Prólogo de Mario Vargas Llosa
¿Es posible resumir en un puñado de instituciones, ideas, tradiciones y costumbres lo que es Europa? George Steiner piensa que sí y ha intentado este resumen en un texto ingenioso y provocador que acaba de publicar [2004] el Nexus Institute, en Amsterdam: The Idea of Europe. Según él, Europa es ante todo un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, conspira, filosofa y practica la civilizada tertulia, ese café que de Madrid a Viena, de San Petersburgo a París, de Berlín a Roma y de Praga a Lisboa es inseparable de las grandes empresas culturales, artísticas y políticas del Occidente, en cuyas mesas de madera y paredes tiznadas de humo nacieron todos los grandes sistemas filosóficos, los experimentos formales, las revoluciones ideológicas y estéticas.
Es verdad que en la Europa anglosajona el café casi no existe, y que el pub y la taberna carecen de solera intelectual; son lugares donde se va antes a beber y comer que a conversar, leer o pensar y que, por lo tanto, ese denominador común europeo se adelgaza mucho cuando salta de la Europa continental y mediterránea a Inglaterra, Irlanda y los países nórdicos. Pero, en cambio, la segunda seña de identidad europea es compartida por todos los países europeos sin la más mínima rebaja ni excepción: el paisaje caminable, la geografía hecha a la medida de los pies. Ese paisaje civilizado lo es porque, aquí, la naturaleza nunca aplastó al ser humano, siempre se plegó a sus necesidades y aptitudes, nunca dificultó ni paralizó el progreso. En vez de candentes desiertos como el Sáhara, o selvas jeroglíficas como la Amazonia, o heladas llanuras estériles como las de Alaska, en Europa el medio ambiente fue el amigo del hombre: facilitó su sustento, la comunicación entre pueblos y culturas diferentes, y aguzó su sensibilidad y su imaginación. Los europeos se entremataban por razones religiosas o políticas, pero el paisaje no tendía a aislarlos sino a acercarlos.
El tercer rasgo compartido es el de poner a las calles y a las plazas el nombre de los grandes estadistas, científicos, artistas y escritores del pasado, algo inconcebible en América, dice Steiner, donde las avenidas se suelen designar por números, y las calles, por letras y a veces nombres de árboles y plantas. Sólo en Europa ocurre, como en Dublín, que en las estaciones de autobuses se instruya a los viajeros sobre las casas de los poetas de la vecindad. Esto, dice, no es casual: se explica por la abrumadora presencia que el pasado tiene en la vida europea del presente, en tanto que en América se prefiere mirar al futuro que a los tiempos idos. En Europa, lo viejo y gastado por los siglos es un valor, algo que da solera y belleza, en tanto que en América es un estorbo, porque toda la vida está proyectada hacia delante. Europa es el lugar de la memoria, y América, el de las visiones y utopías futuristas.
La cuarta credencial compartida por los pueblos de Europa, según el autor de Lenguaje y silencio, es descender simultáneamente de Atenas y Jerusalén, es decir, de la razón y de la fe, de la tradición que humanizó la vida, hizo posible la coexistencia social, desembocó en la democracia y la sociedad laica, y la que produjo los místicos, la espiritualidad y la santidad, y, también, la censura y el dogma, el fanatismo religioso, las cruzadas, las grandes carnicerías justificadas en nombre de Dios y la verdad religiosa. Conflictiva y sincrética, esta doble tradición helena y judía (según Steiner, el cristianismo y los utopismos socialistas son apenas dos «notas a pie de página» del judaísmo) es el sustrato de la enorme tensión que, a la vez que precipitaba a Europa en guerras y atrocidades monstruosas que devastaban el continente y causaban millones de muertos, iba impulsando la civilización, es decir, las nociones de tolerancia y coexistencia, los derechos humanos, la fiscalización de los gobiernos, el respeto hacia las minorías religiosas, étnicas o sexuales, la soberanía individual y el desarrollo económico. El europeo está condenado, por el peso de esta doble tradición, a vivir intentando sin tregua casar a estos dos rivales que se disputan su existencia y fundan dos modelos sociales enemigos: «la ciudad de Sócrates y la de Isaías».
La quinta seña de identidad europea es la más inquietante de todas. Europa, dice Steiner, siempre ha creído que perecerá, que, luego de alcanzar un cierto apogeo, sobrevendrá su ruina y final. Mucho antes de que Valéry hablara de la «mortalidad de las civilizaciones» y Spengler profetizara «la decadencia de Occidente», esta convicción escatológica impregnada de fatalismo se insinuaba en las filosofías y las religiones, y ella se refleja en la teoría de la historia de Hegel, según la cual aquella irá progresando hasta alcanzar un tope, luego del cual, previsiblemente, no habrá nada. ¿Cómo rechazar esta fatídica premonición que ha rondado a Europa a lo largo de toda su peripecia vital, se pregunta Steiner, luego de lo ocurrido en el siglo XX? Y recuerda que, entre 1914 y 1945, de Madrid al Volga y del Ártico a Sicilia, unos cien millones de seres humanos –niños, ancianos, mujeres– perecieron por obra de la guerra, las hambrunas, la deportación, las limpiezas étnicas y las «bestialidades indescriptibles de Auschwitz o el Gulag».
Lo que había comenzado de manera casi jocosa, con una bella y brillante evocación del papel que los cafés han desempeñado en la vida cultural y política de Europa, termina con una nota sombría y huraña de alguien que, por más que no quisiera que fuera así, sólo ve sombras y abismos en el porvenir de una civilización que, como dice muy bien Rob Riemen, el prologuista del libro, Steiner representa mejor que nadie. Nacido en Francia, en una familia judía de lengua alemana, educado en Estados Unidos, profesor en Ginebra y en Cambridge, lector voraz en todas las lenguas europeas cultas, y ciudadano igualmente desenvuelto en la filosofía como en la historia, la literatura, las artes, pocas figuras contemporáneas encarnan mejor que George Steiner la figura de un humanista europeo moderno, en la gran tradición de Erasmo, Voltaire, Goethe y Montaigne. Por esos antecedentes, las páginas finales de su «idea de Europa» se leen con un inevitable escalofrío.
A Steiner lo atormenta la supervivencia, en nuestros días, de lo que llama la pesadilla de la historia europea: los odios étnicos, el chovinismo nacionalista, los regionalismos desaforados y la resurrección, a veces solapada, a veces explícita, del antisemitismo. Pero también, y sobre todo, la uniformización cultural por lo bajo a consecuencia de la globalización, que, a su juicio, está desapareciendo la gran variedad lingüística y cultural que era el mejor patrimonio del Viejo Continente. La frase más dura de todo el ensayo es una protesta contra la banalidad y vulgarización de los productos culturales de consumo: «No es la censura política lo que mata [la cultura]: es el despotismo del mercado y los acicates del estrellato comercializado».
Hasta aquí ya no puedo seguirlo, muy a mi pesar, porque, aunque el profesor Steiner tiene la virtud de irritarme a veces, pocos ensayistas modernos me estimulan y seducen tanto como él. Su pesimismo no me parece justificado. Con todas las lacras que arrastra, Europa es, en el mundo de hoy, el único gran proyecto internacionalista y democrático que se halla en marcha y que, con todas las deficiencias que se le puedan señalar, va avanzando. Lo que comenzó como un mercado común del carbón y el acero en el que participaba un puñadito de países, es ahora una mancomunidad de 25 naciones que han comenzado a eliminar las barreras que las separaban y que, además de ir integrando sus mercados, van al mismo tiempo armonizando sus instituciones y fijándose políticas comunes, bajo el signo de la cultura democrática. Este hermoso proyecto tiene adversarios, desde luego, pero hasta ahora representan una minoría incapaz de frenarlo y menos aún de acabar con él. No sólo para los europeos es importante que la Unión Europea se consolide y progrese. El mundo estará mejor equilibrado si una gran comunidad europea sirve de contrapeso a la única superpotencia que ha quedado en el escenario luego de la desintegración del imperio soviético. Contrapeso significa competencia, diálogo, incluso tensión amistosa, no hostilidad.
Tampoco me convence el lúgubre epitafio de Steiner sobre el tema de la cultura, aunque a mí también me entristezca, como a él, el fantástico desperdicio que es el consumo masivo de productos seudoculturales que se advierte en Europa (y en todo el mundo). Pero no creo que esto sea lo importante, sino, más bien, la otra cara de la moneda, es decir, el notable crecimiento de consumidores para productos culturales genuinos que caracteriza a la sociedad moderna, y en especial a Europa.
¿Alguna vez en la historia ha habido tantos lectores de buena literatura como ahora? Para no salir de la Europa anglosajona, ni Joyce, ni T. S. Eliot ni Virginia Woolf han tenido tantos lectores como tienen ahora, ni las obras de Shakespeare tantos espectadores, ni han atestado los museos las gigantescas muchedumbres que en estos días van a la Royal Academy a ver los cuadros de Tamara de Lempicka o a la Tate Modern a deprimirse con la helada América de los lienzos de Edward Hopper. La alta cultura fue siempre patrimonio de muy pequeñas minorías. Estas minorías lo siguen siendo en nuestros días, pero gracias al desarrollo y a la internacionalización, estas minorías han crecido de una manera extraordinaria. No creo que se deba esperar mucho más. Imaginar que, algún día, habrá tantos lectores de Mallarmé como aficionados al fútbol es una ingenuidad. El arte de Mallarmé, y todo lo que se le parece, no puede llegar a todos los habitantes de la ciudad sin desnaturalizarse. La cultura que George Steiner ama y conoce mejor que nadie será siempre minoritaria.
Mario Vargas Llosa
VER+:
la-idea-de-europa by Jose Manuel Simón
0 comments :
Publicar un comentario