EL Rincón de Yanka: LIBRO "CUSTODIA TU CORONA": EL APOCALIPSIS DE TIATIRA por CAMINOS AUTINO 👑

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jueves, 21 de noviembre de 2024

LIBRO "CUSTODIA TU CORONA": EL APOCALIPSIS DE TIATIRA por CAMINOS AUTINO 👑


CUSTODIA TU CORONA:
EL APOCALIPSIS DE TIATIRA
¿Estás preparado para librar tu Última Batalla?
Custodia tu Corona es una novela distópica de género apocalíptico. El relato se sumerge en una trepidante aventura a través del libro más enigmático de la Biblia, el Apocalipsis, donde está el final de la misma historia, la “Buena Catástrofe” a la que sólo se llega haciendo el camino de la fe.
Léelo y descubre las riquezas que aportará a tu vida espiritual
¿El lector se enfrenta a un texto mítico o a un texto profético?
Los protagonistas se apoyan en los escritos del padre Leonardo Castellani mientras luchan entre el tiempo y la eternidad.
Tiatira y Miklos se ven empujados por las Columnas Infernales a abandonar la Ciudad Zero, centro neurálgico de un ficticio Paraíso Terrenal. Un espacio creado por la tiranía de una oscura mujer. La cristiandad ha caído y junto a su amigo Lezo pretenden restaurar el Orden Católico. Se embarcan en un viaje apasionante en fidelidad a la Verdad, la belleza y el bien. La trama se desarrolla en el territorio de una patria muerta, donde lejos de la ley de Dios la injusticia y la verdad se tensan hasta el extremo.
1
CIUDAD ZERO

Tiatira leyó el título en la portada de su viejo libro, ¿Cristo vuelve o no vuelve?, del padre Leonardo Castellani. Se ha­ bría quedado toda la mañana leyendo, pero lo volvió a dejar en el estante. Una vez más cayó en la cuenta de que habi­taban en una Ciudad maldita gobernada por un régimen tiránico. Tiatira se sentía cada día un poco más acorralada. Se levantó a abrirle la puerta a Duque, que entró rápidamente con la cabeza gacha y dando nerviosos saltitos. Extra­ñada, advirtió que el animal estaba angustiado. Duque era un pastor de Anatolia que pesaba más de cuarenta kilos. Ella vivía con su marido en una de aquellas Ciudades que albergaban los últimos retazos de la humanidad, donde se levantaban frías colmenas habitadas por una impersonal masa humana.

El Imperialismo de la Mujer Antigua, conocida bajo el nombre de Lilith Lavey, estaba alcanzando su máximo po­der y la luz se consumía en el altar de un miedo secreto. Su atrayente voz resonaba como un himno en los corazones de sus hijos espirituales, a los que bautizó como Lilims. En las Ciudades Zero los Lilims vivían bajo las seducciones de una ilusoria vida emancipada, donde la Realidad Aumentada había borrado la línea entre lo físico y lo digital. Se redoblaba la oscuridad en las calles y el concepto tradicional de humanidad se había convertido en un atentado de­fendido por una minoría punky. Dos pueblos convivían en una tensa relación entre oprimido y opresor, los adheri­dos al viejo humanismo permanecían bajo una machacona sospecha de infracción y debían ser cautos como ser­pientes, nadie estaba seguro si profesaba cualquier tipo de religión distinta a la Espiritualidad del Atrio o si era ateo. 

La Espiritualidad era la religión de los Lilims, por eso ellos gozaban de ciertos privilegios. Creían en una especie de inmortalidad terrenal, orbitaban en un intento desesperado por eliminar el duelo, donde se ocultaban la tristeza y las lágrimas. La historia se había convertido en un continuo festival adolescente en el que se forzaba el afecto y el dolor era cosa de mal gusto. 

Lilith era como su diosa, un poderoso ente, la más hermosa y terrible de las mujeres, de mirada glacial, su presencia regalaba años malditos y su extravagante belleza ejercía un efecto cautivador en sus hi­jos. No se conocía a uno solo que la hubiera visto en persona, su omnipotente presencia se encerraba en la imagen digital, poseía una cintura, un pubis y unas piernas que absorbían todas las miradas, en ella el cielo se tornaba va­cío y lejano.

El vasto régimen dictatorial que dirigía Lilith lo dominaba todo, lo destruía todo, lo redefinía todo. Las masas de Lilims desconocían la existencia de los principios científicos, éticos y religiosos que un día forjaron una civilización, pues toda evidencia de un tiempo pasado había sido ocultada. La computación cuántica al igual que un virus propa­gaba una falsa moral, alcanzando al hombre, a Dios y a la familia, y la escasa luz que brillaba en la clandestinidad cargaba sobre sí la tarea de volver a tejer los lazos con la divinidad.

El Nuevo Imperio ignoraba que los avances tecnológicos sin la mirada humana no servían, creer que pudiera ser así era consecuencia de una escasa imaginación metafísica, donde el algoritmo se endiosaba y la creatividad era de­monizada. Siempre existieron periodos oscuros en el corazón del hombre, pero en ese tiempo existía un algo aún más inquietante que en tiempos pasados, porque se sentía realmente que Dios yacía muerto. Para abrazar la Revolu­ción primero se dijo que ya no existían los enemigos y así la humanidad dejó de defenderse y de militar y se abrazó al único poder posible, quisieron ser Lilims, ¿por qué no? y la sangre espiritual de Lilith se mezcló con el género humano y su Iglesia. 
Quedaba atrás el tiempo en que los ángeles que servían a Dios tenían un trato cercano con el mundo, llegaba el tiempo en que los ángeles caídos asumían el mando y se sucedían crudos enfrentamientos entre hombres y mujeres, entre esposos, amigos y hermanos, y se vivieron además feroces divisiones de obispos contra obispos. Los pastores fieles fueron muriendo y lejos de la luz, sin Padre, la humanidad no alcanzaba su sentido, y ahora, todos y cada uno cogidos de la mano, ciegos ante el peligro, deambulaban alegres rumbo al abismo.

Los Lllims sucumbían a las pasiones más bajas mientras las virtudes se perdían en laberintos imposibles, se con­sumían en sus vicios, adictos a la dopamina y entregados por completo a sus pantallas. A pesar de idolatrar el «Arca de la Esperanza» se vivía sin anhelos y sus habitantes subsistían en una errante entidad electrónica. La mecánica de monitores y sensores sustituían la carne y los huesos de un cuerpo despreciado y el reemplazo de los diez manda­mientos por la Carta de la Tierra no brindaba lo que prometía. El hombre ya no poseía la capacidad de aprender ni de reflexionar y, de este modo, se incapacitó para medir las consecuencias de sus actos. Se secuestró el lenguaje y los Li­lims enterraban sus crímenes con eufemismos y falsas palabras. La misma masa reclamaba que el poder ejerciera un paternalismo más salvaje sobre ella en un intento desesperado de protección. El eje de la indignación giraba en torno a no estar sometidos a más tutelaje. «¡Que nos protejan, estamos solos!».

Todas las Ciudades Zero eran idénticas y se extendían indistintamente por todo el orbe, ya no existían divisiones espaciales como provincias o países. Se dividían en pequeños territorios numerados denominados «sectores soste­nibles» que abarcaban dos kilómetros cuadrados. Dentro de ese espacio uno debía desarrollar su historia sin posibili­dad de traspasar sus fronteras, desplazarse era privilegio de unos pocos, abandonar el sector propio sin permiso su­ ponía un delito grave contra la autoridad y el medio ambiente y se castigaba con duras multas. Las Ciudades Zero asistían a la quinta revolución digital, la Big Data lo era todo, los edificios, las relaciones humanas o los trabajos esta­ban completamente dominados por la tecnología.

Las relaciones giraban en torno a los avatares del Metaverso y el holograma personalizado. En pocos años la pér­dida de habilidades sociales había crecido exponencialmente y los hombres ya no supieron construir relaciones significativas. El aislamiento que en un tiempo fuera obligatorio se tornó voluntario y nadie salía de casa a no ser que se viera obligado a ello.

En medio de esa tensa realidad vivían Miklos y Tiatira. Ella y su marido formaban parte de una resistencia que lu­chaba contra el olvido de la civilización construida sobre Grecia, Roma y Cristo, pertenecían a una generación disi­dente que se negaba a convertirse en un proyecto protésico. Ella al menos estaba convencida de que sin Dios no que­ ría vivir, concebía la ideología reinante como una utopía fruto de la inmadurez y el ateísmo. En su opinión la civili­zación moderna no había entendido nada, ella creía en la Resurrección y en la eternidad únicamente originada por una intervención divina. Entendía que la raíz del colapso de la humanidad no era tecnológica o jurídica; esos fueron meros cauces, la verdadera raíz respondía a un orden espiritual, a una crisis trascendental tal y como le enseñaron sus libros, los buenos libros, como el que leía ahora del padre Castellani. 

Tiatira pertenecía a una comunidad clan­ destina de la Iglesia Católica que aún mantenía encendida la antorcha de los grandes santos, donde a ella le gustaba repetir que había un ambiente «contagiosamente católico».
Se comunicaban en la red por medio de canales clandestinos que sus hackers abrían y cerraban con regularidad. Al igual que los demás, salía poco de casa, solo lo hacía movida por una necesidad y todo su mundo giraba en torno a sus cuatro paredes vestidas de pantallas y sistemas robóticos. Mantenía una organización meticulosa que le orde­naba en un armonioso trajín, dedicaba parte de su tiempo a la compra en la red de libros de contrabando, estudiaba a diario, trabajaba en remoto e intentaba no llamar la atención. Vivía junto con su marido en una relativa paz aun dentro del ostracismo de su hogar, hasta ese día.

Su casa, como tantas en aquel lugar, estaba equipada con luces de nanoparticulas de sílice luminiscente, un mate­ rial derivado de la arena capaz de emitir una luz casi idéntica a la luz solar, cada cual elegía cuando se encendía el día o el crepúsculo que daba llegada a la noche. La encendió con un leve movimiento de cabeza y el ambiente se tornó cálido y acogedor, aunque el perro continuaba angustiado y la observaba desde su rincón donde parecía buscar refugio. Los habían situado en un sector de las periferias de la Ciudad Zero. Miklos era uno de los pocos privilegiados que podía trasladarse a otros sectores porque trabajaba en un tipo de nanotecnología muy específica. Cuando una inci­dencia no se podía solucionar en remoto, disponía de un permiso especial, concedido tras su licenciatura en nego­cios electrónicos, que le permitía trabajar de forma presencial en los laboratorios de sus clientes. Sin razón aparente se percibía cierta tensión en el ambiente, algo cuyo origen no acertaban a descubrir. 

Miklos estaba cansado, no pres­ taba atención a la inquietud de su mujer, continuó con su rutina y comenzó a hacer sus ejercicios de fuerza. Gozaba de buena salud física.
Debido a su notable estatura parecía ser flaco como una espiga, pero estaba en su peso, era el tipo de hombre que parecía preocupado por cultivar su imagen, mas no era así. Su extraordinaria condición física, sus facciones equili­bradas, su tez morena y su pelo negro y ondulado lo convertían en un hombre atractivo a pesar de no destacar por su belleza. Ella lo observaba mientras saboreaba su café. Meditaba envuelta en las páginas de su libro, lo tenía subra­yado, lleno de anotaciones y marcas. ¿Cristo vuelve o no vuelve?, era la gran pregunta. Por sus manos pasaron varios libros del padre Castellani y ese fue el que decidió conservar.

Deseaba ardientemente que Cristo volviera y, aunque se trataba de un deseo que no podía compartir con su ma­rido, tenía plena conciencia de que, si llegaban esos tiempos, los viviría junto a él. Miklos albergaba dentro de si un rencor secreto fruto del dolor, navegaba entre el ateísmo y el agnosticismo y evitaba a toda costa hablar del tema. Sin embargo, declaraba abiertamente en lo que no creía, no comulgaba ni con la Espiritualidad del Atrio de Lilith, ni con los hijos de Eva, bromeaba con que se sentía un «espíritu sin Creador». No obstante, en la observancia y defensa de la ley natural se mostraba implacable, era inteligente y poseía un gran sentido común.

Los cristianos estaban en el centro del objetivo a eliminar, pero no eran el único problema de Lilith, también exis­tían otros grupos humanos receptores de su ira. La postura perseguida más generalizada después de la cristiana era el ateísmo fuerte, que defendía que la falta de evidencia era razón suficiente para rechazar la creencia en cualquier tipo de deidad por lo que no reconocían la Espiritualidad de Lilith. Les seguían los agnósticos, que no afirmaban ac­tivamente que no existiera una deidad, pero tampoco creían en la existencia de una concreta. Habitaban también en la clandestinidad de las Ciudades Zero los humanistas secularistas, que basaban su ética en la razón, los principios universales de justicia y en unos supuestos derechos humanos. Miklos pasó por todas ellas, ahora se incluía entre los naturalistas, sosteniendo que todo lo que existía podía ser explicado en términos naturales, sin necesidad de recu­rrir a causas sobrenaturales o divinas.

Para el naturalismo la ciencia y la razón eran sus principales herramientas para comprender el mundo, él lo mez­claba con una especie de humanismo secular, celebraba la dignidad, el potencial y la autonomía del ser humano, y buscaba promover una sociedad más justa y racional basada en el respeto a los derechos de todos, independiente­ mente de sus creencias religiosas o la falta de ellas. Cuando Tiatira supo lo que pensaba Miklos, valoró seriamente si seguir conociéndole, pues a todas luces les sobrevendrían dificultades que desde una perspectiva del mundo y la vida tan diferente haría muy cuesta arriba alcanzar soluciones. Con valentía se lo puso sobre la mesa y después de pesadas conversaciones resolvió seguir adelante, paso a paso, entendió que no era una amenaza para su fe. Negarse a aquel amor hubiera sido un acto absurdo producto del miedo y el ateísmo, siempre tuvo miedo, pero sus temores eran de otra naturaleza. Pasado un tiempo de noviazgo en el que él dio buena prueba de su amor por ella, Tiatira le hizo saber la importancia del matrimonio en su religión, puso el sacramento como condición innegociable y esen­cial para consolidar su relación y él no dudó en darle el sí quiero, pues la amaba.

El ambiente estaba cargado. Ella, movida por una irresistible sensación de impaciencia, comenzó a escudriñar los exteriores de la casa. El cielo se había nublado, aunque en casa brillaba una relajante luz solar. Duque era un perro tranquilo, sin embargo, su angustia iba en aumento y emitía un silbido ahogado e intermitente.

Tiatira abrió la ventana y el sonido alarmó a ambos. Se miraron preocupados, pues Duque no lloraba solo, se escu­chaban a lo lejos otros perros gimiendo tanto como él, el sonido, sumado al viento y el aire encapotado de luz muerta, resultó apocalíptico. De pronto, en medio de aquella situación recordó súbitamente la lectura de esa noche, el pasaje pasó delante de ella en una fracción de segundo. Se trataba de la primera carta a la Iglesia de Éfeso, donde había un anciano en una isla que escribía un texto de origen divino.

En el texto el Padre le decía a su discípulo que tenía contra ellos que le habían abandonado, habían dejado atrás el Amor Primero, pero tenían a su favor que rechazaban la maldad y la mentira. Dios prometía un premio al vencedor.
«A quien no sucumba a la tentación del mal, a ese, le daré de comer del árbol de la Vida», escribía el anciano. Confusa ante la fuerza de la escena, se quedó preocupada y con el estómago encogido se dirigió a Miklos.

- Tengo un presentimiento, creo que ha llegado el día... Si es así, ¿qué haremos? Deberíamos ir en busca de Lezo hoy mismo y marcharnos a buscar a los cazadores -dijo en un tono triste y desesperado.
Tranquila, lo haremos a su tiempo. Hay que asegurarse de que no tendremos que volver, si nos vamos de la Ciu­dad, es un camino sin retorno. Tarde o temprano nos empujarán a irnos, pero hay que hacerlo bien.
- Pues no sé a qué esperamos...
Envuelta en un principio de descomposición estomacal, se cambió con agilidad. Se puso sus pantalones cargo, las botas de montaña y su extraordinaria chaqueta de grafeno color plata y blanco. Duque, con los sentidos agudizados al igual que un lobo, deambulaba nervioso entre ellos.
- Está pasando algo fuera. Tú qué dices, ¿se habrán quemado los generadores? ¿Habrá saltado alguna chispa o una pequeña explosión como la otra vez? -preguntó Tiatira.
- No lo creo -respondió él advirtiendo desde la puerta que un grupo de personas miraba hacia el cielo en todas direcciones.
Al salir confirmaron sus temores.
- Son las Columnas Infernales -balbuceó Miklos-. Tenías razón, ha llegado el día.
- ¡Lo ha hecho! -gritó ella-. Lo ha hecho... Ya está preparada la Batalla, la Última Batalla de los hombres. ¿Estamos muertos?

- No. Iremos primero en busca del Topo tal y como acordamos y juntos saldremos de aquí, rumbo a las montañas donde viven los cazadores, los ignotos o como se llamen, no esperaremos más, vamos a prepararnos, nos uniremos a ellos. Nosotros también presentaremos batalla, es hora de dejar atrás esta Ciudad estéril.
El ultimátum de las Columnas Infernales era la gran promesa de Lilith a sus hijos espirituales. «Llegado el dia, anunciaré la Última Batalla a todos los hijos de Eva. Todo Lilim señalado con mi marca no sufrirá mi ira y será salvo». Habían pasado treinta y seis años desde aquel aviso. Lilith empleó ese tiempo para instruir a sus huestes y para los preparativos armamentísticos, culturales y sociales que requería alcanzar la victoria en la Última Batalla. Las Columnas Infernales eran señal inequívoca del inicio de la cuenta atrás para la Guerra Civil Mundial, y se levan­ taban en ese instante ante sus ojos. Se trataba de cientos de potentísimos focos con una tecnología llamada Zeled, di­rigidos al cielo simulando ser llamaradas de fuego. Con una salida de dos millones de lúmenes, los rayos superaban el alcance de la vista humana desapareciendo en las alturas del espacio.

Colocados estratégicamente, rodeaban la Ciudad delimitando sus dominios, y otros tantos focos se erigían en el interior de la misma a modo de estandarte, una vez encendidos no se volverían a apagar jamás. Con ese signo se ini­ ciaba un tiempo de tres años y medio de persecución, hacia los ateos y en el que los hijos de María podían apostatar de su fe y rendir culto a Lilith o, por el contrario, morir. La Mujer Antigua estableció ese tiempo para eliminar a sus enemigos definitivamente de la faz de la Tierra. La contienda abarcaba el planeta de norte a sur y de este a oeste. La imagen de satélite ocupaba todas las pantallas, se televisaba la imagen del globo terráqueo envuelto en una atmós­fera anaranjada de la que surgían miles de rayos en todas direcciones, apareciendo como un nuevo sol de fuego. Por desgracia la humanidad había perdido de vista que ante Dios eran pobres mendigos que necesitaban recibirlo todo, el hombre ya no calibraba su pequeñez. No se conocía la experiencia de la gracia ni lo sobrenatural y la verdadera es­piritualidad había cerrado los ojos. Los cristianos sucumbían al miedo y se convertían a la Espiritualidad del Atrio por millares. Tiatira presagiaba lo peor.
- ¿Y ahora qué? -preguntó esperando una respuesta que le permitiera acceder a un poco de esperanza.
- No tendrás nada y serás feliz -susurró Miklos intuyendo la gravedad del asunto-. No les ha bastado. Tenemos que abandonar la Ciudad lo antes posible.

- No puedo creer que esté pasando -se lamentó ella al borde del llanto.
- Ahora hay que mantener la mente fría, ¿de acuerdo' Piensa en lo que podamos necesitar, hay que darse prisa, no estamos seguros aquí.
¡No puede ser! ¿Y a dónde iremos? - Tiatira se sintió incapaz de dominar la tensión.
Miklos no le respondió, cayó en la cuenta de que les había llegado el Gran Apagón, a partir de ese momento la única información de la que disponían estaba contenida en unas cuantas memorias externas y en los pocos libros que tenían en casa. Quedaban fuera del sistema, del vasto fondo digital y de todas las nanotecnologías posibles. Él intentó tranquilizarse. En la mochila que usaba para ir al centro de abastecimiento cargó agua y toda la comida en pastillas y envasada al vacío de la que disponían. Utilizó mochilas pequeñas para llevar algo de ropa y las cosas de aseo. Guardaba en su armario un antiguo macuto militar que perteneció a su abuelo, era viejo pero fuerte, metió con brusquedad su magnifica manta de grafeno arrancándola de la cama, la hizo un rulo sobre su propio brazo y la metió en el macuto. El ejercicio de recoger lo aceleraba, pero cambió de actitud en el momento en el que se acercó a su oboe. Lo guardó con especial delicadeza en su estuche, el instrumento le regalaba bellísimos momentos y lo amaba, incluyó además sus partituras.

- Todo controlado, no pasa nada. ¡No pasa nada! Vamos a buscar a Lezo y a salir de aquí -susurró como si el perro entendiera algo-. ¿Es posible que el famoso Creador del universo nos regale por fin el meteorito? -dijo movido por un humor nervioso-. No, no caerá esa breva.

Sincronizados, se encontraron en la puerta de salida frente a frente. Cada uno con sus mochilas y un montón de pequeñas cajas. Cargaron el todoterreno con urgencia.
- ¡Un momento!-gritó ella bajando del vehículo.
Antes de que Miklos pudiera preguntar, ella desapareció tras la puerta de la casa. Él y el angustiado animal queda­ ron con los ojos fijos hasta que Tiatira volvió a aparecer abrazando su vieja Biblia.
- La tenía en la buhardilla, casi me la olvido -dijo aliviada.

El todoterreno de grandes dimensiones contaba con una avanzada tecnología. La insonorización era completa y los asientos tenían una exquisita ergonomía. El enorme vehículo, a pesar de sus dimensiones, ofrecía una conduc­ción automática y ligera. Aunque estaba cansado, Míklos prefirió conducir y pisó el acelerador hacia la casa de Lezo, su fiel amigo al que cariñosamente llamaban el Topo. Durante el camino y en riguroso silencio, cada uno libraba su propia batalla interna a la luz de las Columnas Infernales.

El caos en las calles era evidente, la gente caminaba deprisa y cargaba mochilas y bolsas, se movía a pie y en vehículos por sectores prohibidos, sectores que claramente no eran los suyos, y las expresiones de preocupación da­ban buena cuenta del miedo que sentían, un miedo producto del pánico, ese que se dibuja en el rostro cuando sabes que tu vida corre peligro.
En una triste determinación fueron dejando atrás la vida que habían construido. Tiatira se debatía entre la nostal­gia y el miedo, preguntándose si lograrían salir sanos y salvos de la Ciudad con Lezo y todo aquello que les había sido confiado.

Castellani - Cristo Vuelve ... by Tomas Ramis