(EL MUNDO)
ENTRE GUIONES
Esta novela se desarrolla entre diálogos filosóficos, en torno a la historia de amor vivida durante la República de Weimar por Hannah Arendt y Martin Heidegger. Tiempo encerrado entre los guiones de las dos grandes guerras mundiales, que cambió el mundo del pensamiento y la política para dejar sus huellas en nuestros días de forma determinante. Dos personajes que reflejan dos visiones del mundo contrapuestas: el “ser para otro” y el “ser para sí mismo”.
Se trata de una historia novelada, no de un ensayo, que transcurre entre las aulas y la calle de una Alemania abocada a su propia destrucción con el triunfo del nacionalsocialismo, debido entre otras cosas a la arrogancia de los intelectuales, a la soberbia de los filósofos, y la decadencia de una sociedad que se quedó sin fundamentos, vacía y sin suelo. Durante aquella época entre guiones se destruyó la metafísica, el humanismo, el amor trascendente y el sentido de la existencia humana. Se empezó a construir una nueva “ontología del yo” que vuelve a aparecer en el pensamiento y el comportamiento de la sociedad actual. La historia que aquí se cuenta también narra las vicisitudes amorosas de dos seres contrapuestos, en la política, en la filosofía, en las convicciones y hasta en el origen étnico, tan determinante en aquel ambiente. Sin embargo, enamorados hasta el final de sus días. Es un dialogo entre la arrogancia masculina y la comprensión femenina. Entre la cultura de la muerte y la cultura de la natalidad, entre el totalitarismo de la ideología y el pluralismo de la realidad.
Exclama uno de los personajes de esta novela: ¡que los días no te impidan ver el tiempo y que los años, uno tras otro, no te impidan contemplar la historia! Un tiempo que puede volver a encerrar al mundo entre guiones, como los guiones del tiempo de una pandemia. Pues la historia tercamente vuelve a repetirse, y estos “años veinte” se parecen demasiado a aquellos “felices años veinte”.
«Comienza con un juvenil idilio amoroso, le siguen audaces aventuras, hechizos, un insensato engaño que no obstante surtirá efecto. Pronto se oscurece el escenario; malas pasiones se entremezclan, se lleva a cabo una tremenda atrocidad. Durante mucho tiempo esta permanece impune; la venganza amenaza desde lejos y se acerca poco a poco entre proféticas advertencias, hasta que finalmente se cumplen. La catástrofe ineludible enreda a inocentes y a culpables hacia el ocaso. Un mundo de héroes queda reducido a escombros». Alfred Wilhem Schlegel sobre Niebelungenlied (El Cantar de los Nibelungos)
PRÓLOGO
Cuántas veces, en momentos de desesperación, cuando no encuentras sentido a la vida, habréis oído aquel sabio consejo fruto de la experiencia de un anciano o de la espontánea bondad de algún amigo: ¡que los árboles no te impidan ver el bosque! Sin embargo, estando ya próximo el final de mi tiempo, después de haber superado día tras día los años de mi existencia, a mí se me ocurre otro consejo distinto, aunque no alejado de aquel, dirigido a toda persona que se asome a las páginas de este libro: ¡que los días no te impidan ver el tiempo!, y ¡que los años, uno tras otro, no te impidan contemplar la historia!... Del tiempo, pero de otro tiempo; de la existencia y de un trozo de historia hablan estas páginas. Hannah solía recitarme las palabras escritas en el Libro del Eclesiastés: «Todo tiene su momento, hay un tiempo oportuno para cada cosa bajo el cielo: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de recoger lo plantado…». Ella me las repetía para consolarme y hacerme comprender la realidad en las épocas malas, cuando yo me lamentaba renegando de mi destino, por haber vivido una vida sin la alegría de la infancia, ni los sueños de la juventud. Entonces, en mi joven tozudez, para responderle, buscaba argumentos de defensa tratando de oponerme a los suyos, y, utilizando arteramente su lenguaje filosófico, le espetaba: «¡Yo sí fui arrojada al mundo!». Sonaba como un reproche indirecto, al utilizar una famosa frase de su querido maestro de filosofía. En el fondo, era cierto. Me habían dado a luz en una época de réprobos, entre los escombros y las ruinas de una ciudad en guerra, en la desolación de una nación derrotada y un país destruido.
Aquellas palabras bíblicas me consolaban, me habían servido de bálsamo saludable durante toda mi vida y nunca supe realmente por qué. En apariencia tan solo parecían expresar una perogrullada. Mas, sin yo esperarlo, como manzana madura que cae del árbol, aquel día radiante de primavera ¡por fin! comprendí la sabiduría encerrada en aquellas obvias palabras. Iba camino del monasterio de Yuste, había llegado hasta aquel rincón de España, situado en la comarca de la Vera en Extremadura, tras una intensa labor de años buscando el lugar de reposo de los restos mortales de mis dos tíos, hermanos de mi madre, muertos en la última Guerra Mundial. Caminaba por el campo, entre los montes, siguiendo una calzada paralela a una vieja carretera comarcal. Andaba junto a arroyos y pequeñas acequias dispuestas para regar numerosos bancales superpuestos a distintas alturas con muros de piedra. Iba disfrutando de una mañana soleada, y de un ambiente generoso y fresco, oloroso a tierra rociada aromatizada por flores silvestres. Después de cruzar junto a una zona plantada de viñedos y moreras, divisé una amplia pradera verde abrigada a la umbría de grandes castaños. Estaba cuidadosamente sembrada de cruces de granito oscuro, estrictamente alineadas en forma de necrópolis. Sorprendentemente, para aquel perdido lugar hispano, se trataba de un cementerio de soldados alemanes caídos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Dietcher Soldatenfriedhof, anunciaba la placa dispuesta en la entrada del pequeño camposanto. En todas las lápidas, junto a los nombres, había grabadas dos fechas separadas por un guion; entre ellas se podían contar los cortos años de vida de aquellos jóvenes muertos en la flor de su existencia:
Adolf Runge 1917 – 1942
Franz Scheibmaier 1923 – 1943
Friedrich Reissberger 1915 – 1943...
Ignoro las virtudes o defectos de todos aquellos muchachos, o la forma que tuvieron de morir como soldados heroicos o cobardes, pero ganas me dieron de repetir y recoger aquí todos aquellos nombres, si con ello pudiera dejar su hueco en la memoria de los tiempos. Extrañamente, aquel lugar no trasmitía la tristeza de los cementerios, tal vez por la disposición de las pequeñas lápidas de granito saliendo del verde brillante de la pradera, rodeada de flores blancas y rosas nacientes en las yemas primaverales de las ramas de los cerezos. Todo colaboraba para transformar un cementerio, el lugar por excelencia de la finitud y la caducidad, en un lugar de esperanza en la victoria de la resurrección sobre la muerte, del triunfo de la paz sobra la batalla y la violencia. Era como un jardín hogareño, un pequeño paraíso de paz en un mundo sin paz. Un signo de vida nueva… de vida eterna.
Entonces pensé que aquellos jóvenes guerreros muertos en el esplendor de su juventud seguían guardando armas como centinelas del pasado, del presente y del futuro de su patria, más allá del tiempo de la existencia, y del espacio que les tocó vivir. Ellos representaban el tributo de toda una generación perdida, “Jóvenes sin Dios”, como les llamó un novelista de aquellos días: «Se les educó en el odio al pensamiento libre, un mundo inhumano en el que eran máquinas, tuercas, ruedas, pistones, correas de ventilador de un gran aparato... Pero, más que engranaje de una máquina, les gustaría ser munición: bombas, proyectiles, granadas. ¡Cómo les gustaría estallar en un campo cualquiera! Ver su nombre en un monumento de guerra es el sueño de su pubertad». Y así fue y allí quedó su corta vida entre guiones, grabado cada nombre en una fría lápida gris de piedra, en la pradera de la muerte y lejos de su patria.
Me consolé pensando que al fin moraban bajo el abrigo de una cruz cristiana repitiendo la tragedia del lugar de la calavera, pero salvados por la redención. Su muerte y el lugar de su sepultura no eran en vano. Imaginé que habían llegado hasta aquel sitio para velar armas cerca de donde murió el más grande emperador de Alemania, pues a quinientos metros de aquel lugar se encontraba el monasterio en donde decidió morir y retirarse hasta la puesta de sol de su vida el emperador Carlos V. Esa debía de ser la única razón por la que aquel cementerio se hallaba en aquella tierra tan lejana de la patria de los muertos allí enterrados. Después de saltar entre bancales sembrados, salpicados de castaños, robles, y acacias, se llegaba a un gran estanque que alimenta el jardín del emperador, sobre el cual se alza un viejo edificio de piedra y ladrillo, adosado al monasterio medieval en el que había pasado los últimos años de su vida aquel rey en cuyos dominios no se ponía el sol.
Una brizna de hierba salía de un puñado de liquen amontonado al pie de la cruz de granito enclavada sobre la tumba de Erik von Bulow, 1904–1942. Junto a ella estaba la de su hermano, Friedrich von Bulow, 1908– 1942. Ambos eran oficiales de la Reichsmarine, comandante y segundo oficial del U-Boot 145 hundido por una bomba de la RAF mientras repostaba combustible en el Atlántico Norte, al oeste de Vigo. Habían salido seis días antes del puerto de Kiel en busca de presas marítimas mercantes o de guerra, en medio de aquella locura de conflagración total, olvidada de cualquier huella de humanidad. Cuando llegué junto a sus lápidas me arrodillé en silencio, y como las raíces llegan al agua traspasando las piedras, quise tocar y besar sus calaveras, atravesando sus sepulcros con respeto y ternura de mujer, para penetrar en sus vidas a través del tiempo y así poder comprender.
El lugar de su enterramiento me había sido notificado por la embajada de Alemania en España pocos días antes de la apertura del cementerio, en el año 1983. Yo era la única pariente viva que habían podido localizar. Ocho años más tarde, después de la reunificación alemana, decidí buscarlos, para llorar y rezar sobre sus tumbas. Recordaba constantemente la frase profética de mi tío Erik, repetida frecuentemente por mi madre, pronunciada después de la primera guerra mundial y de la consiguiente ruina económica: «A partir de ahora, cualquier locura es posible en Alemania».
«Hay un tiempo de llorar y hay un tiempo de reír; tiempo de guerra y tiempo de paz». Volvía a darle vueltas al libro del Qohélet en mi cabeza, y pensé en aquel nombre hebreo que designa al autor de estas reflexiones: el predicador de la asamblea, tal vez el propio rey Salomón. Yo creo que Qohélet era un viejo sabio, que describe la vida llena de momentos y colores diferentes, a veces contradictorios, como los colores complementarios de un cuadro impresionista. Vistos de cerca no son más que un color junto a otro, pero en conjunto, dan como resultado la armonía cromática de una obra de arte plena (siempre y cuando tengamos una mirada lejana y comprensiva). Hannah me hablaba incesantemente de la necesidad de «comprender», a pesar de haber presenciado las mayores atrocidades, y de haber vivido en un mundo sin sentido por culpa de los horrores provocados por los totalitarismos. Alguien dijo que después de Auschwitz no era posible el pensamiento, pero ella seguía pensando, e incluso amando el mundo apasionadamente. En su vocabulario, «comprender» no era simplemente conocer la realidad: exigía algo más, parte de una singular actitud ante el mundo. Con sus propias palabras: «amar al mundo», «sentir la necesidad de estar en armonía con el mundo». Por esa razón, aun después del Holocausto, para ella seguía siendo necesario «buscar el sentido, a través de la comprensión; una tarea en la que tratamos de reconciliarnos con lo que hacemos y padecemos». En su forma de comprender había mucho de amor y de perdón, además de conocimiento.
Ahora, con la llegada de mi vejez, yo veía de esta forma todas aquellas cosas que había vivido tan cerca y al mismo tiempo tan lejos, y pensé: también hay un tiempo para escribir… ¡Sí! ¿Por qué no? Después de muchos años ha llegado ya la hora de escribir este relato. Se trata de una auténtica epopeya alemana: una historia épica, llena de aventuras y de vida cotidiana; de héroes y de gente normal, de alegría, pero, también de horror y tragedia. Como en el Cantar de los Nibelungos, mi narración igualmente se alza con una joven historia de amor; pero, pronto, se entremezclan engaños y atrocidades, que acaban enredando a inocentes y culpables en una marcha desbocada hacia el ocaso, para terminar todo hecho escombros. Parece que la maldición de los nibelungos acompaña inevitablemente a toda historia alemana, también a esta, repitiendo eternamente el destino del Anillo de Rin.
La historia que aquí se cuenta estaba escondida detrás de un muro en mi querida ciudad de Berlín, donde nací en el fatídico año de 1933, en el que Alemania se volvió loca y entrego el anillo del poder al nacionalsocialismo. ¡Por fin!, después de tanto tiempo, el muro del totalitarismo ha sido derribado, la normalidad ha regresado a mi patria, y mis recuerdos pueden salir a la luz, al igual que muchas otras cosas, escondidas entre el miedo, los prejuicios y la falta de comprensión. Esos recuerdos guardan celosamente sufrimiento, incluso horror; pero, a pesar de todo, también amor; porque el amor no es solo una romántica sensación de bienestar. En los protagonistas de esta historia se manifiesta el amor en sus distintas facetas: el amor de amistad, entre amigos de distintas razas y religiones, cuando ambas condiciones eran discriminatorias y determinantes para sobrevivir y obtener el reconocimiento por los demás como seres humanos. El amor entre hombre y mujer. Una historia de amor tan llena de acontecer histórico y de impulsos eróticos como la de Antonio y Cleopatra; protagonizada por actores de dos bandos aún más opuestos que los Montesco y Capuleto; entre dos seres tan elevados en la altura del pensamiento y la sabiduría como el maestro Abelardo y su alumna Eloísa… Un amor tan impregnado del romanticismo, el drama y la tragedia alemana como el diabólico doctor Fausto y la cándida Margarita (Gretchen).
También es una historia de odio, entre personas y entre naciones; provocado por los más oscuras sentimientos e intereses; y, sobre todo, por un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad: las ideologías totalitarias. Las dos guerras mundiales fueron las más devastadoras, extensas y terribles en la historia del hombre sobre la tierra. Mas, esta no es una historia de aquellas conflagraciones, aunque trata sobre ellas y sus causas, pues la guerra fue el resultado de muchos factores, y en particular, el que más denunciaba la interlocutora principal de mis diálogos: ¡la arrogancia de los intelectuales!, seguida de la banalidad del mal de los que no se pararon a pensar. Hannah solía decirme que los teólogos medievales identificaban al diablo con la arrogancia del espíritu. Recuerdo sus últimas palabras en la televisión alemana: la esencia de lo intelectual consiste en fabricar ideas sobre cualquier asunto. Culpables fueron los que dejaron de pensar y ejercer la razón, pero, más culpables aún fueron los muchos que acabaron creyendo en el nacionalismo imperialista o en el nazismo, ellos y todos los intelectuales alemanes anteriores a ellos que fueron creando la zeitgeist apropiada para que fructificara “el pensamiento único”. No me refiero sólo a los nazis, sino a toda ideología totalitaria; por supuesto, también el nacionalismo, el antisemitismo, el comunismo, y tantos otros “ismos” falsos y reduccionistas.
No pretendo escribir una teoría sobre la política o la filosofía, sería una pretensión vana por mi parte. Pero sí puedo y debo denunciar aquellas ideas. Al cabo, este es un relato humano, y también político y filosófico, pero no como otro cualquiera. Es singular y diferente. De lo contrario, no merecería la pena contarlo. Estas ideas condujeron al tiempo más inhumano de la historia de la humanidad. La filosofía alemana había ido cayendo progresivamente en un nihilismo sin salida. La irracionalidad, el voluntarismo y finalmente la muerte del humanismo.
Aunque se dijo que desde Auschwitz nada humano es ya posible, ni la esperanza, ni mucho menos el amor, aquí se cuenta una historia humana, tal vez demasiado humana, de amor y de sabiduría, surgida antes, durante y después de Auschwitz, entre las dos guerras, entre guiones. Fue la explosión de dos filosofías nacidas entre el deseo de la pasión y el peso de la conciencia; entre un hombre enamorado, mayor y libertino, y una mujer joven, libre y también enamorada. Se presentó como el estallido de una tormenta de verano. Se produjo en apena dos años, de forma simultánea y paralela, de manera tal que la una sin la otra no se entiende. La primera es producto de la misma barbarie en el pensamiento que condujo a Auschwitz, y paradójicamente es la triunfante en toda la filosofía tras la guerra. La segunda es aún desconocida por el mundo biempensante, tal vez porque surge de una mujer. Es el anverso del reverso de Ser y tiempo, y se manifiesta en una obra apenas reconocida de su autora: El amor en San Agustín, en la cual se contiene como en un embrión toda la obra alumbrada a lo largo de su vida.
La historia relatada en este libro fui escribiéndola tras cada encuentro que tenía con ella, y es por tanto ella su principal protagonista: Johanna Arendt. Ella fue mi amiga y mi confidente durante los últimos años de su vida. La conocí en 1972, hace ya algunas décadas. Parece que fue ayer, tal vez porque el tiempo ha pasado, pero la cultura del tiempo sigue siendo prácticamente la misma. Hemos pasado del mundo analógico al digital, pero los hombres siguen llevando corbata, y las mujeres falda. Una cultura que construyeron ellos, muchos de los protagonistas de estas páginas que vivieron el siglo XX, un siglo que cambió la humanidad. El mundo que aquí describo es el de ellos, el que vivieron en la universidad y en la política de la calle. Hannah describía el mundo como un espacio y un tiempo para vivir con los otros, donde se aprende y donde surge la relación con los demás. Un espacio y un tiempo para la política, en donde las cosas se convierten en públicas, desde la dirección de la sociedad y el derecho, hasta el arte, el pensamiento y la cultura. Este mundo especial es un microcosmos encerrado entre ideas, análogo al macrocosmos desarrollado a lo largo del siglo, encerrado entre guerras y revoluciones: la Alemania de entreguerras conocida como la República de Weimar.
Tal vez ha sido el tiempo más revolucionario de la historia cultural de la humanidad después del comienzo del siglo primero. Y los protagonistas de este relato fueron destacadas estrellas del drama, aunque no brillaron ante los focos, pues sus vidas trascurrieron entre guiones. Fue Hannah quien me dijo un día: «Mi vida ha transcurrido entre guiones». Yo le había preguntado cómo era posible el entusiasmo de tantos ante la filosofía de su maestro Martin Heidegger, pues todos sus escritos y pensamientos eran difíciles de entender, crípticos y farragosos. Ella me explicó que una cosa eran sus libros y otra bien distinta sus clases. Al principio eran tan oscuras como los escritos, pero con el tiempo, y, sobre todo, a partir de Marburgo, en palabras de Hannah, «Heidegger fue haciendo un esfuerzo cada vez mayor para ser entendido, y lo cierto es que nos tenía a todos hechizados». No obstante, según ella, la clave estaba en meterte en su lenguaje lleno de neologismos y palabras griegas antiguas, construidas con guiones, a veces tan largas que se convertían en palabras trenes. «Era difícil entrar en su mundo, pero mucho más difícil salir». Esto es lo que le sucedió a ella, y a muchos grandes intelectuales alumnos o admiradores de Heidegger. Lo que más me llamaba la atención era la alabanza común y la imitación de un intelectual acusado de ser el filósofo del nazismo. ¿Cómo era posible? ¿Heidegger era nazi, y al mismo tiempo, filósofo de la progresía? ¿Se tocan los extremos, o existe tal vez un renacimiento siniestro del totalitarismo en nuestra época? ¿Acaso los nazis perdieron la guerra, pero ganaron la paz? Para una ciudadana americana como yo, inmigrante a causa de la guerra, parece increíble, más aún después de haberse proyectado a lo largo del ancho mundo cientos de películas de Hollywood en donde los nazis eran malos, en la mayoría de los casos rematadamente malos, y los aliados siempre los buenos. Sin embargo, paradójicamente, ahora los malos son los propios americanos, luchando despiadadamente contra el Vietcong, guerrilleros de una ideología totalitaria...
En cualquier caso, Heidegger se había convertido en el filósofo inspirador de la contracultura bautizada en los Estados Unidos con el nombre de “pensamiento políticamente correcto”, expandido desde allí al resto del mundo, inspirando corrientes políticas llamadas ahora populismos: volkisch, en mi idioma. Esta era la filosofía del Maestro de Meβkirch, con sus ideas y planteamientos nihilistas y radicales, la destrucción del humanismo a través de la abolición de la naturaleza humana, el fin de la metafísica y la tradición filosófica occidental, e incluso con la utilización del mismo lenguaje, farragoso, paradójico y contradictorio... ¿Lo que sucedió en Alemania podría entonces volver a repetirse? La sola posibilidad de tal pregunta me inquietaba profundamente, pero mi experiencia con Hannah satisfacía mi desazón, pues a través de ella pude comprender de verdad a su maestro. Antes de su muerte ella vivió el inicio de esa transformación contracultural del pensamiento político norteamericano, pero se hubiera sorprendido de ver la eclosión del renacimiento de su amigo Martin Heidegger, y otros intelectuales del nazismo como Carl Schmitt o Ernst Jünger. Hannah, en un saloncito junto al Riverside Park de Nueva York, me introdujo en su mundo y su pasado, y poco a poco, fui absorbiendo con sus confidencias y relatos todo lo que quería transmitirme. El resultado fue este libro. A través de Hannah he ido construyendo ese pequeño universo. A veces en forma de recuerdos y memorias, otras veces a través del diálogo, e incluso de manera novelada. He descrito el mundo que me imaginaba después de escucharla a ella, de leer a sus protagonistas y ahondar en la historia, la filosofía, la política o simplemente en los universos creados en las novelas de su tiempo. Por ello los personajes que aparecen aquí son todos reales. Los hechos algunas veces coinciden con la realidad, pero en general son pura coincidencia. Termino este prólogo mientras escucho los aplausos del público siguiendo a la Orquesta Filarmónica de Viena interpretando la marcha Radetzky; haciendo real un nuevo nacimiento, como todas las mañanas del primer día del año. El mundo sigue bailando enamorado al ritmo del vals, después de Auschwitz.
Edith von Eschenbach
Nueva York, 1 de enero de 2009
¿El pensamiento sin Dios es un pensamiento sin referencias?
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