De la crisis de fe
a la descomposición de España
Crónica y análisis
del camino hasta la situación actual
"TODO ERROR POLÍTICO ES UN ERROR TEOLÓGICO".
DONOSO CORTÉS
Al autor de este libro le duele España y le duele, sobre todo, la Iglesia. La tesis principal es que las dos agonías están conectadas porque la fidelidad al cristianismo ha sido el hilo conductor de la historia de España. El tema de este libro es una crítica valiente y dolorida a la Iglesia por haber descuidado su misión primordial en este momento histórico de autodestrucción humana. Cuando Occidente más necesitaba que le recordaran que este mundo no lo es todo, la Iglesia se rindió al mundo.
Las críticas del Padre Calvo Zarraute al estado actual de la institución a la que pertenece son muy acerbas. Nacen precisamente del amor a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad necesitada de su verdadero mensaje. Aunque no esté de acuerdo con algunas afirmaciones de este libro, comparto esta desazón. El Padre Calvo Zarraute entregó su vida a Cristo, no a un funcionariado eclesiástico acomodaticio. Y el mundo necesita a Cristo, no sucedáneos buenistas. Francisco José Contreras Peláez. Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad de Sevilla.
Gabriel Calvo Zarraute no es un hombre políticamente correcto de buenismos, irenismos y entreguismos. Este es un libro de combate que revive la sentencia de Maeztu: «ser es defenderse». Lo hace desde muy abundantes lecturas que despojan el texto de cualquier aspecto de improvisación. Y de autores clásicos, modernos y actualísimos. El diagnóstico que hace me parece muy acertado. No es libro de medias tintas y componendas. Cree en unas verdades, las expone y las defiende a pecho descubierto. El complejo de inferioridad nunca se dio entre los apologistas de raza y ya he dicho que Calvo Zarraute lo es.
Estamos ante la crítica a una Iglesia abierta a todo y a todos, menos a Jesucristo, con lo que deviene una Iglesia líquida, sin solidez alguna y que está comprobando su absoluto fracaso. La lectura de este libro hará pensar sobre todo esto. Iba a añadir que los tibios se abstuvieran, pero pensándolo mejor, creo que ellos serían sus mejores destinatarios si no quieren ser expulsados de la boca del Señor. Francisco José Fernández de la Cigoña.
PRÓLOGO
DESDE
LA FILOSOFÍA DEL DERECHO
«No sentir putrefacción del mundo moderno
es indicio seguro de contagio».
"El Nuevo Orden Mundial
sería el triunfo de la Civitas Diaboli sobre la Civitas Dei".
Este es un prólogo que me traerá problemas, como se los traerá al padre Gabriel Zarraute haber escrito este libro. Los dos hubiéramos podido continuar cómodos en nuestras cotidianidades de sacerdote y profesor metido a político, pretextando nuestros “deberes de estado” para no meternos en charcos. Tengo para mí que en el padre Gabriel han pesado más las palabras de Santa Catalina de Siena que cita en su manuscrito (“¿Por qué guardáis silencio? Vuestro silencio es la perdición del mundo”), y que, por cierto, fueron dirigidas a un papa. Y también aquello de “si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40). Al autor de este libro le duele España y le duele, sobre todo, la Iglesia. La tesis principal es que las dos agonías están conectadas:
la fidelidad al cristianismo ha sido el hilo conductor de la historia de España, el “proyecto sugestivo” que permitió la forja de la nación como “sistema de incorporaciones”, según teorizó Ortega en España invertebrada. Como mostró su discípulo Julián Marías en España inteligible, mientras vastos territorios cristianos de Oriente Medio y el norte de África aceptaban definitivamente la islamización y la arabización; España, a partir del siglo VIII, lucha contra toda esperanza por reincorporarse a la Cristiandad. España es cristiana y occidental por elección y vocación, no por inercia:
“Los países europeos lo son porque ¿qué van a ser? No pueden ser otra cosa. […] España [en cambio] es europea porque lo ha querido, porque se puso tenazmente a esa carta […] cuando la empresa de restablecer la España perdida no tenía ni la menor probabilidad de conseguirse”1. Y, concluida la Reconquista, la lucha por cristianizar América y defender la ortodoxia católica frente a la Reforma protestante en Europa proporciona a España una razón de ser durante dos o tres siglos más2.
La secularización ha supuesto, para España, quedarse sin proyecto. Y es que, dijo Ortega, en una nación –como en un matrimonio- no se convive simplemente “por estar juntos, sino para hacer juntos algo”3. España, asumámoslo, ha apostatado de la fe cuya recuperación y propagación le proporcionó una misión. Y, a la par con la apostasía, se está produciendo un lento declive del país hacia la insostenibilidad. No se forman familias:
la tasa de nupcialidad se ha hundido un 50% en 25 años; el matrimonio ha sido sustituido por la pareja de hecho “mientras dure el amor”, y cada vez dura menos. En este contexto de volatilidad amorosa, la decisión de engendrar hijos se vuelve más y más improbable (esa, y no la “inseguridad económica”, es la verdadera razón de nuestra raquítica fecundidad:
los funcionarios, con empleos seguros y sueldos dignos, no tienen más hijos que los demás; nuestros padres y abuelos tuvieron el triple de hijos con rentas muy inferiores). Con una tasa de fecundidad de 1,2 hijos por mujer, más de un 40% inferior al reemplazo generacional (2,1), España va a resultar difícilmente viable cuando nos jubilemos los “baby boomers” (los nacidos entre 1950 y 1975: las promociones más numerosas de la historia de España). No habrá suficientes contribuyentes para sostener el oneroso aparato sanitario y de pensiones que necesita un país de viejos. Los inmigrantes, por supuesto, no serán la solución: al contrario, agravan el problema, pues utilizan el Estado del Bienestar más de lo que contribuyen a su sostenimiento (el inmigrante medio tiene baja cualificación profesional, cobra sueldos bajos y paga pocos impuestos y cotizaciones).
En los pueblos de la España interior, los columpios infantiles ya han sido sustituidos por tristes artilugios para que se ejercite la tercera edad. Pronto ocurrirá también en las ciudades: en muchas hay ya más perros que niños. Cierran las guarderías, se abren residencias de ancianos. En los colegios, en la Universidad, en los medios, se promocionan todas las modalidades posibles de asociación amorosa e identidad sexual -del “cambio de sexo” a la pareja homosexual, del “one night stand” al cibersexo- menos la única que garantiza la continuidad de la especie: la muy rancia fórmula de un hombre y una mujer vinculados vitaliciamente “no simplemente por estar juntos, sino para hacer algo”: engendrar hijos y educarlos.
Se adoctrina constantemente a toda la sociedad en un feminismo tóxico que presenta a los hombres como explotadores de las mujeres (o, en el mejor de los casos, como rivales a batir), haciendo aún más improbable el matrimonio. Y, al tiempo que se presenta a las mujeres como el sexo oprimido, se afirma, contradictoriamente, la inexistencia de los sexos: la clasificación binaria de la humanidad en hombres y mujeres sería reduccionista y opresiva; nacer con determinados genitales y cromosomas no abocaría necesariamente al sujeto a ser hombre o mujer, pues uno debe construir libremente su “identidad sexual”.
Las Big Tech y determinados organismos internacionales reconocen ya decenas de “géneros”. A los niños se les explica a partir de los tres años que los genitales no determinan el “género”, y que ellos podrían ser chicos atrapados en cuerpos de chica, o viceversa. A los niños supuestamente “transgénero” se les cambia de nombre, pronombres e indumentaria, y después se les administran bloqueadores para inhibir la pubertad (a partir de los ocho años), hormonas del sexo opuesto y cirugía genital a los 18 años (hay chicas extirpándose los senos a los 16).
En el Reino Unido, la “transexualidad infantil” se ha multiplicado por cuarenta en diez años. Pero en España les ganaremos cuando nos pongamos a ello, como hemos hecho en el aborto y otras conquistas. Mientras escribo esto, la prensa anuncia que el Gobierno socialista-comunista, tras haber legalizado la eutanasia, se dispone ahora a aprobar una ley de transexualidad que nos situará una vez más en la vanguardia mundial del progreso. “La ética que pierde su dureza heteronómica acaba en onanismo sentimental”, escribió el sabio Nicolás Gómez Dávila4.
La Modernidad ha intentado sustituir la Ley de Dios primero por la Ley natural, y después por los “valores democráticos”. Paradójicamente, la secularización moral sólo podía tener lugar en un contexto occidental-cristiano, pues el cristianismo concibe los preceptos morales, no como antojos divinos, sino como la expresión de aquello que objetivamente favorece la plenitud humana. El propio cristianismo portaba la semilla de la secularizabilidad en el reconocimiento paulino de la idea de Ley natural: los paganos, que no conocen a Dios, llevan sin embargo la ley moral “escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia y acusándoles o defendiéndoles sus pensamientos” (Rom 2, 14-15). Y Santo Tomás basó su concepto del Derecho natural en las inclinaciones discernibles en la propia naturaleza humana (tendencia a la conservación del propio ser, a la perpetuación de la especie, al “conocimiento de las verdades divinas” y a la vida en sociedad). Ahora bien, si la naturaleza humana basta para fundamentar la moral, ¿necesitamos todavía un Dios legislador? Hugo Grocio dijo en el siglo XVII que la ley natural subsistiría “incluso si supusiéramos –cosa que no puede hacerse sin grave impiedad- que Dios no existe o que no se ocupa de los asuntos humanos”5.
“Los que profesan la noción de Derecho natural jubilan a Dios en la consejería de un vago Ministerio de Justicia”, escribió también Gómez Dávila6. A medida que avanzaba la Modernidad, se confió más en la autosuficiencia de una “moral natural” que no necesitara a Dios; el viejo conserje fue relegado al olvido: un día entró Feuerbach en su portería, y lo encontró muerto. Se afirmó que “no es necesario creer en Dios para ser virtuoso”, uno de los lugares comunes más famosos (y falsos) de los dos últimos siglos. El campeón de la moral autónoma fue Kant, que niega al legislador divino-heterónomo (aunque termine recuperando la idea de Dios como “postulado de la razón práctica”, pero eso es muy largo de explicar) para sustituirlo por la conciencia, que no es el capricho subjetivo, sino un imperativo categórico impersonal mucho más estricto que el viejo Dios legislador. Los preceptos divinos, aunque fuesen exigentes, marcaban el camino hacia la plenitud y la salvación; el imperativo kantiano, en cambio, exige ser cumplido sólo “por deber [aus Pflicht]”, sin garantizar la dicha: “la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio”7.
El rigor kantiano -a la postre, infundamentable: ¿por qué tendría que “obrar de tal modo que la máxima de mi voluntad pueda convertirse en principio de legislación universal”?8 - no tenía futuro: la trayectoria de la moral posreligiosa ha sido la de una lenta deriva hacia la entronización del mero deseo individual como absoluto; si acaso, con la vaga condición de que “no se interfiera en la libertad de los demás”. Gómez Dávila:
“El individualismo degenera en la beatificación del antojo”9; si la aspiración de los estoicos, Platón y Aristóteles había sido sujetar las pasiones a la recta razón, si los ilustrados habían creído poder sustituir la moral teónoma por una ética autónoma basada “en la mera razón” (“innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft”), el posmoderno ya sólo aspira a poder hacer en cada momento lo que le dé la real gana. Glorioso trayecto. Hablo de una deriva “lenta” porque hubo una etapa intermedia en la que, aunque con la religión ya en retroceso, las virtudes burguesas de laboriosidad, ahorro y estabilidad familiar parecieron sostenibles por sí mismas y permitieron a Occidente un periodo brillante (el siglo 1815-1914 lo fue, al menos en crecimiento económico y demográfico; también en el afianzamiento del Estado de Derecho y los derechos humanos, con hitos como la abolición de la esclavitud).
Aunque mucha gente hubiese perdido la fe, las virtudes se mantenían vivas por mera inercia histórica. La pesadilla totalitaria de 1917-1945 -prolongada en los países comunistas hasta el momento actual- con millones de muertos ofrendados a las divinidades laicas de la raza o el socialismo, demostró, sin embargo, que la “moral sin religión” decimonónica no tenía mucho recorrido. Chesterton percibió muy lúcidamente cómo el victoriano decimonónico -serio practicante de una moral laica- estaba siendo sucedido por el nihilista contemporáneo, ya consciente de que “si Dios no existe, todo está permitido”: “Un científico cualquiera del siglo XIX diría: “Al menos podemos tener sentido común, […] debemos tener una moral común, porque sin ella no podríamos constituir una comunidad”. […]
El escéptico moderno, que es progresista y por lo tanto ha ido más lejos y se ha comportado peor, le responderá: “¿Por qué debería respetar el tabú de una tribu particular? ¿Por qué debería aceptar prejuicios que son el producto de un ciego instinto gregario? […] ¿Qué son en realidad tus juicios, sino la parcialidad propia de la particular herencia de tu entorno, que es accidental?”10. O, como ha escrito Timothy Keller, “si este mundo es lo único que existe, y si los bienes de este mundo son lo único que tendré nunca, ¿por qué tendría que sacrificarme por los demás?”11.
La moral laica ha fracasado: no fue capaz de impedir los nacionalismos ciegos que llevaron a la Primera Guerra Mundial, ni los totalitarismos genocidas que surgieron de ella. Y, tras un periodo benigno de relativa restauración neovictoriana (el Wirtschaftswunder y baby boom de 1945-1968), ha degenerado desde los 60-70 en el “progresismo” actual, extraña mezcla de ultraliberalismo y marxismo cultural, que de un lado sacraliza el deseo individual12 –especialmente, en el terreno sexual- por encima de cualesquiera límites de respeto a la vida naciente, sostenibilidad generacional o identidad biológica, y de otro disuelve al individuo en rebaños victimizados (mujeres, razas distintas de la blanca, homosexuales…), sustituyendo la lucha de clases del marxismo clásico por la de sexos, razas y orientaciones sexuales. Es un cóctel nihilista que conduce a las sociedades occidentales, bien a una muerte lenta por falta de relevo generacional, bien a una “gran sustitución” demográfico-cultural por inmigración masiva (probablemente, a una mezcla de ambas). Y a los individuos los lleva a la tristeza y la soledad. Adoctrinados en el “vive como quieras” y el “aprovecha el presente”, muchos occidentales van a afrontar el penoso tercio final de la vida (más y más largo, por la creciente longevidad) sin hijos, sin cónyuge, sin ideales, sin esperanza. Nada más desolador que la vejez del progre en 2030 o 2040: cuidando gatos, encerrado en casa (porque la inmigración irregular habrá vuelto inseguras las calles), malviviendo con una jubilación mísera (pues las pensiones se hundirán por falta de cotizantes:
se nos dijo “vive como quieras”, y no tuvimos niños), esperando una muerte que cree aniquilación absoluta. Probablemente muchos utilicen la legalizada eutanasia para terminar de una vez. Gómez Dávila -y ya le estamos citando demasiado, pero es que todo está en los escolios del solitario de Bogotá- dijo que “no asistimos hoy al fracaso de la modernidad, sino al fracaso de su éxito”13 (lo cual recuerda a aquello de Unamuno:
“Cuando se resuelva el problema social, tendremos que plantearnos el existencial:
¿la vida merece ser vivida?”). He aquí que la abundancia material, la prolongación de la esperanza de vida, el fin de las tiranías, y tantos otros progresos, no parecen haber aportado más sentido ni felicidad a nuestra condición. Feuerbach, Marx, Comte y demás campeones del “humanismo absoluto” del siglo XIX negaron a Dios para afirmar más radicalmente al hombre. Pero el humanismo absoluto se autodestruye, como escribió Berdiaev. “Quitad lo sobrenatural y no tendréis lo natural, sino lo antinatural”, dijo Chesterton. Y De Lubac:
“Ya no hay hombre porque ya no hay nada que trascienda al hombre”14. Y el gran colombiano: “Si el hombre es el único fin del hombre, una reciprocidad inane nace de ese principio, como el mutuo reflejarse de dos espejos vacíos”15. “El hombre actual se ha acostumbrado a una vida extraordinariamente más cómoda que la de sus antepasados, pero éste es un estado de cosas temporal y nuestro fin será exactamente el mismo que el de ellos”, escribe el autor del libro que aquí prologamos. En efecto, aunque nos creamos tan avanzados, los datos estructurales de nuestra situación son los mismos que hace milenios: nos descubrimos arrojados en la existencia sin haberlo pedido, en un mundo cuyo origen y propósito desconocemos, y nos sabemos abocados al envejecimiento, el sufrimiento y la muerte. La reflexión de Blaise Pascal conserva hoy idéntica validez que en el siglo XVII:
“No sé quién me ha puesto en el mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo […]. Veo esos espacios imponentes del universo que me encierran, sin que sepa por qué soy colocado en este lugar más bien que en otro, […] en este punto del tiempo más bien que en otro de la eternidad que me ha precedido y de la que me seguirá. No veo más que infinidades por todas partes, que me encierran como un átomo, como una sombra que no dura más que un instante, sin retorno. Todo lo que conozco es que debo pronto morir, pero lo que más ignoro es [en qué consiste] esa misma muerte, que no podré evitar”16. Ya entonces, en una Europa todavía oficialmente cristiana, muchos, en lugar de buscar lo sobrenatural, intentaban aturdirse con la diversión mundana:
“Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin quehacer, sin diversión […]. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío”17. La diferencia es que la diversión disponible entonces era “perseguir una liebre”; el hombre contemporáneo dispone de todo un “Matrix” de entretenimiento mediático, deportivo y virtual para intentar olvidar su desamparo ontológico. El tema de este libro es una crítica valiente y dolorida a la Iglesia por haber descuidado su misión primordial en este momento histórico de autodestrucción de la moral laica y el “humanismo absoluto”, de disolución social sin precedentes, y -lo que debería importar más desde la perspectiva cristiana- de generalizada aceptación del pecado y presumible pérdida de almas.
“La fe cristiana no ha establecido apenas más que estas dos cosas: la corrupción de la naturaleza y la redención de Jesucristo”, dijo Pascal18. La corrupción de la naturaleza incluye la Caída, la tendencia humana al pecado, sólo contrarrestable con la gracia de Cristo. Pero, desde el posconcilio, y sobre todo en este pontificado, la Iglesia no habla apenas sobre el pecado, la muerte, el riesgo de condenación y la vida eterna, y sí mucho sobre pobreza, cambio climático, inclusividad y felicidad terrena. Para eso ya tenemos a la ONU y a las ONG. Si la Iglesia mundaniza su mensaje, la Iglesia está de más. En el momento en que Occidente más necesitaba que le recordaran que este mundo no lo es todo, que nuestra auténtica patria es el Cielo, que los placeres terrenos no nos llenan porque “nos ha hecho para Él, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en Él”, la Iglesia se rindió al mundo:
“Desde el Vaticano II -escribe el padre Calvo Zarraute- se ha confundido el progreso humano con el Reino de Cristo; de esta forma, la Iglesia ha sido concebida como una institución humana que sirve para mejorar la vida material del mundo”. Gómez Dávila: “No habiendo conseguido la Iglesia que los hombres practiquen lo que enseña, ha decidido enseñar lo que practican”19. Se ha desarrollado un superfluo y crepuscular “cristianismo secundario” (Romano Amerio) consistente en convertir los medios -la solidaridad, la paz, la ecología, etc.- en fines, mientras el verdadero fin -la salvación de las almas- era progresivamente puesto entre paréntesis, pues hablar de la muerte y el Juicio le hacía aparecer a uno como “profeta de calamidades”. “La evangelización”, escribe el padre Calvo Zarraute, “se ha pervertido en propaganda horizontalista de los supuestos «valores» comunes compartidos por el mundo apóstata: pacifismo, ecologismo, feminismo, solidaridad, multiculturalismo e inmigración”.
Mientras la Iglesia resistió a la Modernidad, el cristianismo representó una alternativa y un refugio posible para los náufragos de esa Modernidad, como testimoniaron tantas conversiones de intelectuales, de Chesterton a C.S. Lewis, de Evelyn Waugh a André Frossard o Manuel García Morente. Pero si la Iglesia se abraza al mundo apóstata, ¿dónde podrán escapar sus víctimas? Ad quem ibimus? Los apóstoles siguieron a Cristo porque tenía palabras de vida eterna, no porque ofreciese recetas de autoayuda o esquemas de seguridad social, ni liderase la revolución de la paz y la inclusividad. “Cuando antaño había fe, la gente no iba a la Iglesia para ser feliz, sino para que les explicaran su miseria”, nos dice el autor de este libro.
Las críticas del padre Calvo Zarraute al estado actual de la institución a la que pertenece son muy acerbas (por mi parte, exceptuaría a algunos buenos sacerdotes y obispos que todavía hablan sobre las cuestiones candentes “sin respetos humanos”). Son críticas que nacen precisamente del amor a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad necesitada de su verdadero mensaje. ONGs ya tenemos muchas. ONU ya hay una, y probablemente nos sobra. Aunque no esté de acuerdo con algunas afirmaciones de este libro, comparto la desazón de su autor. Pues quien lea las encíclicas de este pontificado o los comunicados de la Conferencia Episcopal -o escuche los medios de comunicación de la Iglesia española, donde se habla mucho de fútbol y del PP, pero muy poco del cielo y el infierno- no puede evitar la impresión que tan bien ha formulado Adriano Erriguel:
“[Estamos ante] Un catolicismo que se preocupa por la renta básica universal, por la apertura de fronteras, por el empoderamiento de las minorías y por los carriles de bicicletas. Humanizar a Jesucristo, desdivinizar su mensaje: he ahí la clave de un catolicismo “inclusivo” que compensa la pérdida de fe con la ganancia de aplausos. […] La religión se bastardiza en su simulacro moralista, evacúa su sentido trascendente y se diluye en el humanismo caramelizado de un mundo donde Dios ha muerto”20. El padre Calvo Zarraute entregó su vida a Cristo, no a un funcionariado eclesiástico acomodaticio. Y el mundo necesita a Cristo, no sucedáneos buenistas.
Francisco José Contreras Peláez.
Catedrático de Filosofía del Derecho.
Universidad de Sevilla. Diputado de VOX.
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1 Julián Marías, España inteligible: Razón histórica de las Españas [1985], Alianza, Madrid, 2014, p. 117.
2 “Ahí veo la peculiar confluencia de la Edad Media y el Renacimiento en los comienzos de la España moderna: el proyecto medieval perdura y se prolonga después de la recuperación de la España perdida; […] al lanzarse sobre el mundo la potencia extraordinaria de la España unida, a la Weltpolitik, principalmente europea, de la nación moderna se une la consecución, fuera de los límites geográficos [europeos], de la antigua pretensión cristianizadora” (Julián Marías, op.cit., p. 172).
3 “Repudiemos toda interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. […] La unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta […]. La unidad española fue, ante todo y, sobre todo, la unificación de las dos grandes políticas internacionales que a la sazón había en la península: la de Castilla, hacia África y el centro de Europa; la de Aragón, hacia el Mediterráneo. […] Los españoles nos juntamos hace cinco siglos para emprender una Weltpolitik” (José Ortega y Gasset, España invertebrada [1922], Alianza, Madrid, 2001, pp. 33 y 41).
4 Nicolás Gómez Dávila, Breviario de escolios, selección de José Miguel Serrano y Gonzalo Muñoz, Atalanta, Madrid, 2018, p. 140,
5 De iure belli ac pacis, Proleg., 11.
6 Breviario de escolios, cit., p. 137.
7 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres [1785], trad. de Manuel García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, p. 45.
8 Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cit., p. 82.
9 Breviario de escolios, cit., p. 78.
10 Gilbert K. Chesterton, “El manantial y la ciénaga”, en Por qué soy católico, El Buey Mudo, Madrid, 2009, pp. 508-509.
11 Timothy Keller, The Reason for God, Hodder & Staughton, 2008, p. 66.
12 Vid. Grégor Puppinck, Mi deseo es la ley: Los derechos del hombre sin naturaleza, Encuentro, Madrid, 2020. Escribí esta reseña: Francisco J. Contreras, “Grégor Puppinck y la autodestrucción de los derechos humanos”, Actuall. com, 31-08-2020.
13 Breviario de escolios, p. 124
14 Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid, 2008, p. 48.
15 Breviario de escolios, p. 34.
16 Blaise Pascal, Pensamientos, 335.
17 Pascal, Pensamientos, 201.
18 Pensamientos, 335.
19 Breviario de escolios, cit., p. 98.
20 Adriano Erriguel, “La Iglesia perece por el kitsch”, Naves en llamas, nº11 (septiembre 2020), pp. 29 y 30. Y continúa: “En la religión kitsch, la caridad genuina se corrompe en narcisismo moral y en autocomplacencia, es decir, en buenismo. […] ¿Qué significa “un catolicismo más cercano a la gente”? Pues un catolicismo aligerado de dogmas y ensanchado de “valores”; una moralina emotivista, ternurista y sensiblera, un peluche biempensante en el bazar de la diversidad y la tolerancia” (p. 32).
Gabriel Calvo Zarraute es sacerdote de la diócesis primada de Toledo (2008). Diplomado en Magisterio, Licenciado en Teología Fundamental, Licenciado en Historia de la Iglesia y Grado en Filosofía. Es párroco rural en los Montes de Toledo después de haber servido en parroquias urbanas de Móstoles y Fuenlabrada. Fue profesor del Centro Diocesano de Teología de Getafe (2014-2018). En 2016 publicó su primera obra Dos maestros y un camino en la editorial Monte Carmelo. En la actualidad realiza su tesis doctoral en Historia de la Iglesia, en la Universidad de San Dámaso de Madrid que compatibiliza con la licenciatura en Derecho Canónico. Profesor del Instituto de Ciencias Religiosa de Talavera de la Reina. Crítico literario del portal de información religiosa Infovaticana, en el blog Criterio.
¿Por qué le duele España y, sobre todo, la Iglesia?
Santo Tomás de Aquino enseña (S. Th., I-II, q. 35, a. 7) que el dolor interior es superior al dolor corporal, causado por un mal presente que repugna a la razón. Razón y fe caminan juntas y divorciarlas entraña su deformación y perversión. La agudización de la actual degradación progresiva de España, paralela a la de la Iglesia, no puede dejar de producir ese profundo dolor del alma. Dolor que incluso podemos registrar en personas no practicantes o hasta no creyentes.
¿No sería bueno distinguir la Iglesia, en cuanto a cuerpo místico de Cristo y la jerarquía de la Iglesia o parte de ella, que se ha desviado de su misión, sembrando la confusión?
Es de una importancia fundamental, por eso me he esforzado para no dejar de precisarlo y distinguirlo. La primera cuestión es determinar qué es la Iglesia, porque el error consiste en considerar que las decisiones equivocadas de algunos jerarcas son constitutivas, o sea propias de la Iglesia, como si fueran dogmas de fe. Tales decisiones lo fueron de las personas que las tomaron, pero no de la Iglesia en cuanto tal, aunque haya habido funcionarios eclesiásticos que se empeñaran en envolverse en el nombre de la Iglesia, con el objetivo de promocionar ideas y prácticas contrarias a la misma fe de la Iglesia.
El Espíritu Santo ilumina progresivamente a la Iglesia, donde a lo largo de su historia se han producido una serie de decisiones en el orden práctico, especialmente en medidas concretas, que pudieran ser oportunas para un determinado momento y que posteriormente ya no resultaban adecuadas y otras que nunca fueron coherentes con el Evangelio. La Iglesia es instrumento de santificación, sin embargo, en este mundo su santidad no es perfecta y no es capaz de evitar que todos sus hijos, también los constituidos en jerarquía, cometan pecados que dañan el testimonio y actuación de la Iglesia. Conceder valor absoluto a las decisiones de los jerarcas de la Iglesia implica un grave error teológico, al divinizar voluntades humanas falibles, elevando cualquier decisión eclesiástica a la categoría ex cathedra, infalible, sustituyendo la verdad por la autoridad entendida en clave nominalista y fideísta, y reemplazando el Derecho por el positivismo jurídico.
¿Era por tanto necesario un libro para denunciar esta triste realidad, que usted llama estado de descomposición?
En la Iglesia en España, nadie hasta la fecha había trabajado a fin de elaborar una obra de conjunto acerca del recorrido histórico (los documentos), pero también teológico-filosófico y jurídico (las ideas) que aúne todos los planos que se entrecruzan e intervienen en el proceso de descristianización, y por extensión, de desespañolización y deshumanización al que hemos llegado como sociedad civil y como sociedad eclesial. Se trata del mayor fracaso colectivo de país, que, persiguiendo copiar al resto de la Europa secularizada se contagió del izquierdismo mas sectario, liberticida y depredador de Occidente. Resulta demasiado desagradable aceptar la realidad del papel desempeñado por tantos, desde el tardofranquismo y la Transición, en la destrucción de la sociedad católica que existía en España, y, además, salpica a demasiados altos clérigos, sus cobardías y bastardos intereses. Ningún sacerdote se había atrevido a investigarlo en profundidad y a ponerlo por escrito de forma divulgativa, denunciándolo, por miedo a las represalias episcopales, que, con su habitual doble vara de medir, sólo castigan, ensañándose con odio, a quienes se adhieren a la más elemental lógica y a la Tradición católica. No he hecho más que componer un puzle a base de un estudio unitario.
Usted sostiene que la agonía de España y de la Iglesia están conectadas, puesto que el catolicismo ha sido la razón de ser de España.
Es una evidencia tan obvia que cada vez resulta más difícil de negar. Mi querido y admirado Pío Moa no piensa del mismo modo. Según su visión, España se habría mantenido católica independientemente de su decadencia, luego el catolicismo no juega ningún papel relevante al respecto. Yo disiento de esta apreciación. Un estudio pormenorizado de la historia de la Iglesia en España revela lo acertado de los juicios de los grandes pensadores tradicionalistas del siglo XIX: Menéndez Pelayo, Jaime Balmes y Donoso Cortés. Es cierto que la decadencia de España durante los siglos XVIII y XIX tiene un gran componente de agotamiento, no sólo por el extraordinario esfuerzo realizado en el periodo anterior, en planos como el político, diplomático-administrativo, militar, demográfico, científico, económico o el artístico y literario. Sino también por las continuas guerras civiles. Aunque el Imperio francés, el alemán o el británico no fueron más longevos que el español, y también terminaron por agotarse sumidos en guerras de enorme envergadura.
No obstante, el componente religioso no puede reducirse únicamente al ámbito de las masas populares. El pueblo español siguió siendo fervientemente católico, como pudo comprobarse durante la guerra contra los franceses (1808-1814). Pero durante los siglos XVIII y XIX, además de la deficiente pastoral de la Iglesia, las élites gobernantes e intelectuales de la nación iniciaron un progresivo camino de descristianización debido al peso de reducidas pero influyentes logias masónicas y, especialmente, de la ideología anticristiana de la Ilustración francesa. Uno de cuyos ejes principales fue la Leyenda negra hispanófoba y por extensión anticatólica, debido a la gran difusión que había acumulado la propaganda protestante desde el siglo XVI en Alemania, los Países Bajos e Inglaterra, junto con la lucha nacionalista por la hegemonía europea. La Constitución liberal de 1812 y las tres guerras carlistas contra la implantación del liberalismo corroboran este análisis. Y otro tanto puede decirse de la guerra de 1936, una contienda en la que el bando del Frente Popular o rojo, tenía como elemento aglutinador el anticatolicismo, mientras que en el bando nacional o franquista, era constitutiva la defensa de la religión.
Igualmente denuncia que la Iglesia ha descuidado su misión primordial en este momento histórico de autodestrucción humana. Incluso va más allá afirmando claramente que la Iglesia se ha rendido al mundo.
Como muy bien escribe en el prólogo de mi obra el catedrático y diputado de VOX, Francisco José Contreras: «Cuando Occidente más necesitaba que le recordaran que este mundo no lo es todo, la Iglesia se rindió al mundo». Pablo VI habló de la «autodemolición de la Iglesia» (7-XII-1968); también de que «el humo negro de Satanás se ha introducido en el templo santo de Dios» (29-VI-1972) o de la «invasión del pensamiento mundano» (23-XI-1973). Juan Pablo II en Ecclesia in Europa, habló de una «apostasía silenciosa», pero ya hace 17 años de su muerte y el fenómeno se ha acelerado en extensión y profundidad, por lo que dicha apostasía es cada vez más clamorosa. La secularización interna de la Iglesia, su mundanización y seguidismo del mundo moderno también fueron denunciados en numerosas ocasiones por Benedicto XVI. Las afirmaciones de estos tres pontífices al respecto darían para llenar decenas de páginas.
Usted precisamente hace esta denuncia por amor a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad.¿Es consciente al ser sacerdote la de problemas que le puede ocasionar este libro, especialmente con la jerarquía de la Iglesia?
Estamos en «la Iglesia de la ternura y la misericordia», como afirma reiteradamente el Santo Padre. «Una Iglesia sinodal que quiere escuchar a todos y no dejar a nadie fuera». Tomar medidas contra mí por esta obra sería un ejercicio de «clericalismo» que Francisco ha denunciado tan a menudo como una «perversión». He escrito estas páginas movido únicamente por amor a lo más sagrado que custodia la Iglesia: la verdad divina. En este estudio apoyo mis afirmaciones y conclusiones citando más de 400 obras y documentos de diversa índole: eclesiásticos (que no han sido derogados), filosóficos, históricos y jurídicos. Sería ridículo que surgieran neoinquisidores «rígidos» «pelagianos», y «adoradores de la ley» que pretendiendo llevar a cabo el «proselitismo» condenado por el Papa, juzgaran toda la carga documental que aporto. Fuentes antiguas y modernas, autores de las más diversas tendencias que convierten la obra en un «libro de libros». Aunque debido a su carácter divulgativo, más que un tratado sistemático compuesto para su utilización exclusiva en ámbitos académicos eruditos, según la ciencia jurídica, he realizado un alegato en el que expongo una serie de razones (ideas) y pruebas (historia) para impugnar las falacias de los adversarios.
De ello se hace eco mi gran y admirado amigo Francisco José Fernández de la Cigoña en su prólogo a la obra: «El diagnóstico me parece muy acertado. Lo hace desde abundantes lecturas que despojan el texto de cualquier aspecto de improvisación». Mis críticas son «doloridas y acervas», como el profesor Contreras afirma en el prólogo, pero en modo alguno gratuitas y sin fundamento en la realidad.
Por otra parte, no puede olvidarse que el gran Dante, en la Divina Comedia (Infierno, canto 19), no duda en ubicar en los círculos infernales a varios papas como Anastasio II, Nicolás III, Bonifacio VIII y Clemente V, acusados por Dios de venderse al mundo. No entraremos a enumerar a los obispos y cardenales a los que el poeta florentino también condena al fuego eterno, sin que en la cristianísima Edad Media nadie se rasgara las vestiduras por ello y le acusara de hereje o cismático. Al contrario, un elevado número de pontífices han escrito bellos documentos recomendando vivamente la lectura de este gran clásico medieval, Francisco ha sido el último de ellos con Candor lucis aeternae en el VII centenario de su muerte.
Tras el diagnóstico del problema, ¿Cuáles serían las soluciones que propone?
Hago mías las palabras del cardenal Pie en Intolerancia doctrinal: «Se ha ensayado todo: ¿no habrá llegado la hora de ensayar la Verdad?». La rendición y adaptación de la Iglesia a la sociología del mundo moderno se ha comprobado como un rotundo fracaso sin paliativos, por más que los funcionarios eclesiásticos perseveren en su ocultación, el rey está desnudo. Las premisas axiológicas del mundo moderno, derivadas del nominalismo del siglo XIII, debido a su exacerbación se han descompuesto en la Posmodernidad actual. La Iglesia sólo podrá salvar la civilización si se convierte en una alternativa a la cosmovisión mundana, como lo fue en el Imperio romano, y eso implica la oposición y distanciamiento de los planteamientos de la cosmovisión moderna, no su copia. En un mundo desarraigado, líquido, que proclama que todo fluye, que nada es fijo, la permanencia y estabilidad de la Tradición y su cultivo en todas las facetas (familiar-educativa, filosófico-teológica, político-jurídica, litúrgico-cultural, literaria, artístico-estética), es el único elemento que podrá salvar al hombre del derrumbe de un mundo edificado al margen o contra Dios.
¿Qué diría a los que afirmen que este libro puede crear división y es mejor no hablar de estos temas, rezar y callar?
Santa Catalina de Siena les responde en su obra El Diálogo sobre la Providencia: «¿Por qué guardáis silencio? Este silencio es la perdición del mundo. Obrad de modo que el día en que la Suprema Verdad os juzgue no tenga que deciros estas duras palabras: “Maldito seas tú, que no has dicho nada”. ¡Basta de silencio!, clamad con cien mil lenguas. La Iglesia de Cristo ha perdido su color, porque hay quien chupa su sangre, que es la Sangre de Cristo, que, dada gratuitamente, es robada por los que, negando el honor debido a Dios, se lo dan a los hombres».
Importancia de denunciar el mal para difundir la luz del bien - P. Calvo Zarraute
LAS RELIGIONES SON LAS QUE FUNDAN LAS CIVILIZACIONES:
Ante la crisis cierta de la civilización occidental, presa de altas dosis de relativismo moral e ideologización de las instituciones, es necesario rescatar la obra de uno de los grandes historiadores de la edad contemporánea, el erudito británico Arnold Joseph Toynbee [1889- 1975]. Desde una maestra filosofía de la historia, Toynbee nos ha dejado para los anales de la ciencia histórica una teoría fundamental no ajena a polémicas y críticas, tanto en las comparaciones realizadas como en las conclusiones obtenidas. Su teoría “cícilica” sobre la Historia, esencia de su pensamiento, partía del desarrollo de las civilizaciones como resultado de la respuesta de un grupo humano a los desafíos que sufría, ya fueran naturales o sociales. No existía una “historia universal” (propia de un Universo extra-histórico), sino una historia humana centrada en las creaciones y relaciones de las civilizaciones. Así lo propuso en dos de sus grandes libros. En Estudio de la Historia (A Study of History,) compuesto por doce volúmenes (escritos entre 1934 y 1961) principió esta teorización sobre “el concepto de desarrollo de las civilizaciones”. Toda civilización crecía y evolucionaba sí su respuesta a un desafío estimulaba una nueva serie de desafíos (especialmente en función de factores religiosos), mientras que decaía y llegaba a desaparece cuando la misma se mostraba impotente para enfrentarse a los desafíos que se le presentaban. En este texto desarrolló, pues, la idea de “unidad del Estudio Histórico”, al presentar una visión sistemática y unificadora de la historia de la humanidad comprendida en el estudio de sus diversas civilizaciones.
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