CÓMO HABLAR
DE DIOS CON
UN ATEO
La presencia de Dios
en las sociedades posmodernas
Ante una sociedad secularizada y descreída, la manera de hablar de Dios ha de ser otra... ¡Descubre cuál!
¿Tiene sentido hablar de Dios hoy? ¿Por qué ya no resulta tan atractivo el cristianismo en Occidente? ¿Es la fe una creencia retrograda, supersticiosa y precientífica? ¿Son compatibles la religión y la ciencia? ¿Cuáles son las consecuencias de la endémica indiferencia espiritual de nuestro tiempo? ¿Por qué huimos de lo trascendente y de lo divino?
La negación de Dios es una de las características definitorias de nuestra sociedad; Cómo hablar de Dios con un ateo plantea un elocuente y revelador diálogo entre una visión teísta de la realidad y el ateísmo práctico imperante en la actualidad. Tras casi un siglo de ausencia de divinidad, el balance es claro: el ateísmo no ha traído la liberación de la consciencia. Ha llegado el momento de que el cristiano deje de vivir de espaldas al mundo y asuma el reto fascinante de ofrecer respuestas desde su fe a los nuevos interrogantes que plantea la ciencia. Frente al neopaganismo reinante, Carlos Alberto Marmelada propone con gran clarividencia un firme argumentario positivo y entusiasta para el desarrollo de una nueva y necesaria evangelización desacomplejada, capaz de transmitir el mensaje universal y eterno del cristianismo y así calmar la innata sed de Dios inherente a todo ser humano.
«La secularización, que se presenta en las culturas como imposición del mundo y de la humanidad sin referencia a la trascendencia, invade todos los aspectos de la vida cotidiana y desarrolla una mentalidad en la que Dios está realmente ausente, en todo o en parte, de la existencia y la conciencia humanas». Benedicto XVI.
«La sociedad en que vivimos es sustancialmente diferente a las que le han precedido en el tiempo. A ésta diferencia se la denomina secularismo. El concepto de secularismo llega a ser tan complejo como la realidad que representa». Fernando Canale. Doctor en Teología y Licenciado en Filosofía, docente en la Universidad Andrews (USA).
Introducción
De pólvora y fulminantes
Este libro nace con el deseo explícito de ser una contribución positiva al importante diálogo entre el teísmo y la cultura occidental actual, que se caracteriza por una evidente ausencia de Dios. Una aportación que reconoce ser, ciertamente, humilde, como no podría ser de otro modo cuando se pretende buscar la verdad de un modo franco y compartido. Pero nuestro aporte, por humilde que sea, no quiere dejar de ser profundo y eficaz. Con estas líneas, esperamos contribuir, aunque sea de una forma modesta, a la realización de dicho diálogo y al acercamiento sincero de posturas entre creyentes y no creyentes. No podemos negar que este libro también pretende ser una ayuda a la superación de complejos por parte de aquellos que, siendo personas de fe, están tentados a pensar que tienen razón los ateos cuando afirman que creer en la existencia de Dios, el alma y en un más allá es algo retrógrado; ideas propias de un pensamiento mitológico y supersticioso precientífico. Ideas propias de una conciencia temerosa, poco formada en el pensamiento crítico, que necesita de mitos consoladores para hacer más llevable las angustias existenciales que toda persona tiene debido a la apertura metafísica que le brinda su condición racional.
Friedrich Wilhelm Nietzsche decía que: «De ordinario, para quebrantar la fe en algo, no hay necesidad de poner en juego la artillería pesada; con muchos se alcanza ya el objetivo atacando con un poco de ruido, de suerte que basta con los fulminantes»1.
¿A qué se estaba refiriendo el filósofo alemán? Al hecho de que no son pocas las personas que tienen un escaso conocimiento de los fundamentos de sus creencias religiosas, de modo que no es necesario gastar tiempo y esfuerzos en someterles a arduos argumentos; en el caso de estas personas, para quebrantar su fe, basta con exponerlas a eslóganes emotivos e ingeniosos del tipo:
— Pero ¿cómo puede existir Dios y permitir que sucediera todo lo que pasó en Auschwitz? Si Dios ha permitido que acontecieran todos los Auschwitz que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad, entonces no puede ser omnisciente, omnipotente o tan perfectamente bueno como nos dicen; por lo tanto, no puede ser Dios.
— Por otra parte, ¿cómo podemos afirmar que somos libres si Dios ya sabe todo lo que vamos a hacer? Y, en tal caso, ¿qué sentido tiene rezarle, si Él ya sabe lo que va a acabar sucediendo?
— Con todo lo que sabemos hoy en día acerca de la evolución biológica del ser humano, ¿qué sentido tiene seguir hablando de la creación divina de Adán y Eva?
— Si es cierto lo que sostienen las teorías cosmológicas que afirman que el universo es autocreado, ¿qué lugar queda para la afirmación de la existencia de un Dios creador?
Y así podríamos seguir planteándonos un buen número de interrogantes de similar calado, de tal manera que podrían llevar la duda, antesala del paso a la increencia, a una conciencia poco formada. El uso de fulminantes, que decía Nietzsche, y no de munición de la buena es, justamente, el modo de proceder del llamando Nuevo Ateísmo. Así pues, hacer comprender la debilidad de los argumentos esgrimidos hasta la fecha por el ateísmo, para sostener que Dios no existe realmente, es otro de los objetivos de este libro; aunque, en realidad, este tema lo trataremos a fondo en otra obra.
Dicho todo lo anterior, si se nos permite un pequeño toque de buen humor, nos atreveríamos a decir que, si Nietzsche pudiera valorar este libro, sin duda alguna diría que para los creyentes para nada es fulminante, sino pólvora pura. Pero esto se ha de entender bien. En un diálogo sincero y honesto entre una visión teísta de la realidad y de la vida y el pensamiento ateo, ha de primar el respeto por las personas, para centrar el debate en el contraste de ideas y argumentos. Nadie, por el hecho de creer que está en la posesión de una buena parte de la verdad, tiene el derecho de considerarse moralmente superior a los demás (especialmente a los que opinan de forma contraria a la suya). Y esto es especialmente verdadero en el debate entre el teísta y el ateo. Por consiguiente, nada de lo que se diga en este libro tiene la intención de prejuzgar a persona alguna. Lo que se hace es contrastar y debatir ideas. Nadie tiene derecho a juzgar a nadie por sus ideas o por sus creencias. Sí tiene sentido, y es buena, una confrontación dialógica que nos ayude a comprender mejor la realidad y a acercarnos más a la verdad sobre el tema. Y el diálogo es, precisamente, esa búsqueda conjunta de la verdad. Esto es, justamente, lo que significa etimológicamente la palabra dialogos: «hacia la razón».
El creyente, en vez de lamentarse por ver cómo, década tras década, se ha ido patentizando la ausencia de Dios en la cultura occidental, bien podría preguntarse por qué el mensaje cristiano ha perdido atractivo en la actualidad. Como no podría ser de otro modo, la respuesta es compleja. Pero clarificar sus contenidos ayudará al teísta a depurar de sus ideas aquellos elementos que son espurios a la esencia del mensaje cristiano.
Vivimos tiempos relativistas, de modo que es frecuente escuchar decir que las verdades absolutas no existen. A lo que cabría preguntar si esta afirmación es siempre verdadera. Se responda lo que se responda, queda en evidencia que el relativismo absoluto es una postura contradictoria.
También vivimos tiempos en los que se pone en alza el valor de la tolerancia. Un valor que nace depauperado si se le quiere presentar como un sucedáneo sustitutivo de la caridad. Por ello se suele oír decir que la religión, pese a ser un discurso que trata sobre contenidos que son imaginarios y no reales, tiene derecho a existir, pero en el ámbito meramente privado, de modo que se le niega el derecho al proselitismo, considerándose a este como un signo de fundamentalismo. Ahora bien, pedirle al cristianismo, y también al islam, por ejemplo, que sean religiones no apostólicas y proselitistas es no haber entendido la esencia de su mensaje.
I
Voluntad de verdad
En relación con lo que acabamos de ver al final del apartado anterior, durante un debate sostenido por el entonces cardenal Ratzinger y el filósofo y periodista Paolo Flores d’Arcais, el futuro papa Benedicto XVI afirmó que el cristianismo había nacido no con la aspiración de ser una religión más entre muchas otras, sino con la pretensión de ser la verdad, pues se consideraba a sí misma como la religión de la racionalidad2.
El cristianismo nacía, no como una fe de lo aparentemente absurdo (un Dios que se hace hombre, por ejemplo; no un hombre que afirma ser Dios, esto ya lo habían hecho otros3); o una fe de lo inverosímil (que una mujer hubiera concebido un hijo de forma virginal); o de lo aparentemente irracional (que Dios tenga una única naturaleza, la divina pero que su riqueza ontológica exija que sea esencialmente trino); o una fe de lo que parece ser algo directamente increíble (que Jesucristo no solo resucite a muertos, sino que se rescate a sí mismo de su propia muerte. Tema en nada baladí, ya que esta verdad resulta esencial en el cristianismo; tal como advierte el apóstol San Pablo cuando afirma que: «Vana es nuestra fe si Cristo no ha resucitado»4).
No, el cristianismo no nace como una propuesta de creencia en lo absurdo como prueba de fe (que, precisamente por su absurdidad, resulta especialmente salvífica). Al contrario, según Ratzinger, el cristianismo es una religión que se presenta al mundo con pretensión de ser verdad por ser una creencia de índole racional. Esta opinión estaría en sintonía con el parecer de San Agustín, quien relacionaría el origen del cristianismo mucho más con el racionalismo filosófico griego que con las otras religiones coetáneas, ya fueran la grecorromana, las mesopotámicas o las africanas. Esta unión de racionalismo y fe introdujo cambios muy importantes en la noción que tenían hasta entonces los hombres de lo que era Dios.
El cristianismo era tan novedoso en su época, y tan distinto a todas las otras religiones, que sus seguidores, por paradójico que pueda parecernos hoy, eran considerados los ateos de su tiempo. Puede resultarnos extraño, pero esta idea cobra sentido si tenemos en cuenta que los primeros cristianos (y el cristianismo en general a lo largo de toda su historia), consideraban al hecho de adorar a los dioses de las otras religiones, la idolatría, como uno de los pecados más graves que un ser humano podía cometer.
El cristianismo, según Ratzinger, triunfó por varias razones.
Una de ellas fue, indudablemente, por su rigor moral. Pero su gran éxito, hasta convertirlo en una religión universal, fue la fuerza que le confi rió el realizar una perfecta síntesis entre razón, fe y vida. Es evidente, sigue observando Ratzinger, que hoy esta síntesis ya no convence. Podríamos puntualizar que hoy ni convence a todos, ni a muchos de los que aún les convence les persuade con la misma fuerza con la que lo hacía antes. A este respecto, no hace falta, por ejemplo, extenderse en el análisis de la corriente cristiana de los años sesenta del siglo XX que abogaba por la muerte de Dios dentro del cristianismo, movimiento conocido como la «teología de la muerte de Dios» (teotanatología, o tanatoteología). O también, la observación de Erns Bloch acerca del ateísmo dentro del cristianismo5. Dadas estas circunstancias, la pregunta es evidente: ¿por qué hoy ya no convence esta síntesis? Dicho de otro modo: ¿por qué hoy ya no resulta tan atractivo el cristianismo en Occidente?
La actual crisis del cristianismo y, por tanto, de la Iglesia, no hay que entenderla solamente en clave interna, sino que es muy importante comprender que, en las sociedades avanzadas de Occidente, la pretensión de verdad (de hecho, toda pretensión de verdad y, por tanto, no solo la cristiana) está puesta seriamente en duda. La pretensión de verdad en sí misma, en cuanto tal, está gravemente cuestionada. ¿Este hecho puede llevar al cristianismo a acomplejarse ante el signo de los tiempos y a dimitir de su pretensión de verdad? De hacer algo así, se desdibujaría hasta tal punto que resultaría difícilmente reconocible, lo que le llevaría a un grave riesgo de desintegración. Cabe, pues, preguntarse si la pretensión de verdad del cristianismo se ha visto superada por el ultrarracionalismo (acrítico) moderno (ss. XVII-XIX) y contemporáneo (ss. XX-XXI).
Para Joseph Ratzinger, esta es la verdadera cuestión que deben plantearse la Iglesia y la teología en nuestros días. Este es el reto de la Iglesia al comienzo del tercer milenio de la era cristiana: conocer la verdadera esencia del cristianismo para volver a hacer agradable la propuesta cristiana; esta vez, al hombre actual.
El cristiano que quiera dialogar con la cultura contemporánea no solo deberá conocer muy bien los fundamentos de su propia fe, sino que también deberá examinar cuidadosamente las instancias que le interrogan y que le cuestionan (instancias tales como la filosofía, las ciencias naturales, las ciencias sociales o la propia historia); y deberá estar dispuesto a hacer frente a sus retos y a sus desafíos. Este examen cuidadoso al que aludíamos unas líneas más arriba no debe hacerse en aras de conocer a los rivales para poder rebatirlos mejor intelectualmente, que también, sino para que el diálogo sea auténtico. Es decir, para que, en vez de una disputa o confrontación intelectual, sea una búsqueda conjunta de la verdad, yendo más allá de una simple maniobra de tanteo en busca del flanco débil del contrincante.
En este sentido, se puede hablar, incluso, de un efecto positivo del ateísmo sobre la fe; ya que, tal como señala Antonio Jiménez Ortiz: «El ateísmo puede hacer más sensible al cristiano frente al Misterio insondable de Dios y ejercer así una relación purificadora de la imagen de Dios dentro de la fe»6.
Albert Dondeyne también está de acuerdo en que el ateísmo contemporáneo puede prestarle un servicio beneficioso a la fe, ya que «nos obliga a purificar nuestro concepto de Dios y nuestra creencia en Dios»7.
Ya hemos dicho que este libro pretende ser, justamente, y dentro de sus modestos límites, precisamente esto: un diálogo sincero con la cultura actual; un diálogo con el ambiente intelectual que impregna los presupuestos ideológicos de nuestra cultura.
Los cristianos creen que tienen algo que decirle al mundo (por esto mismo el cristianismo no es algo particular, un sentimiento íntimo personal propio de un culto privado). El cristiano cree que la verdad que él propone al mundo es de interés global; es un bien común. Esto hace que el cristiano tome conciencia de la imposibilidad que le supone a él vivir de espaldas al mundo.
La fe cristiana es para el siglo, y no algo arcano al alcance solo de unos prosélitos; los contenidos de la fe han de estar al alcance de las personas de todas las épocas. Por eso hay que renovar la forma de transmitir el mensaje perenne del cristianismo con un lenguaje actualizado. La consecuencia de esto es que el cristiano no puede vivir de espaldas a su tiempo. El avance del conocimiento científico y la aportación que este hace al mejor conocimiento de la realidad hacen por sí solos que el cristiano deba tener en cuenta qué es lo que nos dice la ciencia acerca de quiénes somos y cuál es nuestro lugar en la naturaleza.
El cristiano tiene que asumir el reto fascinante que suponen para su fe los nuevos interrogantes que le plantea la ciencia.
Pero, también, hay que repasar continuamente las propuestas fundamentales que sugiere la Filosofía. En efecto, los diferentes sistemas filosóficos proponen distintas cosmovisiones del mundo y del papel del hombre en la Naturaleza. Pueden ser diferentes, sí, incluso parecer que se contradicen; pero todas ellas coinciden en la importancia de reflexionar sobre cuestiones esenciales para el ser humano. Esto mismo lo afirmaba Xavier Zubiri cuando sostenía que es evidente que los filósofos no se ponen de acuerdo en las respuestas, pero sí coinciden en qué es aquello tan importante sobre lo que es urgente interrogarse y qué es lo incuestionable a la hora de discutir (en el sentido de discernir).
En el siglo XIX el ateísmo se presentó como una realidad necesaria para liberar al hombre de sus temores a los castigos divinos, a los tormentos en la vida tras la muerte, etc. La muerte de Dios era imprescindible para que el hombre comprendiera que es absolutamente libre (Nietzsche, Sartre). La humanidad tenía que entender que Dios no existe porque lo que llamamos Dios es, en realidad, la proyección de su propia esencia en un Cielo ideal (Feuerbach, Marx, incluso Freud); una especie de topos ouranos, un «lugar celeste», como diría Platón, su famoso mundo inteligible o mundo ideal.
Para Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Friedrich Engels y tantos otros pensadores de la izquierda hegeliana, la adoración a Dios, el culto religioso, es una acción encaminada a fomentar el desarrollo de una ilusión creada para consolar el espíritu humano ante los temores que despierta el haber sido los primeros seres biológicos en alcanzar una vida consciente. Para todos estos autores, el ateísmo representa el haber llevado a la humanidad a entrar en su etapa adulta. El ateísmo sería el estado en el que el espíritu humano alcanza la madurez liberándose del engaño de ilusiones infantiles que le producen un pseudoconsuelo ante las aflicciones existenciales de una vida que es consciente de su contingencia y de su finitud. Una conclusión a la que llegó el positivismo contiano por otro camino.
Ahora bien, tras más de un siglo y medio de ateísmo teórico y casi un siglo de ateísmo práctico masivo, el panorama arroja un balance bien explícito: el ateísmo no ha traído la liberación del hombre. Juan Antonio Estrada lo ha resumido muy bien al afirmar que:
«El declive de las tradiciones humanistas y religiosas del pasado no ha traído consigo el apogeo y la liberación que se presumían. Los innegables avances en el campo de la emancipación del hombre, que han tenido como soporte la revolución científico-técnica, el desarrollo de las democracias y la concienciación de los derechos del hombre, han encontrado como contrapartida el vacío moral, la adaptación a la sociedad consumista y la presión social»8.
Pero es que, además, los regímenes marxistas y comunistas no solo no han traído la liberación del hombre, sino que en un siglo de existencia han dejado un reguero de decenas de millones de personas asesinadas en crímenes de estado, otras decenas de millones sometidas a décadas de trabajos forzados en los gulags y prácticamente toda la población de estos regímenes se ha visto sometida al terror a las intervenciones de las diversas policías políticas. Más que liberación del hombre, lo que ha traído el comunismo, en sus diversas formas, ha sido el crimen de estado, el terror, la pobreza, la continua violación de los derechos humanos y, por consiguiente, el ahogo de toda clase de libertad. Demasiadas contradicciones, y demasiado grandes, como para poder blanquear esta ideología.
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1 Nietzsche, F. W.: El viajero y su sombra; Ed. Edaf; Madrid, 1985; nº 321, p. 275.
2 Para un conocimiento más profundo de la postura de Benedicto XVI en torno a este tema, resultan de especial interés las palabras de Joseph Ratzinger recogidas en el libro de Joseph Ratzinger y Paolo Flores d’Arcais: ¿Existe Dios? Espasa, Buenos Aires, 2008, pp. 11-19.
3 En efecto, esto era una novedad en toda regla. Hasta entonces se había propuesto que los dioses eran fuerzas de la naturaleza (telurismo), o la propia naturaleza (panteísmo), o seres antropomorfos, como mostraba el politeísmo del panteón grecorromano), o que un hombre podía ser considerado un dios (como era el caso de algunos monarcas mesopotámicos, del propio Alejandro Magno, que tomó de aquellos tal idea, o del emperador Calígula, coincidiendo ya con los albores del cristianismo). Más recientemente estaría el caso del emperador de Japón hasta 1945.
4 I Corintios 15: 14-17.
5 Bloch, Ernst: Ateísmo en el cristianismo. La religión del Éxodo y el Reino; Editorial Trotta, Madrid, 2019.
6 Jiménez Ortiz, Antonio: Ante el desafío de la indiferencia; Editorial CCS; Madrid, 1994, p. 51.
7 Dondeyne, A.: Lecciones positivas del ateísmo; en VV. AA.: El ateísmo contemporáneo; Ediciones Cristiandad, Madrid, 1972, Vol. III, p. 250.
8 Estrada Díaz, Juan Antonio: Dios en las tradiciones fi losófi cas 2; Ed. Trotta, Madrid, p. 18.
EL dios DE LOS ATEOS
Los ateos no creen en Dios. ¿Pero a qué "dios" se refieren? Esta original pregunta nos lleva al núcleo de uno de los debates más apasionantes y duraderos del pensamiento contemporáneo. ¿Es la religión hoy la reliquida de un pasado infantil? ¿Han demostrado la razón y la ciencia las tesis del ateismo? ¿O es ésta una simple "creencia, consistente en no creer"?
En este libro se expone una tesis audaz: el "dios" de los ateos no es el mismo Dios del que hablan los cristianos. Es un "dios" imaginado por la idea de filósofos concretos, pero que han hecho fortuna en nuestra cultura. Un debate así resulta engañoso y estéril. Esta confusión ha suscitado una nueva generación de pensadores ateos de la que forman parte autores como Richard Dawkins, Sam Harris o Daniel C. Dennet.
La secularización rampante pone de manifiesto la imprtancia de resituar el debate en unos términos que sean ponderados y justos. Para entrar en un diálogo crítico hemos de comprender cómo es el ateismo y cúales son sus argumentos. Y tener claro su origen, los motivos que lo impulsan, su evolución histórica y las causas de esta gran confusión.
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