“La capacidad de decir que ‘no’
cuando todo el mundo dice ‘sí’
es el punto de partida de la insumisión”
(T. Todorov)
A veces tenemos la impresión de que figuras tan decididas como las que recoge Todorov en su libro son fruto de situaciones extremas: guerras, dictaduras, revoluciones… Pero el escritor piensa que “sería una ilusión pensar que el sistema democrático en el que vivimos excluye la necesidad de tomar postura. También en democracia hay que vigilar para que los derechos de todos sean respetados”.
La insumisión es una constante en la historia de Occidente y ha sido decisiva para garantizar las libertades. Si me pregunto por las razones que me empujaron a interesarme por el tema que para resumir denomino «la moral en política», veo sobre todo dos, cada una de ellas relacionada con una parte diferente de mi vida.
El rasgo común de todos los personajes cuyo destino relato es que se negaron a someterse dócilmente a la coacción, que son insumisos. Esta decisión tiene una vertiente negativa, significa el rechazo de una coacción impuesta por la fuerza o aceptada en silencio por la mayoría de la población. Pero ese rechazo está indisolublemente unido a un compromiso positivo, la insumisión es a la vez resistencia y afirmación. Es un doble movimiento permanente, en el que el amor a la vida se mezcla inextricablemente con el odio a lo que la infecta. Resistir significa, ante todo, una forma de lucha que uno o varios seres humanos libran contra otra acción, física y pública, que llevan a cabo otros humanos. Por lo tanto, se trata necesariamente de una segunda iniciativa, de una reacción opuesta al mal que se ha instalado en la sociedad. Además, el insumiso no es un conquistador, no aspira a instaurar otra forma de dominio, no pretende construir una sociedad ideal. Su compromiso es puntual. Pretende sobre todo rechazar la fuerza que quiere someterlo. Por último, el empleo de estas palabras implica que el grupo que resiste dispone de medios inferiores a los de su adversario. Por estas razones, los luchadores en cuestión no se implican en el campo de batalla, donde los vencerían rápidamente. A nadie se le ocurriría llamar resistentes a los soldados de Napoleón que invadieron Europa, ni a los soldados rusos e ingleses que se enfrentaban a ellos obedeciendo las órdenes de su patria. Por el contrario, los civiles italianos y españoles, insumisos, emprenden un movimiento de resistencia contra los invasores. En la Segunda Guerra Mundial hablamos de insumisión y de resistencia en los territorios ocupados por los alemanes, no en el caso de los militares que atacan al Reich desde Londres. Gandhi es un insumiso, un resistente, no el virrey británico. Son los débiles los que, sin odio ni violencia, se oponen a los fuertes, a los que detentan el poder. Debido a esta posición de debilidad y a los medios a los que en ocasiones recurren, puede suceder que, al menos durante cierto tiempo, se califique a estos insumisos de «terroristas». No luchan como guerrilleros, pero adoptan técnicas de guerrilla. Por otra parte, el significado de estos términos es lo suficientemente amplio como para aludir a formas de insumisión diferentes, algunas violentas y otras no. La resistencia no es necesariamente militar. «Insumiso» se entiende también en otro sentido, ya no por oposición a un enemigo más poderoso, sino en relación con fuerzas impersonales que actúan en nosotros. Decimos así que nos negamos a someternos y que resistimos a la tentación, o a nuestras pasiones, o a la facilidad, o a la intolerancia y al resentimiento que sentimos crecer dentro de nosotros. La yuxtaposición de estos dos sentidos, colectivo y externo en un caso, individual e interno en el otro, suele resultar esclarecedora.
La presente investigación tratará de un tema todavía más limitado, de una forma concreta de resistencia política. Los que la llevan a cabo poseen algunos rasgos en común, aunque intervienen de maneras diferentes según sean simples insumisos, disidentes o militantes clandestinos. Así, contra la opresión que sufren, reivindican un valor trascendente y ellos mismos poseen una virtud moral. Sus medios no son violentos, consisten básicamente en afirmar con perseverancia lo que consideran verdadero y justo. Antes de seguir avanzando debo añadir que mi decisión de observar sólo este tipo de comportamiento, a mi modo de ver loable, en ningún caso significa que lo considero una característica principal de la especie humana, que pone de manifiesto las tendencias profundas de mis contemporáneos o de mí mismo. Tanto los individuos como los grupos suelen obedecer a la lógica de las represalias, responden al mal con el mal, si es posible con un mal mayor. ¿Quién no ha cedido a la tentación, al menos mentalmente, de hacer sufrir al que le ha hecho sufrir? Haber sido víctimas de violencias y de agresiones no garantiza que mañana no nos convirtamos en agresores violentos, y en la mayoría de los casos nos incita a ello. Asimismo, lo más probable es que, frente a la opresión o a la injusticia, la tendencia natural de la mayoría de nosotros sea someterse y esperar a que pase la tormenta. En lo que a mí respecta, no estoy seguro de estar totalmente libre de esta pulsión de venganza y de medidas de represalia, ni de tener siempre las fuerzas y el valor de oponerme a lo que me indigna. Lo que creo es que es posible escapar de estos instintos primarios de facilidad y que, se mire desde donde se mire, es deseable. Mencionar el ejemplo de los que optaron por esta vía quizá ayude a que los demás, nosotros, sigamos durante algún tiempo su opción. Las personas cuyo itinerario he querido observar y cuya historia he querido contar ven cómo su virtud moral se transforma en instrumento político y se apoyan en sus cualidades individuales para intervenir en el ámbito público. Se trata aquí no de una política dominada por la moral, ni de una moral sometida a objetivos políticos, sino de actos morales individuales que se convierten en elementos de la vida política. Estas intervenciones no son resultado de una decisión consciente de la voluntad, sino que proceden de una reacción visceral y no pensada. La forma de ser de cada uno puede decidir llevar a cabo una acción u otra, pero no podemos elegir nuestra forma de ser. Frente a la injusticia, a la opresión y al terror, estas personas se oponen no recurriendo a una violencia equivalente, no responden al mal con el mal, sino que desplazan el enfrentamiento a otro plano. De esta manera, escapan del maniqueísmo y de la confrontación violenta, del deseo de aniquilar al enemigo. Intentan también situarse más allá tanto de la imitación de los demás como de la rivalidad con ellos. Esta forma de insumisión puede conllevar resistencia física y de lucha, pero en muchos casos la primera se libera de la ayuda de la segunda e incluso resulta ser más eficaz que ella. Los ejemplos que he seleccionado remiten a tres situaciones de crisis observadas en el pasado reciente o en el presente. En primer lugar, la ocupación alemana de países europeos, acompañada por la persecución de los judíos y por la brutal represión de toda veleidad de autonomía. La ilustran los destinos de dos mujeres, Etty Hillesum en Holanda y Germaine Tillion en Francia. A continuación, el régimen comunista en la Unión Soviética, observado a través del destino de dos escritores que representan el espíritu de disidencia, Borís Pasternak y Aleksandr Solzhenitsyn. Por último, más cerca de nosotros, varios casos que no surgen ni de una situación de guerra, ni de una dictadura totalitaria, sino que tienen que ver con la desigualdad instaurada entre dos partes de la población: la guerra de Argelia, de nuevo a través de la experiencia de Germaine Tillion; el régimen de apartheid, con el destino de Nelson Mandela como hilo conductor; la discriminación racial en Estados Unidos, evocada mediante el ejemplo de Malcolm X, y el conflicto entre israelíes y palestinos, en el que me limito a la actividad de un militante israelí por la paz y los derechos de los palestinos, David Shulman. A ella se añade el caso de Edward Snowden, que denuncia al gobierno de su propio país.
Estos personajes diversos poseen algunos otros rasgos en común, en concreto todos ellos están implicados en la acción y a la vez en la reflexión, en la práctica y en la teoría. Actúan en la vida pública y al mismo tiempo escriben textos o pronuncian discursos públicos. Sin embargo, adoptan actitudes diferentes, y en ocasiones sus opciones son incompatibles. Algunos se identifican con una religión establecida (el cristianismo o el islam), como Hillesum, Pasternak, Solzhenitsyn y Malcolm X; otros, aunque marcados por tradiciones religiosas, se sitúan en el marco de una espiritualidad laica: Tillion, Mandela y Shulman; en cuanto a Snowden, defiende de entrada una visión libertaria del mundo. Sus modos de actuación no convergen hacia una matriz común, y por eso, en lugar de construir un modelo abstracto, he decidido atenerme a los relatos de su vida para preservar la singularidad de cada uno de ellos. Sus nombres son más o menos conocidos, pero sus opciones éticas no han recibido toda la atención que merecen.
RESISTIR SIN ODIO
Odiar tal vez es más natural que amar. Quizá me equivoco e incurro en una visión sombría del ser humano, pero la lista de criminales de guerra excede ampliamente a la de hombres que han luchado y trabajado por la paz, sacrificando sus intereses personales. La historia se ha mostrado mucho más pródiga a la hora de alumbrar malvados que héroes o, por utilizar la expresión de Tzvetan Todorov, «insumisos», seres humanos con el coraje de rebelarse contra las injusticias, pero sin caer en el odio y en la deshumanización del adversario. Las buenas causas se transforman en perversiones cuando se invocan las heridas sufridas para justificar la violencia. Según Todorov, moral y política no pueden separarse sin precipitar un aluvión de calamidades. Nadie razonable puede sostener que la guerra contra Hitler y sus aliados constituyó un acto de barbarie, pero nadie honesto puede negar que se cometieran actos de barbarie para derrotar al totalitarismo. Los bombardeos de Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki sólo añadieron crueldad a un conflicto que se caracterizó por el sufrimiento de la población civil. La democracia es una opción infinitamente mejor que cualquier dictadura, pero si se limita al ejercicio del voto, pierde su capacidad de ilusionar y movilizar a la ciudadanía. En el preludio de Insumisos, Todorov advierte que la democracia sólo puede sobrevivir como un ideal y cita una frase de Emmanuel Lévinas para identificar la esencia de lo ético: «El único valor absoluto es la posibilidad humana de dar prioridad al otro sobre uno mismo».
La ética soporta el riesgo de convertirse en sermón cuando no se encarna en lo que podríamos llamar «vidas ejemplares» sin ignorar que ninguna existencia se halla exenta de momentos de penumbra moral. Por ese motivo, Todorov ha reunido a un conjunto de personajes que se han enfrentado a distintas formas de opresión, sin dejarse arrastrar por pasiones destructivas. O que aún lo hacen, sufriendo las consecuencias de su idealismo, como Edward Snowden. Etty Hillesum es la autora de un diario y unas cartas que reflejan el itinerario moral de una joven judía holandesa bajo la ocupación nazi. Desde muy temprano, Etty se propone «cultivar el amor cósmico, el amor a todo lo que Dios ha creado». Sabe que el dolor y la injusticia tejen la rutina de muchos seres humanos, pero en su interior prevalece el optimismo: «La vida es buena, sea cual sea. […] Hay que volverse tan sencillo y tan mudo como el trigo que crece o la lluvia que cae. Hay que contentarse con ser». Ese optimismo vital no es ceguera política y existencial. Etty sufre y deplora la barbarie nazi. Sin embargo, intenta librarse del odio: «El odio es una enfermedad del alma» que salpica indistintamente a todo el género humano. No es ingenua: «La maldad de los otros está también en nosotros». Es imposible cambiar el mundo exterior sin corregir nuestras tendencias más dañinas. La venganza no erradica el mal, sino que lo alimenta y consolida. Al igual que los estoicos, Etty cree que la serenidad y el autodominio garantizan la felicidad, con independencia de las circunstancias: «Tengo fuerza interior, y con eso basta; lo demás no tiene importancia». En último término, «lo que cuenta es la manera de soportar el sufrimiento».
Etty considera que el ser humano no modela los acontecimientos. Sólo los sufre: «No somos más que jarrones huecos en los que se precipita el raudal de la historia del mundo». En el verano de 1942 comienzan a circular por Europa rumores sobre matanzas masivas de judíos en el Este. Impelida por su familia, se presenta como voluntaria al consejo judío, logrando un puesto como administrativa. Destinada a Westerbork, campo de tránsito en el que se agrupan las familias judías holandesas con orden de ser deportadas a Alemania y Polonia, la preocupación por su vida interior pasa a segundo término. Aplicará todas sus energías a convertirse en «un bálsamo para tantas heridas». Su optimismo no declina: «Se vive bien en todas partes, incluso detrás de los alambres de espino y en las barracas abiertas al viento, siempre y cuando vivamos con bastante amor a las personas y a la propia vida». Esta actitud convive paradójicamente con un horror creciente: «La locomotora lanza un grito espantoso, todo el campo aguanta la respiración, se van tres mil judíos más». Aunque pretende ser «un germen de paz en esta casa de locos», reconoce que unas pocas horas se puede «hacer provisión de melancolía para toda una vida». El tiempo se experimenta de forma distinta cuando la perspectiva de la muerte es inminente. Finalmente, Etty es deportada con sus padres y su hermano Mischa, un joven y brillante pianista. Todos mueren en Auschwitz entre septiembre y noviembre de 1943.
Según Todorov, la insumisión de Etty consistió en no responder con odio a la ocupación y la deportación, sino con amor y perplejidad. Amor hacia los infortunados y perplejidad ante el mal. La francesa Germaine Tillion sí aceptó el recurso a la violencia contra la invasión nazi. De hecho, se enroló en la Resistencia, desempeñando tareas de información y propaganda. Se considera una patriota, pero no a cualquier precio. Entiende que el amor a Francia está limitado por la ética y la razón: «Nuestra patria sólo nos es querida a condición de no tener que sacrificar por ella la verdad». Denunciada por un colaboracionista, conoce la cárcel y la deportación. Pierde a su madre en la cámara de gas de Ravensbrück. Ambas habían sido confinadas en el mismo campo, pero en distintas secciones. Germaine recibió la noticia de su muerte mientras se hallaba en la enfermería, con fiebre alta. Al principio, se derrumbó. Sin embargo, logró reponerse y continuar: «Aquella noche, después de mucho pensarlo, decidí vivir». Educada en el catolicismo, su fe se extingue: «Desde el fondo del abismo te llamamos y no respondiste». A pesar del sufrimiento, no pierde la clarividencia. Años más tarde comentará: «Estoy convencida de que no existe un pueblo que pueda librarse de un desastre moral colectivo». De hecho, comprobará que Francia recurre a los mismos métodos que los nazis para combatir a los independentistas argelinos. No justifica los atentados indiscriminados, pero se muestra flexible a la hora de enjuiciar la violencia política. Los judíos emplearon el terrorismo para lograr la creación del Estado de Israel. Los palestinos resisten a la ocupación con piedras y bombas. Lo esencial es no olvidar que «la familia humana no tiene bandera». La historia está llena de matanzas, pero la inclinación natural del ser humano no es la agresión, sino el anhelo de dicha: «La intimidad física del recién nacido con su madre probablemente explica cierta disposición a la felicidad, que luego dura toda la vida».
La insumisión de Borís Pasternak al totalitarismo se gesta de forma más progresiva y nunca adquiere la beligerancia de un verdadero resistente. Aunque en 1936 escribe que «un arte sin riesgos y sin sacrificio es impensable», su oposición a Stalin se expresa como horror moral, no como oposición militante. Pasternak concibe su Doctor Zhivago como una forma de protesta a largo plazo, concebida para desmontar los mitos sobre la revolución bolchevique. Aleksandr Solzhenitsyn no se muestra tan tímido: «Nadie conseguirá bloquear el camino a la verdad, y estoy dispuesto a morir para que avance». De hecho, opina que su destino literario consiste en ser la voz de todas las víctimas del Gulag. Nelson Mandela supera en estatura moral a los dos escritores rusos, pues se desprenderá de su radicalismo juvenil durante su largo cautiverio, madurando una visión del ser humano verdaderamente asombrosa: «Todos los hombres, incluso los que parecen más insensibles, tienen un fondo de honestidad y pueden cambiar si sabemos llegar a ellos». Todorov señala que Malcolm X describe una trayectoria parecida, pero con una diferencia que nos resulta chocante en un momento de creciente hostilidad hacia el islam. Durante su peregrinación a La Meca, Malcolm X descubrirá que su color de piel es irrelevante para el resto de los creyentes: «El islam, que hoy en día muchos europeos perciben como sinónimo de fanatismo, si no de terrorismo, será para él el camino que lo llevará a la tolerancia y a la paz».
Todorov cierra su lista de insumisos o «resistentes sin odio» con David Shulman y Edward Snowden. Shulman es un israelí que lucha contra la ocupación de Gaza y Cisjordania. Se define a sí mismo como un «extremista de la moderación» y no se desanima por el escaso éxito de sus protestas: «Podemos imaginar que este tipo de actos dejan huella en el mundo, y en ese sentido lo cambian». Snowden, el exanalista de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional que reveló la existencia de un sistema de vigilancia masiva claramente incompatible con las libertades y derechos individuales garantizados por la Constitución de Estados Unidos, se limitó a seguir una consigna de Solzhenitsyn: «Nuestra libertad se basa en lo que los demás no saben de nuestra existencia».
Todorov no despliega una teoría deslumbrante, pero recuerda algo tan evidente como inusual: la necesidad de resistir a los atropellos sin perder la humanidad. Dado que esta actitud no es frecuente, nos proporciona varios ejemplos, que rebaten las objeciones de ingenuidad o idealismo. Cuando el Dalai Lama logró huir del Tíbet con ayuda norteamericana, celebró haber escapado de un grave peligro. «¿Qué peligro?», le preguntaron. Y contesto: «La amenaza de perder mi compasión por los chinos». El odio es un impulso primario que destruye la posibilidad de un futuro en paz. La historia necesita insumisos como Nelson Mandela, Etty Hillesum o Germaine Tillion. Algunos cambian su curso, como sucedió en Sudáfrica; otros, siembran esperanza en mitad de la desolación, como aconteció en los campos de concentración nazis y soviéticos; todos, incluso los que sólo dejan una pequeña huella en su entorno, contribuyen indistintamente a preservar la dignidad de la especie humana, cuestionando el pesimismo antropológico que sirve de pretexto moral a los abusos de los gobiernos.
Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).
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