MI IGLESIA DUERME:
¡DESPIERTA!
«Despierta, tú que duermes,
levántate de entre los muertos
y la luz de Cristo brillará sobre ti.»
Ef 5,1-20
He llegado a la conclusión de que hace falta un sacudimiento violento. Cuando queremos despertar a alguien que duerme profundamente, hay que sacudirlo con violencia. Y si acecha algún peligro habrá, incluso, que llegar a algo doloroso para que acabe de despertar, para que caiga en la cuenta del peligro en que está. Y ese es, ni más menos, el actual estado de la Iglesia. Muy graves peligros nos acechan, no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad entera. La necedad de los hombres tiene pendiente sobre nuestras cabezas una guerra atómica para la que nos preparamos concienzudamente día a día, gastando en ello miles de millones de dólares, que sacudirá, no sólo nuestras vidas sino nuestras creencias. El mundo entero está en convulsión; las viejas estructuras se derrumban; las estructuras políticas, las estructuras económicas, las estructuras sociales, los patrones de moralidad, incluso la estructura familiar. Todo está en crisis. La humanidad busca febrilmente salidas, nuevas fórmulas, e incluso se agarra desesperadamente a cosas tan absurdas como el Apartheid, el Black Power, el neonazismo, el hipismo, los estupefacientes, etc. El mundo está convulso—tanto las naciones como los individuos—: Biafra, próximo Oriente, La República Dominicana, Checoslovaquia, el Congo, Vietnam, Rodesia, Indonesia, los estudiantes de las más famosas universidades del mundo... El mundo está convulso... Y entretanto, mi Iglesia duerme. En el plano local, ante los terribles e inmediatos problemas de hambre, de falta de alojamiento, de desintegración de la familia, de niños abandonados, de falta de empleos, de salarios injustos, de alcoholismo, de drogas, de ateísmo práctico, de sectas, los sacerdotes nos siguen hablando de la misa dominical, de las colectas deficientes, de las goteras del templo, de las dificultades económicas de la escuela parroquial, de la indecencia de las modas...
Yo me digo: Puede ser que mi Iglesia despierte; pero despertará desperezándose lentamente, sacudiendo poco a poco la modorra que envuelve a aquel que duerme profundamente. Y si es así, cuando llegue a estar completamente despejada su cabeza, ya será demasiado tarde. Porque el mundo toma conciencia rápidamente de sí mismo; el mundo se está haciendo, se está estructurando a gran velocidad. En buena parte, prescindiendo de la Iglesia, y en buena parte se ha hecho ya de espaldas a la Iglesia, y aun contra la Iglesia. ¡Y decir que la Iglesia tiene tanto que contribuir a la recta ordenación y estructuración de este mundo!
En realidad tiene la palabra fundamental, y sin ella, a la larga, los hombres no podrán organizarse sino contra ellos mismos. Pero el mundo ya no acude a ella porque la ve dormida, la ve defendiendo lo indefendible, la ve preocupada por infantilidades, por medievalidades. El mundo busca, el mundo investiga, el mundo avanza y no quiere rodearse de gente que está siempre mirando atrás, de gente conservadora, de gente que le tiene miedo a la vida, de gente que defiende ciegamente las tradiciones por ser tradiciones, de gente que, por preocuparse tanto del más allá, se despreocupa del acá, de gente que, en vez de avanzar, prefiere seguir tumbada, durmiendo...
En realidad tiene la palabra fundamental, y sin ella, a la larga, los hombres no podrán organizarse sino contra ellos mismos. Pero el mundo ya no acude a ella porque la ve dormida, la ve defendiendo lo indefendible, la ve preocupada por infantilidades, por medievalidades. El mundo busca, el mundo investiga, el mundo avanza y no quiere rodearse de gente que está siempre mirando atrás, de gente conservadora, de gente que le tiene miedo a la vida, de gente que defiende ciegamente las tradiciones por ser tradiciones, de gente que, por preocuparse tanto del más allá, se despreocupa del acá, de gente que, en vez de avanzar, prefiere seguir tumbada, durmiendo...
Mucho me hizo pensar el periodista que en una rueda de prensa ante la televisión me dijo una vez: «Ustedes los católicos son la única sociedad que no son lo que son, sino que son lo que dicen que son.» Yo quisiera que este modesto libro fuese una sacudida, aunque pueda parecer un poco violenta, para ayudar a que mi Iglesia despierte. Yo sé que muchos se escandalizarán; pero me preocupa menos el escándalo que estos muchos puedan padecer, que el gran escándalo que ya están padeciendo hace años, muchísimos más, y que, de hecho, escandalizados, aburridos, decepcionados, le han vuelto las espaldas a la Iglesia o la contemplan con ojos de tristeza al ver que se va convirtiendo en una anciana soñolienta.
Pero contra estos «muchos» que se escandalizarán, yo sé que habrá «muchísimos» que se alegrarán infinito de que alguien se haya atrevido a hablar, de que alguien diga públicamente lo que ellos llevan en el secreto de sus conciencias, pero que por una formación deforme no se atreven a pensar o no se atreven a proclamar en voz alta. Yo sé que habrá muchísimos que leerán este libro y descubrirán en él una cara nueva de esa Iglesia que ellos creían dormida y completamente desligada de los problemas de este mundo. Además, el escándalo no lo doy yo, ni lo damos los que como yo nos atrevemos a hablar; el escándalo lo da, actualmente, la Iglesia jerárquica que duerme cuando los demás se afanan, que está tranquila cuando los demás se angustian, que se viste de pompa cuando las gentes no tienen casas para vivir. No me da miedo este escándalo porque es farisaico.
Este es el escándalo que, en grande, hemos dado los cristianos: lo mismo los protestantes, que los ortodoxos, que los católicos. Por eso no temo dar escándalo. El escándalo, en el mundo cristiano, es una institución; porque nuestras vidas, inconscientemente, al ser una grotesca caricatura del Evangelio, son un completo escándalo. Y si nadie nunca da la voz de alarma corremos el peligro de seguir escandalizando al mundo y de seguir, aun inconscientemente, haciendo mofa en nuestra vida diaria y en nuestras instituciones, del Evangelio. Yo quiero ayudar, con este modesto libro, a que despierten todos los que tienen que despertar, sobre todo, aquellos que tienen más responsabilidad. Porque los pueblos «se pudren por la cabeza» y por eso hace falta hablarle claramente a la gente «bien colocada» para que sacudan su modorra. Porque se está haciendo tarde...
Una última palabra. No quisiera que este libro pudiera interpretarse como una rebelión contra la Iglesia. Jamás. Tengo un concepto claro de lo que es Iglesia. La Iglesia, fundamentalmente, es Cristo, rodeado de un pueblo que le sigue. No la identifico con los errores que pueda cometer este o el otro, aunque esté constituido en jerarquía. Yo soy parte de esa misma Iglesia.
Este libro es, sencillamente, un grito de dolor, nacido de mi amor a la Iglesia. Es un grito de angustia al ver que mi Madre la Iglesia, duerme cuando el mundo más la necesita. Es una llamada anhelante a la Iglesia jerárquica para que no deje que se apague su luz. Sí, es un grito de rebeldía contra ciertos elementos dañinos dentro de la Iglesia; un grito acusador contra todos los que abusan de su poder; un grito contra los perezosos que, por no pensar, por no cambiar, por no esforzarse, prefieren que las cosas sigan como van, aunque vayan mal. Es un grito contra todos los dormilones que descansan en su burguesía espiritual y material, y que serán doblemente culpables si, además de dormilones, son pastores. Es un grito de rebeldía contra los rutinarios y contra los tradicionalistas que defienden lo viejo aunque ya no sirva; contra los que defendieron el Latín hasta última hora, cuando ya no lo entendía nadie, y que ahora siguen defendiendo otras cosas que ellos tienen también por sagradas y que son igualmente incomprensibles para el hombre de hoy; contra los que defienden aún vestimentas y ceremonias que ya no se sabe lo que significan; contra los que se oponen al uso del pan en la Eucaristía cuando lo que actualmente usamos, prácticamente es un producto de confitería, contraviniendo arbitrariamente las palabras de Jesucristo. Es un grito de rebeldía contra los rigoristas que siguen enviando al infierno eterno a cualquiera que se descuide, impulsado por una humana pasión, de la cual, fundamentalmente, uno no es culpable, ya que vinimos al mundo con ellas. Es un grito de rebeldía, en fin, contra todos aquellos que quieren hacer de la iglesia una propiedad privada, una pieza de museo, una droga tranquilizante. Sí, yo confieso que este es un libro adolorido ante tanta incomprensión como he encontrado a lo largo de los años—sobre todo por parte del clero y de la jerarquía—al querer sacar a la Iglesia de su letargo y hacer de ella algo vivo y algo encarnado en los hombres. Ojalá que estas páginas logren más de lo que han logrado mis palabras.
Este libro es, sencillamente, un grito de dolor, nacido de mi amor a la Iglesia. Es un grito de angustia al ver que mi Madre la Iglesia, duerme cuando el mundo más la necesita. Es una llamada anhelante a la Iglesia jerárquica para que no deje que se apague su luz. Sí, es un grito de rebeldía contra ciertos elementos dañinos dentro de la Iglesia; un grito acusador contra todos los que abusan de su poder; un grito contra los perezosos que, por no pensar, por no cambiar, por no esforzarse, prefieren que las cosas sigan como van, aunque vayan mal. Es un grito contra todos los dormilones que descansan en su burguesía espiritual y material, y que serán doblemente culpables si, además de dormilones, son pastores. Es un grito de rebeldía contra los rutinarios y contra los tradicionalistas que defienden lo viejo aunque ya no sirva; contra los que defendieron el Latín hasta última hora, cuando ya no lo entendía nadie, y que ahora siguen defendiendo otras cosas que ellos tienen también por sagradas y que son igualmente incomprensibles para el hombre de hoy; contra los que defienden aún vestimentas y ceremonias que ya no se sabe lo que significan; contra los que se oponen al uso del pan en la Eucaristía cuando lo que actualmente usamos, prácticamente es un producto de confitería, contraviniendo arbitrariamente las palabras de Jesucristo. Es un grito de rebeldía contra los rigoristas que siguen enviando al infierno eterno a cualquiera que se descuide, impulsado por una humana pasión, de la cual, fundamentalmente, uno no es culpable, ya que vinimos al mundo con ellas. Es un grito de rebeldía, en fin, contra todos aquellos que quieren hacer de la iglesia una propiedad privada, una pieza de museo, una droga tranquilizante. Sí, yo confieso que este es un libro adolorido ante tanta incomprensión como he encontrado a lo largo de los años—sobre todo por parte del clero y de la jerarquía—al querer sacar a la Iglesia de su letargo y hacer de ella algo vivo y algo encarnado en los hombres. Ojalá que estas páginas logren más de lo que han logrado mis palabras.
ERRORES Y VERDADES DEL CRISTIANISMO
Antes de nada quiero declararme cristiano. Puede que no lo sea de acuerdo a las normas que en la actualidad son las ortodoxas según las autoridades oficiales. Aunque a decir verdad, como el cristianismo está tristemente dividido en varias grandes ramas, esas normas tienen no pocas variantes. Pero hay que reconocer que en las creencias fundamentales hay bastante unanimidad.
Me declaro de entrada cristiano porque por las críticas que hago del cristianismo, se puede sacar la errónea conclusión de que yo soy un enemigo y de que estoy en contra de él. Estoy en contra de ciertos errores que con el paso de los años se han ido mezclando con sus verdades fundamentales y que en la actualidad muchos creen que son parte de ellas, cuando en verdad son sus grandes enemigos. Pero, por el contrario, pienso que el cristianismo, liberado de sus errores, contiene la única ideología que nos puede sacar de la loca carrera que la humanidad ha emprendido hacia el abismo.
Comenzaré por los grandes errores del cristianismo, que a mi manera de ver, son los causantes de que mucha gente lo mire con desconfianza y lo vea como un enemigo de la libertad de pensamiento y hasta de la felicidad, por las muchas prohibiciones y obligaciones que impone. Efectivamente la libertad de pensamiento tiene que existir, pero esta libertad se termina cuando se encuentra con la cruda realidad que no puede ser cambiada y que por mucho que quisiésemos que fuese de otra manera, es completamente incambiable. Ante un cuatro, como resultado de dos más dos, no hay libertad de pensamiento que valga.
Lo malo es que muchas personas quieren aplicar esta libertad de pensamiento a cosas que son como son y que no pueden ser cambiadas. Un solo ejemplo aplicado a esto que acabo de decir: La humanidad, y en general todo el reino animal, está claramente divido entre machos y hembras, y cuando el cristianismo insiste en la defensa de esta realidad y señala la anormalidad y el desorden que hay cuando no se tiene en cuenta o se la atropella –como cuando se quiere equiparar una pareja normal con una pareja homosexual,—entonces los progres levantan enseguida la voz acusando al cristianismo de opresor de la libertad de pensamiento. Lo que sucede entonces no es ningún atropello de la libertad de pensamiento sino un atropello contra la realidad, cometido por los que quieren convertir en normal lo que es anormal. Y, por supuesto, presuponiendo que hay que tener un absoluto respeto por la persona del homosexual.
Yo admito que el cristianismo en otras áreas ha sido culpable de oprimir las conciencias, pero no admito que se le pueda aplicar de una manera general y rotunda el sambenito de opresor de la conciencia, cuando en muchos aspectos, como enseguida veremos, ha sido más bien liberador de las cadenas tradicionales y filosóficas que aprisionaban la ideología de sociedades de tiempos pasados.
Pero entremos en materia y señalemos de una manera escueta, cuáles son los grandes errores del cristianismo.
Dividiremos tanto los errores como las virtudes en dos niveles: el nivel material y el nivel ideológico. En el primero señalaremos:
-Las guerras llevadas a cabo para defender o conquistar territorios, (incluso aquellas para conquistar Tierra Santa) y las habidas entre los propios cristianos. Todas ellas son un tremendo error y una radical traición contra las prédicas de Cristo.
-La violencia ejercita para imponer la fe; y de este enorme pecado el máximo exponente son las torturas de la Inquisición y las hogueras de los herejes,
-El boato en vestiduras, ceremonias y edificios que muy pronto adoptó la jerarquía.
-La prepotencia demostrada en muchas ocasiones y de muchas maneras por las autoridades eclesiásticas, rivalizando con los poderes públicos en imponer tributos y obligaciones.
-El tráfico y la venta de indulgencias, puestos jerárquicos, reliquias etc estableciendo con ello una especie de simonía institucionalizada.
En el nivel ideológico señalaremos:
-Una idea de un Dios atemorizador, demasiado exigente y muy poco Padre, heredada del judaísmo. Es cierto que los evangelios tratan de dulcificar esta idea, pero todavía conservan mucho de esta rigurosidad.
-La creencia en un infierno eterno y con fuego que es una auténtica blasfemia contra Dios.
-Creencias secundarias como el purgatorio, el limbo de los niños, el juicio final.
-La supresión de la idea de la reencarnación, sustituyéndola por la absurda de la de la resurrección “con los mismo cuerpos y almas”.
-El apoyarse en el innato instinto sexual para tener amedrentadas las conciencias. Sabiendo lo débil que es la naturaleza humana ante este instinto y atribuyéndole, por otro lado, una excesiva gravedad, lograba que la gente se sintiese constantemente pecadora
-Una excesiva intolerancia ante muchas actividades humanas neutras, normales e inocentes, dando la impresión de que se sospecha de que en todo aquello que produce felicidad, hay algo de ofensa a Dios.
En cuanto a las virtudes, podemos decir que si los pecados han sido grandes, las virtudes son mayores. Haremos con estas virtudes lo mismo que con los errores y las dividiremos en virtudes externas y visibles frente a las virtudes relacionadas con las ideas y las creencias.
La primera y más llamativa virtud externa son las miles o más bien millones de obras de caridad que a lo largo de más de dos mil años han llevado a cabo tantos buenos hijos humildes y anónimos de la Iglesia. En la actualidad, cristianos de todas las ramas repartidos por todo el mundo, tienen alrededor de diez mil centros en los que gratuitamente asisten a diario a cientos de miles de huérfanos, pobres, ancianos, enfermos, drogadictos, inmigrantes, mujeres maltratadas o abandonadas, alcohólicos, pacientes de enfermedades como la malaria, el sida o la lepra, y a toda suerte de marginados por la sociedad. Estos centros asistenciales son el contrapeso a la suntuosidad de edificios, ceremonias y ropajes de los que hablábamos anteriormente.
Otro gran favor externo que la Iglesia ha hecho a la sociedad lo largo de los siglos es el de la educación, a través de sus miles de centros de enseñanza, tanto a nivel primario como universitario. La Iglesia. a través de sus monasterios en la Edad Media, fue la que enseñó a leer a los europeos y posteriormente fue la que inició la fundación de universidades en prácticamente todas las naciones tanto de Europa como de América.
Esta educación pertenece en gran parte a los favores invisibles y espirituales que el cristianismo le ha hecho a la humanidad.
Hoy día se acusa al catolicismo de tener aherrojada a la mujer, al no permitirle acceder a puestos dentro de la jerarquía eclesiástica y en particular de mantener cerrada para ella la ordenación sacerdotal. Es cierto que este es un capítulo pendiente que supone una verdadera patata caliente para el buen papa Francisco, con el que tarde o temprano tendrá que enfrentarse.
Pero acusar al cristianismo en general de opresor de la mujer, es cometer una tremenda injusticia o dar muestra de una gran ignorancia o mala voluntad, porque la verdad es completamente contraria. El cristianismo ha sido el gran liberador de la mujer, si comparamos el papel que esta desempeñaba en las culturas de la antigüedad, (en las que era siempre considerada como un ser inferior y posesión de algún hombre, que podía hacer con ella lo que quisiese), con la manera con que fue tratada en el cristianismo.
Es cierto que el cristianismo conservó restos de esta mentalidad, pero desde un principio, basado en las palabras de Cristo, la rescató de esta teórica esclavitud e inferioridad y le reconoció la misma dignidad que el varón. Creo que el mayor bien que el cristianismo le ha hecho a la humanidad es el haber acabado con la idea de que entre los hombres hay castas, y de que unos son superiores a otros, y por lo tanto tienen derecho sobre sus vidas. La idea de Jesucristo de que todos los humanos somos hermanos e igualmente hijos de Dios, fue la revolución más grande que han visto los siglos.
Aparte de esta idea fundamental, otras ideas de Cristo que el cristianismo ha conservado, fomentado y predicado a lo largo de dos mil años, son claves no solo para un buen entendimiento entre los humanos sino para la propia felicidad interna. “Amaos los unos a los otros”; “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”; “yo no he venido a ser servido sino a servir”. Lo triste es que a estas ideas les hemos hecho muy poco caso y por ello la historia humana se resume en odios, abusos, injusticias, peleas, sufrimiento y una infinita secuencia de guerras y de muertos.
Otro gran favor que Cristo nos hizo, y que hemos comprendido solo a medias, pero que modernamente estamos más preparados para comprender, es el aviso de que en este mundo hay un ser invisible, muy inteligente pero muy malvado que, junto con otros de su especie, tiene un gran control sobre todos los acontecimientos. Es el mismo o los mismos malvados seres que los gnósticos llamaban Demiurgo y que en todas las religiones se llaman Malos Espíritus. Cristo le llamaba “Príncipe de este mundo” y luchaba contra él y lo expulsaba cuando lo veía poseyendo el espíritu y el cuerpo de algunas personas. San Pedro también nos habla de él y le llama “león rugiente” y san Pablo, corroborando las palabras de Jesús, le llamaba “dios de este mundo”, dándonos además el interesantísimo detalle de que “vive en las alturas”.
En nuestros días estos mismos seres se están presentando de una manera más descarada, adoptando formas más modernas, aunque los que se han interesado por investigar su presencia en nuestros cielos, se resisten a identificarlo con el “Príncipe de este mundo” del que Cristo hablaba y con el que luchaba cuando los veía ocupando y atormentando los cuerpos de sus contemporáneos. Pero son los mismos seres. Este es un tema enormemente importante a pesar de que la ciencia oficial no quiere reconocerlo porque se sale del campo del mundo exclusivamente material y físico en que ella se mueve. Abundo en ello en mi libro Iglesia !despierta!
*En 1968, Salvador Freixedo era un sacerdote jesuita, no de sacristía sino apegado al pueblo, con «olor a oveja», como casi medio siglo después acuñaría el papa Francisco, para escándalo de algunos. Su discrepancia con ciertas cuestiones de la Iglesia le llevaron a publicar "Mi Iglesia duerme" (1968), un libro que él definía como «no apto para católicos satisfechos», que fue best seller en varias naciones americanas. Las consecuencias de la publicación fueron varias: primera, su suspensión a divinis, tras negarse a rectificar y retractarse del contenido del libro; segunda, su separación de la Compañía de Jesús, después de un acuerdo con el padre Arrupe, a la sazón General de la orden; y tercera, su liberación de dogmas impuestos, para convertirse en una persona libre e independiente, deseosa de profundizar en los grandes misterios del hombre y la trascendencia. En "Iglesia, ¡despierta!" (2015), siguiendo la dinámica de otras publicaciones anteriores, Salvador Freixedo insiste en la necesidad de un nuevo aggiornamento, y un cambio de paradigma que coadyuve a una mayor sintonía con el mundo actual y dé res- puesta a muchos católicos insatisfechos con una Iglesia, prisionera de sus dogmas, que no siempre está a la altura de las circunstancias y de los auténticos problemas de una sociedad cada vez más compleja y más dividida por las creencias religiosas, las embestidas laicistas, y las dictaduras de la economía.
*En 1968, Salvador Freixedo era un sacerdote jesuita, no de sacristía sino apegado al pueblo, con «olor a oveja», como casi medio siglo después acuñaría el papa Francisco, para escándalo de algunos. Su discrepancia con ciertas cuestiones de la Iglesia le llevaron a publicar "Mi Iglesia duerme" (1968), un libro que él definía como «no apto para católicos satisfechos», que fue best seller en varias naciones americanas. Las consecuencias de la publicación fueron varias: primera, su suspensión a divinis, tras negarse a rectificar y retractarse del contenido del libro; segunda, su separación de la Compañía de Jesús, después de un acuerdo con el padre Arrupe, a la sazón General de la orden; y tercera, su liberación de dogmas impuestos, para convertirse en una persona libre e independiente, deseosa de profundizar en los grandes misterios del hombre y la trascendencia. En "Iglesia, ¡despierta!" (2015), siguiendo la dinámica de otras publicaciones anteriores, Salvador Freixedo insiste en la necesidad de un nuevo aggiornamento, y un cambio de paradigma que coadyuve a una mayor sintonía con el mundo actual y dé res- puesta a muchos católicos insatisfechos con una Iglesia, prisionera de sus dogmas, que no siempre está a la altura de las circunstancias y de los auténticos problemas de una sociedad cada vez más compleja y más dividida por las creencias religiosas, las embestidas laicistas, y las dictaduras de la economía.
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