En la historia de América Latina hay un lugar común compartido por todos los análisis, con independencia de la ideología desde la que operan, y es que la responsabilidad del subdesarrollo del continente proviene de la época colonial y su protagonista, el malvado Imperio español. Pero en historia y geopolítica no hay ni imperios malvados ni benevolentes, solo imperios que ejercen el imperialismo. Este interesado relato, más que historia, es un mito inventado por las oligarquías para perpetuarse en el poder y que les sirve de pretexto para esconder su culpabilidad en todos los horrores que han provocado desde el momento mismo en que tomaron el poder. Un mito exitoso, debe admitirse, pues fue asumido de forma acrítica por las izquierdas, que, de esa forma, se convirtieron en justificadores de las barbaridades de las oligarquías latinoamericanas, desde el siglo xix hasta el presente. De ese modo, las oligarquías han podido mantener inalterable el statu quo nacido de la independencia, es decir, el modelo neocolonial, que facilita el expolio de sus países por la potencia de turno a cambio de apoyarlas en el control de los países y en la salvaguarda de su obscena acumulación de riqueza.
De esos mitos y de sus consecuencias trata este Malditos libertadores que, analizando, desde los extremos hasta el centro, la labor de libertadores como Simón Bolívar, pasando por dictadores como Pinochet, hasta dirigentes políticos como Jair Bolsonaro, nos invita a mirar al pasado para desenmascarar la "versión oficial" y pensar el futuro del continente latinoamericano. Augusto Zamora R. reivindica el derecho de la memoria que se le ha negado al pueblo latinoamericano para que este pueda marcar un nuevo rumbo que ayude a corregir esta situación.
El libro denuncia la falsificación y falta de rigor histórico sobre el papel de la Corona castellano-aragonesa en las colonias.
Para entender el definitivo fracaso histórico de la revolución en Cuba, un fracaso, el del castrismo, que en el fondo no deja de constituir un apéndice del fracaso colectivo de América Latina, hay un libro escrito por un izquierdista inteligente que los derechistas inteligentes deberían conocer. Se titula "Malditos libertadores" y su autor, Augusto Zamora, antiguo embajador de Nicaragua en España, confiesa haber empleado los últimos treinta años en demoler el mito más definitivamente sagrado de Latinoamérica: Simón Bolívar. Así, en Malditos libertadores la responsabilidad última de la ecuménica miseria secular de las masas latinoamericanas recae en aquellos falsos libertadores a sueldo todos del Imperio Británico, los grandes caciques de las oligarquías parasitarias criollas, con Bolívar a la cabeza, que conspiraron contra España no para liberar a nadie, sino para entregar las nuevas repúblicas al dominio económico inglés a cambio de que Londres los mantuviera en el poder contra la voluntad y los intereses de sus pueblos. He ahí el origen de todas esas economías tan ajenas a la racionalidad capitalista, las de esos Estados volcados en el monocultivo, exportadores crónicos de primeras materias e importadores, también crónicos, de absolutamente todo lo demás. Ya fuese el grano de Argentina, el cobre de Chile o el azúcar de Cuba. Un modelo económico neocolonial que la clase de los parásitos como Bolívar impuso al conjunto del continente.
La vieja izquierda de antes, la de Zamora, aquélla que reconocía su señas de identidad en lo económico, que no en la causa lgtbi o en el feminismo de tercera generación, ubicaba ahí la causa última del fracaso de Latinoamérica. Y en lo fundamental tenía razón. Pero Cuba no tiene excusa. El castrismo pudo romper esas cadenas del subdesarrollo perpetuo. Sin embargo, ni lo intentó. Los Castro, por el contrario, se limitaron a cambiar de cliente. Dejaron de vender azúcar a Estados Unidos para seguir vendiendo azúcar, solo que a la Unión Soviética. Azúcar antes de la evolución y azúcar después de la revolución. Siempre azúcar. El mismo modelo de la oligarquía ineficiente y parasitaria de siempre, pero envuelto en una bandera roja. Y cuando se acabó la Unión Soviética, otro monocultivo exportador. En lugar de azúcar, turismo. Y en lugar de rusos controlando el sistema desde Moscú, hoteleros españoles amparados por el Gobierno de Madrid. ¿Por qué Fidel no intentó nunca industrializar la isla con el apoyo soviético para tratar de convertirla en un país, como los desarrollados, dotado de una economía diversificada e independiente? Seguramente porque, y en lo más profundo de su ser, seguía habitando otro viejo oligarca criollo como Bolívar. Lean el libro.
A comienzos de 2020 vio la luz el nuevo libro del experto en geopolítica Augusto Zamora, cuya segunda edición ha aparecido este verano. El autor reconoce que se ha peleado con esta obra durante tres décadas, lo cual es totalmente comprensible por el tema que trata. Malditos libertadores no es un libro que simplemente pretenda señalar cierta sucesión de acontecimientos pasados de la historia de Latinoamérica. Se trata de un alegato político contra un fenómeno histórico, las independencias, y su legado, los estados subdesarrollados actuales.
No obstante, este libro llega en momento oportuno. Con exigencias a España de petición de perdón a los pueblos precolombinos; con extraños sentimientos de culpabilidad por un lado e intentos de blanqueamiento de la leyenda negra española en clave chauvinista imperialista, por otro; con modas antiilustradas y destrucción de estatuas históricas; por no hablar de la apropiación de la izquierda del siglo XXI de las figuras de los «libertadores», conviene aclarar una parte de la historia de América Latina que ha sido distorsionada de manera interesada.
Malditos libertadores, debe advertirse, no es una defensa del imperialismo español y las colonias americanas. Su tesis central consiste en que las independencias lideradas por oligarcas criollos vendieron a bajo coste sus países al imperialismo inglés y después estadounidense –«del bombín británico al sombrero tejano»–, con la intención de mantener sus privilegios de castas parasitarias frente a la reforma liberal que se comenzaba a dar en la metrópoli. Esos «iluminados aventureros», aprovechando la inestabilidad que sufría España tras la invasión napoleónica, se enzarzaron en guerras civiles, primero contra realistas –con ayuda financiera y militar anglosajona– y después entre distintos grupos dominantes locales por la rapiña de los restos del imperio colonial español. Quedaron, pues, estados débiles y étnico-socialmente segregados, en manos de una elite acomplejada, sumisa a los poderes extranjeros, profundamente racista con negros esclavizados e indígenas –víctimas éstos dos últimos de una cruel política expoliadora y de limpieza étnica– y con una política económica extractiva pasiva, sin ningún interés por el progreso industrial y la autosuficiencia económica, sin contar la pérdida de territorios frente a Brasil o Estados Unidos. Los distintos grupos étnico-sociales que se sumaron a los ejércitos libertadores no encontraron con su triunfo ninguna libertad; se mantuvieron sometidos a la tiranía de las castas terratenientes, teniendo que vender su fuerza de trabajo mediante una esclavitud encubierta. Estados y dirigentes, en definitiva, que se doblegaban ante una empresa hortofrutícola gringa.
Dos excepciones cabría señalar, según el autor: Cuba y Puerto Rico. Debido a su permanencia bajo control español, disfrutaron más tiempo de estabilidad y cierto progreso, antes de la invasión de EE UU. Augusto Zamora recalca importantes diferencias entre el gobierno español y los gobiernos de las nuevas repúblicas. El interés por la ciencia, la formación y el progreso industrial que cada vez estaban más presentes en las colonias españolas desaparecieron en los nuevos estados. A ojos del autor, los más perjudicados por las independencias no fueron los peninsulares sino los propios pueblos americanos fragmentados. La América española está marcada por enormes azotes de muerte –la mayoría por enfermedades y no por asesinatos, como muchas veces se piensa– e injusticias sociales y económicas de mano de los conquistadores. No es necesario recordar las infames acciones de otros imperios contemporáneos y posteriores o las mismas repúblicas latinoamericanas; del repudio moral pocos se escapan, y los que suelen atacar historiográficamente al imperio español no pertenecen a familias políticas más respetables. Sin embargo, el periodo colonial español dio también la Escuela de Salamanca, creadora del derecho internacional moderno, precisamente en un contexto de debate sobre el trato a los indígenas y el papel de España en América. Significativo es que frente a los expolios de la oligarquía contrarrevolucionaria tras las independencias, los pueblos indígenas desenterraran las leyes reales coloniales para reivindicar el control y uso de sus tierras tradicionales.
Además de la revisión histórica, para la cual el autor aporta suficientes datos que sustentan su versión, el libro tiene un fuerte componente propositivo. El retrato de la abyecta oligarquía latinoamericana terrateniente y su cobarde proyecto político debería servir para diseñar y acometer un cambio de rumbo drástico. Los países latinoamericanos necesitan coordinación a nivel continental para llevar a cabo una remodelación del sistema económico-social: transitar de la exportación de materias primas a la elaboración de productos con valor añadido, impulso de la investigación científico-técnica (evitando así también la fuga de cerebros), acondicionamiento con buenas infraestructuras de transporte (la ausencia de ferrocarril fue determinante para el subdesarrollo) y una revolución agraria que reparta la tierra y modernice su trabajo. Esta es una tarea que a ojos del autor solo puede emprender una izquierda del siglo XXI consciente de su pasado y apoyándose en estados robustos.
Es aquí donde afloran algunas fallas en su comprensión del capitalismo y, por tanto, de las posibles estrategias políticas. Zamora parece entender por momentos el capitalismo como democracia más espíritu emprendedor. Gracias a la revolución industrial, cuya aparición parece deberse solo a un cambio de mentalidad repentino, se cambia el foco de la producción, de la agricultura a la manufactura, y, voilà, capitalismo. En realidad, la revolución industrial es más consecuencia que causa del capitalismo, el cual empieza a ver la luz a raíz de cambios y conflictos sociopolíticos antes de aquélla. Y es precisamente este el error. El autor reprocha a unas débiles castas latifundistas el no convertirse en capitalistas. Más bien, el no convertir a sus repúblicas en países capitalistas y mantenerlas –insiste a lo largo del texto– precapitalistas. Como si el capitalismo no fuera otra cosa que progreso tecnológico, que emigración del campo a la ciudad, que producción industrial.
El mérito de esta obra, su denuncia de la falsificación histórica de los procesos de independencia, queda tocado por la asunción de una historiografía liberal –la misma, por cierto, que sostiene la «mitología» denunciada en el libro que se comenta– que ve la revolución francesa como una revolución liberal y el capitalismo como un «espíritu» emprendedor aparejado a la democracia. No es así. El capitalismo se ha llevado siempre muy mal con la democracia, para empezar. De hecho, solo convergen en algunos países y ya habiéndose consolidado el capitalismo como modo de producción global. Por otro lado, el capitalismo persiste a pesar de la democracia moderna, artefacto elaborado por el movimiento obrero. La fricción entre ambos no cesa, tal y como refleja el contexto de crisis política actual. El capitalismo, en realidad, parte –en pocas palabras– de la apropiación de unos pocos, y consecuentemente la privación de la mayoría, de los medios de subsistencia, haciendo del trabajo asalariado una obligación física. La producción, bajo estas condiciones, se guía por la competencia en la acumulación de capital, y esto se lleva por delante la dignidad humana y el medioambiente. Conviene que aparezca esta matraca marxista para poder entender mejor cómo se puede salir del subdesarrollo.
El libro sigue una visión demasiado geopolítica y hace falta que entre la cuestión de clase para aclarar algo más la cuestión. Los oligarcas no vendieron sus países a Inglaterra; vendieron sus países a la clase dominante inglesa, al capital inglés. Es importante tenerlo en cuenta para que a la hora de pensar la estrategia política no caigamos en confusiones. Por mucho proteccionismo comercial, apoyo estatal inmenso, financiación científico-técnica, etc., que desarrollen los estados latinoamericanos, no podrán erguirse como las potencias europeas hicieron durante los últimos siglos. Para que haya capitalismo se requiere de la explotación y sometimiento de grandes conjuntos de tierras y población humana. Si los estados latinoamericanos quieren convertirse en potencias capitalistas, deberán hacerlo en otro planeta. Además, quienes exprimen Latinoamérica no van a renunciar a ese pedazo de tierra y manos, pues su riqueza depende de ella. Para que haya un norte global o un centro rico y hegemónico ha de existir un sur global o una periferia subalterna, (por utilizar una terminología de autores que, por cierto, también extravían la cuestión de la clase en sus análisis).
Es cierto que el autor no pretende una vuelta al capitalismo europeo decimonónico para América Latina. Más bien aconseja seguir la estela de las economías emergentes asiáticas, en sintonía con la fascinación actual por la inminente hegemonía mundial china. Demasiado geopolítico. Pero no es posible tampoco. El desarrollo de países como China responde a una coyuntura mundial específica, y su papel en la economía mundial ha sido funcional –salvífico– a la dinámica de acumulación capitalista. Esto no quita que la autosuficiencia alimentaria y la modernización tecnológica sean indispensables para el progreso del subcontinente americano. Sin embargo, fuera de un camino socialista global, es iluso pensar en progreso latinoamericano. Ni África, ni Latinoamérica, ni la gran parte de Asia llegarán nunca a algo parecido a lo que ha llegado Europa. Simplemente, bajo condiciones capitalistas, no hay pastel para todos.
"Malditos libertadores" no solo nos recuerda los genocidios de indígenas perpetrados por los criollos tras las independencias y sus guerras, el deliberado atraso científico-tecnológico (total, las clases dominantes latinoamericanas siempre estudiarán en el extranjero), la sumisión política y económica a los imperios inglés y yankee, la emigración o la corrupción endémica, todo ello bien documentado con datos, discursos, etc. Sobre todo advierte de que la estructura económico-social de América Latina, diseñada y nacida en las independencias, lleva a perpetuar ad infinitum el subdesarrollo. Debemos enterrar a nuestros libertadores.
Zamora ni maquilla ni justifica la constante de violencia y explotación de las colonias por la Corona pero, con un análisis comparativo del comportamiento de otras monarquías de la época en sus respectivos dominios, desmiente o matiza la mayoría de tópicos. Llega a la conclusión de que, para ocultar el esclavismo, las guerras de exterminio, las matanzas, y los sufrimientos que causaron los “libertadores” a poblaciones indígenas y clases subalternas durante el siglo XIX, la atención se desvió hacia una caricatura de la acción de España en los siglos XVI, XVII y XVIII. Para ello, aporta datos que dividen los 300 años que van desde el “descubrimiento” (1492) hasta las “independencias” (1810) en dos etapas: unos primeros cien de sufrimiento extremo, expolio intensivo, mortalidad masiva por contagio casual y generalizado de gérmenes y bacterias ante las que los indígenas no tenían defensas biológicas, etc.; y unos 200 años posteriores de estabilidad, creación de una clase acomodada mestiza, y continuidad del expolio, pero denunciado en algunos casos por las propias instituciones de la Corona; con el contrapeso de una actividad legislativa y cultural que incluye el mestizaje. Nada que ver con lo sucedido en las colonias de Francia, Holanda o Inglaterra.
¿Quiénes fueron esos “libertadores” que Zamora maldice? Según qué fuentes se pueden llegar hasta unas 38 figuras históricas de las que destacan diez:
Francisco de Paula Santander, José Antonio Páez, Andrés de Santa Cruz, Antonio José de Sucre, Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O'Higgins, Francisco de Miranda, Agustín de Itúrbide, y Pedro de Braganza (en Brasil).
A los que se añade, según fuentes, a Thomas Alexander Cochrane, alias Lord Cochrane, un marino relacionado con la corona y las empresas inglesas y vinculado a la independencia de Perú, Chile, México, Brasil…, y Grecia.
Pero a Augusto Zamora no le interesan los personajes, sino las características sociales que comparten unas élites “libertadoras” formadas, en su casi totalidad, por hacendados y criollos ricos, sin formación intelectual (aunque varios habían residido en Europa), que imitan las políticas de Francia e Inglaterra y que aplican, sin analizar sus consecuencias, las teorías económicas del liberalismo y el libre comercio. Zamora los considera una clase parasitaria pre-capitalista, dedicada a amasar riquezas, no a crear estructuras que consoliden los países que “liberan”, y los compara desfavorablemente con las élites de las colonias inglesas de América del Norte (o las de Alemania e Italia) cuando se independizan; además define unas constantes que se mantienen hasta la actualidad, y lo remacha mostrando la excepción: el progreso de la Cuba no-liberada hasta su independencia (totalmente diferente) en 1898. Zamora incide en el “libertador” más mitificado, Simón Bolívar. Para desmitificarlo reproduce parte de un documento poco conocido, la Carta de Jamaica, donde Bolívar expone su visión de una América Latina subordinada a Europa, especialmente a Inglaterra. La trayectoria de Bolívar ya había sido analizada en una breve biografía de 1857 poco conocida, que Zamora no menciona, Bolívar y Ponte, escrita por Carlos Marx para la New American Cyclopaedia.
El libro detalla el cúmulo de desastres económicos, sociales, políticos, militares y humanos provocados por las élites oligárquicas tras la “independencia”, que comprende guerras de exterminio contra los indígenas, en Argentina (1824–1826), Uruguay (1823), o Chile (1860-1885); guerras entre las élites por los recursos; la compra a crédito de productos básicos (o suntuarios) en el siglo XIX, créditos cuyos intereses se pagan durante décadas. Destaca el caso más brutal ―también expuesto por Galeano―, de la guerra de la Triple alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) contra Paraguay, guerra financiada e impuesta por Inglaterra que entre 1864 y 1870 destruyó casi totalmente Paraguay y exterminó (según fuentes) entre un 70 y un 80% de su población; todo ello debido a que la solidez económica, bienestar social y estabilidad del país (dirigido por un dictador) eran un obstáculo para la expansión comercial de los productos ingleses. Aún hoy, Paraguay no ha podido superar las consecuencias de esa guerra.
Zamora analiza constantes que llegan hasta la actualidad, con interesantes y provocadoras analogías históricas, como las que se dan entre Bolívar respecto a Inglaterra en 1810, y Juan Guaidó respecto a los EE.UU. en 2019. Analogías entre el “caos creativo” que Inglaterra impone en América Latina en el siglo XIX, alentando y financiando guerras entre las élites oligárquicas, mientras firma contratos de explotación de recursos con todos los bandos en conflicto, y el que imponen los EEUU o la UE del siglo XXI con los recursos energéticos mundiales; o el uso de la palabra “revolución”, entonces por la “independencia”, y hoy por la “libertad”. Todo financiado, tanto entonces como hoy, por los poderes habituales, y con las víctimas habituales. Estamos ante un libro crítico, molesto para un cierto progresismo de visión naif y análisis de brocha gruesa, que oculta tras discursos simplistas globales su incapacidad de abordar cambios materiales locales.
Libro al que, acaso, le aguarda el mismo destino que a otras obras críticas:
el linchamiento en las redes ¿sociales? sin debatir su contenido. Otro libro recomendable.
El hispánico traidor, Simón Bolívar
murió arrepentido de haber luchado
para "liberar" estas naciones
"No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento discordante anarquía, monstruo sanguinario que se nutre de la sustancia más exquisita de la república, y cuya inconcebible condición reduce a los hombres a tal estado de frenesí, que a todos inspira amor desenfrenado del mando absoluto, y al mismo tiempo odio implacable a la obediencia legal-.
V. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos.
1°. La América es ingobernable para nosotros.
2°. El que sirve una revolución ara en el mar.
3°. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar.
4°. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas.
5°. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos.
6°. Sí fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América". Carta dirigida a su amigo Joaquín Mosquera, quien después sería vicepresidente de la Nueva Granada.
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