Se puede ser católico,
capitalista y liberal
De Bergoglio "Francisco" es el terrible concepto de que el libre mercado ha promovido “la cultura del descarte”, la marginación de los supuestamente despojados de su dignidad por un sistema que, más bien al contrario, ha promovido la inclusión y la integración de millones de personas pobres en el circuito económico en un tiempo récord. El escritor Guy Sorman señalaba recientemente que cuando se fundó hace cincuenta años el Foro de Davos, donde los ricos con cargo de conciencia acuden cada mes de enero a ser escupidos por los ecologistas y el lumpen político y social de todo el mundo con el objetivo de expiar sus pecados, la mitad de los 5.000 millones de habitantes del planeta vivía con menos de un dólar al día, el marcador de referencia establecido entonces por el Banco Mundial. Este año, de 7.000 millones de personas 6.500 millones están por encima de este umbral, y buena parte de ellas muy por delante gracias a los beneficios irrefutables reportados por el capitalismo y la mundialización (que no es lo mismo que el globalismo).
Los partidarios del Estado de bienestar, y yo no lo soy -dadas las nocivas consecuencias que ha tenido sobre la mentalidad de los hombres de nuestro tiempo, descargándolos de sus responsabilidades en la suerte de sus semejantes-, pueden tener algo de razón cuando afirman que no todas las necesidades de la sociedad pueden ser satisfechas sólo por el mercado, y todavía lo dudo. El problema es que el sistema de bienestar que proporciona el Estado es presa permanente de la inercia que históricamente afecta a todas las burocracias, que desconoce los problemas genuinos de la gente y que, a la hora de impulsar las soluciones, ya sean presididas por la mejor de las intenciones, a menudo promueve una serie de incentivos perversos que anulan por completo la innata capacidad de progreso y de generación de riqueza de las personas si, en lugar de depender del Gobierno, son puestas a prueba para que den lo mejor de sí mismas.
Fueron una delicia sus citas de San Juan Pablo II, que junto a Benedicto XVI, ha sido el Papa que mejor ha entendido de lejos las bondades del sistema capitalista -no en vano vivió la mayor parte de su vida bajo un régimen comunista y fue una pieza capital para la caída del Muro de Berlín y la desaparición del imperio soviético-. Entre ellas, aquella en la que señala que el tipo de capitalismo oportuno es aquel que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, así como de la libre creatividad humana en el sector de la economía. Según Sirico, este elogio de la libertad humana, fundamentada en una tradición ética y religiosa, especialmente en el razonamiento de la ley natural, y circunscrita por la ley, es lo mejor que hemos podido escuchar y obtener hasta la fecha. Y este debe ser el argumento moral en favor de una economía libre, no atada por los vestigios del socialismo anacrónico desgraciadamente redivivo en España por mor del Gobierno fantasma del señor Sánchez.
Una economía libre y en competencia abre un gran campo para la prosperidad general, dando trabajo a las personas, ofreciendo bienes y servicios a precios más bajos y fomentando un remanente de riqueza
Las instituciones deben ser construidas para asegurar que las personas tengan medios suficientes para llevar una vida digna. ¿Pero cómo se hace eso? ¿A través de una economía dominada por la esfera política, o por medio de otra en la que los mercados operan relativamente en libertad? ¿De qué parte está usted? El sacerdote Chirico, y yo mismo, lo tiene bastante claro. Una economía libre y en competencia abre un gran campo para la prosperidad general, dando trabajo a las personas, ofreciendo bienes y servicios a precios más bajos y fomentando un remanente de riqueza capaz de asistir a quienes no pueden sobrevivir por sus propios medios, que son bastante menos que los que engordan la nómina creciente de los subsidios públicos a menudo injustificados. En una economía libre de la manipulación política, incluso quienes sólo buscan riqueza exclusivamente saben que solo podrán obtenerla produciendo bienes y servicios que los demás valoren de verdad, satisfaciendo las necesidades de la gente al menor precio y con la mayor calidad posible, dice Chirico con razón.
Los párrocos son todos bondadosos y están imbuidos de un interés claramente humanitario, pero la mayoría identifica equivocadamente este sentimiento generoso con el socialismo, cuyas consecuencias, cuando se pone en práctica, son siempre nefastas porque sus principios son aviesos, por la desconfianza que este modelo de pensamiento alberga sobre la naturaleza humana. Pero si digo la mayoría es porque hay otros sacerdotes como el padre Chirico, con numerosos seguidores, que están graníticamente convencidos de que se puede ser católico, liberal y estar netamente en favor de la economía de mercado. O sea que puede usted dormir tranquilo. No hace falta que se confiese por este pecado, que en cualquier caso sería venial.
EN DEFENSA
DEL LIBRE MERCADO
El argumento moral
en favor de una economía libre
Cuando la libertad se divorcia de la fe, tanto la libertad como la fe sufren. La libertad pierde el timón, porque la verdad marca el rumbo a la libertad. El más hábil actor político, enarbolando la más llamativa y novedosa política o programa, puede llevar a la gente de las narices. La libertad sin orientación moral carece de estrella guía. Por otro lado, cuando un pueblo renuncia a su libertad en favor del gobierno –libertad para elegir entre opciones morales, económicas, religiosas y sociales, y asumir la responsabilidad personal por las consecuencias–, la virtud tiende a diluirse y la fe misma se va enfriando.La teocracia es la destrucción de la libertad humana en el nombre de Dios. El libertinaje es la destrucción de las normas morales en el nombre de la libertad. Nada de eso funciona. El vínculo entre libertad económica y moralidad pública no es tenue; es claro y directo.
"Tal como señala con acierto el padre Sirico, ningún otro sistema en la historia ha sacado a más gente de una condición de pobreza abyecta que el capitalismo, pero el capitalismo sin brújula moral conduce a un sistema y a una sociedad perdidos en la jungla. En defensa del libre mercado nos recuerda la responsabilidad moral de la libertad, y al mismo tiempo nos ofrece la perspectiva de mirar más allá de nuestros propósitos y deseos inmediatos hacia la clase de futuro que imaginamos para nuestros hijos y nuestra nación". -Dave Van Andel, presidente del Directorio y director ejecutivo de VanAndel Institute.
"Si usted cree que 'algo en nuestro mundo está perturbado, trastornado, dislocado', lea el nuevo libro del padre Sirico. Es una travesía que vale la pena hacer". -William E. LaMothe, presidente y director ejecutivo, hoy retirado, de la compañía Kellogg's.
"Todo estadounidense a quien preocupe nuestra economía y la erosión de la libertad individual debería leer este libro perspicaz y de sólida argumentación del padre Sirico. Deja absolutamente en claro que nuestra prosperidad no vendrá de la mano del Gobierno, sino del poder comprobado de las libertades económicas y personales en el marco de la libre empresa
estadounidense". -Rich DeVos, cofundador de Amway y presidente del Directorio de Orlando Magic.
INTRODUCCIÓN
¿El fin de la libertad?
¿Han visto alguna vez una fotografía nocturna de la Tierra? Las luces aparecen diseminadas por todo el globo, allí donde los seres humanos viven, trabajan y prosperan. Sin embargo, una extraña silueta en blanco asoma en la parte superior de la península de Corea, y sobresale aún más porque la parte inferior de la península, Corea del Sur, es un despliegue de luminosidad. El parche oscuro es la Corea del Norte socialista, donde la gente vive en condiciones de pobreza tan extrema que de noche su país permanece a oscuras. El único pequeño punto de luz es Pyongyang, donde las élites del partido disfrutan de las bondades del trabajo miserable del pueblo norcoreano, básicamente esclavo. El resto de Corea del Norte está sumido en la oscuridad.
La mitad iluminada de la península nos ofrece un panorama de cómo se ve el mundo con libertad -libertad para crear, prosperar y, obviamente, iluminar-. Pero esa fotografía también contiene una imagen de cómo podría verse el mundo si se extinguiera la antorcha de la libertad humana y las civilizaciones se vieran en vueltas en la oscuridad.
Habrá quienes digan que la posibilidad no es más que retórica alarmista. Seguramente, las cosas seguirán como siempre. ¿Acaso no ha sido siempre así?
A esas personas, me limitaría a señalarles la historia humana. La lección es sencilla: las civilizaciones fracasan. Y la razón por la cual fracasan también es sencilla: cuando las virtudes civilizatorias se erosionan desde dentro, la gente pierde la capacidad de defender las cosas buenas que esos hábitos permitieron conseguir a las generaciones anteriores. Pensemos en la antigua Grecia o en el Imperio romano, o en la Alemania de los años treinta del siglo XX. Entre muchos otros ejemplos.
Miremos a nuestro alrededor. Dejando de lado las dos guerras mundiales, el actual nivel de endeudamiento global no tiene parangón1. Cuando una generación toma prestado más de lo que la generación siguiente podrá devolver, tarde o temprano esa sociedad ha de enfrentarse a un momento crítico.
Consideremos también el invierno demográfico que se cierne rápidamente sobre Europa. ¿Acaso los europeos han perdido la esperanza y por eso están perdiendo el deseo de tener hijos? ¿O criar hijos se ha convertido, sencillamente, en una molestia excesiva para una cultura que está cada vez más interesada en los placeres del momento? En ambos casos, las consecuencias son graves. Toda la discusión en torno a una crisis del sistema de planes de pensión en Europa enmascara lo que, en realidad, es una crisis moral:
Europa se está tornando estéril, y los lazos que vinculaban una generación con la siguiente se han visto debilitados por un Estado paternalista que ha asumido todas las tareas que solían desempeñar los padres en el cuidado de sus hijos y los hijos en el cuidado de sus padres mayores.
El resultado es una población que envejece y que, en muchos casos, está alejada de sus hijos. En este contexto, ¿quién estará dispuesto a producir la multitud de bienes y servicios que los europeos mayores requerirán para disfrutar de los muchos años de ocio que esperan vivir? Toda la prestidigitación financiera del mundo no logrará eliminar el problema que representa pedir a cada vez menos trabajadores que produzcan bienes y servicios para una cantidad cada vez mayor de jubi lados -con quienes probablemente los trabajadores tengan poca conexión personal o vínculo afectivo-.
También en los Estados Unidos se observa una evidente tendencia en la misma dirección. Nuestra tasa de natalidad ha disminuido hasta quedar apenas por encima de la tasa de reemplazo, y a la vez, cada vez son más los jóvenes, varones y mujeres, que optan por relajarse y disfrutar de los beneficios de nuestra prosperidad en lugar de criar una nueva generación que los continúe.
Al mismo tiempo, la opción por el hedonismo en lugar de la excelencia alcanzada con esfuerzo hace que muchos jóvenes norteamericanos de familias de clase media puedan verse superados al competir con jóvenes más laboriosos en un mercado de trabajo cada vez más globalizado.
Conviene, además, considerar el colapso de la confianza, la integridad y la libertad responsable, que contribuyó tremendamente a la persistente crisis financiera que estalló en 2008.
Todas estas tendencias tienen algo en común: la incapacidad egoísta para mirar más allá de nuestras vidas. La actitud está per fectamente resumida en las palabras del economista cuyas teorías desacertadas tanto han hecho para arrastrar a muchas naciones a la bancarrota. John Maynard Keynes dijo: "En el largo plazo estaremos todos muertos". En esta simple oración, captó todo aquello que faltaba en su cosmovisión económica y mucho de lo que hoy funciona mal en los Estados Unidos y el mundo.
Muchos hemos perdido la esperanza. Podemos esperar divertirnos mañana o el próximo fin de semana. Pero una esperanza inspirada en una imaginación más rica, en la que nos proyectemos y nos comprometamos con un futuro caracterizado por el florecimiento humano para nosotros mismos y para las generaciones futuras, para nuestras comunidades y la nación, esa esperanza -sostengo- se ha venido erosionando durante los últimos cin cuenta años, y la hemos reemplazado por una visión de nosotros mismos desprovista de destino y vocación, sin propósito digno.
El problema no es un simple juego de cifras y no puede resolverse con tan solo manipular este o aquel renglón del presupuesto, o con sacar un pequeño residuo del sistema aquí o allá. Lo que amenaza con poner fin a la libertad es que nos hemos olvidado del fin de la libertad en el otro sentido: su objetivo o propósito.
Estamos rodeados por la confusión. Libertad se confunde con permisivismo, amiguismo con capitalismo, mera escolaridad con educación, seguridad social con genuina solidaridad intergenera cional, y verdadera responsabilidad social con tomar dinero de un grupo para dárselo a otro, sin importar la devastación cultural que esto genera en los receptores de esta forma orwelliana de "bienestar". Hemos llegado a creer que el burócrata gubernamental es un buen samaritano.
Muchísimos confunden economía de mercado con consumismo, y consideran que una mentalidad de comprador compulsivo es el resultado y el propósito de la libertad económica. Pero el consumismo es la idea tergiversada de que solo al tener más podemos ser más. En lugar de la fórmula cartesiana: "cogíto ergo sum" ('pienso, luego existo'), hay quienes han llegado a creer que el salir de compras es prueba de la existencia: "consumo ergo sum". El consumismo es una conducta incorrecta no porque las cosas materiales sean incorrectas. El consumismo está mal porque rinde adoración a cosas que están por debajo de nosotros.
Lejos de ser sinónimo del capitalismo, el consumismo, a la larga, imposibilita el capitalismo, puesto que hace imposible crear capital. Una cultura consumista no es una cultura del ahorro, de la sobriedad. Está demasiado obsesionada con la compra del siguiente juguete como para alguna vez posponer la gratificación, ahorrar e invertir para el futuro. El punto es elemental: no es posible que haya capitalismo sustentable sin capital; no puede haber capital sin ahorro, y no puedes ahorrar si corres a gastar todo lo que has ganado. Pero la confusión se ha acentuado tanto que hoy mucha gente no tiene oídos para oírlo. De hecho, las políticas del Banco Central de los Estados Unidos de Norteamérica parecen reforzar este hábito reduciendo casi a cero las tasas de interés, negando así a la gente una recompensa material -en la forma de intereses so bre sus ahorros bancarios- por renunciar al consumo.
¿Puede ser mera coincidencia que nos veamos acuciados por la decadencia precisamente cuando la cosmovisión judeocristiana se ha retirado del espacio público? Sufrimos una crisis de confianza a raíz de la cual nadie puede juzgar una idea, persona o cultura sin ser a, su vez, tildado de absolutista o incitador al odio. La idea parece ser que todas las cosmovisiones pueden reunirse en un campo supuestamente neutral de relativismo secular y donde "todas se llevan bien". Los más resonantes partidarios de la tolerancia se han convertido en los más intolerantes, y ni siquiera parecen advertir la contradicción. Mientras tanto, muchos de nosotros parecemos haber olvidado que los relativistas seculares tienen su propia visión del mundo. Los hemos designado -a ellos, que en realidad son nuestros contrincantes- árbitros en la con tienda cultural de ideas, para luego sentarnos y preguntarnos por qué el país parece haber perdido la lógica moral vivificante que al guna vez lo sostuvo.
Cuando la cosmovisión judeocristiana es reemplazada por un materialismo filosófico vagamente formado y solo en parte reconocido, entonces todo lo que importa es lo que podamos obtener para nosotros hoy. Lo que se pierde es un sentido de la historia como algo significativo y lineal, como algo que transcurre hacia una gran consumación. Cuando una persona pierde eso, cuando todo un pueblo pierde eso, cuando las instituciones que sirven para organizar y gobernar a un pueblo pierden eso, la pérdida es grave y estrepitosa.
Cuando la libertad se divorcia de la fe, tanto la libertad como la fe sufren. La libertad pierde el timón, porque la verdad marca el rumbo a la libertad. El más hábil actor político, enarbolando la más llamativa y novedosa política o programa, puede llevar a la gente de las narices. La libertad sin orientación moral carece de estrella guía. Por otro lado, cuando un pueblo renuncia a su libertad en favor del Gobierno -libertad para elegir entre opciones morales, económicas, religiosas y sociales, y asumir la responsabilidad personal por las consecuencias-, la virtud tiende a diluirse y la fe misma se va enfriando. La teocracia es la destrucción de la libertad humana en el nombre de Dios. El libertinaje es la destrucción de las normas morales en el nombre de la libertad. Nada de eso funciona.
El vínculo entre libertad económica y moralidad pública no es te nue; es claro y directo. La libertad económica existe donde se respetan la propiedad privada y el Estado de derecho. Miremos el caso de la Rusia moderna: una cultura de ricos y pobres con apenas una pequeña y sufrida clase media -debido a la corrupción rampante en sus instituciones de pseudomercado-. En tanto unos pocos amigos de los más altos funcionarios del Gobierno juegan el papel de exitosos, la vasta mayoría de la población, incluida la clase de los pobres que aspiran a ser empresarios, a menudo se choca contra una pared irremontable de amiguismo e información privilegiada.
Si tomamos la otra cara de la moneda, la historia muestra que las sociedades que mantienen un consistente respeto por la inviolabilidad de la propiedad privada y otros derechos económicos también tienden a exhibir culturas relativamente íntegras, junto con estándares de vida cada vez mejores, no solo para los ricos, sino también para la clase media y los pobres.
Una advertencia: ya que empezamos a hablar de derechos, debemos ser muy claros acerca de a qué nos referimos, porque gran parte del daño causado contra la libertad humana se ha cometido en nombre de presuntos "derechos". La defensa moral de la libertad exige que distingamos entre derechos y privilegios, entre sociedad y Gobierno, entre comunidad y lo colectivo. Los derechos, la sociedad y la comunidad son todos parte del orden natural de la libertad. Los privilegios, el Gobierno y lo colectivo no están del todo separados, pero esencialmente difieren en cuanto a que se apoyan en la coerción.
Un argumento moral en favor de la libertad económica no debería rehuir sus propias implicancias lógicas, independientemente de lo políticamente pasado de moda que esté. El imperativo contra el robo y en favor de la seguridad de la propiedad privada también implica cautela respecto de impuestos que superen el mínimo ne cesario para el Estado de derecho y el bien común. La libertad para contratar debe incluir la libertad para no contratar.
A veces se dice que nadie sueña con el capitalismo -hay que reconocer que es una palabra restrictiva y problemática-. Esto debe cambiar. Bien entendido, el capitalismo es el componente económico del orden natural de la libertad. El capitalismo ofrece una amplia titularidad de bienes, reglas justas e iguales para todos, adhesión estricta a las normas de la propiedad, oportunidades para la caridad y un uso prudente de los recursos. En todos los sitios donde ha sido verdaderamente implementado, ha significado creatividad, crecimiento, abundancia y, más que nada, la aplicación económica del principio según el cual todo ser humano posee dignidad que exige ser respetada.
Y por favor, no me digan que el libre mercado es un mito, simplemente porque en ningún lugar ha existido en forma pura. Explíquenle eso a mi abuelo. Llegó a los Estados Unidos con treinta y cinco dólares en el bolsillo, y, sin embargo, casi todos de sus trece hijos progresamos hasta formar parte de la clase media. El capitalismo, bien entendido y practicado, ha permitido que cientos de millones salieran de la pobreza extrema y pudieran hacer uso de capacidades y talentos que nunca hubieran descubierto, y forjarse oportunidades que sus abuelos nunca hubieran soñado posibles. La economía libre es un sueño digno de la imaginación de nuestro espíritu.
La buena noticia es que el camino hacia la decadencia no es inevitable. La renovación es posible. Una visión fatalista es no solo in satisfactoria, sino irreal. Enfrentamos una crisis profundamente arraigada, pero el resultado de esa crisis de ningún modo está de terminado. Mi mensaje no es el del evangelista de la calle con su letrero "El fin está cerca". Mi mensaje en las páginas que siguen es, más bien, que el fin de la libertad y el florecimiento humano en los Estados Unidos se acerca... a menos que. En esa frase, "a menos que", hay esperanza; suficiente esperanza, creo, para inspirarnos y conducirnos a un nuevo renacimiento,una renovación del fundamento moral de la economía libre.
En 1990, Kris Mauren y yo creamos una institución dedicada a defender y promover la sociedad libre y virtuosa, porque creíamos en ese "a menos que". El Acton Institute for the Study of Reli gion and Liberty está dedicado a recuperar ciertas verdades in mutables sobre la libertad política, económica y religiosa. Estas verdades inmutables incluyen algunas percepciones nuevas estimulantes, pero, a la vez, con los pies en la tierra, algunas nociones de sentido común, como no matar a la gallina de los huevos de oro, no dejar atrapado tu talento más creativo en una telaraña regulatoria, y no enseñar a nuestros ciudadanos que todos pueden vivir a expensas de otro.
He estado diciendo estas cosas durante el tiempo suficiente para saber que algunas personas estarán encantadas de "oír eso, por fin, de un predicador", en tanto a otras las escandalizará escuchar eso de boca de un sacerdote católico, y de un hombre que junto con Jane Fonda y Tom Hayden fue un activista de esa nueva izquierda de principios de los años setenta del siglo pasado, nada menos. Pero no deberían sorprenderse. Crecí. Y cuando volví a mi fe e ingresé en el seminario, también recuperé una comprensión profunda del verdadero fin -el verdadero propósito- de la liber tad humana. Al recobrar esa comprensión, también redescubrí el manantial de la libertad humana y empecé a ver el camino que se abre ante nosotros.
Pero me estoy adelantando. Mi historia empieza en un entorno hogareño, un par de pequeños departamentos enfrentados sobre la tienda de trenes Lionel en la avenida Coney Island de Brooklyn, Nueva York, donde un niño italiano de cinco años estaba a punto de tener un encuentro con una señora judía -una refugiada, la llamaban-, encuentro que moldearía el curso de su vida y le dejaría un deseo inagotable de entender y promover la dignidad humana.
EL CAPITALISMO ES LA ANTÍTESIS DEL CONSUMISMO
Con frecuencia se presenta al capitalismo como el origen de todos los males del mundo moderno. Sin embargo, no es fácil ponerse de acuerdo sobre en qué consiste exactamente el capitalismo, por lo que parece que, a veces, se achacan al capitalismo males que lo acompañan, pero que no son consecuencia del mismo. Para hablar de estos temas hemos invitado al Prof. Miguel Anxo Bastos, que defiende una perspectiva en estos temas que seguramente sorprenderá a muchos, pero que pensamos que también resultará interesante.
Benjamín M. Friedman
El crecimiento económico se ha convertido
en la religión secular del avance
de las sociedades industriales".
—Daniel Bell
El autor argumenta que el crecimiento económico -entendido como un incremento de los estándares de vida de una clara mayoría de las personas- tiende a fomentar mayores oportunidades, tolerancia a la diversidad, movilidad social, compromiso con la justicia y dedicación a la democracia. La mejora de la fortuna material de los pobres hace que mejore su salud física, sus oportunidades educativas, su esperanza de vida, su seguridad frente a la violencia, su confianza en el prójimo y otros innumerables niveles de vida.Para apoyar y defender su hipótesis, rastrea algunos de sus principales elementos en la literatura de importantes representantes del pensamiento occidental de los últimos siglos, presenta los fundamentos psicológicos que la justificarían y revisa la experiencia económica, política y cultural de diversos países que han tenido un crecimiento sostenido. Pone especial foco en el caso de EEUU, Gran Bretaña, Francia y Alemania, si bien examina también aspectos de la experiencia de los países en desarrollo.
¿Tenemos razón en preocuparnos tanto por el crecimiento económico? ¿Cómo claramente lo hacemos? Para los ciudadanos de muchos países del mundo, donde la pobreza sigue siendo la norma, la respuesta es inmediata y obvia. Pero lo tangible mejoras en los elementos básicos de la vida que hacen económica el crecimiento es tan importante cada vez que los niveles de vida son bajos— mayor esperanza de vida, menos enfermedades, menos mortalidad infantil y desnutrición, se han jugado en su mayoría mucho antes de que el ingreso per cápita de un país alcance el niveles disfrutados en las economías industrializadas avanzadas de hoy. Los estadounidenses no son más saludables que los coreanos o los portugueses, por ejemplo, y ya no vivimos, a pesar de una ingreso promedio más del doble de lo que tienen. Todavía si nuestro nivel de vida seguirá mejorando, y que sinembargo, que rapido siguen siendo asuntos de gran preocupación para nosotros.
Tal vez porque nunca tenemos claro por qué le damos tanta importancia al crecimiento económico en primer lugar, a menudo tenemos propósitos cruzados —a veces parecemos casi avergonzados — acerca de lo que queremos. No solo reconocemos otros valores; como cuestión de principio, los colocamos en un plano más alto que nuestro bienestar material. Incluso en partes del mundo donde la necesidad de mejorar la nutrición, la alfabetización y la esperanza de vida humana es urgente, a menudo hay un aspecto de reticencia al reconocer que lograr un crecimiento superior es una prioridad máxima. Como resultado, especialmente cuando un crecimiento más rápido requeriría el sacrificio de electorados arraigados con intereses bien establecidos, el proceso político de diez no logra reunir la determinación para seguir adelante.
El resultado demasiado frecuente, tanto en países de ingresos bajos como altos, es la decepción económica y, en algunos casos, el estancamiento absoluto.
Creo que la raíz del problema es que nuestro pensamiento convencional sobre el crecimiento económico no refleja la amplitud de lo que significa el crecimiento, o su ausencia, para una sociedad. Reconocemos, por supuesto, las ventajas de un nivel de vida material más alto, y apreciamos Los comí. Pero el pensamiento moral, en prácticamente todas las culturas conocidas, nos ordena que no pongamos un énfasis indebido en nuestras preocupaciones materiales. También somos cada vez más conscientes de que el desarrollo económico, la industrialización en particular y, más recientemente, la globalización, a menudo trae efectos secundarios indeseables, como daños al medio ambiente o la homogeneización de lo que solían ser culturas distintivas, y hemos llegado a considerar estos asuntos, también, en términos morales. En ambos sentidos, por lo tanto, pensamos en el crecimiento económico en términos de consideraciones materiales versus morales:
¿Tenemos derecho a cargar a las generaciones futuras, o incluso a otras especies, para nuestra propia ventaja material? ¿El énfasis que ponemos en el crecimiento, o las acciones que tomamos para lograrlo, comprometerán nuestra integridad moral? Sopesamos los aspectos positivos materiales frente a los negativos morales.
Creo que este pensamiento es seriamente, en algunas circunstancias peligrosamente, incompleto. El valor de un nivel de vida en ascenso radica no solo en las mejoras concretas que aporta a la forma en que viven las personas, sino en cómo da forma al carácter social, político y, en última instancia, moral de un pueblo.
El crecimiento económico, es decir, un nivel de vida en ascenso para la clara mayoría de los ciudadanos, a menudo fomenta mayores oportunidades, tolerancia a la diversidad, movilidad social, compromiso con la justicia y dedicación a la democracia. Desde la Ilustración, el pensamiento occidental ha considerado cada una de estas tendencias de manera positiva y en términos explícitamente morales.
Incluso las sociedades que ya han logrado grandes avances en estas mismas dimensiones, por ejemplo, la mayoría de las democracias occidentales de hoy, tienen más probabilidades de progresar aún más cuando su nivel de vida mejore. Pero cuando los niveles de vida se estancan o declinan, la mayoría de las sociedades avanzan poco o nada hacia cualquiera de estos objetivos, y en demasiados casos retroceden claramente. Muchos países con economías altamente desarrolladas, incluido Estados Unidos, han experimentado épocas alternas de crecimiento económico y estancamiento en el que sus valores democráticos se han fortalecido o debilitado según corresponda.
La forma en que los ciudadanos de cualquier país piensan sobre el crecimiento económico y las acciones que toman en consecuencia son, por lo tanto, un asunto de mucha mayor importancia de lo que suponemos convencionalmente. En muchos países hoy en día, incluso las cualidades más básicas de cualquier sociedad (democracia o dictadura, tolerancia u odio étnico y violencia, oportunidades generalizadas u oligarquía económica) siguen cambiando. En algunos países donde ahora existe una democracia, todavía es nueva y, por lo tanto, frágil. Debido al vínculo entre el aumento o la disminución del nivel de vida y precisamente estos aspectos del desarrollo social y político, la ausencia de crecimiento en muchas de las que solemos llamar “economías en desarrollo”, aunque muchas de ellas no se estén desarrollando realmente, amenaza sus perspectivas. en formas que las medidas estándar de ingreso nacional ni siquiera sugieren. La misma preocupación se aplica, aunque de manera más sutil, también a las democracias maduras.
Incluso en los Estados Unidos, creo, la calidad de nuestra democracia —más fundamentalmente, el carácter moral de la sociedad estadounidense— está igualmente en peligro. La pregunta económica central para los EE. UU. al comienzo del siglo XXI es si la nación en la generación venidera volverá a lograr una prosperidad creciente, como en las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, o caerá en el estancamiento de los niveles de vida de la mayoría. de nuestros ciudadanos que persistió desde principios de la década de 1970 hasta principios de la de 1990. Y la pregunta más importante que sigue se refiere a cómo estos diferentes caminos económicos afectarían nuestras instituciones políticas democráticas y el carácter más amplio de nuestra sociedad.
Como observó una vez el historiador económico Alexander Gerschenkron, “incluso una larga historia democrática no impide necesariamente que un país se convierta en una 'democracia sin demócratas'”. Nuestra propia experiencia, así como la de otros países, demuestra que simplemente ser rico es no hay obstáculo para el retroceso de una sociedad hacia la rigidez y la intolerancia una vez que suficientes ciudadanos pierden la sensación de que están progresando. El equilibrio familiar entre los aspectos positivos materiales y los negativos morales cuando discutimos el crecimiento económico es, por lo tanto, una elección falsa, y la suposición paralela de que la forma en que valoramos las preocupaciones materiales frente a las morales se relaciona claramente con si debemos abrazar con entusiasmo el crecimiento económico o moderar nuestro entusiasmo por él. está mal también. El crecimiento económico también conlleva beneficios morales, y cuando debatimos las decisiones a menudo difíciles que surgen inevitablemente: al elegir políticas económicas que fomenten el crecimiento o lo retrasen, e incluso en nuestras reacciones al crecimiento que tiene lugar al margen del impulso o influencia de la política pública—es importante que tomemos en cuenta estos aspectos morales positivos.
¿Crecimiento económico o estancamiento?
Especialmente en un trabajo centrado en el vínculo positivo entre el crecimiento económico y el progreso social y político, puede parecer extraño pensar que Estados Unidos, ahora tan preeminente en todo el mundo en términos económicos, enfrenta alguna amenaza significativa en este sentido. Un país tras otro, incluso China y Singapur, que hasta ahora han dudado en liberalizarse políticamente, han adoptado enfoques estadounidenses para la gestión de su economía, basados en la libre empresa, la iniciativa privada y el capital móvil. ¿Por qué el crecimiento económico en curso no anunciaría una era de mayor progreso social y político que reforzaría la apertura de la sociedad estadounidense y, de otro modo, fortalecería y ampliaría la democracia estadounidense?
Una preocupación es simplemente que el fuerte crecimiento de la segunda mitad de la década de 1990 puede resultar ser solo un interludio temporal, una "burbuja", como muchos inversionistas bursátiles decepcionados ahora la consideran, entre la nación estancada que dominó la mayor parte de la final cuarto del siglo XX y más estancamiento por venir.
Pero incluso la prosperidad que experimentó Estados Unidos a fines de la década de 1990 pasó por alto a una gran parte, en algunas dimensiones importantes una clara mayoría, de los ciudadanos del país. Los trabajos eran abundantes, pero demasiados proporcionaban salarios bajos, poca o ninguna capacitación y ninguna oportunidad de progreso.
El progreso económico debe tener una base amplia para fomentar el progreso social y político. Ese progreso requiere la experiencia positiva de una muestra representativa suficientemente amplia de la población de un país para moldear el estado de ánimo y la dirección nacional. Pero excepto por un breve período a fines de la década de 1990, la mayoría de los frutos de las últimas tres décadas de crecimiento económico en los Estados Unidos se han concentrado en solo una pequeña porción de la población estadounidense. Ese breve período de prosperidad generalizada tampoco fue suficiente para permitir que la mayoría de las familias estadounidenses compensaran el estancamiento económico o el declive absoluto que habían soportado durante los años anteriores. Después de tener en cuenta los precios más altos, el trabajador promedio en las empresas estadounidenses en 2004 ganaba un 16 por ciento menos cada semana que hace más de treinta años. Para la mayoría de los estadounidenses, la recompensa por el trabajo de hoy está muy por debajo de lo que solía pasar antes.
Con más y más hogares con dos ingresos y más personas con dos trabajos, los ingresos de la mayoría de las familias se han mantenido firmes. Sin embargo, casi todas las ganancias obtenidas en estas últimas tres décadas se produjeron solo en el estallido de fuerte crecimiento a finales de los años noventa. A pesar de un desempleo en su mayoría bajo y un crecimiento modesto en el producto interno bruto de EE. UU.— ya pesar de la mayor prevalencia de familias con dos fuentes de ingresos y trabajadores con dos empleos, el ingreso de la familia mediana aumentó poco más allá de la inflación desde principios de la década de 1970 hasta principios de la de 1990. Durante dos décadas completas, la mayoría de los estadounidenses no progresaron económicamente, y muchos de los que lo hicieron se vieron cada vez más presionados para mantener incluso su escaso progreso. Este no fue el tipo de aumento generalizado del nivel de vida que normalmente concebimos como “crecimiento económico”.
Incluso para muchas familias de la gran mayoría de clase media del país, las perspectivas económicas se han vuelto cada vez más precarias en las últimas décadas. Los hombres jóvenes que ingresaron a la fuerza laboral estadounidense en la década de 1970 comenzaron sus carreras laborales ganando dos tercios más, en promedio, de lo que había ganado la generación de sus padres a partir de la década de 1950. A principios de la década de 1990, los trabajadores jóvenes comenzaban con una cuarta parte menos de lo que había ganado la generación de sus padres. Por lo tanto, no sorprende que a lo largo de este período, incluso cuando expresaron su confianza en que la economía de los EE. UU. continuaría expandiéndose, los estadounidenses en números récord también dijeron que no tenían sentido de salir adelante personalmente y que temían por el futuro financiero de sus hijos. Incluso a fines de la década de 1990, con el florecimiento tanto de la economía como del mercado de valores, más de la mitad de todos los estadounidenses encuestados dijeron que estaban de acuerdo en que “el sueño americano se ha vuelto imposible de lograr para la mayoría de las personas”.
Más de dos tercios dijeron que pensaban que ese objetivo sería aún más difíciles de alcanzar en la próxima generación.
La desilusión que sintieron tantos estadounidenses, y que muchos sienten hoy, al no lograr mayores avances se basa en la dura realidad, al igual que la sensación de muchos jóvenes estadounidenses de que sus perspectivas son malas incluso en momentos en que la economía es fuerte. Los ciudadanos estadounidenses aplauden la economía estadounidense, especialmente en los años en que prospera, pero incluso entonces temen que el fin del sueño estadounidense se avecina. Lo hacen porque en la última generación muchos no han podido experimentar ese sueño en sus propias vidas.
La consecuencia del estancamiento que duró desde mediados de la década de 1970 hasta mediados de la de 1990 fue, en numerosas dimensiones, un desgaste del tejido social estadounidense. No fue una coincidencia que durante este período la antipatía popular hacia los inmigrantes resurgiera en un grado no conocido en los Estados Unidos desde antes de la Segunda Guerra Mundial, y en algunos aspectos no desde la década de 1880 cuando se extendió un intenso nativismo en respuesta a la enorme inmigración en un momento de crisis. dificultades económicas prolongadas. No fue un accidente que después de tres décadas de progreso para llevar a la minoría afroamericana del país a la corriente principal del país, la oposición pública obligó a retirarse de los programas de acción afirmativa.
No fue mera casualidad que, durante un tiempo, los grupos de supremacistas blancos eran más activas y visibles que en cualquier otro momento desde la década de 1930, las “milicias” privadas antigubernamentales florecieron como nunca antes y, mientras tanto, muchos de nuestros líderes políticos electos se mostraron reacios a criticar públicamente a dichos grupos, incluso como incendios de iglesias, ataques terroristas domésticos y los enfrentamientos armados con las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley aparecían regularmente en los titulares. Tampoco fue una coincidencia que el esfuerzo por “acabar con el bienestar tal como lo conocemos”— un objetivo ampliamente compartido, aunque por diferentes razones entre diferentes grupos— a menudo mostraba un espíritu vengativo que era muy poco característico de los Estados Unidos en la era de la posguerra.
Con el regreso del progreso económico para la mayoría de los estadounidenses a mediados de la década de 1990, muchas de estas deplorables tendencias comenzaron a disminuir. En las campañas presidenciales de 2000 y 2004, por ejemplo, ni la retórica antiinmigrante ni la resistencia a la acción afirmativa jugaron un papel similar al visto en las elecciones de 1996 y especialmente de 1992. Si bien los grupos de odio y las milicias antigubernamentales no han desaparecido, se han replegado nuevamente hacia la periferia de la conciencia nacional. No obstante, queda gran parte del legado de esas dos décadas de estancamiento. Si bien se ha convertido en un lugar común hablar de la importancia de la “sociedad civil”, muchos observadores cuestionan cada vez más la vitalidad del pensamiento estadounidense sobre las actitudes y las instituciones que lo componen. Incluso nuestro discurso político público ha perdido últimamente gran parte de su escaso civismo, y se ha hundido en cargos personales, investigaciones y recriminaciones reverberantes.
Sería una tontería pretender que todos estos desarrollos inquietantes fueron simplemente el producto de las fuerzas económicas. Los fenómenos sociales y políticos son complejos y la mayoría tiene muchas causas. En la década de 1960, por ejemplo, el pensamiento convencional en los Estados Unidos interpretó la ola de levantamientos estudiantiles en los campus universitarios de todo el país como una protesta contra la guerra de Vietnam. Sin duda lo era, en parte. Sin embargo, esa visión simple no pudo explicar por qué otros países que no participaron en Vietnam tuvieron la misma experiencia (por ejemplo, Francia, incluso más) justo al mismo tiempo. Así, los cambios políticos y sociales que se han dado en los Estados Unidos en nuestra era también tienen raíces múltiples.
Pero sería igualmente tonto ignorar los efectos de dos décadas de estancamiento económico para la mayoría de los ciudadanos de la nación al provocar estos cambios.
Y sería complaciente no preocuparse ahora que las perspectivas de la economía están en duda una vez más.
La historia de cada una de las grandes democracias occidentales— Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania—está repleta de ejemplos de este tipo de alejamiento de la apertura y la tolerancia, y con frecuencia del debilitamiento de las instituciones políticas democráticas que siguió en los años posteriores.
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