El problemilla del sínodo
sobre la sinodalidad
Aparte de la llamativa autorreferencialidad del tema elegido, como diría el Papa Francisco, me permito señalar, con todo el respeto, que el próximo sínodo de los obispos tiene, a mi juicio, un problema básico del que le resultará muy difícil escapar.
Por lo que se ha anunciado hasta el momento, es de prever que la reflexión sobre la sinodalidad va a ser muy poco sinodal. En efecto, antes de que empiece el sínodo, el Papa ya ha decidido cuál va a ser su resultado, como se indica con una cita suya en el primer párrafo del documento preparatorio:
“precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”.
¿Cuál va a ser el resultado del sínodo? Después de meses de reuniones, preparaciones, documentos interminables, votaciones, viajes y el derroche de enormes cantidades de dinero y sobre todo tiempo que no podemos permitirnos, el resultado fundamental del sínodo será “descubrir” que el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio. ¿O alguien cree seriamente que el resultado va a ser otro? Aparte, por supuesto, de páginas y más páginas de pesadísima prosa y confusión más o menos generalizada.
Aparte de la evidente contradicción intrínseca de un sínodo sobre la sinodalidad en el que el resultado esencial está marcado desde el Vaticano al margen de lo que puedan pensar los obispos y otros participantes, me atrevo a sugerir que el problema podría ser aún mayor, porque ese principio fundamental decidido de antemano prescinde también de lo que pueda decir querer Dios al respecto. Igual que se les dan los deberes ya hechos a los obispos, simplemente se nos informa a priori de lo que Dios quiere sobre el asunto: Dios quiere la sinodalidad para el tercer milenio.
Confieso que este pronunciamiento me deja perplejo. ¿Se trata de una revelación privada? ¿Se ha descubierto la perdida tercera carta a los Corintios de San Pablo? Y si es una deducción de la Revelación pública de toda la vida, ¿cómo es que no se ha descubierto hasta ahora? ¿Dios solo espera la sinodalidad para el tercer milenio o la ha esperado siempre y los 265 papas e innumerables obispos anteriores no se habían enterado? ¿O es que la sinodalidad es lo mismo de siempre pero con un nombre distinto para parecer que hacemos algo en medio de una de las mayores crisis de la historia de la Iglesia? Y, en ese caso, ¿de verdad conviene perder aún más el tiempo con un sínodo sinodal cuyos resultados están claramente preparados de antemano? ¿Arde Roma y nos dedicamos a tocar la lira? ¿Lo que necesita la Iglesia es mirarse más aún el ombligo?
Me parece a mí (aunque mi opinión tiene muy escaso valor, como es lógico) que quizá vendría bien que los Papas y prelados tuvieran un poco de cautela a la hora de atribuir sus propias opiniones prudenciales a Dios, algo que más bien parece el colmo de la imprudencia. Quizá convendría que se recordaran periódicamente unos a otros que, como enseña el Concilio Vaticano I, “el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que revelaran, con su inspiración, una nueva doctrina, sino para custodiar escrupulosamente y dar a conocer con fidelidad, con su ayuda, la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”.
Dios no revela al Papa (ni a los obispos ni a los sacerdotes) novedades ni la respuesta sobre temas prudenciales, como lo que Dios quiere hoy en cuestiones discutibles. Sobre esos temas, el Papa dará su opinión, como la puede dar cualquier otro cristiano según su ciencia y la gracia que haya recibido, y tomará lo mejor posible las decisiones que tenga que tomar, pero el papado no conlleva una inspiración infalible en materias que no forman parte de la Revelación realizada en el Hijo de Dios encarnado (como por ejemplo, y aparte de la sinodalidad, el cambio climático, el balance de riesgos y ventajas de una vacuna experimental y muchas otras).
Es decir, no se puede tomar como un hecho, como un principio, que Dios quiere o espera algo solo porque el Papa haya expresado esa opinión personal. Construir algo sobre ese fundamento es como edificar una casa sobre arena. Y ya sabemos lo que les sucede a esas casas cuando llegan las tormentas e inundaciones. Esto, que en otros tiempos era evidente para cualquier católico, hoy hay que recordarlo, porque aparentemente se ha olvidado por completo: una cosa es el Evangelio, la fe de la Iglesia, la moral revelada en Cristo, y otra muy diferente las ocurrencias papales o episcopales.
Por otro lado, resulta particularmente llamativo que, en el segundo párrafo del documento preparatorio, se nos hable de otra expresión muy querida para el Papa, las “sorpresas del Espíritu”: “enfrentar juntos esta cuestión exige disponerse a la escucha del Espíritu Santo […] permaneciendo abiertos a las sorpresas que ciertamente preparará para nosotros a lo largo del camino”.
Visto lo visto en los últimos ocho años, es muy difícil no pensar que, cuando se apela las “sorpresas del Espíritu”, en realidad se está diciendo “lo que yo quiero, elevado arbitrariamente a la categoría de Voluntad de Dios de modo que nadie se atreva a decir lo contrario”. A fin de cuentas, así ha sucedido ya con otras “sorpresas del Espíritu”, como la comunión a los adúlteros impenitentes, la inexistencia de acciones intrínsecamente malas, la supuesta elevación del calentamiento global a magisterio, la enigmática “inadmisibilidad” de la pena de muerte, la veneración de ídolos amazónicos, en el Vaticano, la sustitución de la evangelización por el diálogo interreligioso y de la fraternidad en Cristo por una nueva fraternidad universal al margen de Cristo, la bondad de las leyes sobre uniones del mismo sexo, la deseable extinción de la liturgia tradicional y tantas otras. Curiosas sorpresas, que solo parecen tener en común que a quien no le sorprenden en absoluto es al propio Papa, ya que más bien eran lo que él siempre había pensado y querido, aunque fuera difícilmente conciliable con la doctrina de la Iglesia.
Volviendo al tema que nos ocupa, ¿alguien cree de verdad que los resultados del sínodo “sorprenderán” en algún sentido a sus organizadores? Me permitirán que yo mismo me muestre escéptico sobre el valor de las discusiones episcopales sobre un tema tan evanescente. A fin de cuentas, se trata de los mismos prelados que han permanecido elocuentemente callados ante cosas tan evidentemente contrarias a la doctrina de la Iglesia como, por ejemplo, la comunión de los divorciados o la idea de que Dios quiere a veces que cometamos pecados graves (cf. Amoris Laetitia VIII). Muchos de ellos, además, serán los mismos que defendieron diversas barbaridades en el sínodo amazónico y en otros lugares. Uno está tentado de pensar que, en vez de tanto sínodo, quizá harían más bien (y menos mal) si se dedicaran a rezar, celebrar la santa Misa, confesar e incluso (por sugerir algo completamente absurdo) evangelizar a algunos de los millones de fieles que apostatan cada año.
Sinodalidad.
Si lo explican, es peor
¿A ustedes les preguntan su opinión sobre la vida de la Iglesia? ¿Alguien les informa por ejemplo de las reuniones del consejo pastoral de la parroquia o les hacen llegar información de los consejos diocesanos?Y miren que ahora con internet es fácil. Y miren que se nos habla de transparencia y sinodalidad. Dime de que presumes…
Este año vamos a tener sinodalidad hasta el hartazgo. La palabreja se ha puesto de moda y ya se sabe que, en estos casos, tonto el último. La franciscolatría es lo que tiene, que si su santidad emplea la palabra sinodalidad eso quiere decir que toda la panda de pelotaris la asume como propia en cualquier sermón, escrito, plan o proyecto. Todo es sinodalidad.
Nada nuevo bajo el sol.
La Iglesia no es sinodal. Punto. Podremos dotarnos de instrumentos de diálogo, reflexión o consulta, que de hecho los tenemos, pero al final, quien manda, manda. El sínodo de los obispos tiene ya más de cincuenta años de andadura. Los obispos se reúnen, reflexionan, asesoran, informan y ayudan así al santo padre, pero es algo CONSULTIVO, por derecho canónico. De hecho, las conclusiones de los sínodos son presentadas al santo padre que las convierte en una exhortación apostólica en la que toma o deja de tomar lo que cree conveniente y publica lo que desea, que es lo que manda el derecho.
En las diócesis también existen diversos órganos de consulta, desde los consejos episcopales al consejo presbiteral, el de asuntos económicos o el pastoral diocesano. CONSULTIVOS, por supuesto. Y en cada parroquia es obligatorio un consejo de asuntos económicos y conveniente el consejo pastoral. CONSUTIVOS, evidentemente.
Es decir, que en nuestra Iglesia existen suficientes organismos de diálogo, asesoramiento, estudio y reflexión, todos importantísimos. Todos CONSULTIVOS.
Por eso lo primero que me pregunto es qué aporta o añade ahora la tan cacareada sinodalidad a lo que ya teníamos. Me lo temo. Más y más reuniones para aconsejar de lo que nos pidan, sabiendo que la sinodalidad consiste en opinar de los asuntos que quieren que opinemos, que no de todas las cosas, y además teniendo claro que nuestras aportaciones serán o no tenidas en cuenta según le parezca a la superioridad.
Mi conclusión, la mía, la de cura viejo que no perro viejo, o quizá sea lo mismo, es que la sinodalidad consiste en dar una especie de barniz democrático a algo que no puede serlo, y que consiste en más reuniones, más encuentros, más encuestas y más pulsar opiniones para que desde arriba se siga haciendo lo de siempre, pero disfrazado de democracia de base. Pero bueno, que uno es cura de pueblo y ya se sabe que los curas rurales somos raros. Por eso intento informarme a ver si los expertos nos ayudan a clarificar este asunto.
Que no será para tanto. Je. De momento la secretaría general ha propuesto una modalidad inédita que se articulará en tres fases: fase diocesana, fase continental y fase de la Iglesia universal. Pues eso, reuniones y encuentros, porque verán cómo en la fase diocesana querrán una gran participación. Y todo esto para acabar como siempre, con unas conclusiones en la mesa del santo padre para que haga con ellas lo que vea conveniente. Viaje, burra y alforjas.
Precisamente ayer pude leer una entrevista a Cristina Inogés-Sanz, que es uno de los nueve integrantes de la Comisión Metodológica para el Sínodo de los Obispos de 2023, y que se define como teóloga laica. Perfecto, teóloga y metida en el ajo. Algo nos dirá. Y sí, algo dice: “La sinodalidad es un proceso pascual donde tenemos que aprender a morir para resucitar".
Con los ojos a cuadros me he quedado, porque a servidor eso del proceso pascual y morir y resucitar le suena a bautismo, pero a lo mejor resulta que el bautismo es la sinodalidad o que la sinodalidad es un sacramento. No creo que lleguen a tanto. O sí, vaya usted a saber. El caso es que he querido saber algo más de los méritos de doña Cristina, y lo cierto es que ms averiguaciones me aportan cosas curiosas. Por ejemplo, que estudió en la Facultad de Teología Protestante de Madrid, SEUT, lo cual entiendo que es clave para que ande metida de alguna manera en el sínodo.
En estas cosas estamos.
Rafaela dice que pasa. Que ella se lo sabe de siempre, que en el pueblo los curas han preguntado a la gente, se han reunido con quien han querido y luego han hecho lo que les ha dado la gana, y que, por consiguiente, ella dejó de ir a las reuniones. Pero ella, que es una pobre mujer mayor y de pueblo. Más sabrá esa señora del sínodo que encima es teóloga.
Menos que Rafaela.
“¿Quién es usted para llevar la contraria
al papa y a su obispo?”
¿No llevamos tiempo diciendo que ha llegado la hora de una Iglesia libre, en la que, superada cualquier clase de opresión, dictadura o temor, como se vivió por lo visto en tiempos de papados anteriores, podamos todos expresarnos con total libertad, sin miedo a represalias, sin tener que andar midiendo las palabras? ¿No nos dicen ahora que ha llegado el momento de la sinodalidad, que parece ser consiste en que todos los bautizados participemos en la vida y misión de la Iglesia y todos aportemos nuestras ideas para una Iglesia más auténtica? ¿No nos ha dicho muchas veces el papa Francisco que todos debemos expresarnos sin temor?
Pues ya lo ven, que quién soy yo para llevar la contraria al papa.
Es decir, que para algunos francisquistas del sector radical fundamentalista, sinodalidad es inquebrantable adhesión. Yo creía que era otra cosa, que consistía en que todos los bautizados somos libres para expresar con respeto lo que pensamos y creemos, incluyendo la enmienda a la totalidad en determinados asuntos. Servidor, que es un católico más, sacerdote y con cura de almas, que se ha creído siempre lo de la libertad de los hijos de Dios y que ha expuesto su opinión siempre libremente a sus obispos, incluyendo discrepancias cara a cara, hoy sigue escribiendo lo que piensa y firmando sus opiniones con nombre y apellidos, convencido de que, respetando la doctrina de la Iglesia, es libre de opinar, discrepar, apoyar o disentir de las cosas opinables.
Yo no estoy en contra del papa ni muchísimo menos. En contra estarán quienes desafían abiertamente a Doctrina de la Fe bendiciendo públicamente parejas homosexuales, los que celebran saltándose a la torera -con perdón- todos los libros litúrgicos, los sedevacantistas o lefevrianos o los que niegan la doctrina tradicional del matrimonio, por ejemplo. Eso sí, opino en lo opinable, convencido de que vivimos en una Iglesia de libertades y de que nadie va a montarme un auto de fe por ello.
Pues no. Que quién soy yo para discrepar del papa Francisco. Vamos, que sinodalidad es sí bwana, que amén a todo, y discrepar en aquello que convenga que se discrepe, y si te sales del guion, mal cura y mal católico. No lo digo yo, lo dicen los francisquistas radicales. Hermanos, o cuñados o primos lejanos, lo que sean o quieran ser, sin excluir hermanes, cuñades o primes lejanes, mala venta me hacen de la sinodalidad.
Muchas gracias por darme la razón.
Poder y sinodalidad
Hablar de «división de poderes en la Iglesia» es populismo e ignorancia teológica. En realidad, tanto la autoridad espiritual de los obispos y la misión de los laicos están al servicio de la verdad revelada.
La apostolicidad y la sinodalidad son dos principios eclesiológicos de diferente origen y significado. Mientras que la conexión con los apóstoles es fundamental para la Iglesia católica, y aparece como una de las características de la Iglesia en el credo, el principio de sinodalidad es un desarrollo más reciente. Sólo la última edición del «Lexikon für Theologie und Kirche» contiene el concepto de «principio sinodal». Con el Concilio Vaticano II, el recién constituido sínodo romano de obispos (can. 342-348) y los sínodos diocesanos que se celebraban con más frecuencia en algunos países (can. 460-468), « la sinodalidad de la Iglesia que en principio se pensó para acomodar la plena participación de todos los miembros de la Iglesia, centró más la atención» (Leo Karrer).
Que la participación de los obispos en el gobierno general de la Iglesia, y la cooperación de todos los sacerdotes y laicos con el obispo de la diócesis se puede derivar del mismo principio, sigue siendo cuestionable. Las instituciones del sínodo romano de obispos, los sínodos particulares y las conferencias episcopales regionales están, de distintas formas, fundadas sobre la igualdad de la ordenación episcopal. La pertenencia a los colegios episcopales supone la responsabilidad compartida entre todos los obispos para asegurar que toda la Iglesia permanezca fiel a las enseñanzas de los apóstoles, la unidad en la fe, la unidad en los sacramentos y en la comunión visible de todos los fieles y obispos con y bajo la autoridad del Papa. La autoridad suprema en materia de doctrina, moral y la constitución divina de la Iglesia recae sobre el Concilio Ecuménico. Sin embargo, en principio, el Concilio no existe o actúa nunca sin su cabeza, el Papa, que es el representante de Cristo y sucesor de Pedro.
Por otra parte, la responsabilidad compartida de todos los religiosos y laicos no se deriva de su participación en el ministerio apostólico del Papa y los obispos, sino de su participación en el sacerdocio de Cristo y por lo tanto en la misión profética y en la tarea diaconal de la Iglesia en «martyria» (testimonio), leiturgia (adoración) y diakonía (servicio). La razón de esto yace en la incorporación sacramental en el Cuerpo de Cristo a través del bautismo y la confirmación. Los dones naturales y los carismas sobrenaturales sirven para fortalecer la Iglesia en el espíritu del Padre y del Hijo. No son un concepto que compita con la constitución sacramental de la Iglesia. Esa es la razón por la que dicha constitución no es un conglomerado cambiante de aportaciones espirituales heterogéneas (entendidas en un sentido montanista) y sobrenaturales por parte de «profetas y carismáticos» que se remiten a sus experiencias de renacimiento por una parte, y de adaptación a las dinámicas políticas actuales y a las estructuras sociológicas por otra. En Cristo, la Iglesia es el sacramento para la salvación del mundo y no una comunidad de ideas.
La Iglesia no adopta como su estructura organizativa la correspondiente al sistema de gobierno de los tiempos actuales. Por ejemplo, tampoco adoptó el sistema feudal de gobierno en la época del feudalismo, ni un sistema absolutista en los tiempos de reinado absolutista o constitucional. Ni se presenta así misma como una democracia directa o constitucional como las de después de la Revolución Francesa. Esto se debe a que la comunidad invisible, espiritual y la Iglesia visible sacramentalmente constituida «no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado» (Lumen gentium 8).
Debido a su diferente enfoque eclesiológico, la Iglesia católica no puede en absoluto asumir la «constitución sinodal» del Calvinismo y, después del final de la soberanía de los príncipes en 1918, de las comunidades luteranas. Ya que la Iglesia, al ser el pueblo elegido por Dios, es el Cuerpo de Cristo y el Templo del Espíritu Santo. La Iglesia no es en absoluto una mera comunidad religiosa humana que actualiza los ideales de su divino fundador en la medida de lo posible dentro de su estructura formal. Las nuevas formas sinodales en la Iglesia católica no son ni prestadas del «Santo Sínodo» como en el gobierno supremo de una iglesia ortodoxa autocéfala, ni son el resultado de algún tipo de redescubrimiento de una tradición «escondida» de la Iglesia primitiva. Son, de hecho, una actualización de la colegialidad episcopal, o más bien, del apostolado laico según las circunstancias actuales, que son ambos el resultado de la naturaleza sacramental de la Iglesia.
El sínodo de la escucha
que solo escucha a los de siempre
Para ser una ocasión que exige la participación de todos, el inminente sínodo de la sinodalidad va a llegar ante la indiferencia de una mayoría de fieles.
Es paradójico que la proximidad del Sínodo de la Sinodalidad esté provocando menos expectación aún que los anteriores entre los fieles, pese a tratarse del primero en el que se ha hecho un esfuerzo universal por pulsar las opiniones de obispos, sacerdotes y fieles de todas las diócesis.
Si uno leyera solo las declaraciones oficiales de la Curia Romana, se diría que el sínodo de marras es lo más importante que haya sucedido en la Iglesia desde Pentecostés, anunciando una (¿otra?) ‘primavera eclesial’. Pero el que salga de esa ‘matrix’ se encontrará con un panorama bien distinto, caracterizado por la absoluta indiferencia de la abrumadora mayoría, la suspicacia de muchos y las esperanzas de otros tantos.
La razón es que nadie se cree las premisas del sínodo. Es decir, nadie se cree que vaya a ser un periodo de escucha abierto a las sorpresas del Dios de las Sorpresas, al soplo del Espíritu, sino que se da por descontado que el resultado está ya perfectamente previsto y, probablemente, redactado.
Los ‘renovadores’ fingen creer en el proceso, porque esperan que avance su deseada transformación de la doctrina, especialmente en lo referente al reparto de poder y a la moral sexual.
Los conservadores también fingen, con menos convicción, porque esperan salir de esta sin perder los muebles.
Los tradicionalistas denuncian que el rey está desnudo, algo que todos saben aunque nadie va a escucharles, naturalmente. Y la abrumadora mayoría de los católicos ignoran todo el proceso.
El resultado de las ‘escuchas’ diocesanas ha sido el previsible. Es decir, la participación ha sido en todas partes tan exigua que pretenderla representativa sería un fraude.
Por otra parte, lo que supuestamente ‘pide’ el pueblo de Dios es el amasijo de ideas del mundo que ya impone el episcopado alemán o el belga, como era igualmente previsible. Lo que no se entiende bien es cómo una feligresía que no ha sido catequizada en serio, con las verdades de la fe, desde hace décadas; que en Estados Unidos descree de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía en una mayoría holgadísima, puede tener algo que enseñar a la Iglesia, Madre y Maestra; algo que aportar al inmutable Depósito de la Fe.
El planteamiento ya es peligrosamente erróneo, transmitiendo la impresión de que nuestra fe no es la conservación del mensaje del propio Dios para nuestra salvación eterna, sino el fruto de un consenso, que la opinión pública viene a ser una tercera fuente de la Revelación que, lógicamente, cambia de una generación a la siguiente.
Por qué tememos
al Sínodo de la Sinodalidad
El entusiasmo oficial con el sínodo de la sinodalidad que nos llega de Roma, tan en contraste con la fría acogida entre los fieles, intenta vender en vano la sugerencia de una ‘refundación’ de la Iglesia, ante la alarma de muchos.
Decía Chesterton que al católico se le pide que se quite el sombrero al entrar en la iglesia, no la cabeza. En efecto, nuestra Iglesia no es una secta que siga ciega las consignas de un gurú o que puede cambiar a capricho de quien la gobierne en un momento dado.
Se puede pensar. Se puede admitir lo que tenemos ante los ojos. Y se puede apreciar a simple vista lo que tiene de ‘timo’ lo que nos intentan vender con tan machacona insistencia.
“Abrimos nuestras puertas, ofrecimos a todos la oportunidad de participar, tomamos en cuenta las necesidades y sugerencias de todos”, dijo Francisco en Lisboa, en referencia al sínodo que comienza en octubre. “Queremos contribuir juntos a construir una Iglesia donde todos se sientan como en casa, donde nadie quede excluido. Esa palabra del Evangelio que es tan importante: todos. Todos, todos: no hay católicos de primera, segunda o tercera, no. Todos juntos. Todos. Es la invitación del Señor”. Y en esta corta invocación advertimos dos falacias bastante evidentes.
La primera se refiere a la representatividad del sínodo. En todas partes oímos la insinuación de que lo que se discuta en las asambleas reflejará por primera vez la opinión de los laicos, del fiel de a pie. Y ya es difícil concretar qué gana la Iglesia, Mater et Magistra, aprendiendo en lugar de enseñar, que es la misión específica mandada por Cristo, como si la doctrina católica fuera una especulación intelectual y no un mensaje inmutable. Pero es que ni siquiera es cierto.
El proceso de recopilación de opiniones de los fieles ha estado más trucado que una película de chinos. Sólo entre el 1% y el 2% de los católicos de todo el mundo asistieran a las ‘sesiones de escucha’, para empezar, y se entiende que en esta ínfima proporción se concentren los más activistas y ‘renovadores’. Para seguir, no es que se diera a los fieles un folio en blanco para que expresasen libremente su visión de la Iglesia, sino que se les consultó específicamente de cuestiones muy concretas que quizá no fueran del interés de la mayoría, y con preguntas que a menudo generaban solas las respuestas adecuadas. No es extraño que la mayoría de los fieles ignoren incluso que se esté celebrando un sínodo, no digamos uno tan importante.
La segunda falacia del párrafo es más bien una sugerencia; es la insinuación, constante a lo largo de todo este pontificado, de que por fin las cosas son de la manera en la que han sido siempre. Las palabras y mensajes transmiten la sensación de que la misericordia de Dios sea algo inédito en la Iglesia, cuando ha sido un estribillo constante.
O, por ceñirnos al párrafo citado, que solo ahora se aceptara a todos en la Iglesia. Siempre se ha llamado a todos, siempre se ha aceptado a todos. Solo que, hasta ahora, se hacía una distinción tanjante entre la persona y la conducta, el pecado y el pecador, y se abrazaba al segundo sin condenar lo primero.
Todo esto hace pensar en el sínodo como en un gigantesco teatrillo, con el guion ya previamente escrito hasta la última coma, organizado para presentar como ‘demandas’ del Pueblo de Dios a cambios que, venidos directamente de la cabeza, sonarían intolerables.
¿Lobos hablando sobre ovejas
en el sínodo?
Hace tiempo hablamos ya sobre el relator nombrado para el sínodo de la sinodalidad, el card. Hollerich, un jesuita que ha proclamado públicamente en varias ocasiones que rechaza la moral de la Iglesia. A él se unen, por supuesto, numerosos obispos alemanes y de otros países centroeuropeos como Bélgica, que también han expresado públicamente su deseo de abandonar la moral de la Iglesia en varios puntos que no son del agrado del mundo. ¿A alguien le puede extrañar que las ovejas nos sintamos intranquilas al ver que se reúnen sinodalmente los lobos para hablar de nosotras? ¿Qué de bueno puede salir de esas conversaciones, que, es de suponer, más versarán sobre recetas que sobre otra cosa?
Desgraciadamente, parece ser que lo importante no es la calidad, sino la cantidad, y el Papa ha decidido nombrar también a una serie de participantes laicos en el sínodo, algunos de los cuales, por lo visto hasta ahora, podrían asemejarse más al Canis lupus que a la Ovis aries. Consideremos, por ejemplo, el producto nacional: Dña. Cristina Inoges, elegida como participante en el sínodo desde su inicio (pronunció una “meditación” de apertura de las sesiones sinodales) y que probablemente sea propuesta también para las sesiones de octubre de 2023 y 2024. Dejemos a un lado la cuestión de que un laico, sea quien sea, participe en el sínodo de los obispos con el mismo voto que si fuera obispo y consideremos las credenciales de Dña. Cristina.
Empecemos diciendo que es “teóloga”. Y escribo teóloga entre comillas porque, a pesar de considerarse católica, es licenciada por ¡la Facultad de Teología Protestante de Madrid! ¿Qué teología católica puede haber aprendido estudiando en una facultad protestante? Es fácil imaginarlo. A eso se suma que “actualmente colabora en ‘Lecturas diarias’ de la Iglesia Evangélica del Río de la Plata (Argentina)”. Como buena alumna de la facultad protestante, afirma que “la reforma de Lutero tuvo su sentido en el siglo XVI” y que él reformador protestante “nunca quiso dejar de ser católico” (aparentemente, lo de las herejías monumentales y todo eso se debió a “las cosas de la historia, que luego se enrevesan”). Todo un curriculum que hace que la presencia de Dña. Cristina en el Sínodo sea fundamental.
Claro que eso no es todo. También es “Experta en Relaciones Institucionales y Protocolo” por la Universidad a Distancia y diplomada como “Dirigente Social”, sea eso lo que sea. Es evidente que su preparación teológica y académica dejaría chico a San Agustín. Y ella lo sabe, permitiéndose afirmaciones como la de que el libro que el cardenal Sarah publicó sobre el sacerdocio sugería “una figura del sacerdocio muy alejada del evangelio” y que “el sacerdocio que presenta el libro es el gran peligro, porque arrastra a la Iglesia”, tras lo cual indicaba muy ufana que renunciar sería “el mejor servicio” que podría hacer el cardenal “a la Iglesia y al evangelio”.
Sin juzgar sus interioridades e intenciones, que cortésmente suponemos que serán excelentes, conviene señalar que Dña. Cristina tiene, además una idea del cristianismo completamente secularizada y obsesionada por las ideologías de moda, como el feminismo. Nos asegura, por ejemplo, que “las mujeres seguimos en los márgenes de la Iglesia”, “aunque ahora, algunas mujeres tengan cierta visibilidad”. Alguien capaz de decir esto no ha entendido nada de lo que es el cristianismo ni de lo que es la Iglesia. Pensar que lo importante es “tener visibilidad” y “acceder a puestos donde se toman decisiones” en la Iglesia revela una comprensión de la vida de la Iglesia basada en el poder (aunque se repitan una y otra vez al mismo tiempo los consabidos mantras de la Iglesia de los pobres y los marginados que todos conocemos). Lo cierto es que, para no estar en “los márgenes de la Iglesia”, a cualquier mujer y a cualquier hombre le basta acercarse a un sagrario, que es el mismo centro de la Iglesia, y allí encontrarse con nuestro Señor Jesucristo, junto a la Mujer vestida de sol, Reina y Señora de cielos y tierra. Y la decisión verdaderamente importante es la de decir “hágase” a la voluntad de Dios como hizo Ella. Pero a nuestra teóloga eso no le basta.
A nadie le extrañará, pues, que Dña. Cristina rechace la doctrina de la Iglesia sobre el sacerdocio y afirme que las mujeres pueden ser ordenadas sacerdotes. Quizá para tranquilizarnos (sobre la base de que siempre puede haber cosas peores), nos asegura que ella no quiere ser sacerdote y que “el sacerdocio de la mujer tardará muchísimo en llegar” y es un “proceso muy lento”, pero en cualquier caso “es muy importante que las mujeres se puedan ordenar”. También afirma que no cree que “sea el mejor momento para que las mujeres accedan al sacerdocio. Pero sí que defenderé que las que tengan vocación lo puedan vivir“, porque “no es una cuestión de índole teológica". Se ve que en la Facultad Protestante no le enseñaron que la incapacidad de la Iglesia para ordenar a mujeres es una doctrina “infalible” e “irreformable” (cf. Ordinatio Sacerdotalis y la respuesta a dubia del 28 de octubre de 1995 de la Congregación para la Doctrina de la Fe).
Claro que tampoco sabe lo más básico sobre el sacerdocio y nos dice que “la Iglesia nació laica. Hasta que no acaba el siglo I, y sobre todo a partir del siglo II, que es cuando se sacraliza la figura del obispo y la figura del presbítero". Quizá si hubiera estudiado en una facultad católica, le habrían enseñado que el sacerdocio fue instituido por el mismo Cristo y que, desde el primer día, la Iglesia está basada (cimentada, dice la Escritura) en el colegio de los Apóstoles, que fueron los primeros obispos. Nunca ha existido esa Iglesia que “nació laica". Tampoco hace falta ir a la universidad para saberlo, basta leer, por ejemplo, los números 874 a 896 del Catecismo, sobre la constitución jerárquica de la Iglesia. O los Hechos de los Apóstoles.
Por los temas de sus libros, parece creerse autorizada para hablar sobre historia de la Iglesia, pero sus ideas sobre esa materia son evidentemente pedestres y sesgadas. Dice, por ejemplo, que “el Papa ha propuesto una imagen de la pirámide invertida, pero no es que el laicado vaya a estar ahora arriba sometiendo a la jerarquía, sino que la jerarquía debe estar al servicio del Pueblo de Dios”. Doña Cristina, desde sus elevadas alturas teológicas, parece estar inventando la sopa de ajo. Que la jerarquía está al servicio de los cristianos lo ha sabido la Iglesia desde siempre. No solo se leen repetidas advertencias al respecto de Nuestro Señor en los Evangelios y en otros libros de la Escritura, sino que es un lugar común de la Teología. Pensemos, por ejemplo, que el Papa es el siervo de los siervos de Dios, ministerio significa servicio, diácono significa servidor, el mandatum de lavar los pies ha sido puesto en práctica por superiores y sacerdotes en monasterios y en la liturgia desde durante más de un milenio y un largo etcétera. Como es lógico, puede haber clérigos concretos que abusen de la autoridad recibida, pero, como todos sufrimos los efectos del pecado original, eso es igual de cierto ahora que hace doscientos años o mil o dos mil. Pretender que ¡por fin! el papa Francisco ha descubierto que la autoridad en la Iglesia es un servicio es tomarnos el pelo, mirar por encima del hombro a dos milenios de catolicismo y demostrar unos conocimientos ínfimos.
Tampoco parece saber lo que es el depósito de la fe, que es una doctrina católica básica. Por ejemplo, se pregunta: “sí, es verdad que hay un depósito de verdades reveladas, pero, ¿ya no caben más? ¿Está todo dicho?”. Es decir, ignora algo tan básico como el hecho de que Dios se reveló plenamente en Cristo y la revelación quedó cerrada con la muerte del último apóstol, de manera que todo lo que necesitamos para la salvación ya está en la Escritura y la Tradición. Se puede profundizar en ello, pero no hay nuevas revelaciones. No es casual que estas preguntas se las haga al tiempo que se deshace en elogios de Teilhard de Chardin y se duele por que la Iglesia haya condenado las opiniones heréticas en el pasado, porque al hacerlo “se ajustaron a las normas y a los dogmas que surgieron en contextos totalmente diferentes”. Como conclusión, nos asegura que “hay que rascar mucha religión para llegar a la fe”, que es lo que han dicho todos los heterodoxos de la historia para justificar su rechazo de partes de la fe. A mi juicio, cualquier parecido del catolicismo con estas opiniones es pura coincidencia.
Con estos presupuestos, no sorprenderá que rechace la moral de la Iglesia en puntos importantes. Según nos cuenta, ella “acompaña” a “comunidades de diversidad sexual” con quienes comparte “la fe en un Dios en un cristianismo inclusivo que lleve a la Iglesia a serlo también”. A continuación, se duele de que, a pesar de que es “algo que admite la mayoría de la amplia base del pueblo de Dios”, “todavía hoy y oficialmente una parte de la jerarquía mira con desdén y, por supuesto, no acepta”. Según Dña. Cristina, lo que importa es que Jesús “lanzó el poderoso mensaje de que nadie estaba excluido”.
Según parece por sus escritos, también rechaza que para recibir la comunión haya que estar libre de pecado mortal, porque Jesús “no excluyó de la misma ni a Judas” y (citando al Papa) la comunión “no es el premio de los santos. Es el pan de los pecadores”. Es curioso que una teóloga de su talla no sepa que, además de las categorías de santo y pecador (pertinaz en pecado mortal) hay una tercera categoría de aquellos que, sin ser santos, se encuentran en comunión con Dios y se han arrepentido de cualquier pecado grave, por lo que pueden comulgar. Claro que los protestantes no conocen esa distinción, así que puede que no haya oído nunca hablar de ello. Sólidamente armada con su ignorancia de esta doctrina católica, Dña. Cristina criticaba a los obispos norteamericanos que querían negar la comunión a los políticos que apoyan el aborto (como por otra parte es su obligación según el Derecho Canónico), porque aparentemente no habían entendido “la actitud de acogida sin juicios, sin prejuicios, y sin influencias de nadie de Jesús de Nazaret” (algo que, según nos dice, es “mucho más preocupante, aunque no lo parezca” que todas las barbaridades de los obispos alemanes).
Podríamos seguir y seguir, pero lo dicho basta para que nos hagamos una idea, porque esto se hace muy aburrido. Además, a fin de cuentas, el problema no es Dña. Cristina, que probablemente actúe de buena fe y estará lógicamente encantada de salir en los periódicos y de que la elogien en la cadena de radio de los obispos. Más que un lobo, es una oveja extraviada, que tiene derecho a que las autoridades eclesiales corrijan sus errores en lugar de alentarla a permanecer ellos. La verdadera responsabilidad es de quienes la eligen para participar en el sínodo o por omisión permiten que sea elegida.
Esta es la pregunta esencial: ¿por qué se escoge, para hablar con autoridad de la fe de la Iglesia, a personas que no comparten esa fe y cuyo conocimiento de ella es muy deficiente? ¿Alguien imagina que se nombre miembro de la Real Academia de la Lengua a un francés que apenas chapurree el español y haya manifestado en varias ocasiones su desprecio por el idioma de Cervantes?
Es cierto que a veces, en los concilios y sínodos del pasado, se invitaba a algunos heterodoxos, pero era para rebatir sus afirmaciones, exhortarles a volver a la fe y, si se terciaba, quemar públicamente sus obras (como se hizo en el Concilio de Nicea, por ejemplo). Ahora, en cambio, los mismos obispos alemanes o belgas que están diciendo barbaridades en realidad no hacen más que repetir las que dijeron ya en el Sínodo de la Familia, sin que la Iglesia les reprendiera y les pidiera volver a la fe católica. La única medida que se ha tomado, en lugar de corregirles, ha sido nombrar para el sínodo a nuevos participantes como Dña. Cristina, que aparentemente comparte sus heterodoxias.
Yo diría que los fieles tenemos sobrados motivos para estar preocupados por el sínodo de la sinodalidad. Y me permito indicar que echamos de menos que los obispos con fe, que tienen la gravísima obligación de defendernos de los lobos, señalen estos peligros evidentes con su autoridad de sucesores de los apóstoles. En fin, hay que rezar más todavía, como decía el P. De Bearn al comandante Lewis en 55 días en Pekín.
LA SINODALIDAD DEL SINODO:
LA GRAN ESTAFA.
• A la altura de los tiempos que nos toca vivir, jamás en la historia de la Iglesia han salido del Vaticano tantos disparates como nos toca padecer un día sí y, otro también. La realidad es mucho más simple y, consiste en que nadie está interesado en ese absurdo del sínodo de la sinodalidad. Ni siquiera a los obispos les interesa el tema, sencillamente porque no saben con certeza qué es eso de la “sinodalidad”, ni tampoco saben en qué dirección ir.
• Entonces, ¿en qué consiste ese disparate que Francisco se ha sacado de la manga? La respuesta es bastante sencilla; el proceso sinodal del sínodo, consiste en una especie de escenario, de plataforma, la cual, está apoyada y dirigida por un grupo de obispos y cardenales que pertenecen a la masonería eclesiástica, quienes no tienen fe ni nunca la tuvieron. Su objetivo no es otro que demoler y destruir todo el legado doctrinal y, para conseguir esa demolición, han invitado a incorporarse a la Iglesia, a todos esos grupos sociales de tipo marginal pero muy agresivos socialmente, quienes odian y rechazan totalmente la Doctrina de la Iglesia; estamos hablando de todos esos movimientos sociales como el lobby gay, bisexuales, sexuales binarios, no binarios, ideología de género, matrimonio homosexual, mujeres por la ordenación sacerdotal, transexuales, pederastas, lesbianas, abortistas, divorciados vueltos a casar, etc., etc., etc.
• Este escenario de la sinodalidad, donde todas las opiniones tienen cabida, tiene algo de parecido a un circo donde el payaso siempre lleva la voz cantante, de manera que, a través de este disparate de la “sinodalidad”, se van infiltran opiniones, ideas, votos y decisiones de supuestos católicos llamados progresistas quienes, no solo rechazan a la iglesia, sino que insisten en seguir dentro de ella, pero imponiendo a los demás las condiciones que ellos desean.
• Lo sorprendente de todo esto, consiste en que la masonería eclesiástica que, es quien apoya esta inmensa estafa, afirma que todo esto es obra del Espíritu Santo; al invocar al Espíritu Santo, el objetivo no es otro que, silenciar las críticas de los fieles ante esta inevitable demolición de la iglesia. Pero, por si había alguna, resulta que, el arzobispo de Bruselas, (Bélgica), el pasado mes de diciembre, dijo públicamente que detrás de todo esto, está Francisco.
• Por lo tanto, ese disparate llamado la “sinodalidad” que, es en realidad un golpe de estado llevado a cabo por la masonería eclesiástica vaticana, tiene el objetivo de hacerse con el total control y poder de la iglesia. De esta forma tienen una base para cambiar la Doctrina de la Iglesia. Ya no hay dudas que Roma (la Iglesia Católica), está bajo el control de la llamada “Sinagoga”, quien, habiendo creado una falsa iglesia, paralela a la original, mencionan sacrílegamente al Espíritu Santo, tratando de convencernos a todos que solo ellos tienen la razón. De Alemania surgió la ruptura de la iglesia con Lutero. De Alemania saldrá el Cisma definitivo de manos de los obispos alemanes.
• Hace unos dias leía las declaraciones del cardenal Burke sobre el próximo sínodo de octubre, es decir, sobre la próxima “sinodalidad” y, decía sin rodeos que, todos los dias le pedía a Dios para que no se celebre.
Prof. Damián Galerón
Apuntes de Eclesiología
VER+:
Caminando juntos ¿hacia dónde? - La Sacristía de La Vendée: 22-06-2023
Acaba de publicarse el instrumentum laboris del sínodo se vuelven a repetir los mismos mantras de siempre: clericalismo, diaconado femenino, autoridad en la Iglesia... Como decía el P. Juan Manuel Góngora, está bien caminar juntos, pero hay que saber hacia dónde. En nuestra tertulia nos vemos obligados a obligar este documento sobre el que se discutirá en el sínodo que comenzará en octubre de este año. Pero también comentaremos otras noticias de la Iglesia.
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EL PROCESO SINODAL: UNA CAJA DE PANDORA
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