en su manta, se despertó con el ruido de los disparos. Tendió el oído y escuchó el grito que profería un hombre aquejado de un intenso dolor o de una enorme angustia, y se levantó gruñendo contra las “tonterías de los modernos”.
El alto y enrojecido fantasma de un hombre irrumpió en el jacal, blandiendo una carta en una mano. Se acercó a la luz del farol y gritó:

-¡Mire esta carta, Pérez! ¿Quién la ha escrito?
-¡Ah! Es el señor Sandridge -murmuró el viejo, acercándose-. Pues, señor, esa carta la escribió el Chivato…, el novio de Tonia. Dicen que es un hombre malo; yo no lo sé. Mientras Tonia dormía, escribió la carta y le encargó a Domingo Sales que se la llevara a usted. ¿Ocurre algo? Yo soy muy viejo y no sé nada. ¡Válgame Dios! Este mundo está cada día más loco; y no hay nada en la casa para beber…, nada para beber.
Lo único que Sandridge pudo hacer fue salir del jacal y dejarse caer boca abajo en el suelo, junto a su pequeño colibrí que ahora no agitaba ni una sola de sus plumas. Sandridge no era caballero por instinto, y no podía comprender los refinamientos de la venganza.
A una milla de distancia, el jinete que poco antes había emprendido un rápido galope en dirección al poblado, rompió a cantar, con voz de coyote acatarrado, una canción que empezaba con las siguientes palabras:

No bromees con mi novia Lulú,
si no quieres tener un disgusto…

FIN
1. Bebida sacada de los cactos.
2. Corrupción de “desesperados”, nombre que se daba a los forajidos.

El regalo de los Reyes Magos
O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

FIN
“The Gift of the Magi”,
The New York Sunday World, 1905

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