El peligro de una Iglesia utópica
LA UTOPÍA ES PLATÓNICA, ABSTRACTA E HIPÓCRITA:
AMA LA HUMANIDAD PERO ODIA AL VECINO
Los cristianos, ¿tenemos “que alimentar en el mundo la esperanza utópica de que un mundo nuevo es posible, que está ya naciendo, lo que pasa es que no lo vemos mucho”, como dice Cristóbal López, arzobispo de Rabat?
No. En absoluto. Para nada. Aún no hemos dejado demasiado atrás el Siglo XX, cuando se experimentó con tanta utopía que tiñó el planeta de sangre, que no por caso ‘utopía’ significa ‘no lugar’, por definirlo imposible. Y el intento de imponer lo imposible es siempre un mar de sangre y un desierto de miseria (Otro mundo es posible que se empeorablemente peor como en Cuba o Venezuela).
La Iglesia solía ser realista. Por ejemplo, los primeros cristianos, como sabemos por los "Hechos de los Apóstoles", vivían en comunidad teniendo todos sus bienes en común, y sin embargo la Iglesia nunca hizo el menor amago de aconsejar al Estado, o incluso de imponer a la generalidad de los cristianos, esta forma de vida que, después de todo, no duró -ni podía durar- mucho.
Siglos más tarde, seguidores fanatizados de la pobreza franciscana, los fraticelli, pretendieron universalizar su forma de vida y fueron condenados por la Iglesia.
El propio Cristo parece dejar claro que establecer el cielo en la tierra no es exactamente la misión de sus discípulos cuando dice que “los pobres estarán siempre entre vosotros”.
El realismo eclesial permitió al clero humanizar y suavizar muchas de las aristas de los peores vicios de la humanidad, como la guerra, que en lugar de condenar, reguló y limitó todo lo que pudo con sus ‘treguas de Dios’ y ‘paces de Dios’, con su doctrina de guerra justa, con su prohibición de atacar a los civiles y su mandato de permitir que los enemigos enterrasen a sus muertos y rescatasen a sus prisioneros. De haberse limitado a prohibir la guerra, la Iglesia sencillamente se hubiera vuelto irrelevante.
Cristo habla abundantemente del ‘Reino’ en contraposición a “este mundo”, en el que vivimos pero al que no pertenecemos; del que debemos ser sal, pero no tratar de convertirlo en el Cielo, porque no es nuestro destino definitivo. Debemos aspirar a las cosas de arriba, aunque eso inevitablemente suponga dejar el mundo de abajo siempre un poco mejor.
Más alejado aún de lo real es lo que dice sobre los políticos: “¿Cómo es esto de que es bueno para España y para los españoles? ¿Somos o no somos una familia? ¿Somos o no somos una humanidad, toda ella hecha entera, de hermanos y hermanas?”. Somos una humanidad, pero la humanidad está formada de naciones. La Iglesia no solo no ha tenido ningún problema con esto, sino que incluye el patriotismo, ese especial amor por la propia nación, en el Cuarto Mandamiento que nos ordena amar y honrar a nuestros padres.
Los políticos, especialmente en una democracia, representan a un pueblo concreto y tienen el deber específico de velar por sus intereses. Nadie contrataría a un administrador para que usara su patrimonio teniendo en cuenta los intereses del vecino tanto como los propios. Ninguna empresa elige a un CEO para que trabaje por el éxito de la competencia con el mismo entusiasmo que la firma que representa. (La realidad política española y de muchos países es que no existe una democracia real, es más bien, una democracia platónica, es una oligarquía partidocrática de corrupción estatal que no representa para nada a la nación, al pueblo español).
No es meramente una razón egoísta lo que dicta esta perogrullada. Es que el político español, si piensa ‘en la humanidad’ manejando el presupuesto, lo hace con un dinero que no es suyo, y para que la generosidad sea una virtud debe ser voluntaria, que es el punto en el que fallan todos esos ‘nuevos mundos’ y esas ‘brillantes utopías’: que hacer a la gente virtuosa a la fuerza es un oxímoron. Si le entrego mi cartera al atracador no estoy siendo desprendido; sencillamente, no quiero que me clave la navaja.
Otra buena razón para que el político se centre humildemente en el bien de los españoles es que no tiene jurisdicción -ni conocimientos- sobre los otros pueblos. Un gobernante es alguien que toma decisiones coercitivas. ¿Cómo imponerlas a otro país, por muy buenas que nos parezcan?
Por supuesto, el gobernante no puede ser injusto con terceros países y debe actuar siempre lealmente con todos, pero en el mismo sentido que debe hacerlo un padre de familia. El padre de familia puede ayudar a los demás, hacer voluntariado, entregarse. Pero si cree que el de fuera es su responsabilidad en idéntico sentido que un hijo suyo, se equivoca. Y si cree tener sobre otro la misma autoridad moral que sobre su hijo, también.
La intención de López es, no lo dudamos, excelente. Pero tampoco se puede negar que le sale gratis. No va a arruinar un país con sus celestiales recetas políticas, y va a quedar bien. Especialmente con el actual pontífice, que también tiende a cierta visión supralapsaria del Mundo, que si no estuviera dañado por el Pecado Original. De ahí que parezca pensar que abrir las fronteras de Europa a todos los que quieran llegar de África no va a tener efectos desastrosos, o que se puede ajustar el termostato del planeta en la temperatura adecuada, perfecta, dejando de usar combustibles fósiles, o que el Islam es una religión de paz, pese a toda una milenaria historia repleta de evidencias en contrario, y que basta firmar un papel con un representante musulmán para que reine la armonía entra ambas visiones de Dios y el mundo, o que jalear y apuntalar la autoridad de la ONU no va a suponer la imposición de un maltusianismo absolutamente incompatible con la fe católica, o que se puede aplicar una ‘nueva economía’ a base de ‘solidaridad’ y ‘crecimiento sostenible’, o que los habitantes del planeta seremos justos y benéficos gracias al pacto educativo que tanto le ocupa.
El editor americano Bill Buckley pergeñó un curioso lema a partir de una idea de Eric Voegelin: “¡No inmanenticéis el esjatón!”, que para muchos suena a chino pero que es políticamente muy sabio. Lo que quiere decir es que las peores desgracias políticas se han producido como consecuencia de intentar traer a la tierra (inmanentizar) lo que corresponde al otro mundo (esjatón o escatón). Bien está mejorarlo, sobre todo en lo que tenemos más cerca, en nuestra propia vida. Pero no olvidemos que nuestro hogar definitivo, el verdadero, no es esta supuesta ‘casa común’.
por Carlos Esteban.
EL HOMBRE SIN NOMBRE
En mi ciudad hay mil barrios.
En cada barrio hay cien calles.
En cada calle hay diez casas.
En cada casa hay un hombre.
¿Y a este hombre qué le pasa?
Pues le pasa (no te asombres)
que nadie sabe su nombre,
ni le escribe, ni le abraza.
Le pasa que no le conocen
ni en su calle, ni en la plaza.
Le pasa que no tiene patio,
ni ventana, ni terraza.
Le pasa que nada le pasa.
Al hombre que vive enfrente
de la puerta
de tu casa.
PEDRO MAÑAS & SILVINA SOCOLOVSKY,
Ciudad laberinto, Faktoría de libros,
Pontevedra, 2009, pp. 16-17.
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