"FARIÑA": Un libro imprescindible para entender la historia del narcotráfico en España. El periodista Nacho Carretero repasa los personajes, las tramas y los clanes relacionados con el negocio de la cocaína en Galicia, que convirtió a las Rías Baixas en la puerta de entrada de esta droga en Europa.
Nacho Carretero (A Coruña, 1981) regresa a su Galicia natal para contar la historia y las indiscreciones del narcotráfico que regó la ría de Arousa de dinero, corrupción y muerte. El periodista repasa el camino que siguió el contrabando hasta convertir a los clanes gallegos en los cómplices de los carteles colombianos para exportar droga a Europa. Desde las prácticas del estraperlo con medicamentos, armas o alimentos después de la Guerra Civil, el sur de la región convirtió a raia seca, la frontera difusa que separa a Portugal de Galicia, en territorio de nadie. Tampoco de las fuerzas de seguridad ni de las autoridades judiciales.
Carretero inicia su relato con una narración histórica que ayuda a conocer los porqués del fenómeno. De esta manera podemos comprobar como los inicios del “producto más exportado de Galicia por encima del marisco” no se debieron meramente a motivos geográficos, sino que en las costas gallegas ya existía una trabajada infraestructura del contrabando desde mucho tiempo atrás y que la introducción de la droga en el negocio se debió fundamentalmente a la mayor rentabilidad que ofrecía cada descarga.
El periodista traza la cronología del narcotráfico de forma brillante, explicando cómo es posible que una sociedad llegue a aceptar como normal las prácticas del contrabando de tabaco primero, y de la cocaína después. En la lógica que rodea a la farlopa, también se hallan los ingredientes que vician a una población marcada por el tráfico de la droga en la década de los ochenta y noventa. "Los contrabandistas son la gente más honrada que existe", llegó a decir Manuel Díaz, que fuera alcalde de A Guardia. Le apodaban "Ligero" por lo rápido que corría delante de la Guardia Civil cuando hacía contrabando con Portugal. Él era uno de ellos. Igual que Marcial Dorado, Sito Miñanco, Manuel Charlín y Laureano Oubiña.
Los principales narcos de los clanes gallegos trabajaban con total impunidad, amparados por el silencio de muchos vecinos, policías y políticos que durante mucho tiempo miraron para otro lado. Carretero desgrana de forma exhaustiva las relaciones entre los diferentes grupos de familias, a veces unidos, otras enfrentados. Las descargas de tabaco primero y luego de fariña -harina, nombre popular en gallego con el que se bautizó a la cocaína- contaron con el apoyo cómplice de una buena parte de la sociedad de la ría de Arousa. En ese contexto se riega la semilla perfecta para que la droga germine. Niños que quieren ser contrabandistas de mayores, mujeres de narcos que se quejan de los yonkis, políticos que impunemente se aprovechan del dinero de la coca para conseguir apoyos, policías que dan chivatazos. Eso fue lo que ocurrió en Galicia hasta hace no tanto.
El periodista no solo repasa de manera minuciosa las redes del narcotráfico. También revela el papel fundamental que tuvieron las "madres coraje" de los jóvenes sumidos en el infierno de la droga. Organizaciones como la asociación Érguete (Levántate, en castellano), con Carmen Avendaño a la cabeza, fueron clave para despertar la conciencia de la clase política y de la sociedad. Sus concentraciones a la puerta del Pazo de Baión, propiedad por aquel entonces de Oubiña, fue la señal de que en Galicia pasaba algo. Algo contra lo que había que luchar. "Cuatro valientes, si acaso, cuatro inconscientes, levantaron la voz contra las organizaciones que engordaban sin obstáculo en la Galicia de la segunda mitad de los 80", narra Carretero.
Organizaciones sociales como Érguete fueron clave para luchar contra los narcos que sumieron a miles de jóvenes en el infierno
Pero si algo caracteriza a este libro es la búsqueda de la objetividad, tan difícil siempre de alcanzar y más a la hora de tratar un tema tan peliagudo como éste. Carretero adopta una estrategia inteligente; deja hablar a los protagonistas, a la gente de los pueblos costeros gallegos, a los investigadores, a los policías, a los jueces, a los arrepentidos, a las crónicas de periódicos de la época. Algunas insinuaciones son especialmente sangrantes, como la de un narcotraficante colombiano, que presume de haber logrado su liberación de las cárceles españolas a cambio de 20 millones de dólares (“5 de los cuales se los quedó Felipe González“).
Y es que las conexiones del contrabando con la clase política de la época fueron más que evidentes; “Todos los partidos de la época se financiaron con el narcotráfico”, sentencia un juez en el libro. Alianza Popular, predecesor del actual Partido Popular, es el más señalado, entre otros motivos porque era y sigue siendo el partido hegemónico en Galicia. Para el recuerdo queda la foto del actual presidente de la Xunta, Núñez Feijóo, con el narcotrafricante Marcial Dorado en el yate de este último. Una foto que, como recuerda Carretero, no tuvo consecuencias políticas.
Hubo un tiempo en el que los clanes gallegos contaron con la complicidad social, policial y política para engordar sus ingresos a costa de una sociedad que también miró para otro lado
Uno de los problemas que puede encontrarse el lector es la gran cantidad de nombres propios y de familias que aparecen en la novela y que llegan a hacer la lectura algo caótica. Pese a ello, la estructura del libro es muy acertada, ya que va de lo general a lo específico, del ambiente de impunidad, delincuencia y riqueza propiciado por la droga a la idiosincrasia de los Charlín, Oubiña, Miñanco y demás líderes mafiosos. El trabajo de documentación es magnífico; del relato se desprende la minuciosa tarea del autor para conocer a fondo los orígenes de los contrabandistas, sus primeros pasos y cómo el carácter y las costumbres de cada uno marcan su futuro y el de sus colindantes. Los hubo de todo tipo: supersticiosos, analfabetos, cultos, mujeriegos, religiosos, ostentosos, discretos, generosos, violentos…
Fueron años de un fuerte vacío legal y moral, en los que la permisividad se unió al desconocimiento y a una ley que era tan punitiva con el tráfico de estupefacientes como con el tabaco. Como explica Carretero, por desgracia, la película que mejor representa la problemática de aquella época es Airbag, con la figura de un narcotraficante gallego con tanto dinero como contactos políticos y falta de escrúpulos.
Pero afortunadamente Galicia no se convirtió en Medellín ni en Sicilia. Prueba de ello es que Carretero haya podido publicar este libro sin presiones -hasta ahora- y sin tener que temer por su vida, a diferencia de Roberto Saviano, escritor que puso sobre papel las miserias de la mafia italiana en 2006 con Gomorra y que aún hoy tiene que vivir protegido las 24 horas del día. Su último trabajo, CeroCeroCero, trata también el tema del tráfico de cocaína aunque, como él mismo aseguró en una entrevista, su vida quedó arruinada con su primera investigación.
Buena parte de la culpa del fin de la impunidad la tuvieron un grupo de valientes mujeres, las llamadas ‘Madres contra la droga’, a quienes Carretero da la importancia que merecen en su relato. Ellas, cansadas de ver cómo sus hijos mendigaban, robaban y morían en las cunetas sin que nada pasase se organizaron, protagonizaron los primeros escraches contra los capos y sus familias y consiguieron que el foco público se posase sobre quienes habían vivido tranquilamente en las sombras.
Sin duda nos encontramos ante una lectura de lo más recomendable, que muestra una de las muchas manchas de la historia de España y de cómo Galicia pudo haber sido otra región más dominada por las mafias. Con todo, el problema del narcotráfico no ha sido borrado de las costas gallegas, como bien recuerda Carretero, si bien sus líderes no cuentan con la protección e incluso el prestigio que disfrutaron durante décadas.
Aquellas protestas germinaron en las primeras redadas contra el narcotráfico gallego. La Operación Nécora, dirigida por el juez Baltasar Garzón y el fiscal Javier Zaragoza, fue la primera de muchas operaciones contra los clanes de la fariña. En el libro, Carretero explica de forma clarividente cómo la presión social consiguió reformas políticas muy importantes en la lucha contra la droga. Entre otras, la reforma contra la ley del blanqueo de capitales de 1988, en la que se tipificó por primera vez el de los bienes procedentes del narcotráfico. Fue de este modo como Hacienda se convirtió en el azote de los capos. Y uno a uno, fueron cayendo.
Terminar con la complicidad social o blindar la legislación contra la droga y la evasión fiscal fueron claves, según Carretero, para que Galicia no se convirtiera en Sicilia. Pocos fueron los que alzaron la voz en aquella ría de Arousa del silencio. Pero el alarmismo que cuajó en España sobre la situación del narcotráfico en los ochenta y los noventa, especialmente por la generación perdida, provocó también una espiral de olvido informativo a día de hoy. Los históricos cayeron, pero la cocaína sigue entrando. Si antes se miraba para otro lado con la droga, dice el periodista, ahora se mira para otro lado con los narcos. Es la conclusión de un libro que va ya por la cuarta edición, una crónica que cae en el lector como un jarro de agua fría. Brillante y duro a partes iguales, la obra de Nacho Carretero es tan necesaria como imprescindible.
Por cierto, se ha anunciado recientemente que Antena 3 emitirá una serie basada en Fariña. Sólo espero que la ficción mantenga la esencia del libro: la de exponer, sin condenas morales previas ni maniqueísmos, la influencia del tráfico de drogas en las costas gallegas y de aquellos que se beneficiaron y aún se benefician de este lucrativo y pernicioso negocio.
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En los años 80, Galicia se convirtió en la principal entrada de droga a Europa. Su peculiar orografía, con miles de kilómetros de costa, hizo de la Ría de Arousa el punto estratégico ideal para que se establecieran en España los grandes cárteles de la droga. La manera de cómo se entiende hoy en día el narcotráfico es bien distinta a cómo la entendían los gallegos en aquellos años, en los que vieron una oportunidad de prosperar en una tierra que no ofrecía muchas oportunidades. Esta es la historia de cómo Galicia se convirtió en la puerta de entrada de droga a España.
LA CONEXIÓN CORUÑESA Y GALLEGA
EN EL NARCÓTRAFICO LATINOAMERICANO
Los exitosos envíos de prueba se frenaron momentáneamente en abril de 1984. Ese mes el cartel de Pablo Escobar asesinó al ministro de Justicia colombiano, Rodrigo Lara Bonilla, que ocho meses atrás había puesto en marcha una agresiva campaña para terminar con la impunidad de los carteles. A Lara Bonilla lo balearon en su Mercedes desde una moto en el norte de Bogotá. Los escoltas salieron tras los sicarios de Escobar, quienes en la persecución perdieron el control de la moto. Uno de ellos murió en la caída y el otro fue capturado y condenado a 11 años. El asesinato provocó la ira del gobierno colombiano, entonces dirigido por Belisario Betancur, quien declaró la guerra a los narcos. Los capos de Medellín huyeron: Pablo Escobar se fue a Nicaragua y sus segundas líneas, Jorge Luis Ochoa Vásquez y José Nelson Matta Ballesteros, decidieron aterrizar en Madrid. Con ellos llegaría también el jefe del cartel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela.
A España, claro, no llegaron por casualidad. Las reuniones mantenidas durante meses con los gallegos despejaron cualquier duda sobre el destino óptimo. Cómo debería fluir el entendimiento, que Matta Ballesteros se instaló a los pocos meses en A Coruña, en un enorme piso en el paseo marítimo con vistas a la playa del Orzán. Ahí inauguró una oficina del cartel de Medellín para lavar el dinero de la organización y reanudó el trabajo con los clanes gallegos. En la distancia, todo era dirigido mediante el teléfono por Ramón Matta, el hermano. Debió de ser una de esas llamadas la que escuchó el inspector Enrique León. El cartel estaba ya instalado en Galicia y la Policía seguía persiguiendo cajetillas de tabaco.
Ochoa Vásquez y Rodríguez Orejuela se quedaron en Madrid, donde montaron más oficinas para consolidar el narco- puente entre España y Colombia y para blanquear la descomunal pasta que traían en los bolsillos. Ochoa, nada más llegar a España, se cambió el nombre y la cara, mediante cirugía estética. La DEA lo buscaba con desesperación. Orejuela, aunque mantuvo el rostro, también tenía papeles falsos. Ambos comenzaron a buscar negocios en los que invertir. Utilizaban como base un chalé de lujo que compraron en Pozuelo de Alarcón, a las afueras de Madrid. En su rastreo de inversión contaron con el asesoramiento de importantes y prestigiosos abogados españoles. Pero fue demasiado escandaloso; el movimiento de tantos millones en tan poco tiempo resultó chirriante, y el 15 de noviembre de 1984 la Policía asaltó el chalé y los detuvo. A Orejuela le pillaron una libreta de contabilidad en la que se especificaban transacciones millonarias derivadas del tráfico de cocaína. Desde Estados Unidos llamaron a Felipe González: querían a los dos narcos extraditados con urgencia.
Al decir urgencia es probable que el gobierno del entonces presidente Ronald Reagan no se refiriese a los dos años que pasaron los capos colombianos encarcelados en España. Ochoa y Orejuela, dirigentes de los carteles de Medellín y Cali, conocieron la prisión del Puerto de Santa María y la de Carabanchel mientras se negociaba su extradición. Adivinen quiénes cumplían condena esos mismos meses debido a la gran redada contra el tabaco de 1984 (el macrosumario 11/84, ¿lo recuerdan?). Así es, los contrabandistas gallegos, entre ellos «Sito Miñanco», que tuvo tiempo de sobra para compartir confidencias con los colombianos y consolidar la relación iniciada en Panamá. Otros capos arousanos siguieron su estela y, en los pasillos y celdas de la prisión, alumbraron nuevos vínculos que apuntalaron los lazos entre Galicia y Colombia. En Arousa se dice —no sin razón— que el narcotráfico gallego se gestó en Carabanchel.
Los gallegos fueron saliendo de la cárcel enseguida gracias al buen hacer de sus abogados. Los colombianos estuvieron hasta 1986, y finalmente consiguieron que el gobierno español no los extraditase a Estados Unidos, donde les esperaban de diez a quince años de cárcel. Para sorpresa de los yanquis, los capos fueron devueltos a Colombia, donde meses después de su llegada quedaron en libertad. Por cierto, sobre esta negociación que evitó la extradición se habla largo y tendido en el libro El ajedrecista, escrito por Fernando Rodríguez Mon- dragón, hijo mayor de Orejuela. En la obra se recogen las memorias del capo colombiano, y hay una parte en la que afirma: «Salir de España nos costó 20 millones de dólares y Felipe González se quedó con cinco. (...). Los emisarios de Felipe González insistieron en que las elecciones estaban cerca y necesitaban el dinero, y por eso autorizaron la entrega». El libro cuenta que la entrega del dinero se llevó a cabo con el jet privado de Pablo Escobar, y que también hubo una partida de diez millones con destino a la Audiencia Nacional. No existen documentos que respalden estas afirmaciones. Como tampoco hay pruebas de lo que señala unas páginas más adelante: en Carabanchel, además de con los jefes gallegos, Orejuela hizo buenas migas con un miembro de ETA experto en explosivos al que se llevó a Colombia. Cierto o no, fue en 1986 cuando el cartel de Medellín comenzó su etapa de nar- coterrorismo, con atentados constantes en el país.
Mientras Ochoa y Orejuela pasaban dos años en la cárcel, José Nelson Matta Ballesteros lograba escabullirse de la justicia en A Coruña. Así pudo dedicar su tiempo a preparar envíos y lavar el dinero del cartel. Cuenta el periodista Perfecto Conde, en su libro "La conexión gallega", que el clan colombiano regó de millones la ciudad. Y los coruñeses, agradecidos, no le hicieron ascos a los narcomillones. La primera empresa en la que invirtieron los capos fue en Automóviles Louzao, uno de los concesionarios más importantes de A Coruña, que estaba al borde de la ruina. Estos nuevos socios colombianos mosquearon a algunas empresas a las que concesionaba Louzao, como BMW, que acabó desligándose de la firma coruñesa.
Aparcamientos Orzán S. A., la constructora que ejecutó los aparcamientos de la plaza de Pontevedra y el del actual Hospital Universitario, también fue bendecida con la lluvia de narcodólares. En 1988 el periódico El País hizo público el escándalo. Un fotógrafo del diario pilló a Matta Ballesteros paseando a su perro por la plaza de Pontevedra y fue portada al día siguiente: «La familia de un barón de la cocaína realiza grandes inversiones en España».
La información detallaba empresas y políticos que formaban parte de los beneficiados tras la llegada del clan. Figuraban en esta lista el ex alcalde Francisco Vázquez, eterno mandatario coruñés, que ganaba las municipales sin hacer campaña. Vázquez, que había expedido las licencias de los Aparcamientos Orzán, se encendió tras leer la información y anunció una querella contra El País.
«Todo se debe a un ataque al buen nombre de la ciudad de La Coruña en el momento en el que empieza a despegar. Cuando se empiezan a hacer cosas, inversiones, actuaciones urbanísticas, a conseguir que haya un empuje que permita aparcamientos, palacios de congresos, desarrollos urbanísticos, centros comerciales...». De la querella que anunció, por cierto, nunca más se supo. Habló también el entonces gobernador civil de A Coruña, Ramón Berra, quien llegó a decir en público que Matta Ballesteros figuraba entre «la gente limpia», y citó como respaldo un informe de la Jefatura Superior de Policía de Galicia. Antolín Presedo, secretario general del PSOE gallego, opinó por su parte que la noticia de El País «era una polémica de papel».
En resumen, El País destapaba todo un entramado proveniente del dinero del cartel de Medellín y allí nadie sabía nada. Menos mal que solo nueve meses después John Lawn, director de la DEA estadounidense, dijo lo siguiente en una cumbre antidroga celebrada en Roma. Textual: «Creemos que el punto predominante de la entrada de cocaína en Europa es la Península Ibérica. También sabemos que el poderosísimo cartel de Medellín y la familia Ochoa tienen relaciones directas con España, relaciones culturales y una lengua en común. Sabemos que Ochoa vivió un tiempo en España. Por todo ello, creemos que la cocaína fue introducida en Europa a través de España. Y que lo hizo la familia Ochoa a través de Matta Ballesteros».
Lo que el director de la DEA explicó aquel día en Roma es, sencillamente, que la cocaína en grandes cantidades fue exportada por primera vez a Europa gracias a la asociación entre los carteles y los clanes gallegos. Y mientras lo decía, autoridades, empresas y políticos patrios silbaban mirando al cielo. Tan desesperada estaba la DEA con la pasividad ibérica que, cuentan, fue ella quien filtró la información a El País para provocar una reacción. Y mientras las autoridades abrían maletines para que el dinero cayese dentro, los capos gallegos vieron el camino libre de obstáculos. Comenzó su época dorada. La época de la fariña.
EL AMIGO COLOMBIANO
A principios de los 90 el colombiano Hugo Patiño Rojas era uno de los dirigentes del cartel de Cali en Galicia. «Y hasta hace poco lo seguía siendo. Yo creo que ahora está en Colombia, pero tampoco sé decirte», explica un guardia civil. Entonces vivía en un piso frente a la playa de Santa Cristina, a las afueras de Coruña. Era el encargado de la oficina que la organización caleña —como el resto de carteles colombianos— había montado en España. En 1992 Patiño cerró un acuerdo de descarga con el capo de Boiro José Santorum Viñas «o Can» («el Perro»), actualmente en prisión, para meter en Galicia 600 kilos de cocaína. El barco lo llevó hasta Colombia Juan Manuel García Campaña, que trabajaba para «o Can». La operación la dirigía Ignacio Bilbao, que fue también el elegido para quedarse en Colombia como fianza hasta que la operación se completase. Todo salió perfecto: el pesquero llegó a las costas colombianas, cargaron los fardos, regresaron y metieron la mercancía por la ría de Arousa con lanchas planeadoras. Ignacio Bilbao pudo regresar a Galicia sin problema y, esa misma noche, entusiasmado con el éxito, García Campaña bebió Boiro y se esnifó la comarca de O Salnés entera. Cogió el coche, se fue a su casa y, cuando estaba llegando al pueblo, perdió el control. El golpe fue tan perfecto que Campaña salió por el parabrisas y acabó en el balcón de un primer piso. Muerto de éxito.
«En el cambio de década de los 80 a los 90 sí podemos hablar de organizaciones mafiosas», explica el periodista Julio Fariñas. «Y creo que es la única etapa del narcotráfico gallego en la que podemos utilizar un término tan contundente. Eran varias organizaciones, casi siempre con vínculos familiares entre ellas, como clanes. Se aprecia en esto también la mentalidad minifundista de Galicia, siempre con la familia como soporte».
Galicia se convirtió —no es una frase hecha— en la puerta de entrada de cocaína en Europa. El jefe de la DEA en España a principios de aquella década, George Faz, llegó a asegurar que casi el 80% de la coca, fariña, perico, merca, farlopa, yeyo, o como quieran llamarla, que se descargaba en el viejo continente, lo hacía en las rías gallegas.
Aunque los primeros contactos se habían establecido a través del cartel de Medellín de Pablo Escobar, con el tiempo el socio privilegiado acabó siendo el cartel de Cali (uno de cuyos miembros, Gilberto, estuvo en la cárcel de Carabanchel con algunos capos gallegos). En la cúpula del cartel de Cali estaba Helmer Herrera Buitrago «Pacho»; su hijo era el jefe del cartel en Galicia y vivía por temporadas en Cambados, localidad de «Sito Miñanco». Por aquel entonces el cartel de Medellín estaba en el punto de mira de las autoridades colombianas, en guerra con el Estado y perseguido a conciencia por la DEA, algo que, en cierto modo, despejó el camino a sus vecinos de Cali. Los gallegos también trabajaban para el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Su líder entonces, el paramilitar Carlos Castaño, dirigió personalmente algunas operaciones de desembarco en Arousa y A Coruña, tal y como recuerdan algunos veteranos agentes de la Guardia Civil.
Existían cuatro grandes organizaciones gallegas: la de «Sito Miñanco», la de Laureano Oubiña, «los Charlines» y la de Marcial Dorado, todas ellas curtidas en el contrabando de tabaco. A su alrededor orbitaba una red de pequeños grupos que trabajaban subcontratados: el mencionado clan de «o Can» era uno. Estaban también «os Lulús», «os Baúlos», «os Pulgos», la banda de Manuel Carballo, la de Alfredo Cordero, «Franky» Sanmillán, «os Panarros» o «Falconetti». Estaremos con todos ellos. Bien lo merecen.
Cada clan era de una zona, pero no había exclusividad territorial. Cada uno descargaba donde quería, y había negocio suficiente para evitar guerras entre ellos. De hecho, colaboraban de cuando en cuando si la descarga era potente. Y aún con este paisaje de abundancia, hubo algún ajuste de cuentas debido a traiciones, malentendidos y jugarretas varias que dejaron un buen puñado de cadáveres en Arousa.
Los clanes eran piramidales y jerarquizados, con varios niveles de mando. Se trataba de grupos muy cerrados, y acceder a ellos fue una odisea para las fuerzas de seguridad. Si algo ha caracterizado siempre a los narcotraficantes gallegos es su opacidad, su secretismo y su brutal desconfianza ante cualquier movimiento extraño, algo habitual en movimientos mafiosos basados en lazos familiares y con códigos sociales estrictos. Esto los convertía y los convierte en estructuras casi siempre inaccesibles y muy apreciadas por otras organizaciones asociadas a ellos. EXTRÍADO DEL LIBRO "FARIÑA" DE NACHO CARRETERO
EQUIPO DE INVESTIGACIÓN - LOS NUEVOS NARCOS
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