CHARLES P. CONNOR
La historia de la Iglesia está repleta de momentos de crisis y de tribulación, como el auge de las herejías en los primeros siglos, la ruptura protestante o la expansión de las ideologías modernas. No obstante, en esos momentos en que la existencia misma de la institución parecía amenazada, surgieron personajes que la defendieron incluso con su vida. Sirviéndose del rigor del académico y de la sencillez del divulgador, el padre Charles P. Connor sumerge al lector en los avatares vitales de figuras como san Atanasio, que combatió vigorosamente la herejía arriana; san Juan Fisher, que defendió hasta el martirio la primacía papal; Hilaire Belloc, que puso su brillante formación intelectual al servicio de la fe verdadera; o el cardenal Ratzinger, a quien ya en 2003 se percibía como alguien que, en tiempos de confusión y mentira, contribuyó a avivar el esplendor de la verdad.
Alejado en este sentido de los libros de historia convencionales, "Defensores de la fe" interpela personalmente a sus lectores. Así, ayudará al católico a encontrarle sentido a su fe en un tiempo hostil, tan necesitado de mártires, y quizá le descubra al no creyente el aliento sobrenatural que ha impulsado a la Iglesia a lo largo de los siglos.
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
por Edward Habsburg
Sé que este libro trata sobre los defensores de la fe, pero me gustaría detenerme en los mártires. Una buena parte de los ejemplos mencionados en las siguientes páginas -asesinados o torturados a causa de su fe- pertenecen a esta categoría. Pero a la luz de los acontecimientos acaecidos en los últimos años, el aumento del terror islamista y, sobre todo, el hecho de que nunca antes en la historia se había perseguido a tantos cristianos, quiero centrar este prólogo en los mártires. Porque parece que los mártires se han vuelto muy poco populares.
Lo que parecía ser una parte orgánica de la fe cristiana, algo que todos los católicos conocían, ahora parece que molesta. En una época en la que el diálogo parece ser la única respuesta a todos los problemas y las convicciones huelen a rancio, una época en la que pensarnos que todas las opiniones y todas las religiones son básicamente iguales, el hecho de que alguien esté dispuesto a morir o sufrir terriblemente por su fe nos hace sentir incómodos. La civilización occidental se ve sacudida por las historias de niños que prefieren morir a traicionar a Cristo, corno en el caso de los coptos asesinados a tiros a bordo de un autobús en Minya, Egipto, en 20 17. ¿No es esto algo bárbaro, sumamente medieval e indigno de nuestro liberal siglo XXI? Y así, en un momento en el que se persigue y asesina a cristianos en todo el mundo como nunca se había visto antes, preferimos no mirar. De ahí que los medios no hablen de los cristianos perseguidos.
Tendemos a olvidar que esta actitud no es nueva en la historia de la Iglesia católica, que siempre se cuestionó y se malinterpretó a los mártires: el martirio fue siempre un acto que despertaba hostilidades. Cuando santo Tomás Moro se vio obligado a morir por sus convicciones sobre la universalidad del papado, uno pensaría que al menos su familia más cercana, aquellos que habían vivido con él durante décadas y que habían admirado su visión, le habrían entendido.
¡De ningún modo! La oposición más fuerte a la que hubo de enfrentarse no era la del rey inglés y sus asesores, sino la de su esposa y su hija. Intentaron convencerle para que no lo hiciera. El juramento que se suponía que tenía que prestar para demostrar su lealtad al rey inglés eran sólo palabras, le dijo su esposa. Todos sabían lo que él pensaba. Bastaba con que dijera unas cuantas palabras estúpidas para poder salvarse y vivir felizmente con su familia hasta la vejez.
Bueno, lo mismo podría haberse dicho de Jesús, podría haber convencido a Pilato de que le liberara con proferir unas cuantas palabras bien dichas. Y lo mismo podría decirse de los primeros mártires de la Iglesia, que podrían haber salvado la vida de haber ofrecido un poco de incienso en el altar.
Las complicaciones no terminan aquí. Muy a menudo, a ojos del mundo, los mártires sufrieron o murieron por algo más que su fe. Santo Tomás Moro no fue asesinado, en principio, por su fe, sino por alta traición al rey. Los primeros cristianos murieron devorados por los leones por «odium humani generis».
O tomemos el caso de nuestro querido cardenal Mindszenty, uno de los mártires más destacados del siglo XX: sufrió de forma prolongada y, aunque no murió por su fe, no dudaría ni un minuto en llamarle mártir. Era, ante todo, un incordio político para el régimen comunista porque era un símbolo del gobierno legítimo. Podría poner muchos ejemplos de este tipo. Algunos más recientes son las víctimas del terrorismo islamista, que detentan el dudoso privilegio de ser asesinadas única y exclusivamente a causa de su fe. En resumen, a nadie le gusta sufrir o morir violentamente, pero es que, además, ser mártir es impopular y complicado.
Pero incluso con todas estas complicaciones, el hombre moderno sigue quedándose impresionado al saber de alguien que está dispuesto a dar su vida o sacrificar sus comodidades por su fe. Creo profundamente que los cristianos de todo el mundo necesitan estos ejemplos y seguirán admirando a los mártires de todos los siglos. Sin lugar a dudas, de vez en cuando volverán a preguntarse lo siguiente:
-¿Sería capaz de hacer lo mismo?
-¿Diría que sí llegado el momento?
Sólo lo sabremos si nos llega la hora. Pero hay una cosa que siempre debemos tener en mente: la sangre de los mártires hace que la Iglesia crezca. No sólo en el pasado, sino hoy más que nunca.
Eduardo Habsburgo.
Embajador de Hungría ante la Santa Sede
PRÓLOGO
No lo dudé ni un momento cuando mi buen amigo el padre Charles Connor me pidió que redactara unas palabras que sirvieran de introducción a su nuevo libro, en el que rinde a sus lectores ejemplos de inspiración y ánimo tornados de las grandes figuras de la historia de la Iglesia católica. El padre Connor es un verdadero maestro de Historia, alguien capaz de resucitar el pasado con su buena prosa al tiempo que nos explica las lecciones que debernos destilar de los tiempos pretéritos. La exitosa serie que dirigía en EWTN iba totalmente a contracorriente en una era en la que la Historia se desdeña superficialmente tachándola de poco relevante. Crecí en unos años que algunos han dado en caracterizar corno una era dorada de Estados Unidos -desde finales de la II Guerra Mundial hasta el triunfo de los movimientos de derechos civiles-, y gracias a ello recibí una formación histórica sólida basada en el entusiasmo que despierta en mí esta disciplina. En aquellos tiempos, cualquier estudiante de instituto con un mínimo de intelecto sabía que aquello de que quienes no estudian Historia están llamados a repetirla - especialmente sus errores-era bien cierto.
Es increíble fijarse en la brevedad del lapso de tiempo que ha transcurrido dejándonos una generación de jóvenes que no cuentan ni con las nociones más básicas de Historia y un inexistente interés por la fascinante Historia de la Iglesia católica en los centros educativos adscritos a esta religión. Cada vez que saco a colación algún acontecimiento histórico delante de los miembros de mi comunidad, me hace gracia ver que los frailes más jóvenes me creen un erudito cuando me estoy limitando a contarles lo que aprendía cualquier católico medianamente bien educado de mediados del siglo XX.
El padre Connor es una de esas pocas almas intrépidas que lucha por revertir nuestra amnesia crónica tanto en lo tocante a historia religiosa como secular. Y lo que le hace aún más interesante es que es evidente que no estamos ante uno de esos historiadores que lo único que hacen es presentar una montonera de datos. En lugar de eso, su método de enseñanza consiste en presentar el amplio abanico de acontecimientos mostrando cómo se conectan entre sí. Siguiendo la estela de La ciudad de Dios agustiniana, el padre Connor vincula los hitos históricos con la historia de la salvación. De acuerdo con esta noción de la Historia, nuestros actos no son meras acciones, sino que deben entenderse corno reacciones a la providencia divina. El padre Connor se sirve de un fehaciente método que consiste en describir a los protagonistas de la narración en lugar de circunscribirla a determinados datos y acontecimientos. Pinta los retratos de personas inspiradoras que fueron clave en los momentos más relevantes de la historia de la Iglesia, cubriendo desde los primeros mártires hasta algunas de las personas más interesantes de nuestros días, como el cardenal Mindszenty, el padre Waller Ciszek o el cardenal Ratzinger.
Este libro será de provecho para cualquier estudiante serio, independientemente de su edad; es decir, que tenga el propósito de aprender para crecer y desarrollarse como persona y corno cristiano. Si bien es cierto que el padre Connor no presenta en estas páginas un material de investigación original, el extensivo uso que ha hecho de fuentes primarias y obras de consulta conducirán al lector a explicaciones más detalladas. Las vidas de la mayoría de los grandes cristianos que conoceremos a través de estas páginas ya han sido objeto de numerosas biografías y concienzudos análisis académicos. El padre Connor da vida a esos nombres que pueden resultarnos familiares, como san Agustín o santo Tomás, así como a otros que no nos suenan tanto, como san Atanasio o san Juan Fisher, o como mis queridos amigos Frank Sheed y Maisie Ward.
Esta obra llega en un momento tan crucial como doloroso de la historia de la Iglesia católica. La era actual, en la que confluyen la creatividad y la discrepancia , un gran flujo de actividad y tantos cristianos que se alejan del camino y un patente desarrollo mezclado con confusión, está llegando a su fin. Como la mayoría de los demás periodos históricos, creo que con el tiempo se verá como un campo de trigo salpicado de cizaña. Somos testigos en estos albores del tercer milenio del debilitamiento y la erosión que han carcomido la identidad católica. Es un momento de una increíble mediocridad cultural, en el que muchos jóvenes , aunque acumulen mucha experiencia, carecen seriamente de educación. Y esto es singularmente lamentable porque es evidente que los jóvenes intentan y quieren aprender, pero lo que se les brinda en muchas ocasiones no es más que experiencias artificiosas y una educación tristemente inapropiada. Hace poco se publicó un manual escolar de Historia de Estados Unidos de varios cientos de páginas en el que no se mencionaba ni a Washington ni a Lincoln porque «no necesitamos héroes». Esta actitud es similar a la que se da en la formación católica que evita hablar de los sacramentos o de, que Dios nos pille confesados, la divinidad de Cristo.
Defensores de la fe -en palabra y obra- nos trae algo diferente y refrescante. Esta obra es una muestra del cambio de nimbo que comienza a darse en la formación católica: una historia que no deja fuera a los héroes, una historia de pasión, convicción y corazón. En estas páginas encontraremos ejemplos de valientes discípulos de Cristo que, a pesar de vivir momentos durísimos, permanecieron fieles y dieron una enérgica respuesta a esa entidad misteriosa y única que Cristo estableció para hacer llegar su vida, sus enseñanzas y los sacramentos al inundo hasta el fin de los tiempos.
Hoy la Iglesia celebra a santo Tomás Moro, y por ese motivo nos gustaría recomendarles un libro. Se trata de ‘Tomás Moro. La luz de la conciencia’, un ensayo con tintes hagiográficos escrito por el académico italiano Miguel Cuartero Samperi y prologado, además, por el cardenal Robert Sarah.
El ensayo que nos regala Cuartero es muy recomendable porque es bien distinto a los cientos que se han escrito sobre Moro y, en esta época en que se promulgan leyes inicuas por doquier, hay pocas figuras históricas más relevantes que este mártir inglés.
Efectivamente, ‘Tomás Moro. La luz de la conciencia’ no es una biografía al uso. No encontramos en ella ni una sucesión de acontecimientos ordenados cronológicamente ni una abrumadora profusión de datos. Al contrario: los avatares existenciales de Tomás Moro aparecen entremezclados con sutiles reflexiones sobre la naturaleza y las exigencias de la conciencia, esa voz interior que, debidamente formada, nos impulsa a hacer el bien y evitar el mal, a elegir la virtud y rechazar el vicio.
La vida de Tomás Moro estuvo marcada por una continua sumisión a este eco de origen divino. De hecho, en la hora más oscura de su existencia, cuando tuvo que elegir entre la obediencia a un soberano cegado por la avidez de poder —Enrique VIII— y la lealtad al Dios que amaba, entre la ley humana y la ley divina, Moro obró como siempre había obrado. Aun sabiendo que al hacerlo firmaba su propia condena de muerte, siguió los dictados de esa voz que se alzaba desde las profundidades de su ser para advertirle de una verdad tan rotunda como incómoda: que más vale perder la vida que cometer una injusticia para preservarla.
En esta época en que los parlamentos han degenerado en fábricas de leyes injustas y en las que los hombres se someten con docilidad a las arbitrariedades del poder, el ejemplo de Tomás Moro se hace más necesario que nunca.
Un hombre íntegro, fuerte en la fe y fiel a su conciencia, que no dudó en servir a Dios antes que a los hombres hasta las últimas consecuencias. Santo Tomás Moro, mártir en el siglo XVI bajo el reinado de Enrique VIII, es una de las grandes figuras de la Iglesia. Su figura también la pueden encontrar en otro libro que presenta el sacerdote Charles P. Connor: ‘Defensores de la fe’, en el que aparece junto a otros ejemplos de vidas heroicas.
Pequeña biografía
Tomás Moro nació el seis de febrero de 1478. Sus padres, John y Agnes Graunger More, le inscribieron en el colegio Saint Anthony de la calle Threadneedle de Londres. Tras dos años de vida universitaria en Oxford, comenzó sus estudios de Derecho en Lincoln’s Inn y la práctica de la abogacía en 1501. Tres años después entró en el Parlamento. Fue durante estos años cuando trabó amistad con Erasmo de Rotterdam.
Hombre de formación extraordinaria, Tomás Moro se caracterizaba también por su vida ascética. Solía llevar un cilicio, ayunaba y hacía penitencia, iba a misa a diario y leía fragmentos del oficio divino. Como señala el autor de ‘Defensores de la fe’ citando a Ronald Knox, Tomás Moro aunó lo mejor del Renacimiento sin perder, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, lo mejor del catolicismo.
Erasmo describe así la vida familiar en el hogar de Tomás Moro en una carta al obispo de Viena fechada en 1532, que Charles P. Connor recoge en su obra:
Moro había levantado su residencia a orillas del Támesis, no muy lejos. Era ésta una casa digna y apropiada, sin caer en una magnificencia que pudiera despertar envidia. Vive felizmente aquí con su familia, compuesta por su esposa, su hijo y su nuera, tres hijas y sus respectivos esposos y once nietos. Sería muy difícil encontrar a un hombre que sintiera un mayor afecto por los niños […]. En el hogar de Moro, se diría que ha renacido la Academia de Platón, salvo que en ella los debates eran acerca de la geometría y el poder de los números, mientras que la casa de Chelsea es una verdadera escuela de religión cristiana.
Cuando Enrique VIII llegó al trono en 1509, el futuro del joven abogado parecía prometedor. Sus responsabilidades aumentaron con el paso del tiempo y en 1529 fue nombrado Canciller. A pesar del éxito que parecía acompañar a este nombramiento, Tomás Moro confió a su yerno que no podía enorgullecerse de la amistad del rey. “Si pudiese comprar un castillo de Francia al precio de mi cabeza, -argumentaba – no vacilaría en hacerlo”.
Tres años más tarde, Moro renunciaba a su puesto en la cancillería, tras iniciar Enrique VIII sus maniobras para hacerse con el control de la Iglesia de Inglaterra. El monarca logró que el Parlamento aprobara el Acta de Supremacía, que le presentaba como cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
La negativa de Moro a prestar juramento de adhesión al acta terminó con su encarcelamiento en la Torre de Londres, donde permaneció quince meses en los que dedicó sus días a la oración, la meditación y los escritos espirituales. Los frutos de este periodo se aprecian en una de las cartas que dirigió a su hija: “En realidad, Meg, estoy aquí tan bien como en mi casa, porque Dios, que me hizo un niño travieso, me guarda contra su corazón y me acaricia como a un pequeñuelo”.
Nueve días después de la muerte de san Juan Fisher, Moro fue imputado y juzgado por traición en Westminster Hall. Durante el juicio, en el que fue declarado culpable y condenado a muerte, afirmó: “Vuestras Señorías deben comprender que, en las cosas de la conciencia, todo súbdito leal y bueno del rey tiene que pensar en conciencia y en su alma por encima de todas las cosas del mundo”.
Buen siervo del rey, pero sobre todo de Dios, Tomás Moro murió el 6 de julio de 1535. Fue beatificado en 1886, junto a otros mártires ingleses, y canonizado en 1935.
"Y no me digas que no quieres combatir; porque en el instante mismo en que me lo dices, estás combatiendo; ni que ignoras a qué lado inclinarte, porque en el momento mismo en que eso dices, ya te inclinaste a un lado; ni me afirmes que quieres ser neutral, porque cuando piensas serlo, ya no lo eres; ni me asegures que permanecerás indiferente, porque me burlaré de ti, como quiera que al pronunciar esa palabra ya tomaste tu partido. No te canses en buscar asilo seguro contra los azotes de la guerra, porque te cansas vanamente; esa guerra se dilata tanto como el espacio, y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque sólo allí no hay combate; no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la Eternidad si no muestras antes las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente, y para los que van como el Señor, crucificados". José Donoso Cortés
El cristiano debe ser soldado de tiempo completo. No hay tiempo para la remembranza de batallas pasadas, como hacen los generales retirados. La lucha no termina sino hasta que alcancemos la bienaventuranza eterna. No hay tiempo para descansos ni para armisticios con el error y el pecado. Ni niño, ni joven, ni adulto, ni viejo, ni enfermo, puede detenerse. Su lucha puede adecuarse a su momento y circunstancia, pero nunca termina.
«La guerra se dilata tanto como el espacio, y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque sólo allí no hay combate; no presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la eternidad si no muestras antes las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente, y para los que van, como el Señor, crucificados». Donoso Cortés.
Guerreros de Cristo
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