LA BATALLA CULTURAL:
GLOBALISTAS CONTRA SOBERANISTAS
Globalistas contra Soberanistas, la gran Guerra Cultural del siglo XXI en Occidente y otras regiones. En apariencia podría parecer una llamativa definición del conflicto que, real o simbólicamente, condiciona procesos electores y centra debates intelectuales; y que quizás supera para siempre, la dialéctica política e histórica entre izquierdas y derechas. Pero es algo más real: impacta, como fenómeno globalizado, en otras partes del mundo, y afecta además, decisivamente, a numerosas esferas de nuestra vida más cotidiana. Sergio Fernández Riquelme es historiador, doctor en política social y profesor titular de universidad. Autor de numerosos libros y artículos en el campo de la historia de las ideas y la política social, es especialista en los fenómenos comunitarios e identitarios pasados y presentes. En la actualidad es director de La Razón Histórica, revista hispanoamericana de historia de las ideas.
Siempre se mata al mensajero: conspiraciones, especulaciones, desinformación. Pero el Nuevo Orden Mundial (NOM) existe y afecta a la vida real del ciudadano de a pie (de la Gobernanza global a la Agenda 2030). No es una simple teoría abstracta o novelesca (más allá de algunas elucubraciones sobre los Illuminati o la masonería), sino un supuesto que puede ayudar a entender la gran transformación política, y geopolítica, posmoderna impulsada por el Globalismo, en sus bases históricas, su desarrollo económico y sus implicaciones sociales (personal y colectivamente).
Toda Plutocracia necesita de un orden. Para mandar, vender y ganar se necesita dominar las formas de pensar y de vivir, de producir y de consumir, y por supuesto de creer y de votar. Se transforma la familia, el hogar, los horarios, los roles, el trabajo o la vivienda, y el emergente sistema globalista colabora en ello. Ahora con empresarios “progresistas” (ya no los denostados y malvados “dueños de los medios de producción”) y con izquierdistas “liberales” (ya no los temidos “comunistas revolucionarios”). Y a los que se suman numerosos dirigentes de las antiguas derechas, alejadas paulatinamente de las tradiciones democristianas (salvo excepciones puntuales), y de las añejas izquierdas que solo utilizan símbolos o herramientas socialistas para momentos especiales.
Ellos lo llaman “gobernanza global” (González Laya, 2020), nosotros le decimos NOM; ellos dicen que siempre mandan los gobiernos elegidos democráticamente, nosotros señalamos que las elites plutocráticas (financiera y mediática) los condicionan bastante en sus decisiones (por ejemplo, mediante la deuda que compran a Estados cada vez menos independientes); y ellos dicen que los ciudadanos pueden elegir más o mejor, y nosotros apuntamos que quizás solo entre lo que ellos ofrecen.
“La organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía” (Michels, 2015). Esta máxima de Robert Michels parece que también se aplica al bando que más hace publicidad contra toda dominación: con ellos, también, unos mandan y otros obedecen.
Los Globalistas tienen su elite, su casta, su oligarquía; como todos. Parte de ella es elegida democráticamente cada cuatro años (con las manos libres durante ese periodo), con programas estudiados, con competencia restringida, con gratificaciones futuras, con encuestas diarias, con hermosas palabras o los versos más bellos (Partitocracia). Pero hay una parte extraparlamentaria que influye en las decisiones de los políticos y en la voluntad ciudadana, desde su poder en los medios y su influencia en las artes, haciéndose pasar por la voluntad mayoritaria (Oclocracia); y existe otro campo transnacional que rige, en última instancia, el camino de un gobierno y de un pueblo desde grandes esferas internacionales (Plutocracia). “Nadie ama al mensajero que trae malas noticias”, nos recuerda siempre la Antígona de Sófocles.
Globalistas contra Soberanistas, la gran Guerra Cultural del siglo XXI en Occidente y otras regiones occidentalizadas (o bajo su presión socioeconómica). En apariencia podría parecer una llamativa definición del conflicto que, real o simbólicamente, condiciona procesos electores y centra debates intelectuales; y que quizás supera para siempre, más allá de su eficaz uso electoral aún en ciertos ambientes, la dialéctica política e histórica entre izquierdas y derechas (los herederos de jacobinos y girondinos). Pero es algo más real: impacta, como fenómeno globalizado, en otras partes del mundo, y afecta, además, decisivamente, a numerosas esferas de nuestra vida más cotidiana. Como recordaba Reinhart Koselleck, “lo que ocurre antes de la historia es tan importante como la historia misma”.
Este término (Culture war) habla de batallas, contendientes, armas y persecuciones desde el llamado “poder cultural”. Ese poder desvelado, otra vez, como decisivo en la pugna política y la competencia económica; aunque usado hoy en día de manera inteligente y masiva en los foros digitales y tecnológicos que nos socializan. Afecta o involucra, por ello, no solo a las formas de pensar y votar en las sociedades democráticas y capitalistas, sino incluso a los modos de vivir y convivir más íntimos y personales en la existencia más cotidiana de hombres y mujeres.
La paz parecía eterna. “La revolución cultural” gestada en el siglo XX se ponía al servicio de una coalición política y económica para vencer y convencer en plena Posmodernidad. Demostraba, paulatinamente, la eficacia crucial de ese poder como instrumento, interno y externo, de transformación político–social, mediante sus procesos de “aculturación” e “inculturación” en las redes sociales y con la publicidad comercial masiva. El “capitalismo avanzado” y su cultura habían triunfado, con las más estudiadas y exitosas estrategias de venta subliminal y creación de la opinión pública, gracias a las aportaciones de la innovación artística y el marketing creativo. Y ciertas elites políticas y sociales, en nombre de la “humanidad”, recogían el guante, aceptando las nuevas reglas del juego para sumarse a esa mutación radical de sus comunidades y dominar hegemónicamente el escenario, bajo los ideales o intereses liberal–progresistas. Nacía el gran bando del Globalismo.
Pero la guerra era inevitable. Lo cultural se volvía a emplear como valiosa herramienta histórica para ganar elecciones o comprar voluntades, pero ahora desde la “imagen” todopoderosa que valía mucho más que mil palabras de libros que no se leerán. Otro medio no solo para gozar, sino también para guerrear, como nos enseñó Carl von Clausewitz: “la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político; una continuación de las relaciones políticas y una gestión de estas por otros medios”. Porque sorprendentemente había un contrincante: otras elites, en nombre de sus “naciones”, usaban los mismos medios para plantar resistencia desde una reacción identitaria de naturaleza plural y éxito variable. Surgía el diverso bando del Soberanismo.
Se realizaban los preparativos. En toda Guerra hay dos grandes bandos (con aliados, con disidentes o con terceros actores), y aquí los tenemos. En esta modalidad histórica, ambos contendientes se empleaban a fondo en una lucha que saben que parte y se decide desde el “lenguaje cultural” formal o simbólico (en su sentido y significado), y cada vez más desde el matemático y el informático (en su detección e intención). Conocen perfectamente que es la decisiva arma política y social en tiempos de redes omnipresentes: no solo describe la realidad, sino que es capaz de modificarla o crearla (para definirnos y para relacionarlos). Palabras, signos, píxeles o algoritmos utilizados parar dar contenido e impacto a este poder cultural de influencia política y social.
Y se organizaban las fuerzas. Globalismo y Soberanismo, dos palabras potentes que dan nombre a formas antagónicas presentes en el discurso político–social contemporáneo a la hora de entender lo humano y lo divino, permitiendo identificar y agrupar a las distintas manifestaciones en su lenguaje legitimador y movilizador, desde la narrativa más clásica a los constructos posmodernos (o cómo nos expresamos). Dos ideas contrarias que construyen, en dicho discurso, la propia imagen y representación del ser humano y su comunidad de referencia o de pertenencia (con la “cadena de ser” de la que hablaba Arthur Lovejoy), concretando el lenguaje a modo de plan y disposición para impactar en la imaginación personal y colectiva (o cómo nos identificamos). Dos conceptos opuestos que dan ese sentido y significado al lenguaje usado para la causa, imponiendo certezas semánticas o variando las mismas a la hora de determinar los valores considerados básicos en la convivencia social (o cómo nos organizamos). Y dos símbolos, que se izan como banderas innegociables en el combate cultural, utilizando políticamente esas palabras, justificando socialmente esas ideas, y representando identitariamente esos conceptos a lo largo de la conflagración: en la construcción del discurso de partida, en la difusión del relato en el camino, y en la toma del poder en el punto de llegada (o cómo nos jerarquizamos).
Se preparaba la ofensiva. El “lenguaje cultural”, como descubrió Ernst Cassirer, siempre fue y será esa herramienta ligada al “universo simbólico” que crean y usan las comunidades humanas, más grandes y pequeñas, para poder desarrollar dentro de él su existencia, vivida y sentida, en el plano político o social (Cassirer, 1972).
Y se declara la guerra. Los antagonistas protagonizan y explican, como modelos muy generales, el fenómeno de la nueva “culture war” en la era de la Globalización. En la arena posmoderna, desde la democracia (con sus adjetivos) y el capitalismo (con sus atributos), aparece esta batalla cultural electoral y mediáticamente, como otra forma de interpretar el “horizonte histórico” presente (siguiendo a Xavier Zubiri). Pero que, además, integra en el análisis buena parte de los conflictos dentro y fuera de las mismas comunidades, y que remiten a los valores y símbolos que deben fundamentar las identidades, lealtades y modos de vida de una comunidad. Un enfrentamiento, en suma, entre quienes hablan del progreso sin límites y los que se aferran a los valores de siempre.
Se desataban las hostilidades. Fenómeno conflictivo que sirve, en primer lugar, como marco de análisis o modelo de interpretación histórica: permite dar nombre y apellidos a este periodo a modo de categoría epocal, quizás como la “era de la Guerra Cultural”. En segundo lugar, resulta un instrumento o modelo de análisis político: permite recoger, englobar y explicar las distintas propuestas de instituciones y partidos que, usando el impacto mental de la difusión valores y creación de símbolos, se suceden en la lucha y la competencia entre el cambio y continuidad; quizás como un funcional mecanismo de “hegemonía cultural”.
Y se establecían los frentes. Cada generación y cada comunidad escribe su historia; y las actuales comienzan a narrar, desde sus experiencias, posibilidades y expectativas, la crónica de esta batalla como etapa en la que viven y como realidad en la que participan. “La historia se refiere en realidad a las necesidades presentes y a las situaciones presentes en que vibran dichos acontecimientos”, nos enseñó Benedetto Croce (Carr, 1973). Crónica que actualmente nos habla de un gran frente bélico donde se pugna por la construcción cultural de la identidad política y social, con hábiles técnicas de manipulación psicológica o antiguas artes de formación colectiva.
Se lanzaban las tropas. Las ofensivas desvelaban el oscuro objeto de deseo: “el poder cultural”. Sobre él disputaban los unos y los otros. Se ha luchado, y se luchará, por y desde la cultura; como escribió Philip Rieff, “donde hay cultura, hay lucha”, y como recuerda James Hunter es, quizás, “la forma de luchar antes de que comience la lucha”. Porque Hunter, pionero en su análisis, mostraba que enfrentaba a quienes habían advertido, en la pugna teórica y práctica, algo que ahora resulta muy obvio: la cultura “es el poder de nombrar cosas”, y por ello es crucial a la hora de “definir la realidad y enmarcar el debate” en los procesos de socialización (perfectamente analizados por Henri Tajfel).
Y se daban los primeros enfrentamientos. Todos conocían su eficacia y pugnaban por su control, buscando el bastión defensivo clave, a modo de Katehon laico o religioso. En primer lugar, había que dominarla o contrarrestarla, ante el crucial impacto entre jóvenes, y no tan jóvenes, de la “cultura de masas” consumista, de vicios diversos y ocios variados, y con facilidad digital y ensoñamiento virtual (nacida desde la rebelión de la “sociedad masiva” que advirtió José Ortega y Gasset). El marketing político (la publicidad de la “democracia de masas”) y económico (la industria del “consumo de masas”) lo entendieron perfectamente: siempre fue una herramienta valiosa, pero ahora el “poder cultural” demostraba su infinita utilidad, ante todo simbólica y especialmente influyente, por el que luchan diferentes actores e instituciones con “un acceso diferencial a los recursos”.
Llegaba la lucha cuerpo a cuerpo. Porque la cultura es poder: esa capacidad enorme y eficaz, de manera constante hoy más que nunca, de modelar las referencias identitarias, de influir en la opinión pública, modelar las conciencias, condicionar el aprendizaje, u simplemente ocupar el tiempo y las mentes para evitar protestas o mantener lealtades. Eso sí, sabiendo usar el recurso más impactante o la repetición más abusiva, levantando pasiones o desactivando la resistencia. Es, por tanto, un instrumento político universal, con una historia llena de símbolos de poder y de artistas con el poder.
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