La locura del perdón
"TODOS PIDEN LA PAZ, PERO,
CASI NADIE PIDE PERDÓN".
YANKA
San Mateo (18,21-35):
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo".
El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes".
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré". Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido.
Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».
***
Decía Hegel que el perdón es la posibilidad que tiene el espíritu de sanar cicatrices1. Pero ¿qué es sanar? ¿Y qué son cicatrices? ¿No están ya sanadas las cicatrices? ¿No son éstas precisamente la estela que deja una herida cuando ya ha sido sanada? Porque si el perdón es la capacidad de sanar cicatrices, se le quita el sentido al perdón. Éste más bien podría -debería- concebirse como la capacidad, más que de olvidar un mal, de trascenderlo; más que de erradicar la cicatriz, de generarla. Cuando algo cicatriza es porque ha sido superado. El socavón que deja en la muralla la embestida del proyectil es firma de lucha y de victoria.
El perdón es, más que el olvido, la trascendencia de un mal sufrido por la acción de otro que está hoy arrepentido. ¿Arrepentido? ¿Tiene que haber arrepentimiento por parte del sujeto agente para que el sujeto paciente pueda perdonarlo? La respuesta, de primeras, puede parecer sencilla y acaso perogrullesca: no es necesario; pero, como se verá más adelante, quizá el perdón es algo de dos, y quizá si una de las dos partes -que a la postre resulta la principal interesada- no está siendo sincera, el perdón puede llegar a no existir nunca realmente. Por eso la necesidad, por ejemplo, de la confesión tras el pecado. Dios perdona siempre, y esa es su continua actitud respecto del pecador, pero si éste no se arrepiente y confiesa su caída, si no muestra su arrepentimiento, el perdón no se da. Parece que no es tan indiferente para que alguien perdone que aquel a quien está perdonando se haya arrepentido antes.
¿Estar perdonando? ¿Así, en gerundio? ¿Es perdonar una acción que se está haciendo o que se hace de una sola vez, de golpe? Y también: ¿Es una acción transeúnte o inmanente? A esto último parece asomársele una respuesta inmediata: perdonar es una acción inmanente porque deja poso en el corazón del que perdona. Una persona, cuando perdona -cuando perdona de verdad-, cambia, mejora, avanza en madurez y en profundidad vital. Entonces, ¿por qué cuesta tanto perdonar? Mejor dicho -porque costar cuesta todo lo que vale la pena, y el esfuerzo no es un buen medidor del valor de lo que conviene hacer (a veces cuesta más hacer lo incorrecto)-, ¿por qué casi nadie perdona de verdad? ¿Es algo connatural al hombre? Porque si así fuese, sería más común, y no tan raro, oír un “le perdono”, en lugar de un “se lo merece”. Como diría Jacques Derrida, “el perdón es una locura”.
De primeras parece lo más irracional: olvidar un mal sufrido y olvidar a quien lo ha provocado, e incluso amarle. Por eso, normalmente, solo a Dios se le otorga la capacidad de perdonar. Porque solo Él, con su sobrenaturalidad, con su trascendencia integral del mundo, es capaz de hacer semejante locura. Sobrenaturalidad. Extraordinario. También Derrida decía que el perdón siempre se dirige a lo extraordinario. Es precisamente esto lo que lo convierte en una locura. Lo racional se viste siempre de justiciero. Es lógico que si alguien te hace daño o se porta mal contigo no reciba algo distinto de tu parte. La lógica de la vida, la lógica de la relación, es esa.
O no. Porque la lógica del perdón es completamente antagónica: dar el bien a quien te da el mal, a quien te escupe, un beso, a quien te agrede, un abrazo, a quien te maltrata, un ‘gracias’. ¿Es lógica la lógica del perdón? Podría decirse, visto lo visto, que no.
El perdón es, a la vez, lo más humano y lo más inhumano, lo más egregio y lo más repugnante, lo más sencillo e intuitivo y lo más intrincado y abstruso. Sí, sí: ha leído bien. Repugnante. El perdón puede llegar a ser lo más repugnante. Véase, por ejemplo, sin necesidad de ir más lejos, lo mal que se ve que alguien poderoso se postre ante otras potestades. Cristo mismo, en cuyas manos se albergaba la omnipotencia, fue razón de burlas, desprecios y vituperios. Sus seguidores no lo entendían; no entendían que el mesías, el ungido del Dios todopoderoso, se dejara cautivar, flagelar y crucificar (injustamente además) por sus enemigos.
La reacción -¿natural?- que sale de cualquier corazón ante esa tesitura es la de Pedro: la inexpugnable muestra de autoridad, de poder, de intransigencia por medio de un prodigio portentoso y tajante. Lo mejor hubiera sido -pensaron y piensan muchos- que Cristo hubiese dado rienda suelta a su ejército de ángeles y, como ya hizo con los primogénitos del pueblo egipcio, hubiese aniquilado a los que le buscaban para apresarlo. ¡Ni siquiera eso! Siendo Dios, un solo movimiento de su voluntad habría bastado para dejar de sostener en el ser a esos impíos. Es lógico pensar así. Pero no: Jesús de Nazaret, que a la sazón fue ya reconocido como Dios mismo, “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”2. Y lo que es más fuerte aún:
“por eso Dios lo levantó” y “le concedió el nombre sobre todo nombre”3. Siendo así que este hecho de dejarse vituperar y perdonar a los vituperantes resultó ser el más laudable y elevado. En efecto, el perdón es a la vez lo más egregio y lo más repugnante.
Como bien avizoró Derrida desde la lontananza de sus circunstancias, con el perdón se desliga a un sujeto de su acto4. Pero cuidado:
sólo en cierto modo. Aquí se da precisamente la trascendencia -que no el olvido- del hecho de perdonar. Si se considerase al sujeto ineludiblemente unido a su acto, de manera que ad extra fuese imposible separarlo de él, no podría darse el perdón. Perdonar es ser consciente de que la persona, la identidad del sujeto agente, el ‘quién’ que ha hecho el mal, es mucho más que el acto desafortunado que ha llevado a cabo. Por eso se lo puede trascender. Trascender es superar; donde lo superado debe serlo por la existencia de una cierta subalternancia para con lo que lo supera. Aunque no es posible, en cambio, separar ad intra, es decir, intersubjetivamente, a la persona de sus actos. El obrar humano es siempre inmanente. Todo lo que el hombre hace deja poso en él, lo constituye. La persona se define con sus actos. Y esto es innegable e inevitable. De ahí que el purgatorio sea parada casi obligada para la gran mayoría: el alma, por la inmanencia de los actos humanos, está manchada, a pesar de haber sido perdonada, y necesita purgarse.
Ad Extra, de cara a Dios, no ha pasado nada; y por eso está perdonada. Ad intra, en sí misma, necesita limpiarse, pues de otro modo no podría entrar en la pulcritud del seno divino. El perdón, además de trascender y no olvidar (pues olvidar en ocasiones es algo utópico y que no está en manos del herido), supone una separación del sujeto respecto de su acto sola y únicamente ad extra, esto es, de cara a fuera; pues ad intra, en lo que al propio sujeto quoad se corresponde, es imposible obviar la inmanencia de sus actos. Se puede concluir, pues, que el perdón es siempre algo que se da desde el punto de vista del ‘otro’, desde el paradigma personal del sujeto paciente, del sujeto que perdona. Porque solo puede perdonar el que ha sido herido, y éste solo puede perdonar a quien le ha herido. En el acto del perdón, el que es perdonado rompe en un sentimiento irrefrenable de paz, de ufanía, de calma, pues sabe que ha apagado un fuego que le estaba quemando por dentro.
Quien pide perdón necesita que el otro le perdone. Si no sucede así, el desastre puede ser aún mayor. De ahí el miedo que siempre acompaña, cual fiel vasallo, a la volición de pedir perdón. Querer pedir perdón a alguien por haberle ofendido es una cosa, y hacerlo otra bien distinta. Es común tener un deseo imperioso de pedir perdón y no ser capaz de satisfacerlo por el miedo a que la otra persona no lo acepte. Es casi tan importante, en la lógica del perdón, ser perdonado que pedir perdón; e incluso me atrevería a decir que es más importante. Aunque, por supuesto, siempre es preferible haber pedido perdón y no haber sido perdonado que no haber pedido perdón nunca. Una vez se ha pedido perdón, puede pensarse que el problema pasa a estar en la otra persona. Y así es en gran parte, pero no del todo, pues aunque ya se haya pedido perdón, si el otro no ha aceptado esas disculpas y ha perdonado, sigue quedando algo pendiente; algo que no dejará tranquilo a quien no ha sido perdonado. Por eso es necesario ser perdonado; y por eso digo que es incluso tan importante como pedir perdón. Porque así como el perdón sólo se da si la parte que lo pide está verdaderamente arrepentida, así también sólo puede existir cuando la parte herida lo acepta. Es normal, pues, que se tenga cierto miedo antes de pedir perdón.
El miedo es uno de los principales alicientes negativos en el fenómeno del perdón. También el orgullo, por supuesto; pero el miedo pondera, en el fondo, mucho más en su acción desalentadora. Una persona orgullosa, cuando ve con claridad que ha hecho algo mal, que ha dañado a alguien, se arrepiente con relativa sencillez, con cierto automatismo, y al final es cuestión de tiempo que acabe yendo a disculparse. En cambio, cuando alguien quiere de verdad pedir perdón pero simplemente tiene miedo de recibir una brusquedad por respuesta, de no ser aceptado, de no ser correspondido, todo se vuelve muy difícil, casi imposible. Cuántas veces ha hecho falta que un amigo ayude a dos a que se dieran un abrazo y se disculpasen mutuamente tras una pelea… ¡precisamente porque ambos -por supuesto equivocados- temían que el otro no les perdonase!
El mayor impedimento -¡el archienemigo!- del perdón es el miedo. Ha quedado claro. Pero ¿es el miedo fundado o infundado? ¿Es lógico o ilógico temer un rechazo cuando se quiere pedir perdón? Por supuesto, todo dependerá, como sucede la mayoría de veces en la vida, de las circunstancias. Grosso modo, muy genéricamente hablando, el miedo suele ser infundado. El hombre tiene miedo porque cree que el otro va a reaccionar de la peor manera posible. En el fondo, porque sabe que hasta él mismo sería capaz de actuar como teme que actúe el otro. El que duda de que alguien pueda obrar de una determinada manera es porque él mismo duda de cómo sería su propia reacción si se intercambiaran las posiciones. Por eso el miedo es mayoritariamente ilógico. Porque luego resulta que la reacción común es la mejor de las posibles: que ambos se miran, se abrazan, ¡e incluso se sonríen o lloran juntos! También depende, por supuesto, de la relación que ambos tienen. No es lo mismo ser perdonado por un padre que por un amigo, o por un conocido que por alguien que acabas de conocer.
Cuando hablo de llorar o de sonreír me estoy refiriendo únicamente a una posible -ciertamente muy posible- reacción en el fenómeno del perdón cuando sus protagonistas son padre e hijo o dos buenos amigos. El perdón es algo inevitable en una relación muy estrecha, porque pueden pasar los días, pero él nunca pasa, mientras que en una relación más lejana con el tiempo puede acabar desapareciendo. Dos personas que han sido muy amigas durante largo tiempo y que, de repente, tras un malentendido, tras una trifulca, rompen su relación y erigen enhiestas murallas que separan bilateralmente a uno del otro, no podrán seguir viviendo tranquilos -en paz, en esa paz antes mencionada- hasta que se perdonen. Llama la atención lo unidos que están el amor y el perdón. Decía Ortega que el amor es a la vez centrípeto y centrífugo. Centrípeto, porque alguien fuera de ti suscita una suerte de inquietud, una llamada persistente. Centrífugo, porque desde dentro de tu corazón sale un deseo irrefrenable por ir hacia la persona que te ha suscitado ese interés. El amor, dirá Ortega, siendo ambos movimientos, centrípeto (de fuera hacia dentro) y centrífugo (de dentro hacia fuera), es más propiamente este último (centrífugo), pues es cuando se sale de uno mismo en la búsqueda del otro cuando de verdad se está amando. Amar es, así, para él, un camino continuo e incesante -que sólo cesa con la muerte- hacia el amado. Un camino inmaterial, intangible sensiblemente, pero muy real, incluso más real que el camino empedrado más físicamente palpable.
Con el perdón parece pasar algo parecido. Quien requiere el perdón del otro, va en su búsqueda, sale de sí mismo, trasciende sus miedos y sus egoísmos, y así alcanza su cometido. Acaso en lo que no se parecen estos dos fenómenos tanto sea en el hecho de que el perdón, una vez alcanzado, fenece. El perdón, cuando se alcanza, ya no se busca más. Es un deseo que tiene un fin saciable y, por lo tanto, finito. Sí, un fin finito. Puede sonar tautológico, pleonástico, pero no es así. Lejos queden las redundancias de las más perfectas definiciones.
Hay dos tipos de fines: finitos e infinitos. Con fines finitos me refiero a aquellos bienes que, tras ser perseguidos, cuando se alcanzan, se dejan de anhelar. En cambio, con los infinitos hago alusión a esos bienes que por mucho que se disfrutan nunca dejan de desearse con profundo ahínco; a esos bienes que siempre están ahí, que son una continua meta en la vida, y que acompañan al hombre hasta sus postrimerías. El amor es el más claro ejemplo de este último género, y el perdón puede resultar un paradigma claro del primero. Mientras el que ama no deja de buscar a la persona amada en ningún momento, el que pide perdón deja de pedirlo una vez lo adquiere.
Cuando se ama no se deja de requerir amor al amado: en todo momento, bajo cualquier circunstancia, el amante busca al amado y el amado al amante. Cuando se perdona, el perdonado deja de buscar al perdonante, y el perdonante al perdonado, pero ninguno de los dos deja de buscar al otro. Ambos retoman su mutua búsqueda, sólo que esta vez como quienes son, y no como perdonante y perdonado. El perdón, precisamente porque trasciende, se queda anclado en el pasado y perece, mientras el amor, que en todo momento seguía ahí, omnipresente, imperante, continúa rigiendo el devenir de la relación, prosigue conformando el peso -ese pondus del que habla San Agustín5- que inclina los corazones de los que aman.
Ahora se puede responder con mayor solvencia a la pregunta por el tipo de acto que es el perdón. ¿Es éste transeúnte o inmanente? Pues, siendo así que, como se ha visto, a diferencia del amor (y como parte de él), el deseo de ser perdonado termina cuando se alcanza el perdón, puede afirmarse sin temor a caer en el equívoco que el acto de perdonar acaba cuando ya se ha perdonado. Cuando suena el tan anhelado “te perdono”, proveniente no solo de la voz exterior, sino también y sobre todo de las más hondas raíces del corazón, de la voz interior, el acto de perdonar concluye. Pero también se plantea otra cuestión.
¿Es este acto directo o paulatino? En otras palabras:
¿Se prolonga el perdón en el tiempo desde que se busca hasta que se verbaliza o se perdona en el momento en que se verbaliza y ya está? Son buenas preguntas. Podría decirse que el perdón, propiamente hablando, se da únicamente en el preciso momento de perdonar, pero sería, está claro, una sentencia demasiado acelerada, una conclusión que adolece de precipitada. Sería más razonable pensar en el perdón como un proceso que comienza con el evento indeseable, con el hecho que enciende -y escinde- la mecha e inicia, así, la necesidad de vuelta de dos imanes que han sido momentáneamente separados con brusquedad.
En ese camino que emprende el sujeto perdonado hacia el perdonante se vislumbra un tiempo. Recorrer un camino siempre requiere de cierto tiempo. Desde luego, es esa dilatación temporal, que abarca el desarrollo completo del perdón, desde su concepción volitiva hasta su explicitación verbal, la que confirma que éste es un acto paulatino. El perdón empieza, como que germina, en el corazón del que está arrepentido, y culmina, ve su expresión materializada, en la comunicación de este arrepentimiento sincero y contrito al sujeto a quien este último ha ofendido.
Arrepentimiento. ¡Qué importante es el arrepentimiento para el perdón! Es, de hecho, una de sus propiedades fundamentales. Hasta tal punto que no se puede perdonar realmente a quien no está arrepentido por lo que ha hecho. Estar arrepentido supone dos cosas: la primera, que si pudiese retroceder al pasado, el sujeto no habría hecho lo que hizo; la segunda, que si en el futuro se le presentara una situación similar, claramente tomaría una decisión distinta. El que está arrepentido, en resumidas cuentas, rechaza por completo el acto que ha llevado a cabo, hasta tal punto que desea con todas sus potencias -¡daría lo que fuera por ello!- que la memoria lo extirpara de los recovecos del recuerdo.
Con esta predisposición, con esta actitud, es posible el perdón. Porque -paradoja- será el ‘otro’, el ofendido, el sujeto paciente del acto desafortunado y deplorable, el que se encargue de -analógica y simbólicamente, pero con una profundidad que de real roza lo inefable- borrar lo acontecido. Evidentemente, como ya se esbozó al principio, el olvido es casi utópico. Es difícil, muchos dirían que imposible, olvidar un evento desagradable, un suceso impactante y contradictorio. Lo que sí puede hacerse es superarlo. He ahí la trascendencia. Trascender un acto es ponerlo en su sitio; es reconocer en el ‘otro’, en el que lo ha realizado, una superioridad ontológica abismal que redunda, al fin y al cabo, en la desconsideración de lo ocurrido.
En suma, el perdón puede resultar de primeras algo sobremanera extraño, una suerte de locura, pero cuando se lo analiza con sazón de verdad, cuando se lo investiga en serio, se llega a la conclusión de que nada hay más natural, más humano que perdonar.
Al perdonar, muchos dicen que se olvida lo sucedido; pero esta tesis, como ha sido explicado, es complicada. Resulta mucho más sencillo ver en el perdón una especie de trascendencia del sujeto agente que deja un lugar tan pequeño para el acto que la relevancia de éste acaba desapareciendo cuando se expresa arrepentimiento sincero y esta expresión es aceptada; y, por supuesto, que esta trascendencia no supone bajo ningún concepto sentenciar que los actos no dejen poso en el que actúa, sino que, más bien al contrario, precisamente por el peso -y el poso- que tienen en el que actúa, siendo así que éste quiere cambiar, es necesario que el derredor -que en este caso se concreta en el ‘otro’, el que ha sufrido el acto-, ad extra, es decir, desde fuera, lo supere perdonándole. Tiene, pues, dos propiedades fundamentales: que es una superación del acto padecido (nunca un olvido real: este solo se da en Dios), y que esta superación es desde fuera del sujeto agente, pues los actos humanos son tan inmanentes, tan inseparables de la autoconstitución del que actúa, que sería absurdo considerar una separación real ad intra.
Por eso el perdón va tan ineludiblemente unido al amor; porque es la expresión magnífica de la trascendencia del valor de una persona, y de la capacidad que tiene ésta para identificar el mismo valor en la otra. Superar la lógica, trascender lo racional en aras de hacer un bien mayor que la mera justicia, ¡eso es el perdón! ¡Eso es la caridad! La caridad es el modo más puro y perfecto de amar.
C. S. Lewis, en Los cuatro amores, la llamó amor dádiva –agapé en griego-, y dijo que es el propio de la divinidad. Es en ella donde se podría ubicar el perdón, porque es en ella donde se ubica lo incomprensible. La caridad no entiende de razones, porque hay decisiones que tienen que ser más que racionales. La razón a veces se queda corta, y el perdón es un ejemplo claro de ello.
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1 “Las heridas del espíritu se curan sin dejar cicatriz”, Hegel, Fenomenología del Espíritu. Realidad -como suele ocurrir- es mucho más profunda que esto. El perdón es, por un lado, algo que pertenece al carácter intrínseca e inexorablemente relacional del hombre -pues sin perdón ninguna relación perduraría-, pero también es, por otro, algo que se le presenta como ajeno, una suerte de alteridad generalizada de difícil (si no imposible) acceso. ¿Es lógica la lógica del perdón? ¿Pertenece el perdón al ámbito de la lógica? Lejos de mí quede resolver esta encrucijada. De hecho, mucho me temo que roza lo irresoluble.
2 Fil 2, 6-8
3 Fil 2, 8-11
4 Esta idea viene de Derrida, quien pensaba que el hecho de perdonar supone el olvido completo. Por eso, para él, la mayor parte de las veces que se concebía el perdón se lo concebía de forma impura. Un ejemplo de esto, dirá en repetidas ocasiones, es Hannah Arendt.
5 Amor meus, pondus meum”, Confesiones, Agustín de Hipona.
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