Los nombres de las cosas
La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA. El terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo juega un papel
Los fenómenos sociales de cierto alcance desbordan las explicaciones monocausales y rara vez pueden condensarse en una fórmula de condiciones suficientes. Sin embargo, sí deben cuidar los analistas no dejar fuera las condiciones necesarias. Entre las condiciones necesarias para el despliegue de la violencia figura el componente simbólico de legitimación, su idealización para convertirla en práctica noble.
Coincide la publicación de 'La lucha hablada. Conversaciones con ETA' con el cuarto aniversario del 17-A (17 muertos; 21 en el atentado de Hipercor). Uno de los protagonistas razona así: «El típico discurso que hacen es que en ETA nos gustaba matar. Los que dicen que a la gente le gusta matar demuestran que no saben qué es eso. (...) Lo nuestro fue otra cosa. La sociedad en Euskal Herria sabe que (...) hicimos lo que hicimos (...])por una sociedad mejor». 'Lo nuestro', pues, no fue terrorismo. La declaración da para mucho. Primera observación: ¿Cómo se puede esperar una rehabilitación, un reconocimiento cabal del daño desde esa perspectiva? Segunda, para el contraste: ¿Cómo se compagina esa fobia a matar con la celebración con champán o no de los asesinatos, la quema de libros o los homenajes a los asesinos? En el documento interno de 18 folios de 2018, ETA afirma que sus motivaciones fueron «el amor y la lealtad a Euskal Herria».
La apreciación apologética desborda ese espacio ideológico. El asesinato es una cesura moral, pero opera en un continuum social que se refleja, por ejemplo, en la evitación del término terrorismo por el etnopacifismo y sus metamorfosis. Miren Arzalluz defiende la posición de su padre sobre ETA apuntalando el continuum: «No era defensa, era contextualización»; ETA era pues un elemento no disonante del contexto. La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA; otros lo sufrieron más. Por eso, volviendo al principio, el terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo también juega un papel. Los costes de movilización se reducen cuando los conflictos se formulan en marcos étnicos.
El asesinato es una quiebra moral, pero opera en un 'continuum' social que se refleja en la evitación del término terrorismo
Los asesinados lo eran por ser enemigos, no del pueblo (demos), sino del pueblo vasco (etnos). Este elemento étnico explica un aspecto singular: las prácticas de antimovilización, el empeño de silenciar a la oposición a ETA (Foro de Ermua, ¡Basta Ya! y cualquier figura destacada a título personal), en considerar apestados a los escoltados. Citaré unos ejemplos: el Gobierno vasco llegó a pedir a Gesto por la Paz que cambiara su ubicación para evitar incidentes y a igualar el derecho de manifestación de los pacifistas con el de los abertzales que trataban de boicotearlo; la contramanifestación nacionalista tras los asesinatos de Fernando Buesa y Jorge Díez; o la intervención de la Policía autonómica para disolver una concentración pacifista en protesta por el atentado contra José Ramón Recalde en la que fue detenida su hija.
Tampoco la componente identitaria completa la explicación. En 'La violencia como fuerza generativa', Max Bergholz critica la reificación que comportan los enfoques macro (etnoidentitarios) y recomienda fijarse en las dinámicas de la microviolencia que dan cuenta de procesos sutiles de interacción más determinantes en los que el eje es la violencia, no la identidad. La perspectiva micro, ausente en la lente de tantos informes de encargo, es la asignatura pendiente de la memoria reciente. Las sutiles formas de la espiral del silencio, la lógica del miedo, la neutralización de la voz de los considerados otros o no-nosotros, son campos por explorar; como el de sus beneficiarios. El enfoque micro pone en tela de juicio la perspectiva de los perpetradores que patrimonializan la representatividad étnica e ilumina diferentes formas de oportunismo competitivo. Un ejemplo: el 16 de junio de 1994, ETB fue escenario de un debate electoral entre Gregorio Ordóñez (PP), Fernando Buesa (PSE) y Joseba Egibar (PNV). Hoy ni Egibar ni Otegi tienen que preocuparse por esos competidores.
El enfoque étnico tiene la función de difuminar la responsabilidad, de negar el papel de los perpetradores e invisibilizar a las víctimas; desdibujados ambos en el magma narrativo del conflicto. Los beneficiarios directos e indirectos de la violencia tienen tanto interés en arrancar esa página de la memoria que la existencia del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo les resulta insoportable. Por eso, alguien significado pide su destrucción bajo un título chocante: «El emblemático papel de las víctimas». De forma más sutil, ciertas iniciativas de organizaciones que abusan del tótem léxico de la paz son más bien sucedáneos de negacionismo. Decía el corresponsal de 'Libération' sobre el rito de despedida de ETA: «Un mea culpa demasiado teatral para ser honesto». Ni terrorismo (Hipercor), ni nacionalismo (Lizarra), ni microviolencia (Lagun). «Lo nuestro fue otra cosa»; exquisito gudarismo. La misma plantilla retórica de los predicadores de la Cruzada el siglo pasado.
"Sigue enferma"
Los ongi etorri se topan con el rechazo frontal de la sociedad», titula EL CORREO (29-08-21). ¿De verdad? ¿De la sociedad misma? ¿O de los portavoces de los partidos y de otras instancias oficiales? ¿En dónde y cómo se ha manifestado ese rechazo frontal? ¿'Wishful thinking'? ¿Hemos asistido a expresiones mínimamente colectivas de rechazo tales como las que nuestra sociedad prodiga espontánea cuando se agrede a mujeres, niños, animales o diferentes de cualquier clase? ¿Dónde y cuándo fueron?
Establecer lo que hace o no hace ese ente que llamamos 'sociedad' no es fácil, probablemente porque no tiene una plasmación homogénea y concreta, pero usted, amigo lector, que percibe como yo en su derredor el eco y el runrún de los actos de bienvenida y homenaje a los asesinos abertzales puede atestiguar que no es el de un rechazo indignado, sino el de un encogerse de hombros muy cercano a la indiferencia (omito como es obvio contar a la parte de la sociedad que los aplaude, que no es moco de pavo): 'Bueno, hombre, no está del todo bien, pero tampoco es para tanto'.
Fue Juan Pablo Fusi el historiador que escribió lapidariamente que lo de la sociedad vasca ante el terrorismo solo podía calificarse como de «enfermedad moral». Porque, dejando a salvo casos muy limitados como el de los movimientos pacifistas, «la sociedad vasca pareció mayoritariamente acostumbrada y resignada ante la violencia, bien por la comprensión que el mundo nacionalista pudiera tener para con las aspiraciones independentistas de ETA, bien por la 'dictadura del miedo' impuesta por la organización terrorista y su entorno, bien por la necesidad de acomodación a las circunstancias -por execrables e inaceptables que estas sean- que toda sociedad parece requerir». La sociedad vasca ha sido de siempre muy pragmática y el terrorismo que le tocó vivir fue un 'terrorismo del bienestar', añado yo, de manera que es hasta lógico que aquella sociedad se acomodase sin demasiado problema a convivir con él, instalada, como insiste Fusi, «en una estupefaciente contradicción moral». Estupefaciente pero cómoda, ¡se vivía tan bien!
¿Se ha curado la sociedad vasca de esa su enfermedad moral? Urkullu parecía creerlo hace unos años cuando enfatizaba que la nuestra era una «sociedad modélica», admirable por sus valores éticos, su ejemplaridad, su esfuerzo y su rectitud. Ahora no debe de tenerlo tan claro, porque califica de «repulsivos» los actos en cuestión. Y no es fácil explicar cómo en una sociedad modélica pueden ocurrir entre el silencio generalizado tales actos si de verdad se perciben como repulsivos. En realidad el lehendakari no es sino un ejemplo de esa contradicción esencial que caracteriza desde hace mucho al nacionalismo hegemónico: la de compatibilizar una valoración superlativa de la trayectoria secular de la sociedad vasca con el comportamiento mayoritario que ha observado y observa esa sociedad ante el fenómeno terrorista, que fue y es el de mirar para otro lado y hacer como que esas cosas no pasaban en realidad, o disculparlas mediante el cómodo recurso a una genérica equidistancia: cada cual tiene sus víctimas, qué le vamos a hacer. Y, no nos engañemos, en eso seguimos, la lepra moral no ha desaparecido, simplemente se ha hecho menos llamativa porque ya no se mata.
La semántica tiene cosas sorprendentes: desde hace años el modelo de memoria histórica que se ha impulsado desde el Gobierno vasco ha sido el de una 'historia terapéutica', un relato que persigue el objetivo concreto de la reconciliación, la integración, la paz social, más que una historia que cuente las cosas con la mayor fidelidad posible a como sucedieron. En esa historia terapéutica se perseguía tranquilizar a la sociedad en una cómoda visión del pueblo vasco como víctima perpetua de violencias de todo tipo, unas malintencionadas como las que vinieron de fuera, otras equivocadas como las que surgieron de dentro, pero siempre víctima inocente. Lo expone otro historiador, Luis Castells: era y es un relato blando y acomodaticio de la historia reciente del País Vasco que obvia proyectar una imagen crítica que suponga cualquier culpa de la población vasca. Muy al contrario, se la presenta como «resistente frente a ETA».
«Desde los noventa, probablemente ninguna sociedad en Europa o en el mundo se ha movilizado tanto contra la violencia como la vasca», escribía Jonan Fernández en 2006. Sic. Así hemos llegado a una situación en la que, como muestra el Euskobaróometro, la sociedad cree mayoritariamente que fue su movilización la que acabó con ETA, al tiempo que la mayoría no es capaz de concretar o recordar ningún acto de movilización en el que participara realmente. Así ha superado su particular 'síndrome de Vichy' y se ha absuelto de toda culpa.
Esa era la terapia. Y así sigue de enferma. Pero vive bien como pocas.
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