Ensayo sobre la respetabilidad político-mediática
Mathieu Bock-Côté
El mundo entero está de nuevo en marcha;
pero marcha al revés.
G. K. Chesterton
«Los niños tienen pilila, las niñas no». Esta es una de las verdades primeras que aprendemos en la vida. Una de esas verdades que implican abrirnos, desde nuestra mera infancia, al conocimiento de qué es el ser humano. Para los que somos varones, se trata de un descubrimiento repleto de luces y de nuevos misterios. Por lo general, a esa edad no preguntamos «¿por qué las niñas no tienen pilila?», pues nos suponemos que la respuesta debe de tener algún tipo de conexión con otro hallazgo maravilloso y más bien simultáneo: nos gustan las niñas. No es que nos caigan bien; es que nos gustan. Con cinco años, un amigo nos cae bien, incluso lo queremos, aunque no sabemos qué signifique eso —yo quiero a papá, a mamá, a los abuelos, pero ¿a un amigo?—; sin embargo, las niñas nos gustan. Nos gustan igual que el pollo frito o las patatas con kétchup. De esa manera.
A lo largo de la vida de un varón, las mujeres suponen figuras alternativas de lo humano que no siempre significan lo mismo. Hay una época en que decimos: «Las chicas son un rollo». Igual que ellas dicen: «Los chicos son unos brutos». Durante unos años, a los chicos nos encanta estar sucios, oler mal, portarnos mal. Luego, un buen día, sin saber por qué, nos vuelven a gustar las chicas. Nos gustaban cuando nos contaron que ellas no tienen pilila, cuando nos fascinábamos con sus leotardos, sus faldas, sus lacitos y su pasión por el color rosa. Cuando teníamos novia en la guardería o en la plaza, y jugábamos a besarnos, sin saber del todo por qué. Pero un buen día, tras una temporada guarra y gamberra, nos volvemos a duchar y a oler a colonia. Porque otra vez nos gustan las chicas, pero de otra manera. Nuestra pilila ya es otra cosa, y lo que ellas tienen en vez de pilila nos figuramos que también habrá cambiado. No sabemos cómo ni por qué, pero hay algo que nos lo insinúa.
Estas verdades —diáfanas como una mañana de verano, como una piscina a primera hora de un día de agosto— nunca habían sido negadas a lo largo de la historia. Igual que jamás se había negado que el sol sale al comienzo de la jornada, se oculta por la noche, y volverá a resplandecer con la siguiente aurora. Hoy somos testigos de que, por primera vez desde que el ser humano huella este planeta, se niega que los niños tienen pilila y que las niñas no tienen. Pero no lo niegan alocados provocadores, sino los propios gobiernos, las leyes, los medios de comunicación, la universidad. Hoy supone un escándalo afirmar que los niños tienen pilila y las niñas no, como cantaban Los Inhumanos en los años 80.
Hemos visto casos en que se ha llevado a los tribunales a quienes han osado proclamarlo en público mediante autocares que circulaban por las calles de media España.
Este libro del canadiense Mathieu Bock–Côté nos expone, casi de principio a fin, en qué consiste este proceso que nos arrolla, sin que apenas chistemos. Un proceso que no sólo impone una verdad oficial, como sucediera en regímenes tiránicos, sino que nos fuerza a negar lo que vemos con nuestros ojos. No nos hallamos ante un intento de restringir la libertad de expresión o el pluralismo político o académico. Es algo cualitativamente más intenso. El autor acierta al referirse en repetidas ocasiones a la famosa novela distópica 1984 (publicada en 1949). En esta obra de Orwell nos topamos con instituciones que empiezan a sonarnos familiares, como el Ministerio de la Verdad o el «crimental» («crimen mental»), concepto bastante cercano al «precrimen» de Minority Report (Philip K. Dick, 1956), historia llevada al cine por Steven Spielberg (2002). Quizá el momento que mejor resume el libro de Orwell es el empeño del gobierno totalitario por lograr que el inane protagonista diga y, sobre todo, piense que dos más dos no son cuatro, sino cinco. Porque eso es lo que dice el Partido.
Cuando estudié la carrera de Periodismo —entonces era una licenciatura, no un grado—, nadie dudaba de que los niños tienen pilila —a esa edad ya no decíamos pilila— y las niñas otra cosita. Precisamente por eso, todos asumíamos, pues es lo que nos inculcaban con solercia nuestros profesores, que la profecía de Orwell resultaba errada —había errado, al menos en el año. No ya políticamente, sino antropológicamente. Nos decían, y lo creíamos a pies juntillas, que el análisis atinado se hallaba en Divertirse hasta morir: El discurso público en la era del show business, de Neil Postman, editado originalmente en 1985. Según Postman, la verdadera amenaza era la descrita por Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932).
La tesis, de manera resumida, es esta: no resulta posible un mundo abiertamente tiránico, como el narrado por Orwell, sino más bien el que postula Huxley, donde ya no hará falta que los libros y las verdades alternativas a las oficiales estén prohibidos; simplemente, ya no interesarán a nadie. Para lograr el entumecimiento social, lo mejor es acudir a fórmulas viejas y eficaces, como la diversión banal, el sexo deshumanizado y las drogas.
Todo un pronóstico acertado de lo que es la televisión. De ahí que Postman dijera que la televisión nos traería el mundo embotado de Huxley, no la tortura y la represión de un mundo gris como el de Orwell.
Hace bastantes años empecé a replantearme lo aprendido durante mis primeros años universitarios. Empecé a olerme que tanto Huxley como Orwell estaban en lo cierto. Que un mundo lleva al otro. Por medio de lo que explicaba otra eminencia a la que aludían nuestros profesores; Elisabeth Noelle–Neumann, en La espiral del silencio (1977), analiza el modo como una minoría puede implantar su verdad a una mayoría, y cómo cualquier grupo social puede verse recluido, casi por propia iniciativa, al ostracismo. La mecánica de la «espiral del silencio» consiste en que, una vez que se logra que exista una verdad oficial, oficiosa, o apariencia de tal —por ejemplo, lo que dicen «todos» en la televisión—, las personas con opiniones alternativas se callan, por temor a ser señaladas como disidentes. Es algo que ocurre en cualquier círculo social. Se llama el miedo a ir contracorriente. El miedo a ser un salmón que remonta el río, y que nada con fuerza en el sentido opuesto al del agua. Llevado al extremo, y como advierte Bock–Côté, la cuestión es que ahora nos obligan a nadar en contra de lo que dicen nuestros propios ojos.
Para avanzar, hace falta que acuda a una anécdota de comienzos de este siglo, o del último año del siglo pasado.
Cuando los niños tenían pilila, y las niñas no. Iba en autobús municipal —de esos que en Madrid fueron rojos y con asientos de formica— y, al subirme, el busero me dijo que ese día el trayecto se había alterado debido a una manifestación. Como no me afectaba, no le presté atención. Dos o tres paradas antes de apearme, entró en el autobús un hombre de unos sesenta años o quizá más. El conductor le comentó el cambio de recorrido, a lo que preguntó el paisano por qué. El conductor le dijo que había una manifestación de «gays». No pronunció «gueis», sino «gais». El paisano reaccionó: «¡Anda, los maricones!».
Por encima de lo que cualquiera pueda opinar sobre la homosexualidad y el trato que la sociedad, los particulares o el Estado debe brindar a las personas con tal apetencia o tendencia, la anécdota refleja gran parte de lo que desarrolla este libro. Al conductor, como representante de la administración pública, se le había inculcado algo sobre lo que él podría o no tener reservas; en cualquier caso, se las guardaría para su fuero interno.
Por su parte, el paisano no había sido «educado» en la corrección política. De ahí que ninguno dijera «homosexuales», y que ninguno conociera la pronunciación ni origen del término gay. Sea como fuere, al menos era posible entonces mostrar la disconformidad con la opinión del Estado o de los medios. Algo que hoy se antoja difícil. Todo aquel que hoy lo intente recibe ipso facto la etiqueta de «fascista», e incluso alguna demanda, querella, multa o represión de cualquier tipo.
Tal como nos desgrana Bock–Côté, la corrección política no es sólo un mecanismo censor, represor o emasculador. Es, sobre todo, un mecanismo atiborrado de escotillones e incongruencias. De ahí que, además de obligarnos a decir que dos más dos hacen cinco, luego nos obligue a decir que son seis o tres, según lo vuelva a decidir el Partido. Ese es el motivo por el que la corrección política está a favor de la blasfemia contra Cristo —lo llaman libertad de expresión—, pero no tolera que se diga que Mahoma era un pederasta —lo llaman xenofobia.
Está a favor de reírse en Twitter del asesinato del presidente Carrero Blanco, pero en contra de señalar que las denominadas «Trece Rosas» fueran unas criminales. A favor de expulsar a Platón, Lincoln, Franco, Pemán o Virgilio de los planes de estudio y de los callejeros, pero en contra de quitar estatuas de Abderramán III, de Pol Pot o de Santiago Carrillo. Lo relevante de la corrección política no es que resulte estomagante. No. Lo relevante es que es de obligado credo, es ley. Mejor dicho; es la sustitución del Derecho. Los estados se siguen llamado «democracias», pero cada día se parecen más a las denominadas «democracias populares», como Bock–Côté observa con atención.
La corrección política y su arbitrariedad suponen la muerte de los principios generales del Derecho. Mediante su «cultura de la cancelación», la corrección política convierte el entero espacio público —y también el privado— en un gulag, en un campo de reeducación de la mente, de lavado de cerebro. Porque, con su posesión absoluta de la Verdad, el Estado políticamente correcto pretende dar muerte definitiva a Dios y proclamarse su heredero. Al igual que el Dios del Sinaí, el Estado de la corrección política nos ordena amarlo con todo el corazón, toda el alma y todas nuestras capacidades. Curiosamente, dice el Génesis que Dios creó al hombre «varón y mujer» —o sea, él con pilila y ella sin pilila—, y que aquello era muy kalós («bueno, bonito»).
José María Sánchez Galera
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