LA FUERZA
DEL RELATO
CÓMO SE CONSTRUYE EL DISCURSO IDEOLÓGICO
EN LA BATALLA CULTURAL
Contar una historia, es algo necesario. Contar una buena historia, es algo extraordinario. Pero contar la verdad, es algo imprescindible.
Descubre las claves ocultas detrás de la construcción de relatos ideológicos que pretenden dominar nuestra era digital en el campo de la batalla cultural. Se trata de la narrativa de la seducción, un terreno donde la ficción tiene un poder transformador, moldeando nuestra percepción del entorno y de la realidad misma.
La expansión masiva y rápida de las plataformas de contenido hacia todos los rincones del mundo ha generado lo que podríamos llamar una «netflixización» social. Esto implica que la narrativa ficticia se internaliza de tal manera en nuestra cotidianidad que llega a dominar nuestro lenguaje y, en consecuencia, distorsiona nuestra percepción de la realidad, creando una especie de falsa realidad.
El poder del relato se ha convertido en una fuerza dominante que moldea la vida de los ciudadanos. A través de narrativas cuidadosamente construidas, se imponen necesidades, ideas, comportamientos y acciones que conducen a una ilusión ficticia y superficial. En este escenario, los individuos se sienten comprendidos y, en consecuencia, experimentan una sensación de felicidad, aunque sea efímera.
En la era de la cultura woke, el poder del discurso se ha erigido como el lenguaje dominante que permea todos los ámbitos de la vida cotidiana: desde lo político, lo institucional y lo cultural, hasta lo empresarial, mediático y social, tanto en los espacios públicos como en los privados de la civilización occidental. La estrategia es clara: generar un discurso hegemónico, hipnótico, mágico y emocional que pueda ejercer un dominio sobre las masas en la era de la comunicación global. ¿Pero cómo se construye un discurso de tal envergadura? Luis María lo desglosa meticulosamente, analizando cada parte de los escenarios más comunes, y nos muestra de dónde provienen los mensajes para que terminemos interiorizándolos como ideas propias.
En el mundo de la comunicación ideológica, el éxito pertenece a aquel que narra la historia más cautivadora, y la victoria es para quien domina el relato con maestría. Nos encontramos en la era de la narrativa ficcional, donde algunos triunfan mientras que los demás quedan relegados al fracaso.
Las claves ocultas detrás de la construcción de relatos ideológicos que pretenden dominar nuestra era digital en el campo de la batalla cultural.
“Se trata de la narrativa de la seducción, un terreno donde la ficción tiene un poder transformador, moldeando nuestra percepción del entorno y de la realidad misma. La expansión masiva y rápida de las plataformas de contenido hacia todos los rincones del mundo ha generado lo que podríamos llamar una «netflixización» social. Esto implica que la narrativa ficticia se internaliza de tal manera en nuestra cotidianidad que llega a dominar nuestro lenguaje y, en consecuencia, distorsiona nuestra percepción de la realidad, creando una especie de falsa realidad”.
“El poder del relato se ha convertido en una fuerza dominante que moldea la vida de los ciudadanos. A través de narrativas cuidadosamente construidas, se imponen necesidades, ideas, comportamientos y acciones que conducen a una ilusión ficticia y superficial. En este escenario, los individuos se sienten comprendidos y, en consecuencia, experimentan una sensación de felicidad, aunque sea efímera.
En la era de la cultura woke, el poder del discurso se ha erigido como el lenguaje dominante que permea todos los ámbitos de la vida cotidiana: desde lo político, lo institucional y lo cultural, hasta lo empresarial, mediático y social, tanto en los espacios públicos como en los privados de la civilización occidental. La estrategia es clara: generar un discurso hegemónico, hipnótico, mágico y emocional que pueda ejercer un dominio sobre las masas en la era de la comunicación global”.
“En el mundo de la comunicación ideológica, el éxito pertenece a aquel que narra la historia más cautivadora, y la victoria es para quien domina el relato con maestría. Nos encontramos en la era de la narrativa ficcional, donde algunos triunfan mientras que los demás quedan relegados al fracaso”.
Hoy vivimos en una sociedad absolutamente adicta y expuesta a un exceso de información. Una sociedad escaparatizada que, sobre todo, ve el mundo desde una perspectiva cinematográfica asumiendo el lenguaje de la narrativa de ficción como la manera normal de comunicarse y de entender su entorno cotidiano. Esto hace que haya una enorme proliferación de canales de información y de maneras de relacionarse en las que el lenguaje se ha convertido en un arma primordial para amoldar la realidad a nuestros propios intereses, ya sean ideológicos, profesionales o personales.
Por eso hoy, cada vez más gente quiere que le cuenten una historia o buscan ser los protagonistas de una historia sacrificando el dato por las emociones, el valor de la verdad y el de una información de calidad, contrastada y veraz. Es la fuerza del relato en una sociedad que se mueve por el sentimiento, sus filias y fobias y que ha dejado atrás la reflexión, el discernimiento y el análisis. Es la era de la ficción emocional.
Desde hace ya mucho tiempo, la cultura occidental se desangra a través de sus discursos. Unos discursos cada vez más emocionales, pero muy alejados del rigor y del contraste. Hoy, la verdad es una molestia. Todos los discursos como el político, el comercial, el social, el institucional, el mediático o el cultural, se han visto colonizados por un único pensamiento que intenta imponer imponerse a través del lenguaje y de lo que yo llamo la “terminología del bien común”, que no son más que una serie construida en frases que moldean un discurso ficticio, pero que es asumido por el imaginario colectivo como un relato que ha caído en el lado correcto de la historia y, por tanto, todo lo demás debe ser apartado, cancelado, suprimido y condenado a un ostracismo social. Vivimos en una época cada vez más polarizada y, esa polarización se construye con el lenguaje de la narrativa de la ficción emocional.
Cada vez es más común ver lo que ahora se denominan bulos, que en realidad no son nada más que difamaciones construidas con información sesgada y no contrastada que se utilizan para destruir a quien no piensa como nosotros y crear un desprestigio social que lo condene y lo cancele. Esto es una forma de censura ideológica a través de la utilización del lenguaje y de los medios de comunicación, una práctica peligrosísima que cada vez es más utilizada para imponer el relato único.
Utilizar la retórica para construir un imaginario colectivo o para dominar a las masas sociales es tan antiguo como la posibilidad de comunicarse. Pero nunca se había utilizado tanto ya que ahora somos seres absolutamente comunicativos y tenemos miles de formas de llegar a la información, aunque sea falsa, sesgada o de baja calidad. Ahora los modelos que más se imponen son utilizar la narrativa de la política-ficción para construir discursos con los que nos quieran gobernar, también se utiliza la narrativa apocalíptica del miedo, que construye los relatos con los que nos quieren asustar.
La narrativa del espectáculo, que se construye a través de lo que yo llamo las “Ficcioticias” y las psicoticias, el nuevo lenguaje de los medios de comunicación. La narrativa de la victimización y los discursos de la cancelación, la construcción de la narrativa de la ficción emocional para destruir el dato y sobreponer el sentimiento, la narrativa del consumo automático, que trabaja con la teoría de las 5 “ces”: Consumo, control confusión, censura y coerción o la utilización de la terminología del bien común, una serie de términos que, aunque son vacíos en su significado la gran mayoría de las veces, han caído en el imaginario colectivo como algo bueno, siendo utilizados continuamente por el relato político para vender cualquier cosa, aunque esto no tenga ninguna relevancia o sea directamente mentira.
Son muchos los relatos ideológicos. Muchos de ellos se dan en el ámbito político, porque ahora mismo el relato político es el que se quiere imponer para gobernarlo todo. Pero también hay muchos que se dan en el ámbito comercial o en las estrategias de marketing. Cuando he hablado de la terminología del bien común, me refiero a términos como diversidad, inclusión, transversalidad progresismo o justicia social, son términos continuamente manoseados en el discurso político, institucional, empresarial, social o cultural, pero que la gran mayoría de las veces construyen frases vacías de significado y de intenciones, pero estos términos junto con otros puestos en cualquier frase, hacen que el ciudadano piense que sea lo que sea lo que le están contando o vendiendo, tiene que ser bueno por naturaleza.
Otro ejemplo es la utilización torticera continua y constante de la palabra democracia. Vemos como todo el mundo quiere arrogarse un supremacismo moral e intelectual a través de sentirse el más demócrata o representante de la misma. Ahora, auto-identificarse con esa palabra o ejercer de garante de la misma, te coloca en el lado correcto de la historia de manera automática. En nombre de la democracia se han cometido algunos de los crímenes y de las aberraciones más abyectas, y es cierto que es nuestro mejor modelo para ser gobernados, el que más libertades da, pero tiene que ser a través de un modelo garantista, plural, de derecho y de respeto a la separación de poderes, justo todo lo contrario a lo que está ocurriendo en nuestras democracias occidentales, las cuales se están muriendo al ser utilizadas de facto por los poderes argumentando que las defienden y las potencian mientras que al mismo tiempo y, haciéndolo en su nombre, se dedican a destruir al disidente, a quien no piensa igual que ellos, a todo aquello que pueda hacer sombra al discurso único eliminando cualquier tipo de contra argumento capaz de oponerse al relato opresor y descubrir sus debilidades.
El discurso woke es la nueva arma de destrucción masiva y se hace a través del lenguaje de la narrativa de la ficción emocional. Ahora todo aquel que se oponga al discurso único o al único pensamiento ideológico institucional cultural o social es condenado a una especie de leprosería social quedando proscrito, apartado y manchado gracias a la construcción de un relato que lo coloca de manera sesgada e injusta en el lado incorrecto de la historia. Por eso, ahora lo importante es estar en el lado correcto y, estar en el lado correcto significa ser políticamente correcto, arrodillarse al discurso único, adorar ese relato omnipresente que se impone desde lo emocional.
El discurso woke es el gran enemigo de las libertades occidentales y de las democracias garantistas y los estados de derecho. El discurso woke es una construcción de la censura en la era de la comunicación digital. Es la nueva Inquisición, la que señala, la que condena, la que sube al cadalso mediático a todos los ciudadanos que han decidido pensar por sí mismos, hacer contraargumento, reflexionar y no arrodillarse ante las grandes falacias que se están construyendo con el discurso de la narrativa de ficción. Son los nuevos Torquemada disfrazados con las togas de un catecismo único y que, arrogándose un supremacismo moral e intelectual que ni tienen ni les corresponde, han decidido a quién tienen que enviar a la hoguera.
La historia se repite. A pesar del paso de los siglos, seguimos empecinados en imponer nuestras doctrinas señalando a quienes no piensan como nosotros y, lo peor de todo, es que quien lo hace está absolutamente convencido de defender el bien común cuando, en realidad, no es más que defender su propio bien. Todos tenemos una responsabilidad en ello. Y todos estamos llamados a enfrentarnos a esta plaga que destruye los cimientos y lo valores de la sociedad occidental, la más avanzada de la historia, a pesar de sus defectos. La arenga de la cancelación a través de lo woke es el mayor enemigo de la convivencia, de la razón y del verdadero progreso.
La mal llamada cultura woke, pues no puede ser cultura algo tan terrible para el ser humano, ha destruido la política real para convertirla en la política de la ficción, una especie de circo al servicio de sus propios intereses que hipnotiza al ciudadano convirtiéndole en una especie de zombi social. En realidad, la cultura woke desprecia la capacidad individual de cada uno de nosotros y lo que busca es unificar en una ideología única a toda la sociedad para que seamos incapaces de pensar por nosotros mismos, no sea que nos dé por pensar y nos iluminemos. Por eso, hay que generar nuevas hogueras mediáticas. Todo esto se construye de dos maneras: a través de las ficcioticias y las psicotícias, las dos nuevas maneras de construir un lenguaje emocional para pervertir la realidad y destruir a quien algunos consideran prescindibles. Esa es la clave de la batalla cultural, la que se está dando a través del nuevo relato.
El totalitarismo político tiene varios pilares fundamentales: primero, disfrazarse de demócrata y por supuesto hacerse un falso garante de la misma. Seguidamente, la utilización del lenguaje del bien común para generar un discurso de ficción emocional que se incruste en el pensamiento social y monopolice y zombifique los movimientos de las masas sociales. Por último, anular y destruir la capacidad individual de cada uno de nosotros como seres humanos para que nos terminemos colectivizando, creyéndonos vulnerables y débiles y generar así cada vez una dependencia más fuerte de estados cada vez más grandes y anquilosados que consiguen empobrecer al individuo desde el punto de vista económico, intelectual e informativo generando una masa social que solo piensa de una manera y creyendo que solo un supraestado puede darnos el nuevo bienestar.
Hay que despertar ante todo esto y darnos cuenta de nuestra capacidad como seres humanos y de cómo cada vez más en Occidente tenemos gobiernos más restrictivos, intervencionistas y autoritarios que nos imponen no solamente una forma de pensar, sino una forma de vivir, regulándolo absolutamente todo. Esto se hace porque piensan que el individuo es incapaz de prosperar por sí mismo. De ahí, la colectivización continua y constante, la pérdida de libertades individuales y la gran cantidad de leyes que se aprueban con el único fin de restringir los movimientos, las libertades y las posibilidades de cada uno de nosotros Todo esto se hace siempre con el mismo discurso: el de la terminología del bien común, al mismo tiempo que se nos considera culpables de todo lo malo que puede pasar en la sociedad construyendo relatos y narrativas que nos hacen vulnerables y responsables de todo lo que la política es incapaz de resolver.
Trabajar continuamente desde hace décadas con el lenguaje de la narrativa de ficción da una perspectiva mucho más amplia y da sobre todo herramientas para descubrir, descifrar y desenmascarar el nuevo lenguaje de la mentira, del engaño, del sesgo, de la difamación y de la imposición. Gracias a mi trabajo como guionista intento descifrar cada día todos los mensajes que nos llegan y deconstruirlos para quitarles ese disfraz en el que se recubren de una falsa capa de chocolate democrático. Esa capa, una vez sacada, nos descubre su verdadera vocación y sus verdaderas intenciones. Por eso, en esta época donde todo el mundo consume ficción, deberíamos ser capaces de quitarle la máscara a este tipo de relatos qué están destruyendo nuestro mundo, empobreciendo nuestra existencia y arrasando con todo lo que nuestras generaciones anteriores, a través del esfuerzo, el mérito y muchísimo sacrificio, construyeron para nosotros: Un estado de bienestar y de libertades inimaginable hace ochenta años cuando acabó la Segunda Guerra Mundial.
Entender y cuestionar los relatos que nos rodean es entender nuestra relación con nuestro entorno global y el más cercano. Es darse cuenta de cómo nos manipulan y de cómo nos quieren convertir en una especie de zombis incapaces de pensar por nosotros mismos. Entender y cuestionar los relatos que nos rodean es darnos valor como seres humanos y sacar todo nuestro potencial para convertir la vida en algo que merezca la pena ser vivido en las mejores condiciones y de la manera más digna posible. Entender y cuestionar los relatos autoritarios que nos quieren imponer es luchar por la verdadera libertad, por el verdadero progreso y, sobre todo, por una sociedad que, en realidad, es el préstamo de las generaciones que están por venir.
Como digo en el libro, somos los últimos beneficiarios del desembarco de Normandía y sí no queremos repetir los errores de la historia, hay que entender cómo el relato puede fabricar una realidad tan falsa como todo lo que vemos en una ficción cinematográfica. Si queremos distinguir lo real de lo falso, más nos vale entender y cuestionar los relatos que nos rodean. Es una responsabilidad individual de la que no podemos hacernos ajenos. Somos seres comunicativos, pero sobre todo somos seres con una enorme responsabilidad individual y social. Aspiro y deseo que la Humanidad se convierta en algo mucho más espiritual y mucho más renacentista. Mucho menos dependiente de los estados regulatorios e intervencionistas y que se desprenda de sus complejos para empezar a vivir en una verdadera libertad. Se lo debemos a quienes construyeron la Europa de la que hemos disfrutado y a quienes están por venir a ella. Nos lo debemos a nosotros mismos. Porque aún hay tiempo y espacio para la narrativa de la esperanza.
Prólogo
CONTROLAR EL RELATO
El poder del relato, su fuerza, no es en absoluto una novedad. Los formatos para su difusión han sido diversos a lo largo de la historia, pero lo importante no era eso: lo era su control. Lo es, siempre lo ha sido. De los cantares de gesta medievales, narrando las hazañas que llegarían a nuestros días, a las fábulas del s. xviii, representando valores morales e impartiendo enseñanzas; de los cantos litúrgicos y la imaginería religiosa, para instrucción del pueblo e influencia emocional, al cine en la república de Weimar, con su oscura narrativa social y su potencial propagandístico.
«Quien controla el presente», decía Orwell, «controla el pasado y, quien controla el pasado, controlará el futuro». Formular y reformular ese pasado, el relato histórico, es la manera de ponerlo al servicio de los intereses del presente para tratar de afianzar el futuro. Y a eso han aspirado siempre todos los poderes. No es de extrañar pues que, en la era de la hiperconectividad y la sobreinformación, cuando todos somos susceptibles de ser tanto receptores como emisores de mensajes gracias a las nuevas tecnologías, el afán por controlar el relato se viera exacerbado. No se trata de una herramienta nueva, pero sí de una renovada.
Porque lo que sí ha cambiado, mucho y muy rápido, es el paradigma de la comunicación. Esa es la clave para entender su dimensión hoy. Y ahí radica el valor de este libro: es un análisis preciso sobre el estado actual de ese fenómeno, sus particulares características y sus consecuencias. Entender el funcionamiento de ese artefacto, de esa aspiración universal de los poderes (tanto económicos como políticos, religiosos o sociales, militares, académicos, mediáticos), es fundamental para proteger el pensamiento crítico y el respeto por la verdad. Para no dejarnos arrastrar por la corriente hegemónica del momento, para escapar del adiestramiento intelectual quedo que amenaza a nuestras sociedades modernas.
Este libro, más que un ensayo, es un manual de supervivencia. Y como tal debe ser leído: como si Luis María, a modo de concienzudo entomólogo, hubiese diseccionado ante nosotros al monstruo que nos acecha para que podamos salir ahí afuera y, sabiendo ya todo sobre su naturaleza y su modus operandi, enfrentarnos a él. Dice Ferrández que «triunfa el que cuenta la mejor historia y vence quien maneja mejor el relato», en una alteración de los factores de aquella otra afirmación que sostiene que «la historia la cuentan los vencedores».
¿Es el control del relato, entonces, quien decide al vencedor o es el vencedor quien, después, se hace con el control del relato? ¿O en realidad la victoria consiste, precisamente, en hacerse con ese control?
Es en este último caso en el que el libro de Luis María se convertiría en nuestro mejor aliado para detectar cuándo, cómo, por qué y para qué el relato que nos llega lo hace adulterado. Porque el actual clima de guerra cultural, y las particulares características de una sociedad mediatizada, es el caldo de cultivo perfecto para que los poderes, los clásicos pero también ese nuevo que representa la masa enfurecida en redes sociales, quieran controlar el relato. Los síntomas son claros: polarización, extrema emocionalidad, identitarismo exacerbado, cancelaciones, fake news, discursos hegemónicos, revisionismo histórico… Porque quien controla el presente, controla el pasado. Y, quien controla el pasado, controlará el futuro.
Es, pues, este libro un ensayo oportuno sobre la actual coyuntura social de nuestras democracias occidentales. Una radiografía certera de nuestra posición vulnerable como ciudadanos ante las herramientas de los poderes. Un diagnóstico atinado del punto en el que nos encontramos. Y debería ser, también y sobre todo, un acicate para revertir la situación y, conscientes de nuestra fuerza individual, devolver el control del relato a quien debe ostentarlo: eso que hemos convenido todos en llamar La Verdad.
Rebeca Argudo,
periodista y escritora
INTRODUCCIÓN
«Las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. Exigen ilusiones, sin las cuales no pueden vivir». Sigmund Freud La ficción gobierna nuestras vidas. Su narrativa se ha convertido en el lenguaje prioritario que ha conquistado el ámbito cotidiano de todo contexto político, social, mediático, cultural, empresarial e institucional. Vivimos en una sociedad construida por el relato, desde el relato y para el relato. La ficción emocional ha colonizado la vida de los ciudadanos, sometiendo sus necesidades, ideas, comportamientos y acciones al ámbito de una ilusión casi escénica.
El relato es la nueva herramienta de poder absoluto con la que producir, construir y destruirlo todo. La estrategia para crear un lenguaje mágico y hegemónico, con el que dominar a las masas en la era de la comunicación global, se ha convertido en una prioridad para los Gobiernos, los medios de comunicación, las multinacionales, las instituciones políticas y culturales y toda clase de colectivos y organizaciones occidentales. La masiva y fulgurante llegada de las plataformas digitales a todos los hogares del mundo ha traído la netflixización social, haciendo que la narrativa de la ficción sea asumida como una realidad propia que domina el lenguaje cotidiano hasta convertirla en una falsa realidad.
Porque hoy todo el mundo quiere que le cuenten una historia. Y es que el lenguaje propio del relato cinematográfico sustituye a la realidad para acercarnos a un mundo adaptado a nuestros propios deseos y emociones. Un lenguaje anestesiador. Plagado de eufemismos, figuras retóricas, giros y terminología del buenismo retórico que, en realidad, es la herramienta más audaz para el control hegemónico de la estructura social. Las narrativas propias de la construcción cinematográfica, escenográfica, dramatúrgica y de ficción, son el lenguaje hegemónico en todos los espacios públicos y privados de nuestro entorno.
El poder del discurso de las emociones en la era de la manipulación se ha transformado en la narrativa del engaño, un escenario donde la ficción, como si de un opiáceo se tratara, termina moldeando la percepción de nuestro entorno y de nuestra realidad. Contar para conquistar. Contar para dominar. Contar para asustar, para deformar, controlar, enamorar y provocar. Es la poderosa influencia de las historias en la sociedad contemporánea y en el escenario de la llamada «batalla cultural». Su uso se ha extendido a todas las facetas de la vida, convertida en una nueva adicción dentro de un mundo dominado por la inquietante necesidad de evadirse de la verdad y de la propia existencia.
Es un relato para gobernarlos a todos. Desde vender un coche hasta generar un odio injustificado hacia algo o alguien, la agitación emocional en el discurso es un arma afilada que entra sin esfuerzo en el frágil e indefenso inconsciente colectivo. Desde el discurso hegemónico de la política-ficción hasta la creación de las ficcioticias o psicoticias en los medios de comunicación, el relato de la ficción es utilizado para que el público se identifique con una causa determinada, haciéndole creer que ha caído en el lado correcto de la historia.
Mientras tanto, las urnas se llenan de emociones, los discursos de mentiras y los titulares de sensaciones. La sociedad convierte la vida en un escaparate donde todo se vende, donde la verdad ha dejado de ser importante poque ya nada es real. A través de una narrativa eficaz, directa y reflexiva, se cuenta cómo la netflixización de la sociedad ha acostumbrado al individuo a forzar la ficcionalidad de su entorno, lo que ha producido en la sociedad, la política, los medios de comunicación, las empresas y en las instituciones públicas y privadas un estilo obsesivo por adueñarse del relato y contar la realidad a través del uso abusivo de una narrativa propia de la ficción escenográfica del lenguaje dramático.
Todo el mundo quiere escuchar o ser el protagonista de una buena historia. Todo el mundo lo quiere todo. Y, además, quiere que se lo cuenten como si fuera una película. En esta especie de relatocracia, las ideologías construyen relatos emocionales utilizando estructuras narrativas de ficción, lo que genera discursos que son asumidos como realidades incontestables por una gran parte de la población. La materia con la que se fabrican las ideologías se construye a base del discurso, del mismo modo que la historia se construye con base en los acontecimientos.
La narrativa aristotélica se convierte en la herramienta perfecta para modificar y movilizar la masa social hacia una opinión prefabricada. Mantener la tensión, dominar el momento, fomentar emociones, crear un campo de batalla dialéctico que genera bandos de protagonistas y antagonistas, de víctimas y verdugos, y, sobre todo, jugar a teorías narrativas de identificación emocional para construir realidades absolutas que se impregnan en la sociedad vestidas de poesía política al servicio de las ideologías. Es la construcción de la zombificación social, donde los Estados procuran individuos cada vez más empobrecidos y dependientes para agudizar el carácter restrictivo e intervencionista de los Gobiernos, los cuales se disfrazan, gracias al uso de la terminología del bien común, en supuestas democracias de corte mágico.
Todo pasa por construir una cosmología narrativa que nos haga creer que estamos en el lado correcto de la historia. Todo pasa por fabricar ilusiones donde la sociedad quede atrapada entre la emoción y la palabra. En la era de las comunicaciones digitales, el discurso es el momento. La noticia es ficticia y la ficción es el argumento. Ennoblecer la narrativa no significa pervertirla ni utilizarla para hipnotizar y embrutecer a una opinión pública cada vez más debilitada por un consumismo atroz y una polarización propia de los discursos envolventes de la nueva era política.
No puede justificarse en modo alguno el uso del noble arte de la retórica y de la narración para envilecer el lenguaje social. Deformando la terminología y disfrazando el relato, con la intención de aislar al individuo para mimetizarlo en una masa desprovista de libertades, censurada de argumentos y adoctrinada en ideologías cargadas de fanatismos radicales. Y, mucho menos, cuando se hace justificándolo en la búsqueda de un bien común que, en realidad, solo beneficia a una élite desprovista de las cualidades fundamentales para dignificar la convivencia de sus propios conciudadanos. Todo se ha convertido en un relato.
Quizás, en un mal relato. Pero en un eficaz cuento de hadas que, provisto de la fantasía de una ficción imaginaria, termina por anestesiar a un público que va perdiendo la capacidad crítica y autocrítica a pasos agigantados. Encuentre un buen contador de historias, y llenará las urnas de razones, los circos de payasos y las plazas de enfervorizados seguidores. Llenará los bares de testimonios, las cenas de Navidad de gritos y los estadios de seguidores. Es la fuerza del relato en una sociedad escaparatizada e hiperconectada.
Es la manera de construir los discursos ideológicos en el campo de la batalla cultural y el modo en que se fabrica el lenguaje con el que se quiere gobernar. Porque triunfa el que cuenta la mejor historia, y vence quien maneja mejor el relato. Bienvenidos a la era de la narrativa de ficción emocional, donde unos ganan y todos los demás perdemos. Aunque siempre cabe recordar que, bajo ese halo de esperanza que sopla en la brisa del contrarrelato, las mejores historias solo les pasan a aquellos que son capaces de contarlas.
Capítulo 1
LA NETFLIXIZACIÓN
DE LA SOCIEDAD
Cómo se construyen las narrativas escaparate en la sociedad Lumière
«Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro,
la enfermedad es incurable».
Voltaire
Vence quien cuenta mejor su historia. La ficción gobierna nuestras vidas. Su lenguaje ha cambiado la forma en que percibimos la realidad y aceptamos nuestro entorno. Vivimos en una sociedad escaparate, esclava de un lenguaje escenográfico propio de la narrativa de la ficción. Las historias moldean nuestra percepción de la realidad en la era de la manipulación emocional. Surge el imperio autoritario de un relato dirigido para enfervorecer a las masas. Los hechos se transforman en feroces discursos de ficción, recubiertos de un lenguaje dulcificado con el único objetivo de alimentar a una sociedad hambrienta de conflictos y que desprecia la verdad. Hemos convertido la política, las relaciones afectivas, las instituciones, nuestros espacios de trabajo y ocio, los medios de comunicación y gran parte de nuestras acciones diarias en un relato fabricado en las leyes de la narrativa de la ficción. Es lo que podemos llamar la netflixización de la sociedad1.
Las urnas se llenan de emociones. La política queda reducida a titulares donde la verdad es tan incómoda como prescindible y peligrosa. Las redes y los medios de comunicación levantan inmediatos juicios populares donde se apresuran a construir relatos repartiendo los roles de víctima y verdugo mucho antes de que lo hagan los únicos que, en los Estados de derecho, están legitimados para hacerlo: los jueces y el código legislativo. Occidente ignora su decadencia y se devora a sí mismo en la cultura de la cancelación, mientras agita con fervor una ilusoria bandera bordada de falsas libertades.
Se abrasan en la hoguera del inconformismo todos los valores que nos convirtieron en un modelo de convivencia y bienestar, levantados, con mucho dolor, sobre los escombros y la devastación que provocaron dos guerras mundiales. Hartos de tanta posibilidad, solo elegir nos parece ya un acto de opresión y termina siendo un foco de profunda ansiedad. Demonizando, anulando y despreciando su capacidad de discernimiento individual, el ciudadano se infantiliza frente a un Estado cada vez más sobreprotector, que difumina al ser racional en una masa colectiva a la que se le tutoriza y prohíbe cada vez más.
Una serie de dogmas producen una zombificación total e inundan el pensamiento colectivo, siendo abrazados por el conjunto de la población gracias a un discurso universal que identifica sus objetivos con términos bondadosos y legítimos. Los alquimistas de la retórica han elevado estos relatos a premisas incuestionables que se encienden o apagan en función de los intereses ideológicos desde el aleatorio interruptor de la narrativa emocional.
Se legisla contra la realidad objetiva. Contra la ciencia, la naturaleza y la razón. Se legisla a golpe de emociones, de complejos individuales y de frustraciones colectivas. Los sentimientos se elevan progresivamente a la categoría de verdad gracias a un relato perfectamente programado que adoctrina el ideario colectivo y aniquila todo conato de resistencia, contraargumento y oposición. Hoy gana quien cuenta la mejor historia. O su mejor historia. Y la mejor historia no es más que la que nos identifica con el lado bueno y correcto del relato.
Aceptando una falsa vulnerabilidad o una ilusoria sensación de merecida justicia, nos envolvemos en esa insoportable necesidad de tener razón al creernos convencidos de estar en posesión de un discurso insuperable al que llamamos verdad.
Las ideologías, presas de un fanatismo incurable que gangrena el pensamiento, se pelean con la realidad queriendo transformarla de facto e ipso facto a través de leyes y decretos para llegar a un Estado soberano y omnipotente gobernado autoritariamente por el discurso de las emociones. Desde la noche de los tiempos, las sociedades se construyen a través del relato.
Pero hoy, en la era de una nueva cosmología narrativa que monopoliza la digitalización de los sentimientos, el pensamiento y la imagen, la narrativa propia del cine o la dramaturgia ha tomado de manera hegemónica los discursos políticos, mediáticos, sociales e institucionales. Se llega a crear una sociedad escaparate que se desarrolla en un mundo donde una imagen ilusoria, construida y proyectada en la fuerza de las emociones, es más valiosa que la propia evidencia de los hechos contrastados. Esperamos que todo se nos presente como una historia envolvente que reconduzca nuestra participación y protagonismo en la vida social y política.
La nueva cultura del entretenimiento en streaming, donde la tecnología ha cambiado nuestra forma de consumir historias, ha transformado nuestras expectativas. La nueva relación con la narrativa nos acostumbra a buscar ficciones en todos los aspectos de nuestra vida. Todo esto ha influido en una nueva forma de construir y percibir la realidad política, institucional y social de la que formamos parte. La netflixización de la sociedad se debe al consumo masivo y constante del entretenimiento construido en el lenguaje que sostiene la narrativa de la ficción. Gracias a la proliferación de las plataformas de contenidos audiovisuales, cada vez más gente está profundamente familiarizada con este lenguaje narrativo.
Este fenómeno imparable y universal ha generado una inquietante adicción por envolver la realidad en una especie de relato construido en las técnicas de la ficción, que lo recubre de una capa ilusoria de legitimidad. Hasta hoy, la narrativa de la ficción no había arraigado de manera tan contundente en generaciones enteras, que, en la actualidad, nacen con el lenguaje y la escenografía de lo ficticio casi incorporados en un código genético donde el discurso emocional sustituye a una incómoda verdad.
Gracias a esta netflixización social, se fabrica un relato de ficción con el objetivo expreso de gobernarlo todo. Existe una expectativa por dotar de cierto aspecto épico todos los aspectos de nuestra existencia. Desde las nuevas prácticas en los entornos laborales hasta las nuevas formas de relacionarse, comunicarse e informarse, todo ha sido absorbido por una necesidad narrativa que busca convertir lo cotidiano en una especie de película ilusoria que nos haga protagonistas de un cuento fabricado a nuestra medida. Este proceso ha influenciado de manera decisiva en dos aspectos fundamentales para la formación de los nuevos paradigmas de las sociedades contemporáneas: el relato político y el relato mediático.
La política, ese espacio cada vez más necesitado de las emociones y más hostil con la verdad, busca desesperada, en los procesos de la narrativa de ficción, la manera de echar sus redes en nuevos caladeros de votos que puedan legitimar sus discursos, y perpetuar así sus ansias de poder. Del mismo modo, los medios de comunicación de masas, las redes sociales, los canales en streaming y las nuevas plataformas de contenidos asumen el lenguaje y las estructuras de la ficción para generar un nuevo concepto de información basado en las emociones, y superando los hechos para, en caso de ser necesario, deformarlos hasta moldear una historia que sirva a los diferentes intereses empresariales, ideológicos, económicos o institucionales.
De esta manera, se generan debates sociales que conforman el nuevo marco del imaginario colectivo y predisponen al ciudadano y al conjunto de la sociedad, en un modelo de pensamiento único que ejecuta sentencias y construye realidades de manera inmediata. Es así como se edifica el universo de ideas hegemónicas que se gestan desde el control de la conversación pública y publicada. Esta netflixización de nuestro entorno, junto al nuevo protocolo de desarrollo digital y al imparable avance tecnológico que conlleva, han cambiado la forma en que consumimos las historias y cómo ejecutamos y devoramos los nuevos modelos de ocio y entretenimiento. Fenómenos propios de esta práctica, como pueden ser el binge-watching (atracones de consumo masivo de episodios de series de manera adictiva) o los fasters (la reproducción de productos audiovisuales a mayor velocidad de la normal con el fin de consumirlo en el menos tiempo posible), están directamente relacionados con una sociedad automática y supeditada al fenómeno del buy now que ha hecho de la vida un espacio lleno de emergencias.
Lo inmediato es la única anestesia para quien ya no soporta la espera. Tenerlo todo al alcance y conseguirlo de manera inmediata es una nueva exigencia que las nuevas generaciones de Occidente lo asimilan como un derecho adquirido de manera innata, sin ningún tipo de esfuerzo adicional. La enorme cantidad de contenidos susceptibles de ser consumidos por las poblaciones occidentales es de tal magnitud que incluso el proceso de elegir se ha convertido en el origen de una inquietante fuente de ansiedad. Curiosa paradoja: tenerlo todo y sufrir por la inmediata posibilidad de poseerlo.
Es la sociedad escaparate. La que tiene todo, pero no se conforma con nada porque siempre hay otra tienda a la vuelta de la esquina. Hemos pasado del llamado estado del bienestar a un estado de agitación colectiva debido a un exceso de estímulos cuyo objetivo principal es fomentar el consumo masivo de contenidos. La cantidad de información a la que nos exponemos en la era de la netflixización social es tan abrumadora que no hay tiempo para la reflexión ni el discernimiento ante la urgencia en una constante elección. Por tanto, el relato, cuando se fabrica, debe ser certero, directo, emocional y concreto. No hay tiempo para discursos que requieran de un tiempo diferido para ser asimilados. Las redes sociales abrazan el eslogan en la «sociedad de los ciudadanos sin tiempo».
La imperiosa necesidad de convencerse por el camino más rápido hace que los ciudadanos asimilen fácilmente una premisa automática con mensaje emocional de narrativa ficcional con la que crear una rápida predisposición ideológica. De esa manera, se toma partido de forma instantánea sobre un dilema. Por eso, al igual que si de una plataforma de contenidos se tratara, donde el cliente bucea durante horas buscando el contenido perfecto para un apetito imaginario, el individuo busca el relato perfecto en un maremágnum de información para saciar la necesidad de autoidentificarse con el lado del discurso que es aceptado como el socialmente correcto.
Ahora todo el mundo quiere que le cuenten una historia sin importar en absoluto la veracidad de los hechos. El relato es el proceso de reconvertir la información en una historia de ficción que sirva a nuestros propios intereses gracias al uso de las emociones.
En este nuevo relato, se premia o condena al individuo en función de su género, condición sexual, origen étnico o afinidad ideológica por encima de su capacidad real, su esfuerzo, experiencia demostrada o su talento innato. Se desprecia el mérito y el esfuerzo para empoderar al individuo a través de un impostado victimismo que genera una nueva lucha de clases, cuyo objetivo es que el ciudadano se identifique como protagonista de una injusticia previamente escenografiada o con una minoría en proceso de opresión.
El discurso se fabrica desde el conflicto en la relación opresor-oprimido, lo que genera cadenas entre colectivos y minorías que crean hegemonías culturales que secuestran el relato. Se retuerce el significado de la palabra, se monopolizan los términos y se construyen nuevos lenguajes que, una vez inyectados en el inconsciente colectivo, se imponen como supuestos garantes de un bien común. Se culpabiliza al individuo por lo que puede llegar a hacer o por un pasado del que no es responsable sin argumentos científicos demostrados, destruyendo la esencia y estructura biológica natural, en favor de sensaciones y emociones subjetivas convertidas en dogmas irrefutables que, de ser criticados, condenarán de facto al ostracismo social a quien lo intente.
Se restringen las libertades a la movilidad, al libre consumo o a la libre alimentación. Se censura el acceso al conocimiento y a la información gracias al dominio de la terminología, responsabilizando de manera ilusoria al individuo que asume automáticamente una condición de culpabilidad con respecto a los cambios y sucesos de su entorno. Se minimizan y prohíben las libertades que capaciten el pensamiento crítico gracias a la cultura de la cancelación promovida en el movimiento woke2, justificando un necesario cambio de paradigmas que, a pesar de su evidente totalitarismo destructor, es cubierto en una capa de chocolate democrático que lo autoproclama, de nuevo, en el lado correcto de la historia.
Se destruyen los valores de Occidente sin más argumento que el odio hacia el pasado, para imponer una utopía colectivista que suprime y empobrece al individuo, y lo convierte en un ser dependiente de Gobiernos que, manejados por unas élites cada vez más insaciables, lo tutelan y lo adoctrinan para anestesiar sus inquietudes, y le dan toda clase de distracciones y conflictos inmediatos para crear necesidades ilusorias. Todo esto solo es posible gracias a que la sociedad ha asumido el lenguaje de la narrativa de ficción como una fuente de información fidedigna que moldea nuestra percepción de la realidad y del entorno, y sobre la que construimos los acontecimientos que protagonizamos como parte de una identificación tribal3.
Hay un asombroso e inquietante paralelismo entre las nuevas formas de consumo del ocio y el entretenimiento por parte de la sociedad, y la construcción de nuevos patrones de conducta y pensamiento que demanda el individuo en la vida real. La «netflixización de la sociedad» es un término que podemos utilizar para describir un fenómeno cultural y social en el que las personas adoptan patrones de consumo y comportamiento similares a los que se encuentran en las plataformas de transmisión de contenido digital. La posibilidad de la elección aleatoria e indiscriminada, donde el usuario elige el contenido que quiere consumir, se ve reflejada en la creciente demanda de servicios a la carta, como la música en streaming, la comida a domicilio, la educación en línea y, por supuesto, la información publicada y la opinión mediática sobre un hecho concreto.
Del mismo modo que las plataformas usan el algoritmo para sugerir contenidos afines a los gustos del usuario en función de sus preferencias, en la sociedad actual, la personalización y la recomendación del discurso narrativo para ideologizar el debate colectivo son necesarias para encontrar nichos de pensamiento que puedan adherirse a las corrientes de influencia mediática, y crear así cauces de identificación con los que ganar adeptos a una causa. No es, por tanto, casual ver la creciente obsesión manifiesta por parte de los Gobiernos, las instituciones, los colectivos y las empresas contemporáneas por intervenir, crear y adquirir los medios de comunicación de masas y los canales de comunicación digital para fabricar estados de opinión unificados gracias a un relato prefabricado en los despachos de los magos de la retórica.
Además, la netflixización social ha generado una globalización de la cultura al poder llevar contenido de toda índole a cualquier rincón del mundo con un acceso inmediato, asequible y eficaz. De manera similar, la sociedad actual está cada vez más interconectada a través de las redes sociales y las comunicaciones en línea, donde la difusión de ideas y discursos se globaliza y se automatiza de manera inmediata, pudiendo llevar cualquier relato narrativo al rincón más apartado del mundo en un solo golpe de ratón. Asimismo, se descentraliza la información, lo que hace que llegar a audiencias globales con mensajes predestinados a comunidades concretas produzca una amplificación universal del efecto de identificación con las mismas.
El relato termina construyendo las ideas que nos hacen percibir nuestro contexto actual, los hechos históricos y las probabilidades de futuro, de una manera determinada e influenciada por las ideologías, los prejuicios, los sesgos, las filias y las fobias tanto de quien crea el discurso como de quien lo percibe como receptor.
Del mismo modo, la narrativa emocional funciona como una construcción dramática y escenográfica de carácter psicológico que fabrica relatos con estructura ficcional. Su objetivo es crear tendencias y estados emocionales para generar posiciones ideológicas o refrendar estados de opinión masivos. El relato es extraordinariamente eficaz cuando es dirigido a una población en estado de vulnerabilidad, insatisfecha, ofendida y consecuentemente agitada, pues el grado de receptividad se incrementa de manera exponencial ante cualquier acontecimiento que genere. Pasamos la vida tan obsesionados en retenerla, que no somos capaces de dejar que simplemente ocurra. Y cuando ocurre, queremos modificarla para que cumpla de manera forzada nuestras expectativas.
En este imperio de la relatocracia4, es donde las ideologías construyen los relatos emocionales a través de estructuras narrativas de la ficción. De ese modo, nacen los discursos que son asumidos como realidades incontestables por una gran parte de la población. Porque hay una fuerza arrolladora escondida en el poder de las palabras. Una magia de la que brotan conceptos que, construidos a conciencia, se imprimen en el imaginario colectivo convertidos en verdades irrefutables debido a su carga emocional y la extraordinaria capacidad de autoidentificarse con lo mejor de la condición humana. Podríamos decir que una historia bien contada capta la atención del público. Una buena historia bien contada hace aplaudir al público. Una historia que cuenta lo que el público quiere escuchar, si conocemos su estado emocional y predisponemos el espacio para generar el conflicto, es convertida en una especie de catecismo ideológico que no necesita la verdad para ser adquirida con fervor irracional para hacerla sobrevivir en el tiempo.
Gana quien cuenta la mejor historia a un público predispuesto, ofendido, hipersensibilizado, inseguro, victimizado y necesitado. La narrativa es la mayor arma de poder e influencia cuando la ficción, manipulando las emociones colectivas e individuales, se apodera de nuestra percepción del mundo. Somos seres narrativos como especie, y necesitamos idealizar y construir relatos imaginarios para poder sobrevivir al paso del tiempo. Para crear mitificaciones de la realidad o espacios ilusorios donde lo imposible se hace probable. Necesitamos generar identificaciones a través de dogmas que nos posicionen ante determinados dilemas morales gracias al proceso de creatividad narrativa.
Como seres narrativos, necesitamos las historias, los cuentos, las fábulas, los relatos y las leyendas. Sin ellas, no podríamos asumir la vida desde la perspectiva de incertidumbre que amenaza nuestra supervivencia en ese imposible anhelo hacia la inmortalidad.
Queremos que lo imaginario y lo ficticio nos libere de la concreción de la realidad y la aceptación de nuestra propia mortalidad. Exigimos a la ficción que convierta la imperfección de la vida en un espacio seguro y perfecto, donde nuestros anhelos se conviertan en verdades y nuestra lucha se vea envuelta en la poética de la justicia.
Queremos moldear la realidad reconstruyéndola a imagen y semejanza de nuestras inquietudes, creando un universo hegemónico en el que solo habiten nuestras causas y razones. Como espectadores de la temporalidad de la existencia, necesitamos conocer y predecir el futuro gracias al suspense que genera el presente.
Es la narrativa del miedo, propia y específica de las comunidades donde la razón se apaga en favor de la superstición. Donde la ciencia se apaga para que se encienda la prestidigitación. Es la no aceptación del río de la vida como un cauce imperfecto, impredecible pero necesario e imprescindible para el verdadero fluir de la existencia. El conflicto trabaja sobre la probabilidad del suceso y el suceso es la disrupción en la continuidad de los acontecimientos.
Los seres humanos hacen la historia, pero la historia también hace a los seres humanos. Contarlas y transmitirlas son un hecho indisolublemente adherido a la esencia fundamental del ser humano. Desde las pinturas rupestres hasta los nuevos lenguajes surgidos en las redes sociales y en la narrativa digital, el ser humano ha tenido la necesidad constante de contar historias refugiándose en la ficción para trasladar sus inquietudes, evadirse de la realidad que lo atenaza o, simplemente, como medio para satisfacer su necesidad de entretenimiento. Pero hoy, cuando los canales de la información inundan la rutina diaria, el lenguaje se convierte en una herramienta de filo peligroso y precisión extraordinaria. Ya nadie quiere morir en una oscura trinchera atravesado por una bala perdida de un conflicto bélico.
Las guerras armamentísticas se circunscriben cada vez más a territorios concretos donde sociedades sin recursos son víctimas del embrutecimiento de gobernantes locales aferrados a un discurso tribal y territorial. Ahora, la nueva guerra global está en la información. Es la guerra híbrida, que conjuga el misil y la palabra. Es apoderarse del estímulo audiovisual y hacer de la imagen una bala. Poseer el dato y, luego, cambiarlo por la emoción. Ahora, la batalla está en la forma de contarlo. Es lo que llaman la batalla cultural o de las ideas. En el mundo de la sobreinformación digital, las batallas son narrativas y las armas, los relatos que emanan de un storytelling cuya construcción es mucho más devastadora que cualquier arma convencional. El juego político convierte a quien lo ejerce en una especie de flautista de Hamelín, portador de un discurso embaucador que hipnotiza a una sociedad sedienta de respuestas y hambrienta de afirmaciones. Ya no es la economía, sino las emociones, estúpido5.
El tablero estratégico para dicha contienda solo podría darse en una sociedad abiertamente hedonista, donde la apariencia tiene más valor que la esencia, y lo fingido es asumido como legítimo. Es la sociedad de la narrativa-escaparate6 la que vive expuesta en un relato disfrazado que camufla una realidad incómoda y prescindible. La que se argumenta en la prestidigitación narrativa al servicio de una causa ideológica. La que se muestra tras un falso cristal blindado que cree protegerla de sus propias miserias e imperfecciones. La que abraza sus emociones y sus frustraciones para convertirlas en oraciones naturales. La que redacta nuevos catecismos morales con los que repartir condenas y levantar guillotinas virtuales. La que desprecia el estado de derecho tutelado por las leyes para imponer regímenes de opinión comisariados por fanáticos de la dictadura narrativa.
Cada vez es más crítica la crisálida de conflictos que eclosionan entre culturas, clases sociales o sistemas de tribalización hiperideologizados que deciden imponerse a través de todo tipo de movimientos estratégicos de comunicación afectiva. Las sociedades exhalan sus frustraciones y sus procesos identitarios, por la herida de la ofensa. Una herida que se abre ante la necesidad compulsiva de tener razón, proceso que se fabrica gracias a la construcción político-mediática de relatos ficticios que consigan empaquetar ideas de rápida absorción para el imaginario global. Para entrar en la guerra comunicativa, antes se necesita construir un entorno que propicie y predisponga al individuo gracias a las tres fases necesarias para la zombificación social: distrayendo informativamente, aterrando narrativamente y creando dependencia emocionalmente.
La narrativa superemocional es una construcción dramática y escenográfica de carácter psicopolítico para construir relatos con estructura de ficción cuyo objetivo es crear tendencias y estados emocionales que generen posiciones ideológicas o refrenden estados de opinión masivos. El relato es extraordinariamente eficaz cuando es dirigido a una población en estado de vulnerabilidad, insatisfecha y consecuentemente agitada, pues el grado de receptividad se incrementa de manera exponencial ante cualquier acontecimiento que genere. Las nuevas generaciones asumen a cada vez más temprana edad la narrativa de ficción como un lenguaje certero que construye ideas asumidas como realidades absolutas. Todo este nuevo relato mercantil, político, mediático y social termina dando forma en su conjunto a una especie de sociedad Lumière7, cuya existencia se rige en comportamientos que necesitan compulsivamente vivir y crear espacios ficticios de ilusión imaginada al más puro estilo cinematográfico.
El individuo anhela protagonizarse buscando su victimización para visibilizarse como imprescindible formando parte de la tribu. Ya nadie quiere ser un héroe. Demasiadas responsabilidades y obligaciones. Demasiado esfuerzo y sacrificio. Un individuo frágil, dependiente y asustadizo que encuentra hoy, más que nunca, amparo y protección en los márgenes del colectivismo surgido en la fuerza de su propio lenguaje narrativo.
La sociedad Lumière es esa sociedad que vive la realidad como si fuera una película de ficción y, por tanto, reescribe la vida como si fuera un guion prescindiendo de la verdad natural. Quiere crear un mundo paralelo en función de sus emociones y sus deseos, donde casi todo es una mentira que quiere convertirse en verdad. Para poder desarrollarse, la sociedad Lumière se sustenta básicamente en un discurso trabajado en las emociones y las percepciones. Y, para ello, necesita un lugar donde exponerlo. Pero, ante todo, la sociedad Lumière necesita que todo se vea desde una especie de perspectiva Disney8 en la que los buenos y los malos, los protagonistas y los antagonistas, los de arriba y los de abajo, queden absolutamente representados, escenificados e identificados. Hoy, vence quien convence con su mejor historia gracias a ejercer el monopolio del discurso y la hegemonía en la fabricación de consignas.
El dominio y control del debate público son fundamentales para controlar la llamada agenda comunicativa. Agitar emociones, construir identidades. Crear nuevos códigos de conducta desde una moral categórica. Condenar al disidente. Cancelar al rebelde. Enterrar al valiente. Hacernos caer en el lado incorrecto de la historia. El horno narrativo se enciende cuando el espectáculo se pone al servicio de la causa y la causa construye el conflicto al servicio del relato. Es el abrumador poder que ostenta quien domina la narrativa de la ficción. Es el imperio de la narrativa-escaparate o el momento de una sociedad Lumière. Bienvenidos a la era de la netflixización social. Donde vale más una mentira mal contada, que una verdad por contar. Donde casi siempre gana quien cuenta la mejor historia.
_______________________________
1 Término acuñado por el autor que define cómo la cultura del consumo de contenidos en streaming ha influido en la forma en que las personas perciben la realidad.
2 Movimientos identitarios relacionados con ideologías radicales de una parte de la izquierda posmoderna, cuya esencia se fundamenta en cancelar, suprimir, señalar, condenar, revisar y censurar toda persona, pensamiento u obra que no sea cómplice o simpatice del pensamiento único impuesto por lo políticamente correcto.
3 El lenguaje narrativo y escenográfico con el que Gobiernos, autoridades, medios de comunicación e instituciones plantearon la pandemia mundial del covid-19 hizo asumir al conjunto de la sociedad que ya éramos parte de una película de ficción, donde la supervivencia, la lucha contra un antagonista invisible y la sensación de tribalidad con un objetivo común les dieron todas las herramientas para fabricar la primera gran narrativa de ficción social del siglo xxi.
4 Término acuñado por el autor.
5 «Es la economía, estúpido». Frase asignada a James Carville, estratega y consultor de comunicación de Bill Clinton que centró la campaña electoral por la Casa Blanca de 1992 en las necesidades reales y cotidianas del contribuyente americano, por encima de la macro política de logros en el exterior de G. Bush. Apostó por focalizar el discurso en las inquietudes de la clase media americana y su economía doméstica como eje fundamental del relato electoral. Y ganó.
6 Término acuñado por el autor.
7 Término acuñado por el autor.
8 Término acuñado por el autor con el que se pretende hacer referencia a la construcción de una realidad escenografiada donde buenos y malos, víctimas y verdugos, se posicionan de manera categórica en la historia para no dejar duda alguna de su lugar en la misma, lo que genera filias y fobias instantáneas desde el principio e identifica al espectador con el principio de bondad humana de manera incuestionable. El ser humano no tiene matices, y su comportamiento es uniforme, invariable e inmodificable.
Las Habilidades del Pensamiento Crítico son la capacidad de recopilar, analizar y evaluar información para llegar a conclusiones y tomar decisiones.
Algunas de estas habilidades son:
1. Identificar y definir problemas: Saber plantear preguntas relevantes para la investigación
2. Analizar argumentos: Identificar la intención principal de una conclusión y los motivos que la que la apoyan
3. Evitar sesgos cognitivos: Considerar toda la información disponible, no solo la que se alinea con el punto de vista
4. Comunicar de forma efectiva: Explicar y discutir problemas y soluciones con otros, manteniendo buenos hábitos de comunicación.
VER+:
0 comments :
Publicar un comentario