Verdades
penúltimas
Si la democracia liberal es el mejor momento de la Historia,
¿por qué la gente está tan enfadada? Un debate ilustrado
Una conversación extraordinaria entre dos amigos liberales —augusto y polichinela del debate público español— que reflexionan juntos sobre el estado del mundo hoy.La inevitable imperfección del mundo, el malestar generalizado, la indignación, la crisis de la democracia, la teoría de la conspiración y la teoría de la chapuza, la importancia de la dignidad del individuo, la difícil gestión del fastidio de existir... Javier Gomá y Pedro Vallín, dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, decidieron un día mantener una serie de charlas sobre las aristas del presente.Verdades penúltimas es la literaturización de sus encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos en la terraza de un bar, desayunando en un Café o tomando unas cervezas en un elegante salón. Las cinco partes de este breve volumen resumen su mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son.
«Solo las personas superficiales desconocen
la importancia de las apariencias».
OSCAR WILDE
INTRODUCCIÓN
Javier Gomá y yo nos conocimos hace una década de la forma más prosaica y apropiada, dadas nuestras ocupaciones respectivas, la filosofía y el periodismo: en una entrevista. Él publicaba Necesario pero imposible, libro cuarto de la Tetralogía de la Ejemplaridad, y yo oficiaba de periodista cultural en Madrid para La Vanguardia. Por aquel entonces había tomado por costumbre no preparar las entrevistas, rara vez llevaba apuntes o preguntas en el cuaderno porque era muy común que el aviso para hacerlas me llegara con apenas uno o dos días de margen, de modo que dedicaba a leer todas las horas previas al encuentro. Solía sentarme ante el escritor con la letra fresca y mil ideas bullendo en la cabeza y a poco que el libro tuviera el mínimo interés, las preguntas salían solas. Dispongo de una inhabitual capacidad para el entusiasmo y, llegado el caso de un proyecto fallido, también de una notable magnanimidad para hacer las preguntas sobre lo que el libro debió haber sido y quiso ser, y no sobre lo que resultó ser. Necesario pero imposible —yo entonces no había leído Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo ni Ejemplaridad pública, sus predecesores—, estaba muy lejos de ser un proyecto fallido, de hecho, era un libro impresionante e insólito, un regreso de una filosofía de las grandes cuestiones pero sin la solemnidad, la fatuidad y el hermetismo académicos que lastra las mejores mentes. Era un volumen lleno de hallazgos de una inteligencia deslumbrante dispuestos sobre las páginas con un estilo tan preciso como hermoso. Como lector, la inteligencia me embriaga pero la belleza me rinde.
El tipo que me encontré en su despacho de la Fundación Juan March, responsable de aquellas páginas asombrosas, resultó ajustarse físicamente a la condición de gentleman británico —un atributo no infrecuente en los naturales de Bilbao— pero más jovial que flemático. Tan inteligente y locuaz como sus líneas, lo cual tampoco es norma. Javier Gomá es un extraordinario conversador, espléndido incluso ante las preguntas más peregrinas. A menudo, ante los grandes libros o las grandes películas, los periodistas descubrimos que quien está detrás ha dado lo mejor de sí en la empresa y su conversación no puede rendir a tal altura. Me he topado pocas excepciones, por eso siempre me asalta el recuerdo de los cineastas españoles Paula Ortiz y Nacho Vigalondo, porque hay inteligencias que producen vértigo, y esa ingravidez que empuja el estómago contra los pulmones haciendo flotar el intestino no se olvida fácilmente.
Aquella primera entrevista con Gomá fue así y, fruto de mi enardecimiento, se convirtió en una charla donde el interés periodístico quedó desplazado por la curiosidad mundana. De ahí que se alargara más de lo aconsejable si, como es el caso, luego tienes que transcribir la grabación y no eres un mecanógrafo especialmente raudo.
La fluidez en la conversación y la mutua simpatía se consolidaron en posteriores entrevistas y mi filiación gomista no hizo sino afianzarse con cada artículo que Javier publicaba y con cada uno de nuestros encuentros alrededor de sus libros, que acabaron convirtiéndose en una costumbre con la que sancionar los semestres. Los periodistas sabemos que no es fácil ni aconsejable frecuentar la amistad de tus ídolos porque descansa sobre un cimiento asimétrico y a menudo esa jerarquía que construye la devoción sincera se convierte, como toda desigualdad, en un lastre difícil de gestionar.
Descubrir que había una cierta reciprocidad en el mutuo interés no solo fue un hallazgo venturoso sino un orgullo para el que suscribe, poco dado a las cortesías de falsa modestia, que uno siempre ha considerado —cuando no es natural sino educada — como el vicio pasivo-agresivo de quienes necesitan negociar tablas con el mundo alrededor.
Parte de los pronunciamientos de Javier se convirtió en recurso habitual en mis propios textos y, como nos ocurre ante la verdadera clarividencia, citar a Gomá —junto a un pequeño grupo de habituales como Richard Ford, Dioni López, Manuel Portela, David Remartínez y Jaime Miquel— se volvió para mí una estación de paso obligada para construir discurso sobre los asuntos más variopintos.
Cuando abordé con Álvaro y Joaquín Palau, editores de este volumen, la posibilidad de que Gomá, sin abandonar su longeva lealtad a sus editores habituales, nos iluminara con un breve tratado sobre el momento de la democracia, sobre la escasa ejemplaridad de los nuevos iconos políticos, sobre su ufana maldad y su incompetencia presuntuosa —pensaba y pienso en Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nigel Farage, Isabel Díaz Ayuso o, de forma más reciente, Javier Milei—, el interpelado propuso hacer el libro conmigo.
Entendí que, dada la naturalidad y prodigalidad con la que han discurrido siempre nuestras entrevistas, repetirlas con paso largo era el mecanismo más sencillo y eficiente para iluminar con las ideas del mejor filósofo de su generación el momento político que atraviesa un Occidente abismado al mausoleo de anteriores ruinas. Pero para mi rubor y júbilo, Javier no quería que lo entrevistara sino que mantuviésemos una charla, un tête à tête como los que tejemos cuando es la holganza y no el interés lo que nos convoca y nos robamos la palabra en el frenesí de las ideas.
Uno, que se quiere bien, suele recibir los ascensos y galones con patente contento y sin dejar que el síndrome del impostor amargue la fiesta. Bien pensado, había algo profundamente divertido y estimulante en la idea de que dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, discutieran sobre las aristas del presente.
La coartada para frecuentarnos más y alargar nuestra conversación sobre el mundo, que ha ido desplegándose taciturna durante la última década, era un obsequio añadido.
El asunto lo merece. En el fondo era mi propia curiosidad sobre el parecer de Javier lo que pretendía satisfacer a lo largo de la charla. El fenómeno que me causa confusión es cómo se han torcido hasta tal punto las percepciones sobre la virtud pública y la ejemplaridad para que comportamientos que hace muy pocos años a buen seguro le costarían la carrera política a su autor hoy fueran factor de apoyo popular. Señalar que el fascismo es el lado bueno de la historia, admitir que se ha mentido a la población, amenazar con disparar contra la ciudadanía o que trasciendan comportamientos indecorosos, cuando no de violencia sexual, no solo no son conductas hoy merecedoras de reproche social en la competición electoral sino que, bien al contrario, han sido celebradas por buena parte de los votantes. Con los particularismos obvios, el fenómeno es de alcance global, así que necesariamente ha de haber corrientes de fondo comunes que expliquen esta vertiginosa ola en mar abierto que amenaza la flotabilidad de las democracias de medio mundo.
El resultado de nuestra charla debería medir las causas, profundidad y consecuencias del malestar de la democracia, y así se habría titulado este volumen de no ser por que ya había un libro anterior con ese título (paradójicamente, de un momento en que ese mal cuerpo aún no había dado señales de alarma tan patentes como las que hoy vemos por doquier) y porque en los últimos meses se habían llenado las mesas de novedades de las librerías de una colección de malestares que amenazaban con arruinar la digestión de los eventuales compradores.
Vivarachos bien informados como somos ambos, la conversación resultante, informal y sin pretensiones de exhaustividad o cátedra, pretendía no orillar ninguno de los síntomas de ansiedad del presente, pero no con el propósito de ganar el prestigio y el oropel de tantos pájaros de mal agüero sino, bien al contrario, tratando de explicar y explicarnos por qué ninguno de nosotros dos, en nuestra militante zalamería intelectual —hace tiempo que atribuyo nuestro mutuo aprecio a que ambos cultivamos una sana y muy poco habitual combinación de vanidad y distancia irónica sobre nosotros mismos—, ninguno, digo, hemos perdido el buen ánimo en un periodo a priori tan desconcertante y lleno de zozobra. Apenas superada la pandemia, dos guerras se desencadenaron a las puertas de nuestro civilizado rincón del mundo mientras compartíamos los vermús, cañas y pitanzas que animan este libro, a pesar de lo cual nos propusimos llegar al final sin entregar un rebaño de lamentos. En parte, también porque en esa dialéctica entre lo que ocurría y lo que hacíamos, entre la guerra y la cháchara, se contiene un provisorio lenitivo para la desazón humana que evita el tentador atajo del cinismo. Si en términos estrictos una nación solo es un cuento —una narración ejemplar—, un país es una conversación infinita.
Las cinco partes de este breve volumen resumen nuestra mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son. No por error del común sino por motivos profundos, que esbozamos, relacionados precisamente con los muchos progresos humanos, un contrasentido que no debe alarmar al lector, porque es la paradoja —a la que hemos consagrado el título de este entremés— el bastidor sobre el que se asientan la mayoría de los asuntos humanos, tan inclinados a la anfibología y tan elusivos de las conclusiones categóricas.
La última prevención que cabe hacer al lector animoso es la militancia literaria que alienta estas páginas: a diferencia de la metodología común de los libros de dos autores, consistente en grabar y transcribir a los participantes mientras discuten, ambos estábamos convencidos de que la literatura —y el ensayo político ha de serlo tanto como el periodismo o la filosofía— no se declama, se escribe. De modo que lo que sigue es una literaturización de nuestros encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos que pretende ser amena y en la que nuestro propósito era aventurar algunas certezas provisionales, cuales son las que incorpora la democracia, verdades penúltimas que sostienen nuestra confianza para volver a reunirnos y celebrar el presente.
PEDRO VALLÍN (enero, 2024)
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JAVIER GOMÁ y PEDRO VALLÍN.
Democracia, progreso, libertad, malestar, Constitución | Arpa Talks #52
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