EL CANTO DEL GALLO
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José Antonio Giménez-Arnau
José Antonio Giménez-Arnau nació en 1912, en Laredo. Como periodista recorre Europa en el dramático 1939 y escribe su primera novela, Línea Siegfried, a la que siguen El Puente, y en Buenos Aires La Colmena y La hija de Jano. De vuelta a Europa aparecen nuevas obras, entre ellas De pantalón largo, que obtiene el Premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes, y Luna llena.
En su última novela, El canto del gallo, Giménez-Arnau se enfrenta con el problema de la desesperanza. Su protagonista es un sacerdote que llega, arrastrado por su cobardía, hasta la apostasía y la blasfemia. Retornada la normalidad, y perdonado por el Obispo, no conseguirá, sin embargo, que cese su tormento espiritual hasta que las palabras de perdón le vengan de Dios.
Una historia conmovedora que presenta un problema lleno de emoción y actualidad. La apostasía, la desesperanza y el perdón unidos en la historia del sacerdote que no tuvo lágrimas cuando, en la madrugada del pecado, oyó el canto del gallo.
La película homónima del director RAFAEL GIL. Uno de los muchos títulos anticomunistas realizados en la época y que, por éste motivo, fue declarada “De interés general”. Está dirigida con oficio y creciente tensión. Todo transcurre en un momento indeterminado de Hungría, donde un sacerdote duda si debe renunciar a su fe para salir libre de la cárcel. El comisario del Partido le persigue en una estupenda y antológica secuencia en unas alcantarillas.
Mezcla elementos de cine negro y cuenta con una creíble pareja protagonista, Paco Rabal y Gérard Tichy. Éste último, que llevaba haciendo cine en nuestro país desde 1949, y que su último título lo rodó en 1985, ganó el extraño galardón de “mejor actor extranjero en película española” por parte del Círculo de Escritores Cinematográficos.
Cristianos del canto del gallo
«El gran problema que afronta hoy el cristianismo no es el de los enemigos de Jesucristo. Las persecuciones nunca han hecho gran daño a la vida interior de la Iglesia como tal. El problema religioso está en las almas de aquellos que creen sinceramente en Dios y que, reconociendo la obligación de amarle y de servirle, no lo hacen».
Decía el bueno de José Luis Martín Descalzo que «lo que más tuvo que dolerle a Cristo el Viernes Santo no fueron los clavos ni los latigazos sino la soledad en la que le dejaron los suyos. Tuvo que ser duro eso de haberse pasado tres años queriéndoles, robusteciéndoles la fe, preparándoles para la hora del dolor y ver luego cómo, a la hora de la verdad, todos huían y le dejaban solo. Y hasta Pedro, el predilecto, el que había jurado fidelidad, le negaba por algo tan tremendo como la acusación de una criadita. Aquella noche del jueves y a lo largo de todo el viernes debió Jesús escuchar el canto de todos los gallos del mundo que se habían puesto de acuerdo para denunciar la común cobardía».
Y después de 2.000 años de ese suceso, los gallos continúan cantando en España, y mucho, tanto, tanto, que están afónicos. Están agotados de tanta «traición», o sorprendidos al observar como los cristianos de hoy escondemos la cabeza como la avestruz, en algunos casos, o nos convertimos en los reyes del disimulo, en otros. Y es que si bien Pedro se arrepintió tras su cobardía, los católicos del siglo XXI hemos encontrado una coartada para seguir con nuestra flojera: echar las culpas de la falta de la vitalidad de la Iglesia «a los otros». A la masonería y sus oscuros planes para destruir la Iglesia; a los Polancos y compañeros mártires y su cruzada de laicización; a la televisión y sus programas basura; a Hollywood y a las estrellas de la Cienciología... Y así podríamos seguir con muchos más ejemplos. Es verdad que «las fuerzas del mal» actúan, y éstas tienen sus claros instrumentos entre nosotros, pero estoy al cien por cien de acuerdo con Thomas Merton sobre su diagnóstico eclesial:
«El gran problema que afronta hoy el cristianismo no es el de los enemigos de Jesucristo. Las persecuciones nunca han hecho gran daño a la vida interior de la Iglesia como tal. El problema religioso está en las almas de aquellos que creen sinceramente en Dios y que, reconociendo la obligación de amarle y de servirle, no lo hacen».
No nos engañemos. La vitalidad de nuestra fe se mide por nuestro compromiso, por el testimonio que podamos ofrecer a los que nos rodean. Y todavía tenemos mucho camino por recorrer para que dejen de cantar los gallos, o por lo menos, aminoren el volumen de sus «quejidos». Y es que hemos conocido a Cristo, lo hemos experimentado como ese amigo que nunca nos abandona, que siempre está a nuestro lado, pacientemente, dándonos lo que nos conviene; y cuando hay que dar testimonio de su amistad, nos comportamos como «el Pedro de Jueves Santo». Negamos que lo conocemos, que lo hemos tratado.
¡Qué triste y solo se debe encontrar Jesús ante tanto silencio! Han pasado 2.000 años y Cristo sigue sufriendo por la soledad en la que le dejamos los que nos decimos cristianos.
EL CANTO DEL GALLO por Jose... by Yanka
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