JAQUE A LA
DEMOCRACIA
España ante la amenaza
de la deriva autoritaria mundial
Tras décadas de estabilidad democrática, se están produciendo señales de alarma cuyo ruido cada vez es más ensordecedor. El descontento generalizado provocado por las altas desigualdades sociales, el encarecimiento de la vida o la crispación política se dirigen, cada vez más, hacia el cuestionamiento de los principios democráticos. La presencia de grupos y partidos políticos ultraconservadores cuya finalidad es sacudir los cimientos del consenso es ya una realidad preocupante en cualquier país occidental. Y España no es ajena a esta deriva autoritaria internacional. Con una gran capacidad comunicativa y un atento rigor analítico, Joaquim Bosch nos muestra cuales son los peligros, las dinámicas y los intereses de estos grupos. Desde una firme defensa y reivindicación de los principios democráticos, el autor de La patria en la cartera pone encima de la mesa la necesidad de pensar las carencias para dar con los instrumentos adecuados que nos permitan crecer en calidad democrática.
La democracia y sus enemigos
LAS DUDAS SOBRE EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA
Una deriva autoritaria está recorriendo el mundo democrático, en una especie de marcha que puede ser triunfal. Como sucede con cualquier amenaza, surge el interrogante de por dónde puede llegar el peligro. La respuesta no es sencilla, porque la involución no se está desarrollando del mismo modo en todos los lugares. Pero, más allá de los matices o de las particularidades, podemos constatar un rasgo común: los pilares de la democracia representativa puede que se estén agrietando. Empiezan a ser cuestionados, a veces de manera frontal. Quien está preparado amortigua mejor los golpes.
Hace unos veinte años, las proclamas autoritarias eran consideradas más bien anecdóticas en las democracias. Se trataba de exotismos inofensivos, ubicados en los márgenes del sistema político. Pero esas rarezas pueden ahora volverse mayoritarias, y resurgen miedos que se habían olvidado. En las visiones más pesimistas, vuelven a la memoria documentales en blanco y negro plagados de imágenes turbadoras, con brazos alzados marcialmente, furibundas arengas totalitarias, sufrimiento por parte de todo tipo de víctimas. Las perspectivas más ecuánimes nos advierten más bien de posibles transformaciones en el sistema democrático que podrían hacerlo irreconocible, como si fuera un boxeador con el rostro tumefacto tras haber sido sacudido de manera inmisericorde.
Después de los convulsos episodios del siglo XX, parecía que la democracia representativa se había instalado en gran parte del mundo como una forma de gobierno consolidada, indiscutida y con una salud envidiable. Tras la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama publicó un influyente ensayo en el que sostenía que se había puesto punto final a la evolución ideológica de la humanidad, y afirmaba que la democracia occidental se iba a universalizar como forma definitiva del gobierno humano. El mundo libre había triunfado. Aunque las tesis de Fukuyama sobre el «fin de la historia» despertaron un vivo debate, lo cierto es que disfrutaron de una estimable aceptación en el ámbito académico. El sistema democrático se perfilaba como una conquista irreversible. Esa gran victoria de la civilización acabaría por propiciar otros logros en materia de derechos humanos.
Tras el hundimiento de la Unión Soviética, la democracia había pasado a ser el sistema político dominante en el mundo. En palabras de Yascha Mounk, el sistema democrático «parecía inamovible en América del Norte y en la Europa occidental, y estaba arraigando a pasos agigantados en países anteriormente autocráticos en la Europa del Este y en América del Sur, además de avanzar terreno a muy buen ritmo en naciones repartidas por toda Asia y toda África». Sin embargo, tras el cambio de siglo, todo empezó a complicarse, porque a la felicidad enseguida le salen contratiempos. En los últimos años han surgido síntomas bastante serios de repliegue democrático. En su informe sobre 2023, Freedom House señala que en el ámbito internacional se han constatado retrocesos muy importantes en materia democrática, que se suman al deterioro progresivo y acelerado de las dos últimas décadas. Esta entidad subraya que en 2023 los derechos políticos y las libertades civiles disminuyeron en 52 países, una situación que contrasta con lo ocurrido desde 1974 hasta principios del siglo XXI, cuando se produjo una constante progresión de la democracia en el mundo, según las evaluaciones anuales de Freedom House.
El impulso renovado de la autocracia resulta inquietante. El retroceso de las libertades en los últimos años implica una verdadera recesión democrática, con incremento de las dictaduras y con un frenazo súbito en la incorporación de nuevas democracias. Y, además, con regresiones autoritarias en bastantes democracias o con reducción de la calidad democrática en las sociedades más avanzadas. En los países que han sufrido una involución —pero aún mantienen estructuras democráticas—, se constatan fenómenos como la vulneración de la separación de poderes, el hostigamiento contra los medios, los ataques a los derechos de las minorías y los zarpazos al sistema electoral para garantizar la reelección.
Las perturbadoras sacudidas de la última década obligan a reflexiones profundas. La irrupción del trumpismo en Estados Unidos representa un fenómeno que ha conmocionado a los expertos internacionales, por su especial simbolismo, en el Estado más poderoso del planeta, en un país en el que hasta entonces no había habido Gobiernos de signo autoritario. En un ámbito muy distinto, las posibilidades de apertura democrática en Rusia se han evaporado con el autoritarismo creciente del régimen de Putin.
Los signos de deterioro se han ido sucediendo por todo el mundo. El ascenso al poder en Brasil por parte de Jair Bolsonaro fue una accidentada experiencia, llena de gestos despóticos, soflamas homófobas y prácticas contrarias a los valores de las instituciones democráticas. Turquía había realizado meritorios avances para homologarse a las sociedades democráticas, con expectativas incluso de ingresar en la Unión Europea, pero los sucesivos mandatos de Recep Tayyip Erdoğan la han convertido en un Estado abiertamente autoritario. En el Reino Unido lo más sorpresivo del Brexit fue que la decisión popular se adoptó principalmente a partir de las proclamas xenófobas de la ultraderecha británica, que se impuso a la línea de los partidos tradicionales.
En Hungría y Polonia se emprendieron políticas de retroceso, con enérgicas embestidas contra la separación de poderes, el pluralismo político y los derechos de las personas. Actualmente, con la llegada al poder de los nuevos Gobiernos de derecha radical de Giorgia Meloni y de Javier Milei, se mantiene la incógnita sobre la evolución del sistema democrático en Italia o Argentina. Incluso en países como Alemania, donde era impensable que volviera a articularse una extrema derecha amplia, el ascenso del nacionalpopulismo conservador resulta manifiesto. Como dato elocuente, la mayor organización política del mundo es el Partido Popular Indio, actualmente en el poder, con posiciones de derecha radical que son contrarias a los derechos de las minorías. Junto a esto, en el conjunto de los países de la Unión Europea se ha incrementado el respaldo a la extrema derecha, que ha alcanzado una destacada presencia en casi todos los Parlamentos, lo que le ha permitido participar en bastantes Gobiernos. El resultado de las elecciones europeas de junio de 2024 ha vuelto a confirmar el auge de los partidos ultraconservadores.
Por otro lado, hace poco más de un lustro, los expertos internacionales aún sostenían que el nefasto recuerdo del franquismo explicaba la ausencia relevante de partidos de extrema derecha en España. La realidad sobrevenida los ha obligado a revisar sus premisas. De hecho, ahora mismo el debate es muy distinto: la pregunta pertinente es si pueden desarrollarse procesos similares de involución democrática en España. Incluso surgen interrogantes sobre si la democracia puede llegar a estar amenazada en nuestro país. De partida, debería descartarse la posibilidad de un golpe de Estado a la antigua usanza. Nuestras fuerzas armadas se han democratizado y no se aprecian elementos de riesgo procedentes del ámbito militar. Pero no deberíamos ignorar que se están produciendo movimientos de reconfiguración social, económica y política semejantes a los ocurridos recientemente en otras partes. En un mundo cada vez más interconectado, hay patrones comunes que se replican en los más variados lugares.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han planteado que hoy en día las democracias no mueren a manos de generales armados, sino de líderes electos que consiguen subvertir el proceso que los condujo al poder. Según estos autores, el riesgo principal de desmantelamiento de los sistemas democráticos no se encontraría en los golpes de Estado ejecutados de forma clásica, sino en las dinámicas de demolición autoritaria desde dentro. Los autócratas triunfantes en las urnas mantienen una apariencia de democracia, pero la van destripando hasta despojarla de contenido. Como advierte Ignacio Sánchez-Cuenca, la deriva autoritaria «se produce gradualmente, no mediante una impugnación de los principios fundacionales de la democracia, sino mediante un desmontaje pausado de sus reglas y prácticas institucionales». Las situaciones críticas en algunos países nos alertan de amenazas a las que deberíamos prestar la debida atención.
El incremento de los discursos autoritarios se produce al ser asimilados, a veces de manera entusiasta, por sectores de la ciudadanía que antes no cuestionaban los valores democráticos. Dos décadas atrás eran muy minoritarias las percepciones que ponían en duda el futuro de la democracia. Algo puede estar empezando a cambiar. Tras la Segunda Guerra Mundial, durante décadas hubo en el mundo occidental un consenso generalizado a favor del sistema democrático. Dicho consenso se basaba en una intensa identificación cultural con las reglas de la democracia y en la ausencia de alternativas significativas en sentido contrario. Sin embargo, los análisis de Yascha Mounk acreditan que durante los últimos años en bastantes países se ha acrecentado el porcentaje de personas que no consideran esencial vivir en un país gobernado democráticamente. Se trata de porcentajes que siguen siendo minoritarios, pero van peligrosamente en aumento. Y resulta preocupante constatar que son más elevados entre los más jóvenes.
La democracia pluralista ya no es tan indiscutible. A partir de la revolución digital, estamos cimentando nuestras sociedades sobre nuevas bases, de solidez incierta, que pueden incidir muy sensiblemente en nuestro sistema político. Todo se acelera a la velocidad viral de internet. Deberíamos prestar atención a esas transformaciones: como sabía SaintExupéry, el futuro no se puede adivinar, pero sí se puede consentir.
LO QUE ESTÁ EN JUEGO: LA VIGENCIA DE LOS PRINCIPIOS DEMOCRÁTICOS
Los riesgos sobre el futuro de la democracia deben llevar a preguntarnos acerca de su contenido, para definir con más precisión los problemas que están sobre la mesa. No basta con que un Gobierno afirme que el sistema político de su país es democrático para que lo sea. Lo más importante no son las manifestaciones de los dirigentes, sino las prácticas institucionales realizadas. La democracia representativa liberal tiene unos rasgos muy concretos. Y hay amplio consenso entre los especialistas al describir esos aspectos normativos.
La regla principal de la democracia representativa es que debe existir pluralismo político. Además, han de celebrarse elecciones periódicas, con sufragio universal, de modo que se garantice el derecho al voto de todas las personas, sin discriminación por razón de sexo, etnia o capacidad económica. En sus fases iniciales, las democracias excluyeron a las mujeres, a los racialmente diferentes o a las personas con bajos ingresos. Hoy todo eso sería impensable. Sea como sea, el pueblo es el titular de la soberanía y elige a sus representantes en las instituciones: la ciudadanía puede optar entre grupos políticos que compiten de forma legítima con la finalidad de acceder al poder. Por ello, resultará obligatorio aplicar el principio de mayoría al resultado de las elecciones.
Como argumentó Hans Kelsen, la mayoría presupone inherentemente la existencia de una minoría, que debe tener la posibilidad de convertirse en mayoría en cualquier momento. Y ello implica la protección de dicha minoría a través de un sistema de derechos y libertades. La democracia parte de la premisa de que las sociedades no son monolíticas: la pluralidad social implica necesariamente que puedan desarrollarse opciones diferenciadas.
Según plantea Kelsen, la fe en valores absolutos construye una concepción del mundo metafísica o místico-religiosa. La imposición a la sociedad de un credo concreto lleva a la autocracia en detrimento de la democracia, pues esta última se nutre de principios relativistas. Ese relativismo político se encuentra en la base de la idea democrática, en palabras del jurista austriaco. La democracia aprecia por igual las ideas políticas de todos, permite la escenificación de las diferencias, brinda la posibilidad de exteriorizarlas para conseguir el apoyo de la ciudadanía en libre concurrencia. El relativismo político es lo contrario del absolutismo.
Sin duda, un país no puede ser democrático si hay un partido único y las demás formaciones políticas están prohibidas. Y tampoco puede serlo cuando se priva del derecho al voto a una parte de su población. Desde esta perspectiva, en relación con las decisiones que les competen, los ciudadanos deben tener garantizados los derechos de libertad y contar con alternativas reales, en el marco de los espacios de discusión colectiva.
Por otro lado, debemos remarcar que no resulta suficiente que se aplique la voluntad de la mayoría para que un sistema sea democrático. Una acción de gobierno sustentada en un respaldo mayoritario, pero sin límites en su actuación, podría aplastar los derechos de las personas, sobre todo los de quienes no forman parte de esa mayoría. Giovanni Sartori destaca que la calidad democrática de un país está muy relacionada con la protección de los derechos de quienes integran la minoría. Como subraya, «si las minorías no están tuteladas, se desmorona la hipótesis de encontrar una mayoría a favor de la nueva opinión». No sería posible articular el cambio de una posición mayoritaria a otra, por lo que se mantendría siempre la misma mayoría y se quebraría la esencia del sistema democrático.
Ante los riesgos de acumulación abusiva de poder político, la democracia representativa liberal establece una serie de reglas para que nadie se apropie de las instituciones. Ese objetivo se logra a través de equilibrios, frenos y contrapesos. En palabras de Montesquieu, el poder debe frenar al poder. Para ello se fijan las reglas propias del Estado de derecho, con órganos judiciales independientes, en el marco de la separación de poderes. Además, en las sociedades democráticas, las instituciones públicas y los ciudadanos están sometidos a las leyes, que limitan sus actuaciones. Como apuntó Cicerón, para ser libres debemos ser, paradójicamente, esclavos de las leyes. En caso contrario, la seguridad jurídica se esfuma y se impone la ley del más fuerte por la vía de los hechos. La concentración excesiva de poder es el precedente habitual de las conductas institucionales abusivas. A la vez, los sistemas democráticos crean instituciones para proteger los derechos de las personas, con mecanismos que deben ser infranqueables para el propio poder estatal.
Los andamiajes formales de la democracia resultan imprescindibles. Como indicó Norberto Bobbio, en el sistema democrático las resoluciones colectivas se toman a través de una serie de reglas y en ellas se establece quién está autorizado para decidir. Álvaro Aragón argumenta que esta visión formal no nos habla de las decisiones que deben asumir los miembros de una colectividad, sino que perfila los procedimientos para la toma de decisiones. Los textos constitucionales establecen esas reglas principales, aunque también se incluyen en las leyes y en normas informales o no escritas. No hay que olvidar que en una democracia resultan inherentes las situaciones de conflicto, puesto que la pluralidad es necesariamente conflictiva. Las reglas formales permiten resolver esas diferencias a través de un sistema de normas y de instituciones que posibilitan también la adopción de las decisiones colectivas. Al contrario, en las dictaduras las reglas son irrelevantes, porque quienes mandan pueden imponer su voluntad por encima de las normas. En este sentido, Jürgen Habermas enfatiza que la racionalidad democrática requiere de una política deliberativa: las disputas argumentadas nos permiten mejorar nuestras convicciones y acercarnos a las soluciones correctas de los problemas. Por ello, resultará esencial la calidad discursiva de las contribuciones. Las disensiones son imprescindibles en una sociedad plural.
Sobre el contenido de las decisiones, como nos recuerda Robert A. Dahl, no es compatible con la democracia la existencia de autoridades tutelares no elegidas que limiten el poder para gobernar de los dirigentes electos, como puede suceder con ejércitos, confesiones religiosas o grupos económicos. Se trata de injerencias potenciales que suelen ocasionar disputas muy duras, a veces soterradas, en la actividad de los sistemas democráticos.
Por otro lado, como se ha indicado, en las democracias resulta imprescindible el respeto a los derechos humanos. Y ahí se debe hacer un especial hincapié en los derechos nucleares en una democracia, como la libertad ideológica, la libertad de expresión, el derecho a la información, la libertad de conciencia, el derecho de manifestación, el derecho de asociación o la igualdad ante la ley, entre otros. En los términos expresados por Robert A. Dahl, una de las claves principales será que haya oportunidades iguales y efectivas que permitan a todos los ciudadanos su participación en el sistema político.
Una sociedad será menos democrática en la medida en que no puedan ejercerse esos derechos y libertades. Lo mismo ocurre con la alteración partidista de las reglas básicas de procedimiento en una democracia. Esas exclusiones antidemocráticas llevan a los sombríos terrenos de los sistemas políticos autoritarios y de las dictaduras. Precisamente, la deriva autoritaria de los últimos tiempos resulta contraria a esos principios asentados de la democracia representativa: los discursos autocráticos emergentes amenazan al pluralismo político, a la libertad de expresión, a la imparcialidad de las instituciones y a la separación de poderes.
En todo caso, resulta conveniente recordar que la democracia no siempre existió en la forma actual y con las reglas anteriormente descritas. Se trata de un concepto que ha presentado significados diferentes a lo largo de los tiempos, en función de su teorización y de las características de las distintas sociedades. El eje central de esa noción de gobierno del pueblo surge por contraste con otros sistemas políticos que han estado presentes desde la Antigüedad. La democracia aparece siempre en la historia a partir del rechazo a monarquías hereditarias, tiranías personales o Gobiernos oligárquicos, que se sostenían en el poder militar o en fundamentaciones religiosas. La historia de la democracia es una epopeya apasionante sobre una idea igualitaria que se ha ido forjando a través de diversas formulaciones durante siglos.
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