RESIGNADOS Y REBELDES
Leo un artículo titulado Resignación y rebeldía de Dani de Fernando, un joven escritor lleno de perspicacia, que nos propone una tesis extraordinariamente sugestiva. Sostiene el autor que la vida virtuosa nos enseña a soportar con resignación las calamidades propias y, en cambio, nos inclina a revolvernos contra las ajenas. Así, una persona virtuosa soporta resignadamente las intemperancias de sus padres, o las tabarras de su cónyuge; en cambio, no se queda cruzado de brazos cuando agreden a su prójimo, especialmente si se halla desvalido. Nuestra época, en cambio, ha logrado que resignación y rebeldía «funcionen exactamente al revés», de tal modo que aceptamos la injusticia inferida al prójimo a la vez que nos sublevamos contra nuestra situación personal. De este modo –concluye Dani de Fernando–, acabamos aceptando con normalidad las calamidades ajenas, a la vez que sustituimos a nuestra mujer por otra más apetecible o abandonamos a nuestro padre en uno de esos modernos morideros llamados ‘residencias’.
Nos habrán brindado una nueva causa que nos permita sobrellevar una vida de cucarachas, sin familia, sin hogar, sin trabajo digno. Una causa del tamaño de nuestro endiosamiento
Dani de Fernando añade todavía en su artículo una observación final. Esta subversión de la vida virtuosa vigente en nuestra época tiene un oscuro sentido anticrístico. Pues, en efecto, Cristo invitó a sus seguidores a cargar con su cruz (predicando, además, con el ejemplo), a la vez que se esforzaba por remediar las calamidades ajenas, curando a los leprosos o expulsando a los mercaderes del templo. Este oscuro sentido anticrístico de la subversión descrita por Dani de Fernando nos ayuda a entender mejor su naturaleza. El caramelito envenenado de la autodeterminación nos ofrece un espejismo de rebeldía: revuélvete contra tu esposa, que ya no está tan dura de carnes como antaño; revuélvete contra tus padres, que no te entienden; revuélvete contra el hijo que estás gestando, que te impondrá ímprobos sacrificios; revuélvete contra tu decrepitud y tus padecimientos, que niegan tu sueño de mantenerte joven y sano; revuélvete contra tu propia realidad biológica, que te ha encerrado en un cuerpo que no ‘sientes’ como propio. Revuélvete, en fin, contra todos los obstáculos (cónyuge, padres, hijos, vejez, enfermedad, órganos genitales) que te impiden ser una mónada autosuficiente, engreída de soberanía, tan grotescamente endiosada y absorta en sí misma que puede desentenderse de las calamidades que sufren quienes la rodean. Muy especialmente, desde luego, de las personas más cercanas (mediante una ‘interrupción del matrimonio’, una ‘interrupción del embarazo’, una ‘interrupción de la respiración’, etcétera); pero, en general, de cualquier ‘prójimo’ cuya causa no podamos utilizar en provecho propio, convirtiéndola en fetiche ideológico y en postureo sistémico.
Pero la subversión de la vida virtuosa que detectaba Dani de Fernando en su artículo no es un mero trueque mediante el cual ‘cambiamos de sitio’ resignación por rebeldía. Detrás de ese aparente trueque hay una venta de nuestra alma. Detrás de todo endiosamiento se esconde un abajamiento o abyección que, en la embriaguez fatua de la autodeterminación, no alcanzamos a vislumbrar. Nos liberamos de nuestros padres, de nuestros hijos o de nuestro cónyuge sin sospechar que quienes nos han concedido todas esas liberaciones nos quieren exactamente así, liberados de vínculos fecundos, de lealtades duraderas, de arraigos profundos, para poder brindarnos la vida de cucarachas que a ellos les interesa, una vida en la que también estaremos liberados de una casa digna (¿para qué la necesitamos, si ya no tenemos una familia que la habite?), liberados de un trabajo bien remunerado (¿para qué queremos un sueldo decente, si no tenemos bocas que alimentar?), liberados incluso de proteínas de origen animal en nuestra dieta (¿para qué las queremos, teniendo la carne sintética de Bill Gates?). Y ni siquiera tendremos que recurrir a la resignación para aceptar las calamidades que nuestros ‘liberadores’ nos han infligido, a cambio de endiosarnos. Porque, entretanto, nos habrán brindado una nueva causa que nos permita sobrellevar una vida de cucarachas, sin familia, sin hogar, sin trabajo digno; una causa de tamaño gigantesco, acorde con el tamaño de nuestro endiosamiento. Esa causa es la salvación del planeta: y así, mientras corremos en patinete a encontrarnos con nuestro próximo ligue de Tinder, mientras soltamos un cuesco con hedor a carne sintética en nuestro solitario cuchitril, podremos celebrar rebeldemente que estamos reduciendo nuestra huella de carbono. Y así, resignados y rebeldes –¡resilientes!–, nos haremos la ilusión de estar participando en una causa en verdad digna de dioses.
Claves para entender la manera en que la ingeniería social
de la posmodernidad, soslayando la tradición cristiana
y aprovechando las perversiones de la democracia,
convierten a la persona en un esclavo.
RESIGNACIÓN Y REBELDÍA
Mi vida, como la de todos, se mueve entre dos actitudes: la resignación y la rebeldía. Esa tensión es algo así como lo que Arendt llama «labor» y que se diferencia del trabajo: igual que uno cocina cada día y nunca termina de hacerlo —al contrario que el arquitecto, que no vuelve a construir su obra una vez la acaba—, la tensión entre resignarse y rebelarse tiene que ser resuelta a diario, pero siempre vuelve a aparecer. Es fundamentalmente una disyuntiva entre aceptar lo que nos viene dado —o lo que es ya de un modo determinado— y sublevarnos contra ello; y, como en toda disyuntiva, no hay un camino claro: resulta difícil dilucidar en abstracto qué hay que hacer en cada caso concreto. Sin embargo, si uno se propone saber en cuál de las dos actitudes está la virtud —para lo que necesariamente tiene que reflexionar en abstracto— concluirá lo siguiente: en la resignación cuando se refiere a la vida propia; en la rebeldía cuando se refiere a la vida ajena. Me justifico.
Digo que en lo que nos es propio, en lo que nos concierne sólo a nosotros, la actitud virtuosa es casi siempre la resignación, y el ejemplo más evidente es el amor: uno ama a su mujer porque es la suya, porque un día decidió hacerlo, y no se va a buscar otra cuando discute con ella o cuando percibe su cariño con menor intensidad. Lo mismo sucede con la familia: no amamos a nuestros padres o a nuestros hermanos porque nos caigan bien como tampoco cambiamos de padres o de hermanos cuando nos peleamos con ellos; los amamos, sencillamente, porque son nuestros padres y nuestros hermanos. Y es ahí, en ese amor que uno debe profesar sin elegirlo —o que debe mantener para siempre una vez lo ha elegido—, donde se encuentra la virtud; es ahí, en la aceptación o resignación, en donde el hombre realiza plenamente su naturaleza.
La cosa cambia cuando no se trata de nosotros mismos, y esto, que es más evidente, requiere menos justificación. Ninguna persona virtuosa se quedaría de brazos cruzados mientras desahucian a un anciano o mientras agreden a una mujer. De ella se esperaría que se sublevara, que hiciese lo posible por proteger al anciano desahuciado o a la mujer agredida aun a costa de su integridad. Y de ella se esperaría, sobre todo, que exhortara a los demás a hacer lo mismo.
No obstante, nuestro mundo está orientado a que la resignación y la rebeldía funcionen exactamente al revés: a que aceptemos la injusticia ajena al tiempo que nos sublevamos contra lo que nos viene dado, contra lo que no elegimos. De ese modo, uno tiene que resignarse ante el hecho de que un banco ordene el desahucio de un anciano y debe, a su vez, rebelarse contra su hermano cuando lo altere, contra su mujer cuando se canse de ella o contra su padre cuando requiera de muchos cuidados. Así pues, en lugar de sugerirnos que intervengamos en favor del anciano nuestro mundo nos sugiere que ignoremos a nuestro hermano, que sustituyamos a nuestra mujer por otra más apetecible y que eutanasiemos a nuestro padre (o que, al menos, lo abandonemos a su suerte en una residencia).
De modo que, como hemos visto, la virtud reside en actuar de forma contraria a lo que nuestro tiempo propone; en actuar, en realidad, como lo hizo Cristo. Él, que acepta su crucifixión y que sin embargo detiene la lapidación de una adúltera, está terminando con la disyuntiva entre la resignación y la rebeldía. Es cierto que nos impele a poner la otra mejilla y es cierto, desde luego, que uno debe ponerla cuando lo ofenden a él; pero es también cierto que jamás debe hacerlo cuando ofenden al prójimo. Esa exhortación no se trata, pues, de una especie de mandamiento hippiesco según el cual uno tenga que soportar cualquier injusticia que se cometa; se trata de un llamamiento a soportar las que se cometen contra uno —ese hermano cabrón, esa mujer pesada, ese padre arisco— y, a la vez, reaccionar ante las que se cometen contra otros. De que uno cargue con su cruz, vaya, pero también de que saque el látigo si los mercaderes profanan el templo.
«Brindemos por los locos, por los inadaptados, por los rebeldes, por los alborotadores, por los que no encajan, por los que ven las cosas de una manera diferente. No les gustan las reglas y no respetan el statu-quo. Los puedes citar, no estar de acuerdo con ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Pero lo que no puedes hacer es ignorarlos. Porque cambian las cosas. Empujan adelante la raza humana. Mientras algunos los ven como locos, nosotros vemos como genios. Porque las personas que se creen tan locas como para pensar que puedan cambiar el mundo, son las que lo hacen…» – En el camino, Jack Kerouac (Estados Unidos, 1922 – 1969)
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