EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA PRIMERA REPÚBLICA ESPAÑOLA" (1873-1874): DE LA UTOPÍA AL CAOS 💥

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sábado, 29 de abril de 2023

LIBRO "LA PRIMERA REPÚBLICA ESPAÑOLA" (1873-1874): DE LA UTOPÍA AL CAOS 💥

La Primera 
República Española
(1873-1874):
De la utopía al caos

JORGE VILCHES

La Primera República (1873-1874) es uno de los episodios más importantes y desconocidos de la Historia de España. Na­ció como consecuencia del fracaso forzado de la monarquía de Amadeo de Saboya, no como resultado de un plebiscito ni de un movimiento de opinión. De manera que, el 11 de febrero de 1873, cuando fue proclamada, España seguía siendo monár­quica.
La Federal, como fue conocida, se predicó como una utopía política y social que traería paz, prosperidad y felicidad. Sin em­bargo, la élite dirigente demostró su desprecio a la democracia prefiriendo la revolución, el golpe de Estado y la conspiración a la legalidad, el consenso y la educación del pueblo en costumbres públicas democráticas. Pronto el país quedó desgarrado.
Entre febrero de 1873 y diciembre de 1874 hubo cinco pre­sidentes, cuyos mandatos estuvieron marcados por la guerra, el desdén de Europa, el desorden público, la desorganización e indisciplina del Ejército y la amenaza de una guerra con Estados Unidos, así como por el cuestionamiento de la unidad nacional con la proclamación del Estado catalán y la expansión del movimiento cantonalista desde Cartagena.
El fracaso de la República, último episodio de la Revolución de 1868, se llevó por delante la confianza ciega en el ejercicio de las libertades, y perjudicó la evolución democrática de España.

INTRODUCCIÓN

La Primera República no acabó el 3 de enero de 1874 con el golpe del general Pavía, como se ha contado muchas veces. Ni tuvo solo cuatro presidentes, sino cinco, contando al general Francisco Se­rrano, que presidió la República durante más tiempo que la suma de los anteriores. Todo comenzó el 11 de febrero de 1873 y ter­minó el 30 de diciembre de 1874, y puede que sea el periodo de la historia de la España del siglo XIX más mitificado y menos estudiado debido a dos factores principales: la hegemonía del mito progresista en la narración de la historia de España y la propia complejidad del periodo.

El primer obstáculo aparece cuando el relato historiográfico hegemónico dice que aquel régimen supuso un tiempo de espe­ranza y progreso truncado por los «reaccionarios». Esta visión idealizada del momento y de sus personajes ha llevado a la mitifi­cación, con una buena carga romántica y presentista, basada en eso que se llama «la España que pudo ser». 
El segundo obstáculo, como decimos, es la complejidad del periodo político, que no cabe resolverla con un relato político o con estructuralismos sociales o economicistas. En mis estudios sobre el siglo XIX -que abarcan desde 1808 hasta la Restauración-, he de confesar que no he en­contrado un tiempo de la historia de España más difícil y enreve­sado. La Primera República fue un fenómeno poliédrico con muchas zonas oscuras que la historiografía «amable» con el republi­canismo elude por comodidad o conveniencia. En buena medida, el choque entre el relato sobre aquel régimen y la documentación manejada ha impulsado el estilo y el contenido de este libro.

Esta obra se aleja de la tendencia actual de convertir la Histo­ria en un campo de batalla. Ha sido un verdadero trabajo de des­cubrimiento, pero no para corroborar prejuicios o animar una tendencia política. La investigación se ha realizado sin despreciar fuentes por su sesgo ideológico, sin apriorismos, favoritismos o presentismos. Un historiador honesto no libra las batallas perso­nales usando el pasado de otros.

*
La importancia de la Primera República radica en que fue un mo­mento disruptivo de la historia de España. Rompía con la trayec­toria monárquica y vagamente centralista, más apegada a la reali­dad de un Estado débil y a sus problemas, y presa de una mala clase dirigente política, inapropiada para consolidar un Gobierno representativo. El problema del reinado de Isabel II no fue la reina, ni su vida privada, ni sus preferencias políticas, ni el hecho de que no se diera el poder a los progresistas, sino el comporta­miento y la mentalidad de la élite política. Sin unos dirigentes centrados en el funcionamiento de la letra y del espíritu del régi­men, leales con las instituciones, críticos pero responsables, es imposible que funcione sistema representativo alguno.

Los dirigentes de los partidos se caracterizaron precisamente por aquello que hacía inviable cualquier sistema constitucional y liberal, especialmente entre 1863 y 1866. Me refiero al obstruc­cionismo parlamentario para derribar a los ministerios; a las ne­gativas y a los vetos para formar Gobiernos de coalición o de con­ciliación programática; al cálculo partidista para no depurar el sistema electoral; a la múltiple división en cada partido, y al retraimiento electoral como forma de censura de una decisión polí­tica. En suma, el comportamiento desleal e irresponsable de las élites de los partidos impidió la estabilidad del reinado de Isabel II y obligó a un ejercicio de la regia prerrogativa más allá de la lógica de una monarquía constitucional, exactamente igual que pasó con Amadeo I de Sabaya. Esto no hace mejor a los reyes -ni los exculpa-, sino que reparte las responsabilidades entre los acto­res políticos, siempre atendiendo a la documentación y a la lógica constitucional del momento.

La convivencia durante los reinados de Isabel II y Amadeo I era imposible si a lo anterior sumamos una retórica política ex­clusivista que se apropiaba de la libertad y del pueblo para demo­nizar al adversario, arrogándose un derecho a gobernar y una mi­sión de corregir la historia de España. No está de más recordar que no era el trono el que organizaba las campañas políticas, falseaba las elecciones, hablaba al pueblo con demagogia y maxima­lismos, ni el que presentaba mociones de censura y confianza en las Cortes. No fueron Isabel II ni Amadeo I quienes despreciaron el acuerdo entre los grandes partidos para consolidar una situa­ción política en tiempo de crisis. Esto mismo ocurrió en la Pri­mera República: fueron los dirigentes, como se verá en esta obra, quienes hicieron imposible el funcionamiento ordenado del régi­men liberal y luego democrático.

Esos mismos dirigentes, en especial los progresistas, no forja­ron antes de 1868 un pensamiento político sólido para construir una alternativa al régimen isabelino, sino que se sirvieron de una retórica de oposición para alcanzar el poder. La élite política coin­cidió en que el problema era Isabel II, a quien atribuyeron la culpa y la responsabilidad de la falta de convivencia entre los partidos.

Es cierto que barajaban ideas de funcionamiento del sistema constitucional, como la existencia de un poder moderador -el rey-, unas Cortes ampliamente representativas y el ejercicio de las libertades en detrimento de la presión fiscal. También es ver­dad que ese nuevo régimen, con su fe en el contractualismo, debía basarse en una Constitución que fuera el acta de nacimiento de la España nueva, de la «España con honra», que escribió Adelardo López de Ayala en septiembre de 1868. Todos se unieron contra Isabel II y la dinastía Borbón, a la que achacaron la inestabilidad del régimen liberal en España. Su propósito en aquella Revolu­ción, la Gloriosa, fue crear un sistema común nacido de unas Cor­tes elegidas por sufragio universal masculino que pusiera en práctica una fórmula nueva: la monarquía democrática.

La Revolución se hizo para evitar los «obstáculos tradiciona­les» que, según los progresistas, impedían a su partido alcanzar el Gobierno de forma legal y llevar a España a una situación de feli­cidad basada en la libertad. La camarilla, la presión clerical, el fa­voritismo de la reina Isabel hacia los moderados, la violación de la ley y la corrupción pública y privada constituían un tapón que impedía a España tener Gobiernos verdaderamente liberales. La Unión Liberal de Francisco Serrano, el Partido Progresista de Juan Prim y el Partido Demócrata de Nicolás María Rivero y Cristino Martes se unieron contra el régimen de poder exclusivo que el Partido Moderado había instalado aprovechando el miedo de Isa­bel II a la revolución. Libertades para los españoles, urnas abier­ tas para el sufragio de los hombres, conciliación de los partidos, turno en el poder y progreso de la sociedad. «Moralidad y econo­mías», decían, y así consiguieron los tres partidos que los españo­les, en su inmensa mayoría, aplaudieran la Revolución de septiembre de 1868.

Las intenciones eran buenas, pero la praxis fue un desastre. No hubo un verdadero interés por el funcionamiento de la demo­cracia y su consolidación, sino por tener y ejercer el poder contra viento y marea, por disfrutar de un incomprensible «derecho a gobernar» para salvar a España sin pasar por las urnas. Existió un culto a la revolución que impidió el ejercicio de la libertad y de la democracia, y que derivó en un caos, justamente en el punto ál­gido revolucionario: la Primera República.

*
El estudio de la Primera República no ha tenido suerte en Es­paña, como señaló con acierto Alejandro Nieto en su reciente obra sobre la Asamblea Nacional entre febrero y mayo de 1873. Sin analizar ni comprender lo que pasó en aquel régimen, «no podre­ mos entender bien nuestro siglo XIX», escribió. Podría señalar los estudios que se han dedicado con mayor o menor fortuna al fenó­meno, como los de José María Jover Zamora o Juan Ferrando Ba­día, pero unos párrafos con referencias bibliográficas carecen de interés ahora. No obstante, sí conviene señalar que en la historio­grafía española faltaba un trabajo profundo sobre la vida política de la Primera República, la de 1873 y 1874, basado en fuentes pri­marias y secundarias contrastadas. Esto es lo que en este libro se trata de hacer.

También es conveniente señalar una cuestión que muchas veces pasa desapercibida para el gran público. Este libro no partió con la intención de hacer un panegírico de los republicanos, ni tampoco un ataque. Cualquiera de las dos soluciones no estaría a la altura de una investigación profunda como la que aquí se ha in­ tentado hacer. Esta obra se inició para conocer la Primera Repú­ blica en profundidad y comprender mejor el siglo XIX español, y es la culminación de décadas de investigación.

No soy nuevo en esto, y sé que es más fácil conseguir el aplauso del gremio de historiadores si se escribe favorablemente de los republicanos o de los progresistas del siglo XIX, y mal de los monárquicos, conservadores y católicos. Existe una proyección de la ideología del historiador sobre el pasado y un coqueteo con la corrección académica que hacen un flaco favor al gran público y al avance del conocimiento histórico. Por contra, sostengo que no hay que entender el oficio de historiador como escribir bien o mal sobre algo o alguien, o reivindicar o denostar personajes. Se trata, en mi humilde opinión, de contar las cosas como uno inter­preta que ocurrieron sobre la base de lo que otros estudiaron, en función de la documentación que maneja y sin ocultar datos que tuerzan la intención inicial del autor. Todo esto, claro está, utili­zando un aparato analítico que vehicule la información y le dé un sentido. No obstante, tengo presente que la opinión del historia­dor se refleja en su investigación. Hay mucha literatura al res­pecto que lo explica. Creo que la Historia es una tarea de descubri­miento constante de nuevas fuentes o de relectura de las ya cono­cidas, pero con un aparato analítico renovado. La repetición de lo que ya escribieron otros no tiene sentido. De hecho, en esta inves­tigación que el lector tiene entre sus manos rectifico algunas obras de historiadores -entre ellas, varias mías- y manejo documentación nueva. Si esto es revisionismo, pues que lo sea. 

El historiador debe hacerse preguntas. Es lo que aprendí en el antiguo departamento de Historia del Pensamiento y de los Movi­mientos Sociales y Políticos, de la Universidad Complutense de Madrid, de la mano de mi director de tesis y amigo Luis Arranz Notario. Al abordar la Primera República tenía unas preguntas iniciales a las que se sumaron otras según fui haciendo descubri­mientos. ¿Cómo se predicaba el federalismo? Esa era la primera y la principal. Ya contamos con estudios que desmenuzan la idea federal del Sexenio con mayor o menor acierto desde la obra de Gumersindo Trujillo (1967), e incluso que lo encajan con la histo­ria del federalismo en España, como las obras de Ángel Duarte (2006), Piqueras Arenas (2014) y Jorge Cagiao (2014). Faltaba un estudio sobre la naturaleza de la propaganda federal en el Sexenio Revolucionario, en su contexto histórico, fundamental para cono­ cer cómo los españoles percibían la idea. La Federal, como ya conté en otros estudios de fácil acceso al lector, se presentó como una utopía política y social, tal y como confesaron sus pro­pagandistas. En esto tuvieron un éxito indudable. Es bueno seña­lar aquí que no es lo mismo un mito, como describió Jover Zamora para la Primera República, referido a algo ocurrido en el pa­sado, que una utopía, que mira al futuro. Mi interés, por tanto, se inició con la descripción de las formas propagandísticas de esa utopía en todos sus elementos, desde el culto a la revolución, al mesianismo como mentalidad política, la defensa del dogma, el papel de los profetas, como Emilio Castelar y Francisco Pi y Mar­gall, y de los divulgadores políticos, periodísticos y literarios, hasta los lugares de culto. Para ello utilicé los métodos de las cien­cias sociales, aplicando los conceptos y la historia comparativa. El conjunto -la defensa de una idea política con las formas de una utopía- tuvo sus consecuencias, como antes en el resto de Eu­ropa. El utopismo explica en buena medida el caos cantonal, par­tidista, constitucional y político de 1873, y considero que mos­trar que La Federal se propagó como una clásica utopía política del siglo XIX es imprescindible para entender el desarrollo del re­publicanismo y su naturaleza.

Si lo importante era la democracia como fórmula de progreso, la pregunta es por qué cayó la monarquía democrática de Amadeo l. Las respuestas, que ya avancé en mi tesis doctoral (publicada luego por Alianza Editorial), iluminan en buena medida las cos­tumbres y las carencias de los dirigentes políticos para establecer un orden liberal y democrático. Un examen detenido de las prác­ticas políticas y constitucionales de los partidos del régimen ex­plica su fracaso y aventura el motivo de la proclamación de la Re­pública el 11 de febrero. 

¿Por qué no funcionó el sistema de parti­dos? ¿Por qué se falsificaron las elecciones? ¿Cuál es el motivo de que los radicales se aliaran en las urnas con carlistas y republica­ nos en 1872? ¿Creían que eso fortalecería la monarquía democrá­ tica o solo pensaban en gobernar a cualquier precio?
Siguiendo este hilo cabe preguntarse qué significaba la Revo­lución de 1868 para ellos: si el establecimiento de nuevas bases de gobierno constitucional para todos los partidos liberales o que los radicales tuvieran el poder para siempre. En el mismo sentido, ¿por qué Manuel Ruiz Zorrilla, último presidente del Gobierno con Amadeo I, líder del Partido Radical, con mayoría absoluta en las Cortes que proclamaron la República, fue ninguneado el 11de febrero y nadie pidió que volviera a la política hasta bien entrado 1874? ¿Por qué forzaron la marcha de Amadeo de Saboya? ¿Qué rey querían? ¿Cuál era el plan de los conservadores en los últimos meses de Amadeo? ¿Durante el reinado del príncipe italiano se sentaron las bases y las costumbres democráticas en el pueblo, o se alimentó el culto a la revolución hasta que se produjo el har­ tazgo general que dio pie a la Restauración? 

A todo esto se res­ponde en la primera parte del libro, donde se condensan las razo­nes de la caída de la monarquía democrática de Amadeo I, imprescindible para entender los errores que llegaron a la Primera República.

Establecido el federalismo como una utopía para entender el republicanismo, y explicado el reinado del saboyano como experi­mento de convivencia democrática en la primera parte, las pre­guntas llegaron solas. 
¿Por qué no cuajó la República? Las res­puestas que se ciñen a la crisis económica, a las guerras civiles o al papel del Ejército son insuficientes. Esos mismos problemas existieron antes y después en España y en otros países, como Francia. En este último se consolidó la Tercera República con una guerra contra Alemania y otra contra la Comuna, además de una crisis socioeconómica, y no se evitó que los militares intervinie­ran en la política.

El uso de excusas exógenas lleva a un callejón sin salida y, además, falso. ¿Es que la República, el sistema más perfecto según sus predicadores, solo podría tener éxito con la Hacienda arre­glada, el país en paz y el Ejército limitado a su papel militar? Con esas condiciones positivas podría funcionar la República, claro, y cualquier otro régimen. La clave era contar con una élite política responsable, conciliadora y unida por un proyecto común. Esta es la respuesta. En consecuencia, sin hacer un análisis profundo de la vida política, sin conocer a esos dirigentes, es imposible hallar las razones del fiasco republicano.

La cantidad de golpes de Estado, conspiraciones y maquina­ciones que tuvo que soportar Estanislao Figueras como presi­dente, entre febrero y junio de 1873, demostraron que no era el político adecuado, que ese no era el camino más eficaz para asen­ tar la República y que no tenía detrás a un partido sólido y serio, sino embriagado por la victoria y la utopía. Tampoco se explica fuera de la historia política el ascenso de Pi y Margall desde el Mi­nisterio de la Gobernación, su dominio de la administración terri­torial, su golpe de Estado del 23 de abril y el cantonalismo. Este federal siempre ha tenido, junto a Nicolás Salmerón, un aura de filósofo progresista y demócrata que podría haber llevado España a la cumbre del desarrollo. Pero este análisis es voluntarista, no pegado a la realidad. Una vez que nos fijamos en los hechos y nos preguntamos por su actuación, su comportamiento y su coherencía, las respuestas desdicen ese mito. Quizá su aportación filosó­fica es interesante, pero su actuación política dejó mucho que desear.

¿Cuáles fueron los motivos por los que el Gobierno de Pi y Margall eligió la «guerra telegráfica» para calmar a los cantonales en provincias y en las Cortes? ¿Por qué su política no satisfizo al resto de republicanos? ¿Por qué no impulsó desde el Gobierno la construcción de La Federal de abajo arriba, tal y como había pre­dicado? ¿Por qué no quiso formar parte de la Comisión Constitu­ cional? ¿Cómo explicar sus silencios de 1873 sobre temas cruciales como la pena de muerte, un tema que afectó sobremanera a la caída del Gobierno de Salmerón? 

Considerar que la República ha­bía llegado en febrero de 1873 sin bayonetas, como dijo, y que eso cambiaba el plan federal era confesar que su republicanismo era el envoltorio de una revolución de una parte de España contra otra que solo podía sobrevivir con la imposición. Por tanto, el fe­deralismo de Pi no era democrático ni estaba basado en la armo­nía, sino en la violencia. La explicación está en la vida política, y a eso he dedicado la parte tercera, aunque también hay abundantes referencias en la dedicada a la presidencia de Estanislao Figueras. Los Gobiernos de la derecha republicana -Salmerón y Castelar- se abordan en las partes cuarta y quinta. La dimisión de Sal­merón se ha justificado muchas veces aludiendo a su negativa a firmar dos sentencias de muerte. No obstante, al no encontrar di­chas sentencias ni hallar la sesión del Consejo de Ministros en la que Salmerón se negara, como cuenta la leyenda, indagué sobre la cuestión. 

¿En qué manos estaban los indultos? ¿Cómo ejerció Sal­ merón dicha potestad cuando fue ministro de Justicia? ¿Se legisló algo al respecto durante su gobierno? 
Porque si tan preocupado estaba por la vida humana, ¿cuál fue el motivo de que no presen­tara un proyecto de ley inmediatamente? Es más: ¿por qué alentó a Pavía y a Martínez Campos a que sofocaran a sangre y fuego el cantonalismo andaluz y levantino, y, sin embargo, se mostrara tan remiso a la pena de muerte? ¿Fue el único motivo para dimitir o una excusa que salvaba su imagen? ¿Cómo actuaron la derecha y los otros grupos parlamentarios? La figura de Salmerón, tal y como se cuenta en la parte cuarta, necesita una biografía política e intelectual completa que sitúe al personaje fuera del mito.

Emilio Castelar fue la última esperanza del republicanismo y, al mismo tiempo, su enemigo más odiado. No he visto una ani­ madversión más profunda que la de sus antiguos compañeros de partido, escaño o Gobierno. Hicieron todo lo posible para impedir su mandato, incluido el suicidio de la República. «¡Sálvense los principios, perezca la República!», dijo Salmerón, el mismo que años después se lamentaba de que hubiera perecido. Lo que me interesaba de Castelar, al que dediqué una biografía hace décadas, era su reconversión al orden, los motivos de que renegara de la utopía y del federalismo, así como su pretensión de incluir a con­ servadores y radicales en la República. De forma paralela estudié la estrategia de Figueras, Salmerón y Pi y Margall para derribarle, asunto que antes no se había abordado. Solo se mencionaba la vo­tación de censura y el golpe del general Manuel Pavía. Sobre la jor­nada del 2 al 3 de enero de 1874 había muchas incógnitas y la más importante de todas era el papel de Castelar en el acto. Creo que en la parte quinta, con documentación inédita, queda bien re­suelta la cuestión.

Llegados a este punto, el agotamiento casi pudo conmigo. Era tal la avalancha de acontecimientos nuevos y de documentación que corregía tópicos, que el trabajo de darles sentido llegó a pare­cerme abrumador. Quise terminar entonces, pero mi amigo Ro­berto Villa me convenció de que hiciera lo mismo con 1874, la Re­pública de Serrano. Le estoy agradecido por ello. Hasta hoy solo existía la tesis doctoral de Julián Toro (1998), valiosa pero muy li­mitada en el uso de fuentes -solo prensa- y atada a un estructu­ralismo economicista que deja muchas penumbras. Los libros de Historia, además, suelen pasar por alto ese año y solo cuentan el golpe del 3 de enero y el pronunciamiento de Sagunto, como si no hubiera ocurrido nada entre medias. Por eso el régimen de 1874 era una gran incógnita, con un montón de preguntas sobre los lí­deres políticos, incluidos los republicanos desalojados del poder, sus planes y actuaciones, las relaciones exteriores, la guerra, el proceso interno hacia una Restauración pactada y el alfonsismo y sus dificultades. Eso es lo que se cuenta en la sexta parte.

*
La efeméride, los 150 años de la proclamación de la Primera República, que se cumplen en el año 2023, era una buena excusa para abordar un proyecto en el que venía trabajando desde hacía mucho tiempo. El resultado es una apuesta historiográfica arries­ gada, pero necesaria. Soy responsable de todo lo que se dice aquí, aunque he contado con la siempre inestimable ayuda de mi maes­tro Luis Arranz Notario. A él no le debo solo la revisión del texto en su forma y conclusiones, sino el tipo de historiador que soy.

Había un camino fácil, pero opté por la «historia para adultos», como siempre me ha dicho. También quiero agradecer a mi amigo Roberto Villa, con quien he conversado largamente al respecto en­tre cañas y tapas de jamón y queso. Su impulso ha sido muy va­ lioso para mi ánimo y para este libro. Conté, además, con las mag­níficas sugerencias de José María Marco, un referente intelectual para mí desde hace décadas, conocedor como pocos del republica­nismo azañista y del perjuicio que, a su juicio, supuso el krau­sismo. No le falta razón. Tuve suerte y accedieron a leer el borra­ dor Antonio Moral Roncal, Faustino Martínez Martínez y Pedro Carlos González Cuevas, que hicieron críticas constructivas de gran valor, abriendo mi mente a otros aspectos. Busqué en mu­chos archivos, encontrando auténticas joyas. Creo que no hay una historia de la Primera República que haya manejado tantas fuen­tes primarias, muchas de ellas inéditas. 

Quiero agradecer aquí a Enrique Domínguez Martínez-Campos el acceso a las copias de las cartas que se intercambiaron Cánovas y el general de Sagunto, es­clarecedoras de la pugna entre alfonsinos. Lo dicho: la responsa­bilidad de lo que aquí se dice es mía, y a mí se me deben pedir cuentas.

Vilches, con Herrera: “La Primera República es la culminación del disparate español”