EL Rincón de Yanka: LIBRO Y PROGRAMA "JESÚS QUINTERO Y ANTONIO GALA" EN TRECE NOCHES 📺

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domingo, 23 de julio de 2023

LIBRO Y PROGRAMA "JESÚS QUINTERO Y ANTONIO GALA" EN TRECE NOCHES 📺


JESÚS QUINTERO 
Y ANTONIO GALA 
EN 
TRECE NOCHES

LA BASURA CONECTA CON LA BASURA

Introducción

La televisión era una mina abandonada y saqueada. La televisión era la palabra que más se pronunciaba y el tótem de mayor culto. Se leían menos periódicos y revistas que en los años treinta. El pueblo vivía en permanente zapping.
Nada ni nadie existía si no salía en la caja tonta. Ser era ser visto y la televisión estaba para ser visto, para salir. Los mercaderes y los políticos aprovechaban el medio más poderoso de todos los tiempos para vender su mercancía. La basura, el morbo, la frivolidad, la violencia, el sexo y el sentimentalismo barato y de lágrima fácil se habían convertido en el único reclamo para atraer a la audiencia, a la que se halagaba alimentando sus más bajos instintos. Todos buscaban una primacía absurda, porque además no había primicia. Todos buscaban el gran caso que les permitiera montar un juicio paralelo cada noche en sus programas.

Todos buscaban la gran exclusiva que hiciera reventar los audímetros y les supusiera el mayor pelotazo de su vida. Pero, mientras tanto, se dedicaban a copiarse, a repetir los mismos argumentos con los mismos inevitables personajes, cada vez peor y con menos gracia. La televisión estaba llena de bufones millonarios. Los informativos perdían rigor y credibilidad y pasaban a formar parte del espectáculo. Los debates eran gallineros en los que se imponían el guirigay, el grito, el golpe de efectos, las bromas de mal gusto, las descalificaciones, los insultos, y la más elemental falta de ética y de respeto. No había ideología ni ideas ni reflexión ni opinión. Todo era fuego de artificio, pirotecnia, vacío intelectual y moral.

Los platos estaban llenos de un público mercenario, que se emocionaba, aplaudía, lloraba o reía a una orden del regidor. Nada era espontáneo ni verdadero ni auténtico. Se hacía una programación para bobos que no entendían nada mínimamente profundo ni tenían otra inquietud en la vida que las desgracias de los culebrones y los cotilleos de la prensa rosa. Si el pueblo supiera lo que realmente piensan de él los que programan las televisiones públicas y privadas, probablemente habría otra guerra civil. España entera era una portería. 

La televisión pasaba de la cultura como de algo aburrido y que no le interesaba a nadie. En su circo no había lugar para los sabios, los filósofos, los intelectuales, los líderes de opinión, los creadores, los poetas, los hombres y mujeres que de verdad tenían cosas interesantes que decir e historias que contar. En la patria de Cervantes, de Picasso, de Federico García Lorca y de Juan Ramón Jiménez los reyes de la audiencia eran las Veneno, los padres Apeles, los Chiquito de la Calzada y los Lequio de turno. La noticia más importante de la década era que la becaria Mónica Lewinsky había aprobado el examen oral en el despacho oval. Las portadas y los espacios de prime time estaban reservadas a las estrellas de la Liga de las Estrellas, a las diosas de las pasarelas y a los más famosos de entre los guapos, ricos y famosos.

En este desolador panorama, en este Apocalipsis de la verdadera comunicación, tuve la idea y el placer, hace años, de grabar una serie de televisión con el escritor Antonio Gala. Se trataba de «Trece noches», un programa que se emitió en Andalucía, con el que pretendíamos reivindicar la palabra, el diálogo, el pensamiento, la sabiduría, frente a la basura que inunda los medios.
Una mesa, una luz azul, dos hombres, la noche y la palabra eran los únicos elementos con los que se quería atraer la atención del espectador inteligente y sensible, cansado de la televisión fecal.
Durante trece noches, Antonio Gala y yo dialogamos, en profundidad, sin prisas, sobre trece temas de ahora y de siempre: el amor, el sentido de la vida, el paso del tiempo, la soledad, la muerte, la guerra y la paz, la religión, la política, el dinero, España y los españoles, los mitos, los paraísos, el arte y la cultura. 

El resultado, en mi opinión, es un documento único, imprescindible para conocer de cerca y a fondo a uno de los más brillantes intelectuales del siglo XX: Antonio Gala, dramaturgo, poeta, novelista, un hombre culto, valiente, ameno y profundo, dotado de un envidiable poder de comunicación.
Con «Trece noches» quería alejarme de mi etapa de malditismo y marginalidad. Después de haber profundizado en anteriores programas, como «El perro verde» y «Qué sabe nadie», en la locura, las situaciones límite, lo excepcional y lo raro, en definitiva, ahora necesitaba enfrentarme a la sabiduría y al conocimiento, en un intento revolucionario de regresar al principio, al verbo, de rescatar la palabra de esa maraña de imágenes, casi siempre frívola y engañosa, en la que está atrapada, para devolverle su auténtico protagonismo.

La serie se grabó en Sevilla. Antonio Gala llegó con su secretario, se instaló en un pequeño apartamento de la judería sevillana y se concentró en el trabajo. Fue quizá lo primero que me llamó la atención: su seriedad profesional, el rigor que se exige a sí mismo y, en consecuencia, exige a los demás. Aunque le sobran recursos e ingenio para salir brillantemente de cualquier trance, se preparaba cada encuentro como si fuese a pasar un examen.
La idea del programa no era hacer trece entrevistas, a un personaje, sobre trece asuntos, sino dialogar con un maestro de la palabra, con un hombre sabio, sobre trece temas, en el sentido casi platónico del término diálogo. Gala era, de algún modo, Sócrates, y yo un alumno que preguntaba con la curiosidad de quien busca respuesta. Sin embargo, no siempre estábamos de acuerdo. El discípulo, a veces, salía respondón y rebelde, con lo que el choque, el enfrentamiento, la esgrima dialéctica se hacían inevitables.

Durante las trece noches procuré que Antonio Gala no se perdiera en las estrellas, que hablara al nivel del hombre, con los pies en la tierra, y siempre que podía intentaba desequilibrarlo y bajarlo a la cruda realidad, con preguntas desconcertantes, irónicas e incluso impertinentes.
En cada programa procuraba introducir cuestiones personales, porque no sólo me interesaba la visión teórica de Gala sobre cada tema, sino también, y sobre todo, su experiencia humana, su visión directa y su reflexión práctica.
Como buen dramaturgo, Antonio Gala conoce a la perfección todos los recursos del teatro, y los emplea como un actor magistral. Confieso que, por momentos, me hacía dudar de la sinceridad de su discurso. No sabía si lo
que me estaba diciendo lo sentía de verdad o sólo lo interpretaba magistralmente.

El diálogo discurría, a veces, ceremoniosamente, remansándose en bellos y profundos parlamentos. Otras, por el contrario, era un chispeante toca y daca, un continuo intercambio de preguntas, como una ráfaga de metralleta.
Antonio Gala es una de las personalidades más carismática de este país, aunque no tenga una opinión muy favorable del carisma: «Cuando escucho carisma, se me pone la carne de gallisna», me dijo una noche que hablábamos de la política. Pese a ello, él es un personaje carismático que llega a todo tipo de públicos. La prueba es que en un país, como el nuestro, en el que pocos leen, Antonio Gala es un escritor del que todo el mundo ha oído hablar y al que todo el mundo ha oído hablar alguna vez, supongo que con fascinación.

Una de las virtudes que más me impresionan de Gala es su valentía, su independencia y libertad de pensamiento, esa disposición a jugársela, si hace falta, por defender sus verdades en voz alta.
Otra de sus cualidades es su don de comunicación. Siempre me han fascinado los oradores, los maestros de la elocuencia. No creo exagerar si afirmo que Antonio Gala es, para mi gusto, el más brillante hablador de estos tiempos, aunque sé que es mucho más que un orador. Él es, en directo, mejor que cualquiera de sus libros.

Después de casi treinta horas de charla ante una cámara y muchas más en privado, creo que conozco un poco a Gala. Hemos convivido y lo he visto de cerca. He sufrido sus caprichos, su divismo —no siempre amable—, su mala uva cuando las cosas no son como él espera o desea y los picotazos de su afilada lengua. A veces, es como un niño, puede ser duro y arrogante. Tiene carácter y lo manifiesta. Pese a sus manías, estoy convencido de que Antonio Gala es mucho mejor al natural. Aunque no es un hombre fácil, gana cuando se le trata de cerca. En sus apariciones en público suele dar la imagen que de él se espera: brillante, poético, casi rozando lo sublime… Pero Antonio Gala es todo eso y mucho más. Es tierno, divertido, socarrón, ingenuo como un niño a veces, desconfiado, profundo, superficial, ingenioso…

Como Oscar Wilde, es un creador de frases para la posteridad, que con frecuencia se pierden sin que nadie las recoja. Gala acuñó célebres
expresiones, como «contra Franco vivíamos mejor» o «el oro del becerro», que luego se han hecho populares.
Este libro, sin ir más lejos, está lleno de frases rotundas y de golpes geniales. Cuando le pregunto, por ejemplo, que qué mundo le gustaría
dejarle a sus hijos, Antonio Gala me responde: «Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo». Cuando le pregunto si habla solo, me contesta: 

«En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente». A la pregunta: ¿cree usted en un amor para toda la vida?, responde: «Para toda la vida de los demás, sí; para toda la vida mía, no». Cuando le digo: usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?, exclama: «¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!». A propósito de la muerte, recuerdo un día que paseábamos por Buenos Aires Antonio y yo. En un momento dado, saqué el tema de Andalucía y de lo mal que trata a sus mejores hijos. Desde Blanco White a Cernuda cuántos andaluces habían tenido que abandonar su tierra, huyendo del desprecio. Le decía a Gala que en Andalucía la gente sólo era solidaria con los muertos, en los entierros. A lo que Antonio me contestó: 

«Sí, pero a los entierros van para comprobar si el muerto se ha muerto de verdad. No se engañe usted, amigo Quintero». Podría citar miles de ejemplos más de la agudeza y de la rapidez mental de Gala, pero prefiero que cada lector los descubra por sí mismo.

En «Trece noches» Antonio Gala aparece tal cual, al natural, fiel a su imagen, pero enriqueciéndola con perfiles menos conocidos, que lo humanizan más si cabe y lo acercan al lector. El libro, al igual que la serie de la que procede, ofrece la oportunidad de pasar trece veladas con Antonio Gala, en amena y siempre provechosa tertulia.
Gala tiene la virtud de hablar como si le hablase a una sola oreja, de hacer que quien lo escucha sienta que le habla a él.
En «Trece noches» esa sensación es aún más fuerte, puesto que siempre se
pretendió tener presente al espectador, a nuestros «semejantes», como a Gala le gustaba decir al referirse al público, a la audiencia.
Creo, por tanto, que el principal atractivo de este libro es que nos permite conocer directamente, de primera mano, a un personaje singular que reflexiona, desde el conocimiento y la experiencia, sobre algunos temas sobre los que todos hemos reflexionado alguna vez. Un personaje que no sólo dice cosas hermosas y verdaderas, sino que se implica y se retrata a sí mismo a través de sus opiniones, anécdotas y recuerdos.

En «Trece noches» está el mejor Antonio Gala, ese Antonio Gala del que ya dije que gana cuando se le trata de cerca, cuando uno se aproxima a su área de fuego y la atraviesa para calentarse.

—¿Usted se deja acariciar?
—Depende.
—¿De qué?
—¿Qué está usted insinuando en este instante?
—Nada malo. ¿De qué depende?
—Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted.
Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.
—Yo le veía arisco.
—Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

En «Trece noches» Antonio Gala nos permite que nos aproximemos a él, sin reserva, como amigos que charlan animadamente en la mesa de un café de lo divino y de lo humano, mientras pasa la noche.

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13 Noches - Jesus Quintero (7) by PEDROARTES


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