EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA LIRA DE LINOS": HAY ESPERANZA EN EL MUNDO, PERO NO PROCEDE DEL HOMBRE PORQUE DIOS HA VENCIDO por GABRIEL INSAUSTI

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martes, 25 de abril de 2023

LIBRO "LA LIRA DE LINOS": HAY ESPERANZA EN EL MUNDO, PERO NO PROCEDE DEL HOMBRE PORQUE DIOS HA VENCIDO por GABRIEL INSAUSTI


CRISTIANISMO Y CULTURA EUROPEA
GABRIEL INSAUSTI
Cada vez que el hombre ha intentado construir en la tierra su cielo, lo que ha construido es su infierno. Ahí están los gulags y el Holocausto.
Ahora que hay esa tentativa de alejarse del humano y dejar atrás el hombre e ir a por la humanidad sería importante recordar que lo que hay en juego es el cristianismo, que nuestro modelo no es Adán, es Cristo. A veces, sencillamente, hablar de lo que es humano es un recordatorio de todo lo cristiano.
«'Nuestra conga es la mejor', decía el protagonista de "La gran belleza", 'porque no va a ninguna parte'. En la ausencia de drama estaría el más terrible de los dramas. Y lo que propone ya la cultura, se nos dice, con el tiempo puede volverse literalmente viable en la vida por medio de la tecnología: una conga interminable, sí, sería su metáfora».
Autores como Conrad, Eliot, Dante, Dostoievski, Tolkien, y películas como Apocalypse Now y La soga, permiten al autor de este ensayo —construido a partir de la imagen de Linos— reflexionar en torno a la teología que se halla de alguna manera agazapada en la literatura y el cine pues, lo sepan sus creadores o no, supone una posición crítica de la modernidad europea. El olvido voluntario de los conceptos de finalidad, trascendencia y lenguaje como indisociables de los fundamentos cristianos parece ser la norma. Insausti logra desvelar, página a página, lo que muchas obras pretenden esconder.

La época que nos ha tocado en suerte contiene algunos elementos que se me antojan muy poco festivos. Quisiera hablar aquí de dos, que acaso constituyan sendas manifestaciones de un mismo fenómeno de fondo. El primero es un nuevo estatalismo. 

Estatalismo porque pretende exacerbar el papel de la administración pública y de los gobiernos en nuestra vida, pero nuevo porque ofrece algunos perfiles que lo distinguen de los estatalismos –habitualmente, de signo totalitario– que florecieron en el siglo XX. En estos últimos el Estado se erguía como un poder alternativo al del capital, en este nuevo estatalismo parece que lo hace en alianza con el gran capital. El modelo, desde que Den Xiao Ping cambió las reglas de juego que regían en la era Mao, y con mayor decisión desde que venció el plazo obtenido hace más de cien años por los británicos y el Reino Unido se retiró de Hong Kong, sería el de China: “un país, dos sistemas”. 

Desde esta perspectiva, que hace veinticinco años se especulara con la inminente llegada de la democracia a China debido a la introducción de la economía de mercado o que se reavivase esa expectativa con los Juegos Olímpicos de Pekín hoy nos provoca una risa amarga: el “contagio” que ingenuamente se esperaba parece caminar en la dirección contraria, y no es China quien ha importado el modelo de las democracias liberales de Occidente sino estas quienes al parecer secundan la doble entente poder político-poder económico, o Estado-mercado. 

¿En qué se traduce esto? O, dicho de otro modo, ¿en qué se distingue ese nuevo estatalismo cuando se trata de nuestra vida cotidiana? En el desarrollo de Estados muy fuertes hacia dentro, muy intrusivos en la vida de sus ciudadanos, pero muy débiles hacia fuera. ¿Por qué? Porque han cedido gran parte de su soberanía. La han cedido, mediante procedimientos más o menos democráticos, a organizaciones transnacionales (en nuestro caso, a Bruselas), pero sobre todo, debido al endeudamiento irresponsable y reiterado de sus gobernantes, esos Estados han cedido su soberanía a los tenedores de su deuda, a sus acreedores. Nunca podrán adoptar determinadas reformas, sobre todo en materias como la laboral, la económica o la demográfica, sin el consentimiento de esos agentes – particulares y gobiernos bien concretos– que la información generalista enmascara bajo el vago rótulo de “los mercados”, dejándolos así siniestramente innominados. 

Su vida, lector residente en Pamplona, Madrid, Granada, Barcelona o Vigo, mire usted, la decide en gran medida un tipo a quien no ha tenido el gusto de conocer, y que desde un lugar oscuro y remoto sostiene las cosas. Es decir, permite que bajo determinadas condiciones la fiesta continúe, que su Estado se siga endeudando, y a cambio determina el rumbo de ese Estado en algunas materias, mientras dura su inquietante partida de Masters del Universo. En caso contrario, en el improbable caso de que ese Estado decidiese seguir su propio rumbo, vería cómo no se le prorroga la financiación de esa deuda y tendría que hacer frente a unos pagos y unos plazos sencillamente inasequibles. 

Creo que el contrat social, el acuerdo tácito que corre por debajo de esta situación, supone algo así como un pacto fáustico: la resistencia a ese estatalismo se antoja muy difícil porque, a diferencia de los estatalismos del siglo XX, logra comprar nuestra alma y nos ofrece algo que el hombre contemporáneo se ha acostumbrado a desear y obtener en ingentes suministros, a saber, un bienestar económico notable, propiciado por un desarrollo inusitado en la historia, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, y más aún desde que lo hizo la Guerra Fría con la caída del Muro de Berlín. 

El nuevo estatalismo esconde a Moloch bajo el rostro de Mammon, sustrae o recorta numerosas libertades a cambio de anestesiar al paciente con una provisión notable de bienes y servicios. Al menos, de momento. El segundo de mis temores por lo que respecta a nuestra época, la biopolítica, formaría parte de la naturaleza de este ogro filantrópico, en la expresión de Octavio Paz, que al mismo tiempo se venera y se padece bajo un pesado yugo. Sería, de hecho, su expresión última y más elocuente: que el Estado irrumpa en la vida de los ciudadanos como un elefante en una cacharrería conduce a la larga a una situación en la que se erige en dispensador de la existencia misma, en el dueño de su supervivencia física. 

El Estado administraría nuestras vidas como un ranchero las de sus reses, poco más o menos. Control de la población, selección genética, encastes varios. Obvia decir que ese Estado ya se había erigido en tal condición hace cuarenta años, cuando los países europeos le concedieron licencia para regir esa vida en su origen; ahora, además, empiezan a hacerlo en su final. El Estado es dueño de nuestra vida y de nuestra muerte. ¿Por qué no? El principio fundamental que subyacía al fenómeno –a saber, que alguien puede decidir quién vive y quién no– ya estaba admitido. Y bajo la costra de una ganancia en la autonomía del sujeto, en la emancipación del individuo, tan halagüeña a los oídos liberales, bajo la apariencia de un avance en las libertades individuales, lo que se propicia es una intrusión más del Estado en la vida de unos ciudadanos que pueden fácilmente convertirse, por obra de la enfermedad o la vejez, en auténticas rémoras. En un lastre, un peso muerto. 

O sea, en un obstáculo para lo que interesa únicamente al Estado, en último término: su propia supervivencia. Que la dispensación de esa vida y esa muerte se derive a empresas privadas, como ya sucede en algunos países europeos, solo escenifica a la perfección esa alianza Estado-gran capital que me parece característica del nuevo estatalismo y del orden global. Con un aspecto especialmente siniestro: que una empresa, por definición, siempre busca hacer caja; y que, por consiguiente, cuantas más vidas logre segar mayor será su beneficio. 

Nada nuevo, si contemplamos las cosas desde el otro extremo de la vida. No me cabe duda de que la época que comienza, o que comenzó hace unas pocas décadas, atesora logros y motivos para la alegría y la esperanza. Simplemente, la persistencia de estos dos peligros –y lo poco que se habla de ellos– me lleva a contemplar con cierto escepticismo el resto de los méritos que nuestra era pueda alegar en su favor. 

Lejos de un humanismo total, de una apuesta por el valor de la vida humana en sí, de todas las vidas humanas, creo que la estrategia esconde una decantación por algunas vidas en detrimento de otras: el Estado, también en último término, es una nave en manos de determinados timoneles, que manejan las cosas con la arbitrariedad de un sujeto individual. De hecho, debo decir que estoy deseando equivocarme por lo que respecta a estos peligros (o a todos los que se le puedan ocurrir a usted, querido lector). Hace tiempo que mi profeta favorito es Jonás y que, como él, desearía constatar finalmente que Nínive no es destruida. 

Lo cierto, no obstante, es que las novedades más recientes se empeñan en alimentar estos temores. Por lo que se refiere a la visión más local de las cosas, véanse por ejemplo iniciativas como las que pretenden legislar sobre la verdad histórica, o sobre determinados episodios de la historia, en un esfuerzo que supone algo así como una instancia ahistórica, o suprahistórica, como si el legislador se arrogase una visión desde ninguna parte, un estatuto pseudodivino. O véanse iniciativas que parten de la premisa mayor de que la titularidad de la patria potestad recae sobre el Estado y solo por razones económicas se delega circunstancialmente en los padres. O véase la tentativa de establecer las condiciones bajo las cuales el Estado puede arrebatar la vida a un ciudadano cuando juzgue que esa vida ya no merece la pena de ser vivida. 

Ante estas novedades uno debería tentarse la ropa. Preguntarse, quiero decir, si realmente estamos ante la mejor de las épocas posibles, parafraseando a Leibniz y los filósofos del siglo XVIII. Tal vez no lo sea tanto. O tal vez simplemente nuestra época se ha quitado la máscara y muestra con descaro el despotismo que ha predominado en todas las épocas, de forma más o menos soterrada. Lo cual, desde un sano cinismo, supondría cierta ganancia en forma de lucidez, pero una pérdida inquietante: el disimulo. Y cuando se ha perdido incluso el disimulo la civilización colapsa, solo queda la barbarie. 

Por eso criticar la propia época, no cancelar el pensamiento crítico, si es que esto no es un pleonasmo, puede ser hoy más necesario que nunca. ¿Cómo tomarnos nuestra época? ¿Qué actitud adoptar ante ella? ¿Debemos claudicar de antemano y desde una posición sumisa aceptar cuanto nos ofrezca, cuanto solicite de nosotros, o más bien reservarnos nuestro derecho a sustraernos a sus dictados, discriminarlos al menos? 

El dilema puede resumirse en una suerte de juego de las preposiciones: el hecho de que inevitablemente vivimos en una época, pero podemos vivir declaradamente para ella o contra ella; entre ambos extremos, todas las modalidades que quepa imaginar. Un breve repaso a algunas expresiones literarias me lleva a pensar en cinco ejemplos, por riguroso orden alfabético. Es decir, en cinco ocasiones para la (auto)educación, que no otra cosa es la lectura.

La naturaleza pelagiana de nuestra época, que hace tiempo se emancipó de Dios y solo confía en sus propias fuerzas. Una lógica quiasmática: hoy se diría que los hombres que hacen el Estado, curiosamente, creen que es el Estado quien hace a los hombres. Una idea titánica de lo humano, una consagración del homo faber. Solo que si ya la modernidad predicaba esta deificatio del hombre por sus propias fuerzas, ese homo faber, la posmodernidad parece conducirnos hacia un homo (ipsium) faber, en el camino del olvido definitivo de cualquier elemento que le recuerde su condición de criatura. Autocreación, producción del propio productor, en el lenguaje de Slöterdijk. 

Por supuesto, no vengo a negar aquí que ese ejercicio autopoiético no tenga lugar: somos, en gran medida, lo que hagamos de nosotros mismos, claro que sí, y en tal cosa consiste el ejercicio de la libertad. Para averiguarlo no hacía falta llegar a Foucault ni Sartre, bastaba con leer a Dante y comprobar cómo el castigo que padecen las almas de los condenados en su Inferno es en realidad un castigo autoinfligido: simplemente, son lo que han hecho de sí mismos en su rechazo de la divinidad. 

Lo que me permitiría añadir es que, junto con esa libertad, y antes que ella, subsisten algunos supuestos de la existencia que no se obtienen mediante su ejercicio, que escapan a la lógica del mérito, que no se consiguen. Simplemente, se reciben, empezando por el hecho de la existencia misma. Recordar el carácter de don que tienen esos supuestos, celebrarlo, reflexionar un poco acerca de su razón de ser, no sería una pérdida de tiempo. 

Por último, diría que lo que la imagen de la época nos susurra –escribo en octubre de 2020, con las cifras escalofriantes del covid19, el decreto de un nuevo estado de alarma, la instauración del toque de queda, la suspensión de la separación de poderes y varias leyes de siniestro contenido en vías de tramitación– es la entrada oscura y fría de una catacumba. Una catacumba muy útil, que permite preservar la llama de algunas verdades y sustraerlas del viento de la intemperie. 

Una catacumba donde se puedan susurrar cosas que no caben entre los aullidos del exterior. Ahí, solo ahí, en el templo de la conciencia individual, parece que podrá subsistir un resquicio de libertad en último término. O, como mucho, en el ámbito de las reuniones y cenáculos cada vez más privados: durante algún tiempo parece que la verdad, como decía Platón, se dirá entre amigos (y solo entre amigos). Cualquier signo de criterio propio adquirirá fácilmente el brillo de un gesto conspiratorio. 

Tal vez, pero conviene recordar que el peligro de una catacumba es que resulte demasiado hospitalaria. Y que no vive del todo bien en una catacumba quien no aspira a salir de ella.


“Hay esperanza en el mundo, pero no procede del hombre” 
Gabriel Insausti || EFECTO AVESTRUZ