EL Rincón de Yanka: LIBRO "ALLÍ DONDE SE QUEMAN LIBROS": LA VIOLENCIA POLÍTICA DE LAS LIBRERÍAS (1962-2018) 🔥📕📗📙📘📚🔥

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sábado, 3 de junio de 2023

LIBRO "ALLÍ DONDE SE QUEMAN LIBROS": LA VIOLENCIA POLÍTICA DE LAS LIBRERÍAS (1962-2018) 🔥📕📗📙📘📚🔥

 
ALLÍ DONDE 
SE QUEMAN LIBROS:
LA VIOLENCIA POLÍTICA 
DE LAS LIBRERÍAS (1962-2018)


En la fría madrugada del 15 de febrero de 1976 un joven se situó frente al escaparate de la librería El Parnasillo (Pamplona). Observó las obras que había expuestas, pero no tenía intención ni de comprarlas ni mucho menos de leerlas. Rompió el cristal, manchó los libros de pintura, los roció con líquido inflamable y luego les prendió fuego, igual que los nazis habían hecho en la Opernplatz de Berlín cuarenta y tres años antes. El que acababa de sufrir El Parnasillo no fue una rareza, sino uno de los cientos de atentados de los que han sido objeto librerías, ferias del libro, quioscos, editoriales y distribuidoras en España entre 1962 y 2018. Aquella bibliofobia violenta llevaba la firma de la ultraderecha, que se había reactivado durante la crisis terminal de la dictadura franquista, y en menor medida de ETA y su entorno juvenil. Por estas páginas desfilan radicales de toda índole que se dedicaron a odiar, amenazar, pintar, asaltar, destruir, disparar y quemar libros y librerías, así como salas de cine y otras manifestaciones culturales. Sin embargo, el presente trabajo no está dedicado a ellos, sino a los letraheridos, es decir, a quienes amaban y aman la literatura: escritores, lectores, editores, distribuidores, reseñadores, traductores, periodistas y, muy especialmente, libreros.



Asaltantes de librerías: "ETA se ensañó con ellas porque eran el foco de una cultura que no podían controlar".
'Allí donde se queman los libros', el ensayo de Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez une la línea de puntos que va desde la violencia bibliófoba de los ultras hasta la de los abertzales.

Fernando Aramburu explicó en un artículo publicado en EL MUNDO que los matones de ultraderecha asaltaron la librería Lagun de San Sebastián en los años 70 y que los militantes de la Kale Borroka se ensañaron en el mismo negocio en los 90, pero que ninguno de ellos aprovechó los saqueos para robar libros. Los libros no les interesaban, ellos solo querían romper algo. Allí donde se queman los libros, el ensayo recién publicado de Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez (Tecnos) une esa línea de puntos, la que va desde la violencia bibliófoba de los ultras hasta la de los abertzales y, en menor medida, la de otros grupos terroristas de izquierdas. Su investigación, además, incluye una anécdota que complementa la historia de Aramburu: el 11 de enero de 1997, los asaltantes nacionalistas rompieron el escaparate de Lagun, entraron en la tienda, tomaron unos cuantos libros y los quemaron en la calle, como hacían los nazis. En la hoguera ardieron varios manuales de euskera.

Lo interesante de Allí donde se queman los libros es que, a partir de un objeto de estudio más o menos anecdótico en la historia reciente de España, se sintetizan ideas que aún hoy son relevantes. Por ejemplo: la dictadura duró 40 años pero su cultura fue derrotada a mitad de ese camino. Cualquier español que fuese a la universidad en los años 60 daba por hecho que la literatura y el arte que de verdad merecían la pena eran los de la República o los que se hacían contra Franco. Y eso explica los atentados contra librerías, galerías de arte y cines.

"Creo que esa derrota es obvia a partir de la Ley Fraga, porque antes no había mucha posibilidad de editar a los autores del 27, por ejemplo. Puede que en las bibliotecas universitarias quedasen libros pero en las librerías no se encontraban a los escritores exiliados. En los 60, se abrió esa puerta y aparecieron muchas nuevas editoriales y nuevas librerías que quisieron aprovechar el hueco", explica Gaizka Fernández Soldevilla, responsable de Investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo.
"No creo que fuese un gesto de generosidad política: a la dictadura le convenía para legitimarse y para atraer turistas. Y gran arte del franquismo estuvo en contra de esa apertura. Carrero pidió la cabeza de Fraga explícitamente porque permitía vender libros rojos y eso era un peligro inconcebible". Y en el más allá del régimen, "en la extrema derecha de la extrema derecha, se consideró que era un suicidio".

El hecho de que las librerías pudiesen vender libros de Cernuda y de Marx y que pudiesen refutar al franquismo las convirtió en una humillación permanente para la ultraderecha. Y por eso, la brutalidad: cada vez que ETA mataba a un policía o cada vez que consideraban que el régimen traicionaba su pasado fascista, sus ultras se desahogaban por el método de apedrear el escaparate de una librería y de pintar amenazas contra los libreros en sus paredes.

Era, por tanto, una violencia desestructurada, un impulso de brutalidad más que una estrategia de terror. 
"Ernesto Milá, que estuvo en ese tipo de acciones, usó la palabra catalana rampell, que sería arrebato. No había una estrategia como la de los Grapo y los FRAP o la de ETA, no había estructura, ni medios. Todo era mucho más anárquico, paradójicamente: cada grupúsculo iba por libre y sólo compartía con otros terroristas un discurso común marcado por [la revista] Fuerza Nueva y [el diario] El Alcázar, que identificaban a los enemigos. Sus atentados eran reactivos: podían responder a un mitin de Fuerza Nueva o a un homenaje público a Picasso. Muy pocos ataques emplearon bombas, porque una bomba exige tiempo, visión y destreza. Tirar una piedra, en cambio, es muy sencillo", dice Fernández Soldevilla.

Y continúa: "La violencia de ultraderecha fracasó, nunca llegó a organizarse. Hasta 1975 sus cuadros estuvieron más o menos vinculada al régimen; en el fondo, podían estar descontentos pero no podían ir contra el sistema. Después, cuando sí pudieron rebelarse del todo, y el intento más serio fue el del Frente de la Juventud, llegaron tarde. La policía los desmanteló y los derrotó. Y ni siquiera encajaban con su familia ideológica: Fuerza Nueva tenía un discurso violento pero también tenía vocación institucional. Blas Piñar iba al congreso y quería que lo tomasen en serio. ¿Cómo iba a aceptar que sus juventudes fuesen por ahí robando bancos? Nunca tuvieron suficiente apoyo alrededor para sobrevivir como sí lo tuvo ETA".
¿Era entonces, aquella extrema derecha un movimiento antiintelectual? "Tenía su literatura y su actividad intelectual y Blas Piñar era un hombre culto, pero desde los años 60, entró en un ciclo de nostalgia y estancamiento. Entre los autores jóvenes, Ernesto Milá era el único que tenía capacidad de análisis. Los demás se dedicaban a repetir la retórica del falangismo sin modernizarla ni hacerla atractiva. No se renovaron intelectualmente como la nueva derecha francesa, que ya estaba en otra cosa completamente distinta.¿Eran menos cultos en Fuerza Nueva que en Falange?Menos cultos que los de Falange de los años 30, sí. Respecto a sus contemporáneos, no. Bueno, hubo muchas falanges. Pero ni siquiera Falange Auténtica, la más inconformista, actualizó su manera de presentarse. La prueba es que la gente no los votaba, ni siquiera la gente de derechas.

El libro de Fernández Soldevilla y López Pérez se parece a esas novelas que tienen dos historias que terminan por enlazarse. En su caso, la otra mitad corresponde a la bibliofobia de ETA, que fue más tardía (sobre todo, a partir de los años 90) y menos duradera, pero que dejó cicatrices aún más dolorosas, incluido el atentado contra José Ramón Rekalde, el dueño de Lagun, en el año 200.
Un resumen: ETA atacó a las librerías que consideró hostiles sobre todo a partir de la doctrina de la socialización de la violencia y de la estrategia del terrorismo de baja intensidad de la Kale Borroka. Los casos reseñados en Donde los libros arden tienen un patrón parecido: cuando los abertzales convocaban una jornada de lucha o de duelo por la muerte de un terrorista y un negocio se negaba a secundar sus convocatorias, sus dueños se convertían en enemigos públicos. Es lo que le ocurrió a Lagun en San Sebastián y a Minicost en Andoáin. ¿No le pasó lo mismo a carniceros, farmacéuticos y mecánicos?
"En general sí: ETA odiaba a sus disidentes, cualquiera que fuese su oficio. Mató a sepultureros, camareros y profesores, a cualquiera que pensase de una manera patrióticamente incorrecta, sobre todo, desde 1995. Pero hay una parte de ensañamiento en las librerías porque la librería era símbolo y foco de propagación de una cultura que no podían controlar. Lagun estaba en su zona nacional, era un desafío. Por eso no solo atacaron Lagun, llamaron a boicotearla", explica Fernández Soldevilla.

Y aquí es donde las dos historias de Donde los libros arden se cruzan. Incluso los enemigos de ETA terminaron por ser los mismos que los de la ultra derecha: ETA, en su política antiintelectual, persiguió a artistas y escritores como Ibarrola, Pinilla, Guerra Garrido, Rekalde, López de Lacalle... Los mismos antifranquistas a los que habían perseguido los ultras. "Era una generación entera que venía de la izquierda antifranquista y que en los años 90 se volvió peligrosa porque tenía una legitimidad de origen que no tenían otros enemigos de ETA. Por eso hay una saña especial hacia ellos. A la viuda de Gabriel Celaya le tiraron huevos un día que fue a inaugurar un colegio que llevaba el nombre de su marido. ¿Por qué? "Porque había sido un antifranquista no nacionalista y había que borrar su memoria".

PRÓLOGO

NO HAY LIBERTAD SIN INDEPENDENCIA

«La libertad es una librería», este verso del Premio Cervantes Joan Margarit podría por sí solo ser el prólogo a este libro, sintetiza en solo cinco palabras lo que es la esencia de una librería.

Este no es el lugar para hacer una defensa de la Ley del Precio Fijo, pero sí lo es para resaltar una de sus consecuencias positivas fundamentales. No hay libertad sin independencia, y es precisamente esta ley la que garantiza la existencia de miles de librerías independientes en todo el país, y son estas libre­rías las que garantizan, a su vez, un lugar de exposición y venta a cientos de editoriales.

De la gran cantidad de librerías y editoriales se deriva la enorme bibliodiversidad existente en el sec­tor del libro en España, no solo por la gran variedad de títulos publicados, también por la diferencia en­tre ellos, que permite mayor diversidad de las expresiones culturales representada en esos títulos, así como por el equilibrio entre esas expresiones, que permite que las minoritarias pueden expresarse.

Tiene, por tanto, razón Joan Margarit, al definir la libertad como una librería , siendo la diversidad la que hace de la librería un espacio de absoluta libertad.
En este libro se hace un análisis profundo y riguroso de 50 años de atentados contra librerías, es­ tando localizados la gran mayoría de estos ataques entre los años 1973 y 1978. Desde antes, las librerías se convirtieron en un espacio acogedor, de refugio y resistencia a la vez, donde además de poder conse­ guir libros prohibidos, se organizaban las famosas tertulias de trastienda.

No es casualidad, por tanto, que todos los ataques descritos en este libro provinieran de ideologías totalitarias. Es esclarecedor comprobar cómo la librería Lagun de San Sebastián sufrió repetidos ataques durante el final del franquismo y primera Transición por parte de simpatizantes de ultraderecha y cómo, muchos años más tarde, esta misma librería sufría ataques similares por parte de simpatizantes del entorno etarra.

Este libro era necesario, no es solo un libro sobre la historia reciente de las librerías de nuestro país, es también un homenaje merecido a todos aquellos libreros que sufrieron y resistieron todos esos aten­tados, pero es, sobre todo, un reconocimiento al papel que desempeñaron las librerías en unos momen­tos sumamente complicados para la sociedad española en defensa de la libertad y la tolerancia.

Las librerías fueron, son y seguirán siendo necesarias. El verso de Joan Margarit con el que comen­zaba este breve prólogo sirvió como lema de una campaña del Instituto Cervantes de apoyo a las libre­rías con motivo de la celebración del Día del Libro de 2020. En esos momentos, las librerías permane­cían cerradas debido a la pandemia del COVID-19. En ella se pedía a diferentes agentes culturales un ví­deo de apoyo a las librerías que comenzara con el verso del Premio Cervantes. Miguel Ríos dijo lo si­guiente: 
«Las librerías son espacios de paz y de sosiego donde conviven las ideas por muy antagónicas que sean. Los libros nos hacen libres, la librería es donde vive la libertad, que nada ni nadie las cierre».


Alberto SÁNCHEZ RAMÍREZ
Librería Taiga (Toledo) 
y presidente de la Confederación Española 
de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL)

Fernando VALVERDE GONZÁLEZ
Librería Jarcha (Madrid) 
y expresidente de la Confederación Española
de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL)


INTRODUCCIÓN

En febrero de 1976 los libros que más se vendieron en España fueron La gangrena de Mercedes Salisachs, El diccionario de Coll de José Luis Coll, Tiburón de Peter Benchley, Las ninfas de Francisco Umbral e Historia del franquismo de Ricardo de la Cierva. Es probable que alguno de dichos títulos se exhibiese tras la cristalera de la librería El Parnasillo, situada a la altura del número 47 de la calle Paulino Caballero de Pamplona, cuando el día 15 de aquel mes un adolescente se situó frente a ella. Sin embargo, el joven no tenía intención ni de adquirir ni de leer aquellas obras. Siguiendo el relato del Diario de Navarra, «tras romper la luna del escaparate, desparramó sobre los libros una botella de pintura, roció posteriormente los mismos con unas ampollas de líquido inflamable, pegando fuego a continuación». El periódico informó de que «los libros expuestos y atacados “por ser marxistas”, según nos comunicaron, fueron: La desamortización de Mendizábal en Navarra, 1836-1851, de Javier Donézar Díez de Ulzurrun; El primer nacionalismo vasco: industrialismo y conciencia nacional, de Juan José Solozábal Echavarría; y, La enseñanza de España, firmado por varios autores». El incendio no fue a más porque un coche de la Policía Municipal que hacía la ronda lo vio y avisó a los bomberos. 

No era ni la primera ni la última vez que este establecimiento sufría un ataque. En el año anterior, 1975, le habían roto los cristales dos veces. El Parnasillo estaba marcada por ser una de las pocas librerías progresistas que había en Pamplona. Por añadidura, el local se ubicaba en plena «zona nacional», es decir, en la parte de la ciudad que los neofranquistas consideraban bajo su dominio. De acuerdo con uno de los propietarios del negocio, Javier López de Munáin, «había en una calle perpendicular a donde vivíamos un bar que se llamaba el Santi, donde iba toda la extrema derecha a tomar vinos […]. Era [de] Fuerza Nueva. Y el Santi puso otro bar un poco… nada, a 200 metros, y cuando iban de bar en bar tenían que pasar por delante de la tienda. Ahí ya eran pintadas, ensuciarte, insultarte...». 

Alguien reivindicó el atentado de febrero de 1976 en nombre de los Grupos de Acción Sindicalista (GAS), pero una vecina identificó al auténtico responsable. Se trataba de un muchacho de 16 años. López de Munáin recuerda que «la Editorial Alianza habló con Manuel Fraga, que era entonces ministro del Interior. Fraga mandó detenerle. Lo detuvieron, pero lo soltaron». En efecto, tras declararse culpable de los hechos en el interrogatorio policial, el joven ultraderechista quedó en libertad provisional a la espera de ser juzgado por el Tribunal de Orden Público (TOP). Para evitarlo, la madre «nos vino con 5.000 pesetas [aproximadamente 308 euros actuales] para cubrir gastos, y dijimos que no queríamos saber nada». 

Todavía se hablaba de aquella agresión cuando en la madrugada del 10 de marzo de 1976, tan solo una semana después de los sucesos de Vitoria en los que la Policía Armada había matado a cinco trabajadores, un Seat 1500 blanco con matrícula de Madrid se detuvo delante de El Parnasillo. Los ocupantes del automóvil abrieron la ventanilla, sacaron sus armas y abrieron fuego contra la librería. Javier López de Munáin cuenta que «me había llegado un libro, que era Respuesta teológica al padre Díez-Alegría, un jesuita muy famoso entonces, de una editorial de derechas de Madrid, Editorial Acervo. Cogí el libro, lo tiré así... y una de las balas se quedó incrustada en medio de la Respuesta teológica». Según el Diario de Navarra, «cuatro proyectiles impactaron en el cristal, cinco en la fachada de la tienda y siete en la pared de la casa. En total, fueron 16 tiros». 

Los atacantes pintaron un escueto «cabrón» y, a modo de firma, las siglas de los Guerrilleros de Cristo Rey (GCR), un nombre que utilizaban como cobertura individuos y grupúsculos violentos de ultraderecha que tenían entre sí una conexión difusa o nula. Al día siguiente López de Munáin recibió un anónimo en el que se le advertía que «las próximas balas irán para tu linda y putrefacta calva». El librero, que todavía guarda alguno de los proyectiles, cuenta que «al principio me reí, pero a los días me largué de Pamplona y me fui a Barcelona, y estuve una semana allí. Claro, era una situación tensa». 

Con todo, los perpetradores del atentado consiguieron justo lo contrario de lo que pretendían. «Comenzaron a venir los clientes y el apoyo fue tal que, verdaderamente, se nos dispararon las ventas. No te puedes imaginar». Además, los trabajadores del comercio de la ciudad decidieron en asamblea transmitir al público y a las autoridades «su más enérgica protesta». Los libreros pamplonicas no solo condenaron el atentado, sino que nombraron una comisión que se reunió con el gobernador civil, quien prometió su apoyo. Sin embargo, la respuesta institucional no se tradujo en nada positivo. Si bien la misma noche del ataque el gobernador civil de Navarra había ordenado dar una batida policial por la zona, López de Munáin afirma que posteriormente no hubo una investigación propiamente dicha. «El jefe de Policía nos llamó, fuimos Antonio, mi compañero, y yo, y abrió un armario, un cajón, lleno de pistolas. Me dijo: “Esto es un pueblo lleno de pistoleros”». 

El 11 de febrero de 1978, el día antes de que se celebrara en Pamplona un mitin de Fuerza Nueva (FN) en el que participaría Blas Piñar, se produjo el último atentado contra El Parnasillo: un individuo lanzó un cóctel molotov contra la librería. Antes de que los parroquianos de las tabernas cercanas pudieran apagarlo, el fuego calcinó numerosos ejemplares. Un fantasmal Comando Adolfo Hitler asumió la acción. Nunca se encontró a los verdaderos responsables.

Aquellos ataques contra El Parnasillo fueron una pequeña muestra de lo que ocurrió en la España de los años setenta. Durante nuestra historia reciente diversas librerías han sufrido amenazas, pintadas, asaltos, disparos, bombas e incendios intencionados. Quizá sea esa, la de los libros ardiendo, la imagen más impactante y representativa del fenómeno. Pero ¿de dónde venía aquella obsesión por quemar libros? ¿Cuál era la razón última de lo que diferentes autores han denominado bibliocausto, bibliocidio o bibliofobia violenta? 

Para la filóloga Irene Vallejo, «el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones más valiosas: las palabras». En efecto, fue un instrumento imprescindible para plasmar, conservar y transmitir los frutos de nuestra imaginación, de nuestra reflexión y de nuestro conocimiento. Y, pese a los malos augurios de los más pesimistas, todavía cumple dicha función. 

«Desde que existe el libro nadie está ya completamente solo», sentenciaba el escritor Stefan Zweig, «pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad». Sin obras de ficción, filosofía, historia, política, técnica o ciencia, nuestras habilidades y saberes no irían más allá de los límites que nos imponen la experiencia individual y la voluble memoria. El desarrollo de la especie habría sido muy difícil y mucho más lento. Desde luego, no seríamos lo que somos. No obstante, el libro es un instrumento de uso tan común que habitualmente no tenemos en cuenta todo lo que le debemos. Siguiendo a Zweig, «el poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones». 

Ahora bien, el poder del libro nunca fue ignorado por las élites, que lo veían como una herramienta de propaganda pero a la vez una potencial amenaza para su posición y para el statu quo. Y actuaron en consecuencia. Umberto Eco lo plasmó magistralmente en el temor fanático y homicida de fray Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, a la segunda parte de la Poética de Aristóteles. A decir de Andres Rydell, «la destrucción simbólica de la literatura es tan antigua como los propios libros». Desde que en el siglo iii antes de Cristo el primer emperador chino, Qin Shi Huangdi, decretase la quema de todos los ejemplares de ciertos títulos y la ejecución de cientos de intelectuales, líderes civiles y religiosos han perseguido al mundo del libro o, mejor dicho, a una parte del mismo. Valga como muestra el Index librorum prohibitorum (1564-1966), la lista de publicaciones que la Iglesia Católica prohibía leer a sus fieles. Por extensión, además de a las obras, también se ha hostigado a quienes las escribían, editaban, enseñaban, prestaban, distribuían, vendían o leían. Evidentemente, este tipo de ataques no solo se realizaban desde el poder: otros títulos, autores y profesionales fueron objeto de la ira de aquellos que pretendían sustituir a las clases dominantes o transformar el orden de las cosas. 

Si bien el paso del tiempo pareció ir mitigando el odio y la violencia contra el mundo del libro, se trató de un espejismo. La paramilitarización y brutalización de la política en la Europa de entreguerras lo reavivó hasta niveles insólitos. Los movimientos y Estados totalitarios pusieron a la literatura en su punto de mira. Se hicieron listas de títulos prohibidos, se destruyeron millones de ejemplares y se censuró, encarceló e incluso ejecutó a quienes los firmaban. El propio Stefan Zweig tuvo que exiliarse de su Austria natal por su condición de judío y liberal. En febrero de 1942, creyendo segura la victoria del Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial, acabó suicidándose en Brasil. 

Su destino había sido sellado casi una década antes, cuando en enero de 1933 Adolf Hitler accedió a la cancillería de Alemania. Pocos autores como Zweig representaban la Europa democrática, ilustrada, tolerante y cosmopolita que Hitler y sus seguidores querían aniquilar. No tardaron en ponerse a la tarea. En abril de 1933 la sección estudiantil del Partido Nazi inició una campaña contra «el espíritu anti-alemán» en el ámbito universitario con el objetivo de arianizar a su profesorado y a sus bibliotecas. El 10 de mayo jóvenes nacionalsocialistas marcharon ritualmente con antorchas encendidas y bandas de música. Los desfiles desembocaron en lugares públicos donde posteriormente se quemaron pilas de volúmenes que habían sido expurgados de las bibliotecas universitarias por los escuadristas de las Sturmabteilung (SA), los alumnos y el personal docente. El acto principal tuvo lugar en la Opernplatz de Berlín, en la que ardieron más de 25.000 ejemplares de las obras de, entre otros, Stefan Zweig, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Albert Einstein, Sigmund Freud, Franz Kafka, Karl Marx, Ernest Hemingway, Jack London, Victor Hugo, Leo Tolstói o Fyodor Dostoyevsky. Allí mismo a medianoche, ante miles de espectadores, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels condenó como «anti-alemanes» los títulos escritos por judíos, liberales, marxistas, pacifistas, extranjeros... 

En los años siguientes los nazis continuaron con la quema de obras. En total, se estima que destruyeron más de 100 millones de libros durante la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de ellos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), aunque en términos porcentuales el país que salió peor parado fue Polonia: el 70% de su patrimonio bibliográfico fue eliminado o robado. Y es que las tropas alemanas no solo aniquilaron, sino que también saquearon las bibliotecas y archivos del territorio que conquistaban. En palabras de Anders Rydell durante la Segunda Guerra Mundial «se orquestó y llevó a cabo el mayor robo de libros de la historia». Su finalidad última era rescribir la historia para demostrar que el motor de la misma era «la lucha entre las razas». Por desgracia, además, los nacionalsocialistas pasaron de las palabras de Goebbels a los hechos de las Schutzstaffel (SS), acabando con la vida de incontables intelectuales. 

La persecución al mundo del libro no fue monopolio del Tercer Reich y sus satélites. Las dictaduras de corte comunista la practicaron con igual saña. En el Bloque del Este la aversión a cierta literatura (y a los literatos) llegó al paroxismo en la URSS de Iósif Stalin, régimen en el que se silenció, degradó, deportó, encarceló o ejecutó a numerosos periodistas, poetas, novelistas, dramaturgos, editores y traductores. La nómina de los escritores condenados a muerte incluye nombres de la talla de Isaak Bábel, Borís Pilniak, Mijaíl Koltsov, David Bergelsono o Itzik Feffer. Tampoco faltó el saqueo de bibliotecas y archivos en la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra: más de 10 millones de las obras robadas por los nazis acabaron en la URSS. Es cierto que, tras el fallecimiento de Stalin, cesó el fusilamiento de profesionales vinculados a este sector en la Unión Soviética, pero se continuó secuestrando y destruyendo manuscritos. En palabras del historiador Carlos Gil Andrés, 
(…) es casi un milagro que hoy podamos leer El doctor Zhivago, publicado en Italia en 1957, o Vida y destino, que apareció en Suiza en 1980, años después de la muerte de Vasili Grossman. Conservamos muchos poemas de Anna Ajmátova porque los memorizaron los amigos que la amaban. Como los resistentes de la pesadilla de Fahrenheit 451, cada uno de ellos portador del secreto de un libro aprendido de memoria. 
El modelo estalinista fue posteriormente imitado por la Rumanía de Nicolae Ceaușescu, la China de Mao Zedong o la Camboya de Pol Pot. En las últimas décadas el nacionalismo radical y el fanatismo religioso han sido las principales fuentes de bibliofobia violenta. En 1989, al año siguiente de que Salman Rushdie publicase la novela Los versos satánicos, el ayatolá Jomeiní de Irán proclamó una fatwa instando a su asesinato. Personas relacionadas con la obra sufrieron atentados y el escritor tuvo que llevar protección policial desde entonces, lo que no evitó que en agosto de 2022 sufriese un ataque que le dejó gravemente herido. Lo mismo les ocurrió al Premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz en octubre de 1994 y al bangladesí Zafar Iqbal en marzo de 2018. Por supuesto, no son los únicos escritores amenazados. Basta recordar a la bangladesí Taslima Nasrim y al italiano Roberto Saviano. 

En agosto de 1991, en el marco de la guerra de Yugoslavia, las tropas serbias bombardearon la biblioteca de Sarajevo, fundada en el siglo xvi. Gran parte de sus valiosos fondos ardieron. Por su parte, los nacionalistas croatas hicieron desaparecer unos dos millones de libros «no-croatas». En agosto de 1992 soldados georgianos prendieron fuego al Instituto de Investigación de Historia, Lengua y Literatura de Abjasia. Las bibliotecas de Afganistán, como la de la Fundación Nasir-i Khusraw, fueron devastadas por los talibanes. El paso del siglo xx al xxi no ha eliminado el fenómeno, que se reprodujo durante la invasión de Irak por el ejército de EE.UU. en 2003: en abril de ese mismo año los Archivos y la Biblioteca Nacional fueron saqueados e incendiados en Bagdad. También en Irak, pero en 2014, tras tomar la ciudad, el Dáesh destruyó la emblemática biblioteca de la Universidad de Mosul y casi todo su contenido. 

Suma y sigue. 

Al igual que el resto de Europa, la España de los años treinta del siglo xx fue escenario de la hostilidad contra la palabra impresa. Durante la Guerra Civil el fenómeno tomó un cariz sangriento. Ambos bandos asesinaron a profesores, periodistas, escritores, traductores, bibliotecarios, editores y libreros. Por citar solo dos nombres: en la zona leal al Gobierno republicano se mató a Pedro Muñoz Seca; en la de los sublevados, a Federico García Lorca. La lista de quienes tuvieron que partir al exilo es inmensa. Baste recordar a Manuel Chaves Nogales.

No obstante, la violencia no se dio en el mismo grado en los dos bandos enfrentados en la contienda. Como sucedió en otros ámbitos, la represión franquista contra el mundo del libro fue más intensa y se prolongó más tiempo que la republicana. Por añadidura, la actuación de las tropas rebeldes estuvo directamente inspirada en la bibliofobia de la Alemania nazi. El diario falangista navarro Arriba España lo dejaba claro desde su primer número: «¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! ¡Por Dios y por la patria!». No es de extrañar que en una fecha tan temprana como agosto de 1936 se organizase el primer acto público para incinerar obras tachadas como «anti-españolas». Muchos volúmenes ardieron, otros fueron reciclados como pasta de papel. Por si fuera poco, en algunas ceremonias de quema de libros se leyó el pasaje del Quijote sobre el expurgo de la biblioteca del protagonista: 
—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. —No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. 
Pese a la victoria militar y su paulatina consolidación, el franquismo siguió temiendo el poder de determinados libros. Para borrar la palabra impresa de los vencidos y evitar que surgiese cualquier tipo de disidencia interior, el régimen impuso la censura previa y prohibió la venta de una larga lista de títulos. Era uno de los muchos métodos que utilizaba para asegurarse el control de la sociedad, lo que consiguió durante la mayor parte de su historia. 

Ahora bien, la dictadura fue resquebrajándose en su última década, cuando se hizo patente tanto su paulatino debilitamiento como el irrefrenable cambio social. Por un lado, las divergencias en su seno propiciaron que la política relativamente modernizadora de los sucesivos gobiernos provocase la reactivación de una corriente reaccionaria que tenía un pie en las instituciones y otro fuera. Por otro, la oposición creció, se hizo más activa y salió a la calle. Asimismo, aprendió a utilizar los pequeños resquicios de libertad que le permitía la legalidad franquista, como las asociaciones de vecinos, las publicaciones periódicas, la industria del cine, el sector editorial o las librerías. Fue entonces, en una coyuntura en la que entraron en colisión la restringida apertura patrocinada desde arriba, su aprovechamiento por parte del antifranquismo y la resistencia al cambio del sector más retrógrado del régimen, cuando el mundo del libro comenzó a sufrir un nuevo tipo de hostigamiento. Ya no se trataba de la coerción legal, sino de una violencia ilegal contra su fachada más expuesta, las librerías, y, en menor medida, contra ferias del libro, quioscos, editoriales y distribuidoras. La campaña contra estos espacios de cultura se prolongó durante la Transición democrática, a la que nostálgicos y neofascistas se opusieron frontalmente. 

La ultraderecha no fue el único actor que puso en la diana a la palabra impresa en nuestra historia reciente. 
Aunque esporádicos y puntuales, también hubo ataques de extrema izquierda y de Euskadi ta Askatasuna (ETA, Euskadi y Libertad), organización que incendió su primera librería en una fecha tan temprana como 1973. No sería la última. Además, la banda terrorista asesinó a tres vendedores de libros y a dos quiosqueros, promovió el boicot contra editoriales y comercios, y extorsionó a un número indeterminado de profesionales ligados al mundo del libro. A partir de 1995, durante la etapa de «socialización del sufrimiento», el apéndice juvenil de ETA se cebó con establecimientos como Lagun (San Sebastián). 

Aunque en su momento la prensa prestó atención a los ataques a librerías, posteriormente el tema fue cayendo en el olvido. Los trabajos sobre la historia reciente del terrorismo en España, primero centrados en los perpetradores y luego en las víctimas, dejaron el fenómeno de lado o solo lo mencionaban tangencialmente. Fue rescatado por Aránzazu Sarría (2009) y Nadia Hernández (2018), que publicaron sendos estudios académicos sobre episodios de bibliofobia violenta de ultraderecha producidos durante los años setenta. 

Faltaba una investigación más amplia, que abarcara las acciones de los perpetradores de todo signo político durante la historia reciente de España. Tal es el objetivo de la presente obra, que investiga los actos de violencia política clandestina de los que ha sido objeto el mundo del libro, más concretamente las librerías, desde 1962 a nuestros días. Aunque esta que nos ocupa es solo una faceta muy concreta de la cultura, creemos que muchas de las circunstancias analizadas son similares a las que pueden observarse en la violencia que sufrieron el arte, la música, el teatro o el cine. 

Se ha utilizado la mayor cantidad posible de fuentes para contrastar convenientemente los hechos y elaborar un trabajo académico riguroso. En primer lugar, se ha acudido a la bibliografía especializada, incluyendo las memorias de políticos franquistas y militantes neofascistas. En segundo término, se han consultado los fondos del Archivo General de la Administración (AGA), el Archivo Histórico Provincial de Guipúzcoa (AHPG), el Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), Lazkaoko Beneditarren Fundazioa (LBF, Fundación de los Benedictinos de Lazcano), el Archivo General de la Universidad de Navarra (AGUN), el Archivo Judicial Territorial de la Comunidad de Madrid (AJTCM), el Archivo General de la Subdelegación del Gobierno en Barcelona (AGSGB), la Fundación Pablo Iglesias, el Archivo General del Ministerio del Interior (AGMI), el Juzgado Togado Militar Territorial n.º 43 de Burgos, el Archivo del Gobierno Civil de Vizcaya (AGCV) y el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (CMVT). Así, hemos podido acceder a documentación generada por ETA y a documentación oficial, una parte de la cual permanecía inédita: fuentes judiciales como sentencias y sumarios; fuentes policiales como diligencias previas e informes estadísticos; y boletines nacionales y regionales del Servicio Central de Documentación (SECED), el servicio de inteligencia español durante el final de la dictadura franquista y los inicios de la Transición. Internet también nos ha proporcionado datos interesantes. 

Tercero, se ha realizado un vaciado exhaustivo de la hemeroteca, incluyendo la del Archivo Linz de la Transición española (Fundación Juan March). El examen de los diarios La Vanguardia, Diario Vasco, ABC, El País, Las Provincias y otras cabeceras provinciales, así como de revistas como Fuerza Nueva y El Libro Español, nos ha servido para elaborar una base de datos que registra 225 actos de violencia clandestina contra librerías, ferias del libro, quiscos, editoriales y distribuidoras entre 1962 y 2018. No son los únicos de los que fue objeto el mundo del libro en su conjunto, pero hemos preferido no tener en cuenta a efectos estadísticos acciones contra revistas literarias o escritores, aunque se mencionen a lo largo de estas páginas. 

En cuarto lugar, hemos recurrido a las fuentes orales. Para este trabajo nos hemos puesto en contacto con gremios y profesionales del mundo del libro, que amablemente nos han atendido y ayudado. Hemos entrevistado presencialmente a ocho libreros: Aldo García Arias (Madrid, 29 de abril de 2021), Fernando Valverde (Madrid, 30 de abril de 2021), Lola Larumbe (Madrid, 30 de abril de 2021), Javier López de Munáin (Pamplona, 25 de mayo de 2021), Ignacio Latierro (San Sebastián, 8 de junio de 2021), José Ramón Saiz Viadero (Santiurde de Toranzo, 25 de junio de 2021), Rafa Arnal i Torres (Tavernes Blanques, 15 de junio de 2022), y Maxen Zinkunegi Iraola y su esposo Gotzon Etxeberria Setien (Andoain, 19 de diciembre de 2022). 

Además de a los libreros entrevistados, los autores desean dar las gracias a Miguel Jesús Sánchez (librería Sandoval), Alberto Sánchez Ramírez, CEGAL, Raúl López Romo, Elena Blázquez, el diario Levante-EMV, Jesús Casquete, Ramón Saizarbitoria, Idoia Estornés, Javier Merino, Liviana Bucureșteanu, Martín Alonso, Eugenio Ariztimuño Amas, Javier Cámara, María José de Acuña, el Gremio de Librerías de Madrid, Andrea Blázquez, el Gremi de Llibrers de Valencia, Miguel García Sánchez, Rafael Leonisio, Fernando García Fernández, Carlos de Miguel, el equipo del archivo de José Ramon Saiz Viadero, José Luis González Pelayo, Ignacio Alonso, el Grupo de Trabajo Desmemoriados, Francisco Rojas, José Francisco Briones, David Mota, Steven Forti, T. Serna, José Fernando Mota Muñoz, Elena Picó Chausson, Josep Mengual Català, María Jiménez, Manuel Llanas Pont, Miguel Madueño Álvarez, Germán Rodríguez, la familia Rosón-Boix, Mikel Orrantia, Elena Recalde, Luis Castells, Sophie Baby, Xavier Casals, Ernesto Milà, Lorenzo Castro y Jon Lamas. 

Este trabajo se ha realizado en el marco del Programa de investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo y del Proyecto de investigación de la UPV/EHU «Vida cotidiana, sociabilidad y culturas políticas en el País Vasco-navarro contemporáneo», que dirigen Santiago de Pablo y Jesús María Casquete, con financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación (AEI/FEDER).