El tiempo
del testimonio
Las víctimas y el relato de ETA
Una organización terrorista puede desaparecer, pero una víctima del terrorismo nunca deja de serlo. Más de una década después del final de los atentados de ETA, miles de familias siguen conviviendo con sus recuerdos y con las secuelas que la violencia ha dejado en ellas y en sus descendientes. De ahí que a menudo se formulen, de una u otra manera, la pregunta decisiva para cualquier víctima de violencia política: «Y ahora, ¿qué hacemos con todo esto?».Este libro empieza por desentrañar el «todo esto» y repasa cuestiones fundamentales sobre las víctimas de ETA: quiénes y cuántas son, cómo empezaron a tener protagonismo, por qué son víctimas políticas, qué es el relato del terrorismo y quiénes son los actores en juego, y cuál es hoy el papel de las víctimas en el debate público. A continuación, desentraña los testimonios en primera persona de 65 víctimas. Sus vivencias dibujan un muestrario descarnado de las consecuencias más profundas de la violencia. Por último, profundiza en los efectos que tienen los testimonios en estudiantes universitarios y demuestra cómo las voces de los supervivientes tienen un potencial inigualable para construir la memoria de uno de los episodios más oscuros de nuestra historia reciente.
Tú que pasas por aquí,
a ti te ruego que hagas algo
que aprendas un paso de baile,
algo que justifique tu existencia,
algo que te dé el derecho de estar
vestido con tu piel y con tu vello,
aprende a caminar y a reír porque
no tendría sentido a la postre porque
son muchos los que han muerto mientras
tú sigues vivo y no haces nada con tu vida.
Charlotte Delbo,
superviviente de Auschwitz, 1971
Prólogo
Tiempo de contar
En las primeras páginas de este libro se describe la experiencia de Elena, una profesora de Secundaria que contó a sus alumnas pamplonesas la historia de Annette Cabelli, una de las últimas supervivientes de Auschwitz, a quien había tenido la fortuna de entrevistar en su casa de Niza. Las muchachas escucharon con atención el relato y unos días después entregaron por escrito sus reflexiones. «Gracias a que a Annette ha querido narrar lo que pasó, nosotros podemos ver el mundo de otra forma y hacer todo lo posible para que no vuelva a suceder», explicaba una de ellas.
Una buena historia —una entrevista, una novela, un podcast— tiene a veces el efecto de abrir a la persona que la escucha o la lee a una nueva dimensión del paisaje que le rodea, incluso de su propio interior («Gracias, Annette, por hacerme ver la realidad que tenía oculta entre mis cosas sin importancia de adolescente y descubrir la realidad más importante», escribió otra de las escolares navarras).
Como ocurre a más pequeña escala con las metáforas, una historia bien contada provoca el encuentro de dos realidades distintas y distantes: la del protagonista del relato y la de quien se asoma con un interés sincero a su biografía. Del encuentro de ambas puede surgir un mundo posible, un espacio de oportunidad.
La periodista y profesora María Jiménez ilustra de forma documentada y sugerente este fenómeno a partir de la experiencia de las víctimas del terrorismo de ETA. Después de componer un oportuno marco teórico con la ayuda de los conceptos, los antecedentes y los datos necesarios, analiza en profundidad los testimonios de 62 personas que han sufrido en primerísima persona la violencia. Muchas de las entrevistas las había realizado ella misma durante su fructífera etapa de reportera. Cuenta finalmente el experimento sociológico que llevó a cabo con un grupo de 225 universitarios para tratar de calibrar hasta qué punto las historias con nombre y apellidos pueden ser relevantes en la percepción que la sociedad tiene de una determinada realidad, en este caso de uno de los dramas más crueles y duraderos que ha sufrido España en su historia reciente.
Cada uno de esos tres grandes aspectos tiene valor en sí mismo. Que el primer capítulo se titule «Memorando de las víctimas de ETA» hace justicia al interesante recorrido que se puso en marcha cuando el juicio al nazi Adolf Eichmann en Jerusalén inauguró la llamada «era de los testigos» y que llega en el caso que nos ocupa hasta las lúcidas reflexiones de Reyes Mate, Martín Alonso, José María Ruiz Soroa, Joseba Arregi o Fernando Savater —entre otros—, que la autora recoge, compara, ordena y expone. Todos ellos destacan el carácter político de las víctimas de ETA y su condición simbólica, en la medida en que representan el ataque al Estado de Derecho perpetrado por los terroristas y, en concreto, a sus valores positivos y democráticos, por resumirlo con palabras de Ruiz Soroa.
La aportación que suponen y aún pueden suponer los testimonios de las víctimas es incalculable. Cita María Jiménez Hiroshima, el celebrado reportaje de John Hersey, publicado en 1946, que permitió que el mundo se hiciera cargo de la devastación causada por la primera bomba atómica a través de los recuerdos precisos y desapasionados de seis supervivientes entrevistados por el autor. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez tradujo el libro al castellano en 2003 y le añadió un prólogo donde condensa en pocas líneas el quid de la cuestión: «En medio de las reflexiones por escrito posteriores al 6 de agosto del 45, en medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica o instrumento de la venganza merecida, sólo una minoría en Estados Unidos se paró a pensar que debajo de la bomba había gente. John Hersey lo hizo».
Algo parecido podría decirse en el fondo de este libro, donde no sólo se reúne y se conversa con la «gente» que se encontraba debajo de las bombas, sino que se intenta mostrar empíricamente hasta qué punto son eficaces y decisivos sus testimonios. Incluso algunos militantes de ETA lo han reconocido. Iñaki Etxazarreta, condenado a 290 años de cárcel por cuatro asesinatos, fue sincero en una entrevista de prensa que se recoge en el libro: «Por encima de las crueldades que he realizado durante mi militancia, soy persona y me he dado cuenta del daño causado con esos atentados. Escuchar sus testimonios me ha afectado y me ha dolido».
Etxezarreta seguramente pase al imaginario colectivo con los rasgos de Luis Tosar, el actor que encarna de modo magistral su descenso al fondo de la conciencia en la inolvidable Maixabel. La directora de la película, Icíar Bollaín, lo tiene igualmente claro: «La sociedad que me gustaría contar es la que nos inspira con historias humanas —le explicó al periodista Álvaro Sánchez León—. A mí se me han quedado grabadas películas que me han explicado cuestiones a las que yo no podía llegar, o que me han explicado vivencias que me han pasado, pero de tal manera, que me ayudan a interiorizarlas y a comprenderlas mejor. Lo cotidiano narrado con elocuencia te abre mediterráneos estimulantes».
También de este libro podría decirse que está llamado a abrir mediterráneos. No parece exagerado afirmarse que es una aportación necesaria, al menos si queremos afrontar la etapa posterrorista con ciertas garantías. «He llegado a sentir el dolor de una madre al perder a su hijo», confiesa uno de los universitarios que participó en la encuesta deliberativa.
«Me hizo pensar y ponerme en esa situación de qué haría yo si le sucediese eso a mi padre o a mi abuelo», añade otro que acaba de escuchar la crónica del asesinato de Jesús Ulayar en Etxarri-Aranatz en 1979. En el apartado que resume las conclusiones de su experimento, María Jiménez señala que la percepción sobre al apoyo de la sociedad a las víctimas de ETA se corrige tras conocer la experiencia de los afectados en primera persona, aunque reconoce a la vez los jóvenes que tienen una opinión más positiva de ETA son inmunes a los testimonios. Por algo suele decir Maite Pagazurtundua que la gran tarea pendiente es ahora la de desbanalizar el mal.
Las muchas posibilidades que abre este libro tienen que ver sin duda con su contenido, con la ya la larga experiencia de la autora, con su conocimiento capilar de los desvelos e inquietudes más profundos de muchas víctimas, pero nada de eso hubiera sido posible —tampoco sus investigaciones rigurosas ni su prosa esmerada— sin el sentido del compromiso que siempre ha orientado su trayectoria periodística, académica y docente. Ella misma cita en algún momento la conocida cita de Ryszard Kapuscinski sobre la naturaleza «intencional» del buen periodismo —aquel que se propone algún tipo de cambio—, y lo cierto es que este libro ve hoy la luz porque María Jiménez ha puesto siempre sus muchos talentos al servicio de ese empeño por mejorar el mundo en el que le ha tocado vivir. A quienes se preguntan qué podrían hacer ellos para cambiar el paisaje que han dejado cinco décadas de terrorismo, ella podría responderles con una única palabra: «Contarlo».
A eso se dedica: a contar, y a contar muy bien, esta tremenda historia de la que todos formamos parte. A veces sólo hace falta eso: contar.
José María Nacarino es uno de los novelistas que en los últimos años han ambientado sus relatos en los años ominosos del terrorismo. Las páginas finales de El último gudari transcurren en el instituto público del País Vasco donde trabaja Salva. Él ha conocido de cerca el terrorismo porque antes de emplearse como profesor fue escolta de un concejal asesinado de ETA. Más aún, la bomba le causó gravísimas heridas de las que tardó meses en recuperarse. Años después, tiene la inquietud de proporcionar elementos de juicio a los adolescentes que le escuchan en clase, algunos conniventes con las acciones criminales de ETA o abiertamente partidarios. Un día lleva al aula a Elena y Felisa, cuyas vidas han quedado marcadas por la violencia, pero que comparten «la necesidad de tender puentes de afecto».
Las dos mujeres desgranan sus recuerdos y reflexiones, y un silencio reverencial se extiende por el aula. Salva permanece en un discreto segundo plano, a horcajadas sobre su mesa, observando de brazos cruzados las reacciones de todas esas caras adolescentes que conoce bien. Le gustaría creer que el relato que están escuchando sus alumnos quizá sirva para tumbar «las barreras de la apatía y la indiferencia». Aunque puede que esa ilusión suya sea sólo un espejismo.
En la última fila se sienta un muchacho de aspecto rebelde. Un arete adorna su oreja, lleva el pelo cuidadosamente revuelto y, por razones que solo Salva acierta a comprender, parece escuchar con atención. A veces se trata de eso. «A veces no hace falta nada más», termina la novela.
Javier Marrodán
Introducción
«Quiero hablar de esto»
Annette Cabelli era una joven de quince años cuando el ejército nazi llegó a su ciudad natal, Salónica, en 1941. La ocupación militar del enclave griego abrió la veda al recrudecimiento de las medidas antisemitas que durante los años anteriores se habían impuesto a la población judía: creación de guetos, quema de un barrio o agresiones y vejaciones públicas. También se impuso a algunos jóvenes la obligación de abandonar su ciudad para trabajar, en teoría, en empresas públicas alemanas, sin que en muchos casos las familias volvieran a tener noticia del paradero de sus seres queridos. Uno de ellos era hermano de Annette.
En julio de 1943 la joven, su madre, su otro hermano, sus tíos y su sobrina se subieron a uno de los dieciocho ‘trenes de la muerte’ que partieron de Salónica con dirección al campo de exterminio de Auschwitz. Poco después de llegar a Annette le tatuaron en el antebrazo el número 4065, le raparon el pelo y la recluyeron durante quince días en un barracón de enfermos para que se recuperara de la malaria. Su madre fue enviada la noche de su llegada a la cámara de gas. «¿Ves el humo? Ahí está tu mamá», le espetó un miembro de las SS.
Hasta enero de 1944, Annette trató de sobrevivir rebuscando entre los restos de comida de los militares nazis y cumpliendo con los trabajos que le encomendaban, incluido el traslado de cadáveres en carretilla. «No éramos personas, éramos bestias», describiría años después. Debido al avance del ejército ruso Annette formó parte de una de las ‘marchas de la muerte’ integrada por prisioneros y dirigidas hacia el interior de Alemania. Sobrevivió mientras inspeccionaba los cuerpos con los que se topaba por el camino en busca de su hermano, que había sido liberado del campo con la llegada de las tropas rusas. Una mañana, al despertar, comprobó que los miembros de las SS no estaban allí: era libre. Tras pasar por Alemania, la joven acabó instalándose en París, donde se casó con otro superviviente del Holocausto y fue madre de dos hijos.
En enero de 2017 Annette Cabelli visitó España. El motivo fue la celebración del Día Europeo en Memoria de las víctimas del Holocausto y los actos que el Centro Sefarad organizaba en Madrid. En realidad, también fue un viaje a sus orígenes: la madre de Annette descendía de judíos sefardíes, había enseñado castellano a sus hijos y soñaba con viajar a España. En una entrevista que concedió a El Mundo (27-I-2017) le preguntaron por qué había decidido dar testimonio del Holocausto: «Tengo 92 años, pero quiero hablar de esto. La gente necesita saber lo que pasó. Mientras pueda hablar tengo que hacerlo».
En la primavera de 2018, un grupo de veintidós alumnas del tercer curso de la ESO de un colegio de Pamplona descubrió la historia de Annette. Las chicas, de entre catorce y quince años, estudiaban los géneros periodísticos en su clase de Lengua y Literatura. Tras la explicación de la entrevista, su profesora las instó a escuchar el testimonio de Annette Cabelli a través de un reportaje en formato pódcast en el que las explicaciones sobre la II Guerra Mundial se intercalaban con el testimonio de la superviviente (Marrodán 2022). A continuación, las animó a que trataran de imaginar el tipo de preguntas que los periodistas le habían planteado a la entrevistada y les pidió que escribieran un texto breve sobre los aspectos que más habían llamado su atención. Sus reflexiones pusieron de manifiesto la huella que la historia había dejado en las estudiantes: algunas admitieron el alcance del testimonio —«De todos los relatos que he oído sobre la Alemania nazi, sin duda este es el que más me ha impactado»—; otras se vieron movidas a reflexionar sobre sus propios hábitos —«Nos quejamos por cosas insignificantes como tener que estudiar mucho, o la compañera que nos ha tocado al lado»— e incluso animadas a cambiar su comportamiento —«También ha creado un efecto positivo en mí, el de ayudar a los demás»—; y otras mostraron su agradecimiento a Annette por dar testimonio —«Gracias a que Annette ha querido narrar lo que pasó, nosotros podemos ver el mundo de otra forma y hacer todo lo posible para que no vuelva a suceder. Gracias a Annette podemos cambiar a mejor»—. La hondura de las reflexiones a raíz de un ejercicio hasta cierto punto improvisado dio lugar a un Trabajo de Fin de Grado sobre el empleo de métodos y formatos periodísticos en la docencia (Díaz-Casanova Porres 2008).
La historia en primera persona de Annette Cabelli, en definitiva, tuvo consecuencias en las jóvenes estudiantes. Por un lado, la percepción del Holocausto se transformó a partir de las vivencias personales de alguien que lo había experimentado en propia piel. Por otro lado, el impacto del testimonio las animó a extrapolar las lecciones aprendidas a sus vidas. Muchas de ellas establecieron relación entre la historia de Annette, de entrada una anciana que narraba episodios ocurridos casi ochenta años atrás, y su propio presente. De alguna manera, hubo un antes y un después tras la historia de Annette Cabelli.
La intuición de que las historias en primera persona de las víctimas del terrorismo podían influir de forma poderosa en la audiencia impulsó la puesta en marcha de la investigación que condensa este libro. Aunque el foco se centre en las víctimas de ETA, las referencias al Holocausto resultan obligadas: como ha escrito Martín Alonso Zarza (2021), ha sido la pedagogía de Auschwitz la que ha dado relevancia a las víctimas. El ejercicio que realizaron las alumnas de Pamplona en torno al testimonio de la superviviente del Holocausto reforzó la ya entonces certeza de que un testimonio puede resultar determinante en la percepción de una realidad e, incluso, puede transformarla de manera decisiva. Sobre este pilar se asienta el eje central de esta investigación, una tesis doctoral que se defendió en la Universidad de Navarra con el título «El valor del testimonio. Aportaciones de las víctimas de ETA al relato y a la sensibilización de la sociedad» en 2018, y que ahora se ha corregido, enriquecido y actualizado para dar lugar a este libro.
Su publicación no sería posible sin el apoyo y la orientación de los directores de la mencionada tesis, Pablo Pérez López y Javier Marrodán Ciordia; del Centro Memorial de las víctimas del Terrorismo y, en especial, de Gaizka Fernández Soldevilla; y de otras personas también admirables que han allanado este camino, como Consuelo Ordóñez y el Colectivo de víctimas del Terrorismo (COVITE), Martín Alonso, Rafael Leonisio, Marina Martínez o Luis Castells. A todos, gracias.
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