ENSAYOS METAPOLÍTICOS
Al calor del estrepitoso fracaso de las ideologías como explicación del mundo, se ha gestado en el Occidente contemporáneo una inextricable amalgama entre el neoliberalismo, la teoría de género, el posmarxismo, el transhumanismo, el feminismo y la teoría poscolonial, entre otras corrientes. En ella se han fundido izquierdas y derechas hasta el punto de ser indistinguibles unas de otras; en ella conviven el populismo y la derecha alternativa con la corrección política y la teoría queer.
Este batiburrillo conforma el espectro posmoderno, el mundo líquido del que hablaba Baumann. Un mundo caracterizado por la condensación de ideas aparentemente contradictorias y, en consecuencia, muy difícil de analizar. Es precisamente por esta dificultad por lo que se antoja necesario un ensayo como Pensar lo que más les duele, en el que Adriano Erriguel nos descubre tanto la naturaleza del Occidente contemporáneo como la génesis y las implicaciones de los apriorismos sobre los que éste se asienta.
Desde el lumpenproletariado hasta la renuncia de Benedicto XVI, pasando por los burgueses-bohemios y la izquierda “liberasta”, el autor no se deja ningún tema en el tintero. Liberado de las opresivas cadenas del pensamiento único, asume ese imperativo que se cierne sobre todo buen escritor: escribir, sin tapujos ni ambages, contra su tiempo.
PRÓLOGO
DEL OTRO LADO DEL ESPEJO:
UNA INVITACIÓN A REVERTIR
LA CONSCIENCIA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA
A partir de la Ilustración se llevó a cabo en Occidente una constante revisión y un progresivo desmantelamiento de las pervivencias del pasado. La depuración de las arbitrariedades acumuladas en la organización humana fue imparable. Principalmente, porque resultó imposible evitar que algunas de las instituciones y prácticas del Antiguo Régimen parecieran, a partir de un cierto momento, sencillamente ridículas. Así, los occidentales nos entregamos a un proceso de depuración que todavía hoy sigue en marcha.
La gran ironía de la historia es que el orden que la humanidad ha producido tras unos siglos de "crítica" es, en muchos aspectos, más grotesco y ridículo que el orden remplazado. La creciente hubris con la que se está llevando a cabo este proceso de revisión ha hecho que, si bien al comienzo se depuraron algunas arbitrariedades injustificables, hoy nos estamos llevando por delante los fundamentos, no ya de nuestra civilización, sino de cualquier comunidad humana viable. En definitiva, la humanidad parece incapaz de moldear consciéntemente y de manera racional su propio entorno cultural y social, y lo que se origina con una voluntad de mejora consciente acaba hipertrofiado en el delirio.
Esta situación ha inundado el paisaje ideológico contemporáneo de paradojas: muy a menudo, quienes se creen desprejuiciados están llenos de prejuicios, quienes defienden la pervivencia del pasado son librepensadores, quienes creen que se rebelan están en el centro moral de la época, quienes se rebelan lo hacen contra el proyecto de la rebelión incondicional. Así, hoy se hace preciso invertir la dirección del proceso de depuración y volcarlo sobre sí mismo. Necesitamos una especie de nuevo siglo XVIII, si se quiere. ¡Una crítica real de la crítica aparente! "¡Aplastad al infame! -debieron de pensar muchos votantes de Trump a la hora de depositar su voto", señala Erriguel en su texto.
Pensar lo que más les duele es, en primer lugar, la más completa, erudita y entretenida deconstrucción de la deconstrucción que se haya escrito hasta ahora. Una enorme demolición del orden moral en el que estamos inmersos. Ahora bien, el lector entenderá pronto que resulta equívoco presentar a nuestra época simplemente como un tiempo de deconstrucción. Lo único que la deconstrucción pura nos deja es un inmenso solar, y, muy al contrario, vivimos en una suerte de horror vacui moral. "El posmodernismo "deconstruye" los "grandes relatos'', pero nos impone otro "Gran relato". Siguiendo los pasos del más irreverente, ácido e iconoclasta observador de la sociedad contemporánea en los últimos tiempos, el escritor francés Philippe Muray, Erriguel no hace sino sacar a la luz incansablemente todo lo que nuestro tiempo tiene de orden positivo. "Vivimos -comienza- en la época más piadosa, mojigata y santurrona de la historia. Aquellos que se lamentan de la débil fibra moral de nuestra época se equivocan. Nuestros tiempos son hipermorales, de un moralismo pomposo y empachoso, sermoneado desde cien mil sacristías laicas e impuesto a golpe de lapidaciones mediáticas y digitales".
Conviene recordar en este punto que uno de los objetivos del pensamiento político moderno fue pacificar internamente las sociedades y acabar con la peste endémica de las guerras civiles. Se pensó, primero, en terminar con la división entre el poder espiritual y la autoridad terrenal para clarificar quién debe detentar la autoridad legítima, y, después, se trató de implementar un régimen que aceptase el pluralismo y canalizase pacíficamente las divisiones de la sociedad en partidos. Así, teóricamente, el Estado liberal se legitimaba como un dispositivo para que los ciudadanos pudiesen elegir su estilo de vida o sus creencias.
Progresivamente, sin embargo, la "libertad" política se ha ido dejando de considerar como un dispositivo vacío para transformarse en una forma de pensar efectiva. La "vida libre" se ha hecho un estilo de vida particular. Y, de esta forma, mientras las democracias liberales se siguen concibiendo ¿ingenuamente? en su conceptualización original, cristalizan ¿inadvertidamente? en un régimen que, en muchas ocasiones, está resultando enemigo del pluralismo real. Esta transformación tiene mucho que ver con la interpretación de las cuestiones políticas en clave moral: el disenso pasa a ser ilegítimo al considerarse que apoya o refuerza una situación abusiva o hiriente que no puede ser tolerada. Por todo ello, en esta supuesta época de neutralidad, una nueva moral pública se extiende como un gas, exigiendo la adhesión incondicional de la población a una forma de pensar muy determinada en nombre del respeto a derechos fundamentales.
La obra de Adriano Erriguel es, entonces, 1) una gran historia intelectual de este proceso y 2) una exquisita compilación de las ideas de pensadores, escritores y ensayistas heterodoxos que se han opuesto a él: "La historia de las ideas -la exploración de sus metamorfosis y réplicas inesperadas- puede ser más apasionante que la mejor novela de aventuras, a condición de que las abstracciones se embriden hacia la comprensión de nuestra realidad inmediata". En el caso que nos ocupa, la historia de las ideas se funde por momentos con un tragicómico esperpento. Obviamente, también se debe dar cuenta de las razones profundas que explican la gestación del delirio. Pero el ensayo que aquí presentamos no es solo una historia intelectual de las ideas que respiramos, diluidas en el ambiente ("hasta las nimiedades que trenzan nuestra vida cotidiana vehiculan, de forma sutil y a veces imperceptible, el andamiaje ideológico que legitima un equilibrio de poderes y sumisiones"), sino que se inscribe más ámpliamente dentro de toda una teoría de la civilización. No se trata, pues, de analizar una mutación histórica más, sino de interpretar los tiempos presentes como un momento crítico dentro del ciclo vital civilizacional.
Así, en realidad "Pensar lo que más les duele" es una reflexión poliédrica y profunda sobre lo que algunos han llamado el fin de la historia, un tratado elíptico sobre el tipo antropológico que producen los tiempos posthistóricos -el famoso último hombre anunciado por Nietzsche en "Así habló Zaratustra". Y aquí se da una cierta ambivalencia fascinante: el retrato de nuestros contemporáneos se desvía poco, efectivamente, del que han ofrecido quienes han pintado, despectivamente, la figura del último hombre. Pero, al mismo tiempo, el fin de la historia no es para Erriguel un destino necesario, sino parte de la ficción de quienes consideran que nos dirigimos necesariamente, progresando, hacia un fin.
Ahora bien, si estamos ante el último hombre, ¿no hemos llegado entonces a los tiempos poshistóricos? Por un lado, el fin de la historia puede entenderse, efectivamente, como la afirmación eufórica de que la humanidad ha llegado al mejor sistema de gobierno posible, que satisface la necesidad de reconocimiento, etc., y, por ello, la contienda ideológica real ha terminado. Frente a ellos, Erriguel insiste en la capacidad intacta de los hombres para hacer el bien o el mal, razón por la cual nada garantiza que, incluso considerando el régimen actual como el mejor posible, hubiéramos de mantenernos en él. Pero el fin de la historia es también el momento en el que los individuos narcisistas no encuentran ninguna causa más importante que la de tejer sus propias vidas. En ese sentido, habríamos llegado a un agotamiento histórico provocado, precisamente, por esa suerte de nueva esterilidad de la acción humana.
Obviamente, en los últimos años hemos vivido un momento para muchos desconcertante con las victorias de, por ejemplo, Donald Trump y Boris Johnson, momento en el que se tambalea la idea de una filosofía de la historia progresista con un final ineludible. Ahora bien, que las formas que adquiere esta nueva oleada -la alt-right, el populismo...- no puedan reducirse a un fenómeno meramente reaccionario o conservador, como con tanta precisión explica Erriguel, nos da la medida exacta de aquello que, en nosotros, hace que no podamos retornar psicológicamente a un momento anterior de la historia. De esta constatación, en mi opinión, nace una de las conversaciones imaginarias más interesantes que los lectores podrán tener con Erriguel. ¿Qué parte de las mutaciones producidas en la consciencia humana de los últimos tiempos es irreversible? Y, ¿no existen razones profundas, quizá apuntadas en las profecías de Weber o Kojeve, por las que resulta tan difícil hacer política real hoy?
La perspectiva de nuestro autor, en cualquier caso, es la de alguien que, no cabe duda, no puede dejar de albergar un travieso placer al situarse en el lado oscuro de la historia, ridiculizando la pomposidad intelectual, escarbando en los consensos morales para desvelar sus raquíticos fundamentos , y, sobre todo, evidenciando la alucinada autopercepción que unos ciudadanos profundamente ideologizados tienen de su gran conciencia crítica. La cuestión fundamental, en nuestra opinión, es no solo la de pensar si otro escenario es posible, sino la de determinar si la degradación de nuestros tiempos debe conducir a un rechazo absoluto o parcial de ellos. "Mal que les pese a sus "recuperadores", el mensaje de Muray -para quien quiera escucharlo- es radical: no se puede transigir con el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en bloque". El mensaje de Erriguel parece similar.
Y es que el ensayo trata de "explorar toda la cordillera [para] demostrar que estos episodios aparentemente aislados conforman en realidad una geografía ordenada"; es decir, los análisis se insertan dentro de una teoría general que hace de cada época, sin llegar al funcionalismo, una realidad coherente donde las ideas y el contexto socioeconómico aparecen profundamente relacionados. Así, la realidad cultural se va replegando para acomodarse, y el juicio debe ejercerse sobre la época en su conjunto. Por este motivo, su cierta (¡cierta!) simpatía hacia la obra de Marx, la izquierda obrerista o algunos aspectos del bloque soviético -una simpatía que no equivale a adhesión, conviene precisar-, así como su total antipatía por todo lo que esté relacionado con el neoliberalismo, tienen que ver con el rechazo hacia los vencedores y su pretensión de representar la culminación de una historia lineal, e, inversamente, con su simpatía por las alternativas que se han cruzado en el camino.
Y es que, en su genealogía intelectual del mundo en que vivimos, Adriano Erriguel se diferencia claramente de una parte muy importante de la reacción cultural que se está producido en el mundo anglosajón (no necesariamente reaccionaria, a veces incluso centrista y liberal, que se sirve de los descubrimientos de la psicología y la biología evolutiva frente a la cháchara de las nuevas disciplinas que emanan de los estudios culturales) para acercarlo al mundo intelectual francés. Nuestro tiempo está hecho para Erriguel, como lo está para Alain de Benoist, Jean-Claude Michéa, Christophe Guilluy o Michel Clouscard, de una unión entre la izquierda post-68 (izquierda liberasta) y la derecha liberal, y el mundo se dirige con una dirección clara y, por así decir, deliberada, hacia un modelo que no admite réplica posible. "La corrección política y la izquierda concomitante no son "marxismo cultural'', sino la legitimación ideológica indirecta de la mundialización y del neoliberalismo. [...] La izquierda posmoderna -y esta es la tesis central que defenderemos en estas páginas- tiene muy poco de marxista y sí mucho de neoliberalismo cultural puro y duro. [...] ¿Cómo resumir tres décadas de neoliberalismo en una sola frase? La religión positiva de la economía se alió con la religión negativa del nihilismo para triturar al 'pequeño pueblo"', etc.
Como puede verse, el nuevo sujeto portador de verdadera "Ilustración", en forma de sentido común, es el pueblo (fascinante paradoja: la bandera de la razón la portan hoy preferentemente quienes no han pasado por las universidades). Frente a este pueblo se sitúa una élite que ejerce una suerte de despotismo ilustrado, imponiendo, en un proceso de arriba abajo, todas las nuevas modas culturales que tratan, como señala el autor, "de "artificializar" dimensiones enteras de la existencia que, hasta hace poco tiempo, eran sentidas como evidentes y ordinarias por el común de los mortales".
En cualquier caso, Erriguel parece debatirse a lo largo del libro entre dos interpretaciones distintas a propósito de la naturaleza de esta relación entre neoliberalismo e izquierda cultural. Así, por un lado apunta a que "tanto el neoliberalismo como el posmodernismo forman parte de esa lógica externa, en la que ambos fenómenos confluyen de forma natural. Ni el posmodernismo es un "complot" del neoliberalismo, ni la izquierda ha "caído" en ninguna trampa". Otras veces, en cambio, se presenta esta unión como teniendo el claro "objetivo final de reprogramarlas [las dimensiones ordinarias y evidentes de la existencia] al gusto del poder establecido".
En opinión de quien aquí escribe, el mundo es, a menudo, el resultado de la tensión constante y fortísima entre diversos polos, de forma que puede resultar ilusorio ver una unidad perfecta y cristalizada en lo que en realidad es una distribución plural del poder. Obviamente, las élites y los pueblos son de muchos tipos. ¿No está en realidad nuestra época hecha de fragmentos? Esto no significa, sin embargo, que no puedan delinearse los grandes rasgos de un tiempo determinado (como con tanta agudeza hacen Erriguel y otros), pero sí que puede ser posible modular y matizar un juicio que siempre debe tener en cuenta los claroscuros. Quizá, en esta batalla por retomar el contacto con lo real, haya más aliados de lo que parece...
Por otra parte, resultará difícil para muchos dejar de ver en el comunismo o en las ideologías obreristas unos episodios más de esa tendencia general que nos ha llevado donde hoy estamos, en lugar de contemplarlos como unos perdedores, y, por lo tanto, como aliados naturales del conservadurismo que se enfrentan a ese proceso. Nietzsche, por ejemplo, quien no tuvo tiempo de presenciar los desmanes de la izquierda posmoderna, teniendo como tuvo gran antipatía por las "ideas inglesas", consideró sin embargo que habían sido las distintas ideologías socialistas las que realmente habían llevado al extremo lo peor de una época que pretendía colocar a los humanos en un safe space frente al dolor de la existencia.
Así pues, el lector encontrará en estas páginas una soberbia y polémica redescripción de las categorías del enfrentamiento político contemporáneo, al tiempo que el autor le introduce por lo más interesante de los debates de ideas ocurridos en Francia, Italia, Alemania, Estados Unidos, Rusia... Pero, insistimos, el valor de esta obra va mucho más allá de ser una suerte de compilación del pensamiento alternativo actual -que nadie había elaborado hasta ahora de manera tan seria, por otra parte. Se trata, en suma, de una fascinante invitación a interpretar el mundo en el que vivimos desde una perspectiva metapolítica, a delinear y comprender la figura del último hombre, ¡a devenir verdaderamente woke! Lean a Adriano Erriguel y piensen donde más les duele.
Bertrand Martín
INTRODUCCIÓN
MINIMUM RESPECT
Vivimos en la época más piadosa, mojigata y santurrona de la historia. Aquellos que se lamentan de la débil fibra moral de nuestra época se equivocan. Nuestros tiempos son hipermorales, de un moralismo pomposo y empachoso, sermoneado desde cien mil sacristías laicas e impuesto a golpe de lapidaciones mediáticas y digitales.En esta era de bovina aquiescencia a todo lo que Imperio del Bien y sus doctores en Derechos Humanos tengan a bien prescribimos, el recurso a la blasfemia se configura no ya como un peligroso desafío, sino como un imperativo ético. Non serviam!, ésa es la eterna actitud de la parte maldita, de ese "lado oscuro" que los progresistas de línea clara no cesan de proclamar como definitivamente superado y periclitado (esa constante obsesión con "la caverna") y frente a cuyo presunto retorno esos mismos progresistas no cesan constantemente de advertirnos. Como si ellos mismos no acabaran de creerse su discurso de amaneceres radiantes, como si ellos mismos fueran muy conscientes de que, por mucho que se empeñen, todo aquello que es reprimido permanece siempre al acecho, porque a lo sumo sólo puede ser contenido, pero nunca totalmente extirpado.
Ya va siendo hora de reivindicar la caverna. La caverna como refugio de libertad frente al nuevo totalitarismo de la transparencia. La caverna en sentido metafórico-freudiano como confluencia de dimensiones reprimidas, incómodas y no oficiales. La caverna es, en este sentido, el lugar verdaderamente interesante, el Omphalos mundi de donde surgen los imprevistos y los calambrazos que hacen que las cosas sucedan y se pongan en movimiento. Al fin y al cabo, la "línea clara" -todo buen aficionado al diseño gráfico lo sabe- es de una desoladora penuria a la hora de reflejar las complejidades de lo real, porque lo real es el claroscuro y la penumbra. Pero lo que las cruzadas progresistas pretenden justamente es censurar, reprimir y abolir lo real, y de ahí surgen los problemas.
¿Recurso a la blasfemia? ¿Es todavía posible considerar la blasfemia como un factor subversivo, cuando la blasfemia es alentada, promocionada y subvencionada por los poderes públicos? ¿Acaso no nos encontramos ante una "rebelocracia", es decir, ante un sistema en el que los rebeldes y subversivos dirigen el espectáculo y en el que la rebeldía es empaquetada en celofán para su mercantilización inmediata? Ahí reside la sutileza que hace la fuerza del sistema. ¿Cómo atacar los tabúes de una religión que consiste en profanar todos los tabúes, que convierte a los subversivos y a los transgresores en funcionarios? No es extraño que los bufones de palacio sean los comunicadores privilegiados del sistema; ellos son los que, entre broma y broma, mejor editorializan las consignas oficiales. Vivimos en un despotismo festivo que reposa sobre la ridiculización selectiva, pero cuyas chanzas e irreverencias están cuidadosamente balizadas por líneas de imposible traspaso, orientadas por un sermón oficialista que se quiere muy transgresor y muy rebelde.
La auténtica blasfemia consiste en denunciar este tinglado, en rechazar la superchería de las transgresiones pret a porter , en derribar las balizas y en erigir otras nuevas. La auténtica blasfemia consiste en romper el marco, en situarse en la perspectiva del no creyente , en pensar como más les duele.
Las páginas que siguen abundan en esta idea, que no es otra que la de volver la espalda al más aplastante aparato de manufacturación del consentimiento que se haya puesto en marcha en toda la historia. Podemos asimilar esta actitud a la de un pagano que, en plena época del emperador Teodosio, continuara remitiéndose a su visión politeísta del mundo. La enmienda a la totalidad es, siempre, la forma más radical de disidencia.
La hora de los francotiradores y los emboscados
Asistimos durante los últimos años a una rebelión creciente, en Europa y en América, contra el entramado de Verdades oficiales. El fenómeno populista es quizá la expresión más ruidosa de esa rebelión, pero no es la única. Este libro se inserta en ese magno combate de ideas. Queremos decir con ello que, salvo alguna excepción puntual, no se trata en estas páginas de fulanismos, anécdotas y chascarrillos. Nuestro enfoque apunta hacia la deconstrucción de esa forma de hegemonía cultural que ha venido en llamarse corrección política, y que alcanzado ya su zenit empieza a caminar tal vez hacia su ocaso. Estamos convencidos de que, para aquellos que no sean reacios al razonamiento abstracto, la historia de las ideas -la exploración de sus metamorfosis y réplicas inesperadas- puede ser más apasionante que la mejor novela de aventuras, a condición de que las abstracciones se embriden en la comprensión de nuestra realidad inmediata. Porque las ideas cuentan y tienen consecuencias. Y hasta las nimiedades que trenzan nuestra vida cotidiana vehiculan, de forma sutil y a veces imperceptible, el andamiaje ideológico que legitima un equilibrio de poderes y sumisiones. Mal que les pese a los neoliberales, al final de la jornada el poder de las ideas es más persuasivo que el lenguaje contante y sonante de cifras y estadísticas. La renta per cápita, la prima de riesgo, la cesta de la compra y el recibo ele la luz nunca confomarán -por muy importantes que sean para nuestro bienestar- los consensos determinantes que legitiman un sistema. Y puestos a dar la vida, nadie lo hará nunca para mejorar la curva del déficit exterior o la cobertura de salud bucodental -mucho menos por constructos flácidos tipo "el patriotismo constitucional"- sino por un conjunto de percepciones básicas que confieren sentido y se envuelven en el poder movilizador de una auténtica idea. Con su insistencia en que "todo es política" y en que "lo privado también es política'', la izquierda ha comprendido en general todo esto mucho mejor que la derecha. De ello se tratará abundantemente en este libro.
¿Cuál es nuestro objetivo? Nos vemos hoy desbordados por una miríada de fenómenos -la posverdad, la revolución feminista, el lenguaje inclusivo, los "discursos de odio", la proliferación de "fobias", la apología de la "diversidad'', el multiculturalismo obligatorio, las minorías ofendidas, los obreros de derechas, los multimillonarios de izquierdas, la trama rusa, el populismo- que parecen responder al capricho de una realidad aleatoria e ingobernable, como si fueran erupciones espontáneas que no guardan relación entre sí, como si fueran una sucesión de picos aislados que, de manera aleatoria, conforman una orografía caótica. Justamente, lo que aquí pretendemos es explorar toda la cordillera, demostrar que estos episodios aparentemente aislados conforman en realidad una orografía ordenada y son partes integrantes del mismo ecosistema1. Pretendemos hacerlo además desde una visión ideológica de 360 grados que aspira a diseccionar el discurso oficialista que nos impele a pensar de una manera "correcta" dentro de un marco mental predeterminado.
¿Cómo definir nuestro enfoque? ¿Se trata de un ensayo, de un panfleto, de una investigación con pretensiones objetivas y "científicas"? Desde luego no de lo último. Por mucho que nos apoyemos en fuentes homologadas y en autores académicamente consagrados, no lo hacemos para acogernos a argumento de autoridad alguno, sino sólo cuando así resulta conveniente para nuestras tesis. Somos muy conscientes de que una de las misiones de la academia -en muchos de los temas que aquí nos ocupan- es la de producir argumentos complacientes con el poder. Respeto mínimo, por lo tanto, a la clerecía mediático-universitaria que administra los dogmas diversitarios. Nos encontramos ante una vasta empresa de deconstrucción antropológica y cultural de las sociedades occidentales, al ritmo que marcan los grupos de interés y sus cámaras de resonancia universitarias. La misión institucional de estas últimas consiste en reescribir, troquelar y adecentar el pasado para adaptarlo a las consignas del día. Con una uniformidad coreográfica digna de un festival norcoreano, el sesgo ideológico de las facultades de humanidades es claro: favorecer el proyecto mundialista de la popperiana "sociedad abierta" y derribar todos los obstáculos que se le opongan. Así se articula una ofensiva -dominante en la historiografía desde los años noventa-para reducir las culturas, los pueblos, las naciones y las identidades sexuales a simples "constructos" o figuraciones fantásticas (las expresiones "la invención de" o "la construcción de" suelen encabezar este tipo de estudios). Porque de lo que se trata, en suma, es de "artificializar" dimensiones enteras de la existencia que, hasta hace poco tiempo, eran sentidas como evidentes y ordinarias por el común de los mortales, con el objetivo final de reprogramarlas al gusto del poder establecido.
Sin necesidad de entrar en el viejo debate sobre el carácter "científico" de las ciencias sociales, nos cuesta reconocer el valor de segmentos enteros de una producción humanística que, instalada en un pensamiento grupal adocenado, tiene desde hace ya tiempo su credibilidad en ruinas. Los llamados "estudios culturales" son a la ciencia lo que el chamanismo tropical a la medicina, y sus oropeles y certificaciones académicas son comparables, a todos los efectos, a las plumas y amuletos utilizados por los brujos de la tribu para imponer respeto. Encomendándose al numen protector del puto San Foucault (Francois Bousquet dixit) una casta profesoral endogámica persigue su peculiar agenda, mientras se aferra, de manera paradójica, a sus prestigios institucionales y privilegios2. Pero puestos a deconstruir, no vemos por qué ellos deberían salvarse de la quema, no vemos por qué sus constructos posmodernistas deberían quedar exentos de ese aquelarre de demolición y licuefacción que ellos mismos no cesan de convocar. Pero la deconstrucción de los deconstructores sólo puede hacerse, evidentemente, desde fuera de los muros protectores y disciplinarios sobre los que éstos asientan su poder. Es hora de aplicar la teoría del partisano al ámbito de la metapolítica. Es la hora de la crítica no homologada, de los francotiradores y de los emboscados. Ellos son los auténticos protagonistas de este libro.
Neoliberalismo y "fin de la historia"
Minilnurn respect, decía nuestro admirado Philippe Muray, a cuyo magistrio estas páginas tanto deben. ¿A qué nos enfrentamos? Pues nada menos que al "pensamiento positivo", a la alegría obligatoria, a "las formas pomposas y fúnebres de la moral contemporánea y a todo su sistema de valores tolerantista, paritario, intercambiable, librecambista, solidarista y multicultural, pero siempre controlador, nivelador y vigilante como las beatas de sacristía que son, que entierran con su pulsión de muerte y de prejuicios todo lo que todavía permanece en vida, y que no perduran más que porque hasta ahora han conseguido no dejarse definir como lo que son: un orden moral, el orden moral más odioso de todos los órdenes morales que hasta ahora hayan oprimido a la humanidad. Su origen de izquierda les protege todavía de la debacle que merecen y que tendrán que sufrir, que ya están empezando a sufrir..."3.
¿Se inscribe este libro en el cansino "toma y daca" del binomio derecha-izquierda? Aunque parte del libro esté dirigido a desmenuzar todo el entramado ideológico que llamamos "izquierda posmoderna", no es ésta el objetivo último de nuestra crítica. Nuestro objetivo se fija más bien en la dinámica general a la que esa izquierda sirve y en la que esa izquierda se inserta, y que aquí identificamos con el nombre de neoliberalismo (por mucho que el uso y abuso de este término lo haya sometido a desprestigio). En nuestra interpretación del fenómeno, el neoliberalismo consiste en un sistema de mercantilización y de estandarización absoluta del mundo que, en fórmula célebre, ha venido también en llamarse el fin de la historia. Ésa es para nosotros la auténtica pesadilla, y no un hipotético "marxismo cultural" o la figuración anacrónica de una revolución neobolchevique (tan presente en los temores atávicos de cierta derecha). Pensamos también que, en el camino hacia el fin de la historia, la izquierda y la derecha convencionales y operan al unísono según un estabilizado reparto de papeles, con el objetivo de eliminar aquellos elementos disruptivos que vayan surgiendo y que hoy se identifican, en primer término, con el nombre sulfuroso de populismo.
El problema del fin de la historia -lo que le dota de un aura peculiarmente siniestra- es que se trata de una utopía realizable. No lo será probablemente en su versión oficial y rosa bombón -la de una humanidad reconciliada en el libre mercado y la ideología Benetton- sino en su versión más oscura y caótica: la de la pérdida de verticalidad, la de la disolución de todo marco de referencia, la de las "partículas elementales" houellebecquianas, extraviadas en una sociedad deshumanizada y carente de sentido. Un largo y sostenido proceso de descivilización4. Pretender el paraíso en la tierra es la mejor receta para construir el infierno, nunca como ahora ha tenido más sentido esta frase de Hölderlin. Las páginas que siguen se suman a una antropología pesimista que es característica de la auténtica derecha y que alcanza su máxima expresión literaria en autores como Dostoyevski o Solzhenitsyn: el mal está en el corazón del hombre, y es imposible arrancárselo por completo sin que deje a su vez de ser un auténtico hombre. Y es que el mal -la posibilidad del mal- es la condición misma de la libertad. Por eso la historia es necesariamente trágica, y por eso la historia debe continuar. Porque la historia es el despliegue de la libertad humana, y su contrario -el "Imperio del Bien" o el "Mundo Feliz" totalmente administrado- es la pesadilla distópica de George 0rwell, de Aldous Huxley o, en su configuración actual, la utopía de Silicon Valley.
La larga marcha
¿En qué momento nos encontramos? ¿Caminamos de forma irremediable hacia el "fin de la historia" de Fukuyama? ¿Nos dirigimos hacia la extensión universal de la corrección política? ¿O asistimos por el contrario al retorno de la historia, como parecen confirmar las convulsiones de los últimos años? Nos encontramos seguramente en un momento de tránsito en el que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. El espejismo de la "globalización feliz" se ha visto eclipsado por la vuelta de los grandes Estados-nación y de los imperativos ineludibles de la geopolítica: control del espacio físico, planificación a largo plazo, persecución de los intereses nacionales, prioridad de lo real sobre lo virtual. En Occidente, uno de los desarrollos de los tiempos recientes ha sido la erosión de la unanimidad ideológica forjada tras el fin de la guerra fría; ésta se ha visto obligada a ceder el paso a una mayor pluralidad de voces, lo cual da lugar a su vez a no pocos equívocos. La hegemonía del "pensamiento único" y de la "corrección política" ha sido tan aplastante durante tanto tiempo que ahora, por el simple hecho de verse desafiada, reacciona de forma histérica. Así se suceden las cazas de brujas, las 0rwellianas sesiones de odio, la criminalización de los "reaccionarios", las paranoias conspiratorias (la demonización del Kremlin sigue siendo un clásico), las sirenas de alarma ante la resurrección del fascismo, las llamadas a la censura, la obsesión de las fake news, la represión de "narrativas tóxicas", la persecución de memes en Internet...
En el otro bando, los rebeldes contra el pensamiento único se han visto durante tanto tiempo condenados al ostracismo que ahora, por el simple hecho de poder levantar la voz, echan las campanas al vuelo e incluso se consideran dominantes. Pero nada más lejos de la realidad. Los aparatos de manufacturación del consentimiento mantienen el pleno control de sus capacidades, las élites globalistas prosiguen impertérritas su hoja de ruta y la hegemonía continúa en manos de los de siempre. Todo parece indicar que la rebelión contra la corrección política -esa rebelión cuya expresión más articulada es el populismo- será una larga marcha, sin descartar que pueda verse acelerada por acontecimientos mayores y de momento imprevisibles...
Pero lo más determinante no es siempre lo más aparente, y casi todo se juega en el ámbito discreto de la intrahistoria. Un ejemplo -que será ámpliamente desarrollado en estas páginas- es la revolución de 1968. Concluido aquel año en el que todo parecía ser posible, tuvo lugar una gran oleada de victorias electorales conservadoras en los principales países occidentales -Estados Unidos y Francia a la cabeza -. Todo parecía indicar que el ciclo revolucionario de 1968 había finalizado, y que los activistas de la Sorbona y de Berkeley habían sido arrumbados al basurero de la historia. Pero, medio siglo después, es preciso constatar que nuestro mundo ha sido remodelado de arriba a abajo conforme a los presupuestos y la filosofía de aquellos revolucionalios. Para comprender todo esto es necesario recurrir a la metapolítica, y ésta consiste precisamente en el estudio de aquello que, en la política ordinaria, normalmente permanece oculto o no se ve. De todo esto se trata en este libro.
Aunque el panorama que dibujan estas páginas pueda a veces parecer sombrío, el enfoque general se pretende oportunista. En el fondo se sostiene en la idea de que hay un núcleo indestructible en la naturaleza humana, un núcleo que resiste y resistirá siempre a los intentos por deconstruirla, recodificarla y devastarla. El mundo puede siempre renacer, lo real. puede siempre tomar su revancha y el despertar puede producirse de forma brutal. En esa tesitura, ya es hora de afinar una crítica que no se deje extraviar en el lenguaje y las preocupaciones de otras épocas. Porque lo cierto es que el mainstream mediático es especialista en realidades virtuales y maniobras de distracción, tales como las cruzadas "retro" -el "antifascismo" en ausencia de fascismo, el "anticomunismo" en ausencia de comunismo- o un rosario de revoluciones de temporada: revolución feminista, revolución vegana, revoluciones de todos los colores... como si pintarse el pelo de morado, ir al trabajo en patinete y berrear consignas made in Hollywood nos convirtiera en demiurgos de la historia.
Con lo que volvemos al tema de "la izquierda", omnipresente en nuestras páginas. En realidad, nuestros dardos no apuntan a eso que antaño solía considerarse como "la izquierda". La izquierda posmoderna y liberasta (neologismo que proponemos en uno de nuestros textos) tiene muy poco o nada que ver con la izquierda clásica o con el pensamiento de Marx. Piénsese lo que se piense del marxismo, no cabe duda de que se trata de una construcción intelectual de talla y de una escuela de frialdad teórica. Pero la izquierda actual -la izquierda de la corrección política y del fin de la historia- es otra cosa. Es una izquierda "progre'', no una izquierda "roja". ¿Qué actitud crítica mantener hacia ella?
¡Mininiurn respect!, decía Philippe Muray. La corrección política y la izquierda concomitante no son "marxismo cultural'', sino la legitimación ideológica indirecta de la mundialización y del neoliberalismo. Una simbiosis entre la ideología de la UNESCO y las cursilerías de la factoría Walt Disney. Nada especialmente respetable, por tanto. Y cuanto más se desafía a la corrección política, más histriónica se pone, más guapa se ve a sí misma, más motivos de orgullo encuentra en festejar su propio ridículo. Con lo que así contribuye a cavar su tumba.
Respeto mínimo, por tanto, ante el "Imperio del Bien", ante este aparato de producción y reproducción de lo social que, si es abominable, no lo es en primer término por su frenesí deconstructor de pueblos, identidades, sexualidades y culturas, sino porque sus profetas y portavoces nos ofrecen el vivo retrato del inundo que nos preparan. Ellos son los hombres del cambio perpetuo, los que creen que el mundo empieza con ellos, los que creen que han inventado la felicidad, los que guiñan un ojo y piensan que antes todo el mundo vivía en el error. Especuladores-filántropos, multimillonarios subversivos, santurrones narcisistas, llorones subvencionados, víctimas profesionales, celebrities solidarias, artistas comprometidos , transgresores asalariados, rebeldes homologados, activistas parasitarios, minorías minoritarias, aparatchiks académicos, bufones de palacio, intelectuales de servicio, telepredicadores laicos, sermoneadores, puritanos, inquisidores, savonarolas, comisarios de arte contemporáneo, burgueses-bohemios globalizados, "nómadas" macrobióticos y ecocompatibles...
Las mil y una caras del último hombre.
1 Encontramos este símil en los comentarios de un lector sobre uno de nuestros textos en Internet.
2 François Bousquet, "Putain" de Saint Foucault. Archéologie d 'unfetiche. Pierre-Guillaume de Roux 2015. Hay traducción española: El puto San Foucault. Ediciones Insólitas 2019.
3 Philippe Muray, Mininmn Respect. Les Belles Lettres 2010, p. 30.
4. La expresión es del escritor francés Renaud Camus, quien a justo título puede ser considerado como un anti-Foucault. Renaud Camus, Décivilisation. Fayard 2011.
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