JUAN MANUEL DE PRADA
«Una biblioteca en el oasis» (Magnificat) es un diario de lecturas y una suerte de selección de obras de variada magnitud. Unas descansan ya en la tradición y otras son más modestas, pero no menores ni desechables. Cada una conserva vuelos propios, pero comparten una particularidad: el denominador común de un trasfondo religioso. «Es una crónica de gustos y libros que he ido leyendo».
Juan Manuel de Prada conversa con el lector con serenidad, sin las estrechuras que imponen las prisas, pero con una nota desangelada en la voz. Sus convicciones lo han convertido en un escritor rebelde, en un hombre que se niega a renunciar de sus ideas para someterse a la corriente general. Él no es uno de esos novelistas que solo lleva la contraria para epatar. Lo suyo es mantenerse en la época sin claudicar a su pensamiento, algo que lo ha convertido en un resistente. «Hay autores con los que guardas afinidad desde la tribulación o el gozo literario; otros que te gusta mostrar porque son pocos conocidos. La lectura se hace al hilo de la vida. Y muchas están marcadas por el momento en que leímos la obra. Esta variedad da la radiografía de quien las ha leído».
Preocupaciones y valores
Estas lecturas han formado un rico pliego de títulos en el que figuran Calderón de la Barca, Charles Dickens, León Bloy, Evelyn Waugh, Pablo D’Ors, Tirso de Molina o Leonardo Castellani, en el que se ha apoyado en momentos de zozobra. De Prada reconoce que los libros de hoy han sacado las preocupaciones y valores espirituales de sus argumentos. «La literatura que aborda lo espiritual está mal vista y la que habla de Dios no se la considera. Si el mejor novelista del mundo escribiera sobre una cuestión religiosa, su manuscrito sería rechazado en las editoriales occidentales. Hoy se da por hecho que no se puede escribir sobre eso. Es algo único en la historia de la humanidad. La primera vez donde este tipo de literatura está excluida». De Prada, sin estridencias, con respeto, responde con pesar a la pregunta de si Dios se ha convertido en un tabú. «Sí, y no es que sea solo un tabú, es que el creyente está siendo expulsado en la vida pública. Triunfé a los 25 años, por eso me colé. Si lo hubiera hecho a los 50, no me habría colado. Cuando participo en una tertulia radiofónica, me doy cuenta de que, para inhabilitar mi opinión, sobre cualquier asunto, siempre se matiza que yo soy católico, aunque argumente mis razones lejos de planteamientos religiosos y sostenga mis ideas en razones políticas, jurídicas o filosóficas. ¿Por qué? Porque si se resalta que soy católico eso actúa en capas de la población y me descalifica».
- El hombre eterno (Gilbert Keith Chesterton)
- Silencio (Shusaku Endo)
- El Señor del mundo (Robert Hugh Benson)
- El Evangelio según Jesucristo (Leonardo Castellani) .
- La abolición del hombre (Clive Staples Lewis)
- Diario de un cura rural (Georges Bernanos)
- El hombre que fue Jueves (Gilbert Keith Chesterton)
- El poder y la gloria (Graham Greene)
- ¿Era Cervantes católico? En el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote (Miguel de Cervantes)
- La vida es sueño (Pedro Calderón de la Barca)
- Cartas del diablo a su sobrino (Clive Staples Lewis)
- El hombre (La vida – La ciencia – El arte) (Ernest Hello)
- Europa y la fe (Hilaire Belloc)
- Historia de Cristo (Giovanni Papini)
- Fisonomías de santos (Ernest Hello)
- El Apokalypsis de san Juan (Leonardo Castellani
- Sobre el amor humano (Gustave Thibon)
- Exégesis de los lugares comunes (Léon Bloy)
- El samurái (Shusaku Endo)
- El invitado del Papa (Vladimir Volkoff)
- Los cuentos de Flannery O’Connor (Flannery O’Connor)
- La fe de los demonios (Fabrice Hadjadj)
- Cuento de Navidad (Charles Dickens)
- La leyenda del santo bebedor (Joseph Roth)
- La risa de la Virgen (Enrique Álvarez)
- Diarios (Léon Bloy)
- Nudo de víboras (François Mauriac)
- El manantial y la ciénaga (Gilbert Keith Chesterton)
- Una pena en observación (Clive Staples Lewis)
- Los seres queridos (Evelyn Waugh)
- Las sandalias del pescador (Morris West)
- Un árbol crece en Brooklyn (Betty Smith)
- Historias sobrenaturales (Robert Hugh Benson)
- Un sepulcro en el cielo (Vintila Horia)
- Perder y ganar: historia de una conversión (John Henry Newman)
- Barrabás (Pär Lagerkvist)
- Quo vadis? (Henryk Sienkiewicz)
- Los límites de la cordura (Gilbert Keith Chesterton)
- Alba triunfante (Robert Hugh Benson)
- Las parábolas de Cristo (Leonardo Castellani)
- Fabiola (Cardenal Wiseman)
- Calixta (John Henry Newman)
- Los espiritistas (Robert Hugh Benson)
- La sangre del pobre (Léon Bloy)
- Adriano VII (Frederick William Rolfe)
- El canto del gallo (José Antonio Giménez-Arnau)
- La taberna errante (Gilbert Keith Chesterton)
- El olvido de sí (Pablo d’Ors)
- Guerra en el cielo (Charles Williams)
- El condenado por desconfiado (Tirso de Molina)
- San Francisco de Asís (Gilbert Keith Chesterton)
- Seréis como dioses (Gustave Thibon)
- El gran teatro del mundo (Pedro Calderón de la Barca)
- El Estado servil (Hilaire Belloc)
- Santo Tomás de Aquino (Gilbert Keith Chesterton)
- La última del cadalso (Gertrud von le Fort)
- Cuatro sermones sobre el Anticristo (John Henry Newman)
- Ortodoxia (Gilbert Keith Chesterton)
- El exorcista (William Peter Blatty)
- Juan XXIII (XXIV) (Leonardo Castellani)
Liminar
Afirmaba Manuel Azaña que, en España, «la mejor manera
de guardar un secreto es publicarlo en un libro». Así que, aprovechando que nadie nos lee, voy a revelar (quiero decir, a guardar) el secreto más lacerante que esconde mi corazón. Yo me
manifesté como escritor hace más de un cuarto de siglo, cuando
todavía era un pipiolo que no alcanzaba el cuarto de siglo de
vida; y, por diversas circunstancias que ahora dudo si calificar
de providenciales o siniestras, alcancé de inmediato el éxito (o
lo que el mundo entiende por éxito). La vanidad nos hace creer
que el éxito –cuando es propio– es consecuencia natural (y justísima) de nuestros merecimientos; y el resentimiento nos hace
creer que el éxito ajeno es consecuencia de la fortuna (y, por
lo tanto, injusto o siquiera arbitrario). Ambas consideraciones
son erróneas, y en el fondo hijas de la misma insidiosa malignidad. El éxito, en puridad, no es más que la recompensa que el
mundo nos concede cuando piensa que puede sacar provecho
de nuestras dotes, utilizándonos como peleles o tontos útiles de
sus designios; y la duración del éxito dependerá exclusivamente
de la docilidad con que nos mostremos dispuestos a acatar esos
designios.
Con esto no quiero decir que quien disfruta (o más
bien padece) el éxito no lo merezca, o que para alcanzarlo se haya
resignado a convertirse en un pelele o tonto útil; por el contrario,
creo que hay personas exitosas que poseen prendas admirables,
del mismo modo que creo que no todas las personas exitosas se han resignado a convertirse en peleles o tontos útiles. Pero
esto es lo de menos; pues lo que caracteriza el éxito no es lo que
nosotros somos, sino lo que desde fuera se percibe de nosotros.
El éxito es siempre mendaz, porque no depende de nuestros
merecimientos; y quienes lo alcanzan, como quienes lo persiguen
sin llegar nunca a alcanzarlo, son víctimas del mismo espejismo.
Desde que alcancé el éxito, allá en la juventud aturdida
y fatua, he recibido muchos ofrecimientos para colaborar en
las más variopintas publicaciones y medios de comunicación;
ofrecimientos siempre halagadores, que parecían fundarse en
las inquietudes literarias que reconocía en mí quien lanzaba
la propuesta, o en el interés que le provocaban mis pesquisas
intelectuales o mi particular visión del mundo. Y como en mi
vocación de escritor se cuenta también una faceta de publicista,
una y otra vez acepté esos ofrecimientos.
Me costó mucho
tiempo aceptar que el aplauso y los ofrecimientos del mundo
no son consecuencia de nuestros dudosos méritos, sino del
provecho que el mundo calcula que puede sacar de nosotros.
Y aceptarlo fue una durísima prueba.
Así que, en unos años, me vi atendiendo ofrecimientos que
nada tenían que ver con mis pesquisas intelectuales o con mi
particular visión del mundo, tampoco con mis inquietudes
literarias. Por supuesto, quienes nos ofrecen colaborar con tal
o cual medio de comunicación nos engatusan afirmando que
anhelan nuestro concurso precisamente porque quieren brindar un cauce de expresión a tales pesquisas y hacer un hueco a
tales inquietudes; porque desean, en fin, que nuestra particular
visión del mundo tenga una tribuna desde la que se pueda
explicar libremente. Tales promesas se prueban enseguida falsas, en mayor o menor medida. En ocasiones, ciertamente, se nos ha permitido exponer nuestra visión del mundo (aunque,
desde luego, a regañadientes y entre constantes muestras de
hostilidad), pero ha sido a costa de renunciar progresivamente
a nuestras pesquisas intelectuales y a nuestras inquietudes literarias.
Otras veces nos hemos atrincherado numantinamente,
ignorando los avisos cada vez más ceñudos que nos lanzaban
quienes poco antes nos habían dorado la píldora, para que
aceptásemos colaborar con ellos; pero ha sido a costa de ser
progresivamente arrinconados o confinados en la irrelevancia.
Incluso nos hemos encontrado, pura y simplemente, en tribunas donde todo lo que somos, todas nuestras inquietudes literarias, nuestras pesquisas intelectuales, nuestra particular visión
del mundo (razones por las que supuestamente se nos ofrecían
tales tribunas), eran cetrinamente desdeñadas, ignoradas, con
frecuencia incluso rechazadas olímpicamente; tribunas donde
enseguida se demostraba que nuestras pesquisas intelectuales,
simplemente, no tenían cabida; tribunas donde nuestras inquietudes literarias eran sistemáticamente escarnecidas. Y donde,
a la postre, teníamos que enzarzarnos con lacayos de tal o cual
negociado político, en discusiones sobre asuntos que nada
nos interesaban, pedestres rifirrafes en donde se probaba que
Leonardo Castellani tenía razón cuando definía la libertad de
opinión como «la patente del sofista» y «el chillar de los necios
para acallar al sabio» (sólo que en medio de este pandemónium
nunca había ningún sabio).
Y es que, tristemente, los medios
de comunicación se dirigen a audiencias cada vez más fanáticas
y paulovianas (las audiencias que ellos mismos se han encargado de modelar) que ya no desean leer ni escuchar palabras
interpeladoras, sino tan sólo consignas que las ratifiquen en sus
cerrilismos fanáticos; y en donde, entre el pandemónium de eslóganes marrulleros y consignas zafiamente partidistas, resulta
por completo imposible elevar la discusión. Pues lo que menos
interesa al periodismo degradado que hoy se impone es que el
público al que adoctrina pueda llegar a vislumbrar la causa de
las calamidades que lo afligen.
Y éste es el lacerante secreto que deseaba guardar entre estas
páginas. En este cuarto de siglo que ha transcurrido desde que
me estrené como escritor y alcancé el éxito, he descubierto que
mi vocación de publicista está irremisiblemente condenada a
la asfixia; pues cada vez resulta más difícil hallar una tribuna
donde en verdad tengan acogida sincera mis inquietudes literarias, mis pesquisas intelectuales o mi particular visión del
mundo, inevitablemente inspirada por la fe que profeso.
Y, a
cambio de reprimir al hombre que verdaderamente soy, quienes reclaman mi colaboración –supuestamente impelidos por
lo que soy– me obligan en cambio a ocuparme de cuestiones
que nada me importan; cuestiones que, en la mayoría de los
casos, además, son conscientemente elegidas para fanatizar a
las gentes, para atiborrarlas de consignas que las embrutezcan,
para moldear sus conciencias conforme a las ideologías en boga,
para facilitar su esclavización. Y, lo que aún resulta más triste,
con frecuencia uno tiene que aceptar estos ofrecimientos, por
razones puramente alimenticias.
Cuando ya había perdido la esperanza de que nadie solicitase mi colaboración sin razones espurias, apareció en mi vida
Pablo Cervera, director de Magnificat, solicitándome que
escribiese en su benemérita revista una serie de artículos en
la que podría dar rienda suelta a mis inquietudes literarias, a
mis pesquisas intelectuales, a mi particular visión del mundo.
Se trataba, según me explicó, de escribir todos los meses un comentario sobre obras literarias que abordasen cuestiones religiosas, encarnadas en las realidades concretas de la vida; obras
que, aun siendo profanas, contemplasen el paisaje humano a
la luz abarcadora de la fe. Aunque cuando recibí aquel ofrecimiento ya conocía sobradamente el temple humano de Pablo
Cervera, debo confesar que las mil escaldaduras previas me
hicieron recelar:
«Seguramente –pensé–, en unos pocos meses
querrá orientar mis elecciones; en unos pocos más será él directamente quien me imponga los títulos sobre los que desea
que escriba; y al final me terminará obligando a escribir sobre
literatura pía. Y, entre medias, me sugerirá que mitigue mis
intemperancias, que refrene mis mandobles, que me abstenga
de juicios temerarios o simplemente audaces. Y, si no lo hago,
será él quien lo haga por mí, prescindiendo de mi colaboración (como tantas veces me ha ocurrido, también en medios
católicos) o al menos metiéndome tijera (como también me ha
ocurrido en los más variopintos lugares que luego posan ante
la galería como adalides de la libertad de expresión)».
Pero, milagrosamente, nada de esto ocurrió. La colaboración que desde hace más de cuatro años largos mantengo en
Magnificat ha sido –amén de la más gustosa– la más libre de
cuantas he mantenido desde que me estrené como escritor. Y no
sólo «libre» al modo banal que nuestra época celebra tartufescamente, a la vez que idea los métodos para que tal libertad sea
irrealizable, moldeando las conciencias de tal modo que todo lo
que de ellas brote sea erróneo y sistémico.
No sólo «libre» porque
jamás haya recibido indicaciones capciosas que traten de encauzar mis preferencias o determinar mis elecciones, mucho menos
influir en mis juicios o valoraciones. También mi colaboración
mensual en Magnificat me ha permitido ser «libre» en un sentido mucho más hondo y pleno; pues los libros sobre los que
he escrito han sido hitos que me han permitido caminar hacia
la verdad, explorarla y adentrarme en sus vericuetos, fundirme
gozosamente con ella a través de la expresión literaria de los más
diversos escritores: algunos elevados al rango de clásicos, otros
plenamente contemporáneos; algunos maestros reconocidos,
otros escritores borrosos relegados a los desvanes de la incuria;
algunos mil veces leídos, releídos y meditados por contarse entre
mis predilectos, otros nunca antes frecuentados hasta que resolví
incorporarlos a este catastro, para compartir mi descubrimiento
con los lectores de la revista. Siempre me ha gustado ejercer de
mercedario de autores y obras condenadas al olvido; y tampoco
en esta ocasión me he sustraído a esta tentación.
A la postre, descubrí que los títulos que cada mes glosaba
para los lectores de Magnificat tenían algo de radiografía
espiritual: allí se congregaban, inevitablemente, mis autores
predilectos (y, cuanto más predilectos, con mayor reincidencia), pero también autores vivos que osan desafiar el empeño
de nuestra época por matar el espíritu; allí se reunían las obras
más populares y consagradas (alguna vez, incluso, para recibir
un varapalo) junto a las obras más oscuras y descatalogadas,
las obras sublimes sin interrupción junto a las obras decididamente menores que sin embargo nos conquistan por el asunto
que tratan, o por la perspectiva que adoptan para tratarlo, o
porque de vez en cuando intercalan páginas memorables en las
que destellan una idea que nos convence, una frase que nos
conmueve, una observación que nos interpela. Quienes nos
dedicamos al rescate de libros custodiamos en nuestra alma
un relumbre de la comprensión divina, que siempre tiende a
salvar, antes que a condenar, a quienes se le acercan.
Todos los libros de esta biblioteca en el oasis nos hablan de
Dios; y de la alianza que Dios ha entablado con el hombre,
que abraza todo su ser espiritual y corporal y alcanza una de
sus expresiones más gloriosas a través de la literatura. Pero la
literatura, aun la más divinamente inspirada, no puede dejar de
confrontarse con el «drama» humano, que es el meollo constitutivo de todo arte digno de tal nombre. Evitar esta confrontación es tanto como rechazar el dogma del pecado original,
que nos muestra las consecuencias del mal en la naturaleza
humana. Que es lo que hace esa literatura frívola en la que las
categorías morales se desdibujan hasta hacerse intercambiables;
o bien esa literatura cínica en la que el mal se torna fatídicamente invencible y se niega la capacidad del hombre para
combatirlo y derrotarlo. En el ámbito católico, esta infección
puritana también ha tenido consecuencias funestas, dando
carta de naturaleza a una literatura infantilizada que niega el
principio de la felix culpa y la naturaleza dramática de la vida
humana, esa «libertad imperfecta» que caracteriza la lucha del
hombre en busca de redención, en busca de Redentor. Una
lucha que, como nos advertía Flannery O’Connor, se desenvuelve en un territorio que es en gran medida «territorio del
Enemigo»; una lucha que a veces se resuelve en un triunfo, a
veces en una derrota y a veces, en fin, en un conflicto desgarrador, con una infinita gama de zonas penumbrosas. Negar esas
penumbras es tanto como negar el arte; y, además, es también
una sórdida blasfemia.
El gran Leonardo Castellani se rebelaba contra los católicos
que reclaman una literatura de soluciones netas, de triunfos
apoteósicos, sin penumbra ni conflicto. Son católicos que quisieran asignar a Cristo «el papel de un conquistador, de un Atila igualitario y devastador». Pero el mismo Cristo probó en
repetidas ocasiones el sabor del fracaso. ¿O acaso no fracasó con
el joven rico? ¿Acaso no fracasó con aquellos nueve leprosos
que no volvieron a darle las gracias, tras su curación? ¿Acaso
no fracasó con Pilatos o con Judas? ¿Acaso cuando sudó sangre en Getsemaní no fue consciente de que su sacrificio iba a
ser rechazado por muchos? Cristo sabía que la vida del hombre es drama; sabía que en la vida hay jóvenes ricos, leprosos
ingratos, gente acomodaticia o cobarde, traidores y apóstatas;
y a todos los amó, sabiendo que muchos flaquearían y vacilarían, e incluso rechazarían su Redención. Y si Cristo los amó,
¿cómo va a ignorarlos una literatura que se pretenda católica?
Ciertamente, escribir vidas de santos puede ser un excelente
motivo de inspiración literaria (y en este volumen se glosan
varias hagiografías magníficas); pero también lo es escribir la
vida de quienes no son (¡de quienes no somos!) heroicos ni
impecables. Porque esas vidas conflictivas y dramáticas pueden
ayudarnos a entender la imperfecta naturaleza humana y el
valor vertiginoso de la Redención; porque, asomándonos al
abismo de esas vidas, podremos entender mejor la misericordia
divina, el profundo amor que Dios nos mostró, inmolándose
también por nosotros. Una literatura plenamente católica no
puede arredrarse ante ese «territorio del Enemigo», sino lanzarse
arrojadamente a su conquista, para alumbrar la batalla que se
libra en las penumbras del corazón humano.
Este propósito nos ha guiado en la selección de los libros
que aquí hemos rescatado, hasta formar esta modesta biblioteca en el oasis, que nos sirva de refugio frente a los desiertos
de la literatura frívola o cínica que nos ofrece nuestra época
irreligiosa, pero también frente al páramo de una literatura infantilizada y lastrada de moralina que a veces se postula desde
ámbitos sedicentemente católicos.
Y esta biblioteca en el oasis
pretende ser, además de un refrigerio para el alma, una suerte
de templo improvisado donde podamos entablar coloquio con
Dios. Porque las bibliotecas tienen, en efecto, algo de ámbito
casi religioso donde el hombre halla abrigo en su andadura
terrenal. Esta concepción de la biblioteca como refugio del
alma la expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su
hermosísima autobiografía Las palabras, donde comparece el
niño que fue, respaldado por el silencio sagrado de los libros:
«No sabía leer aún, y ya reverenciaba aquellas piedras erguidas
–escribe Sartre con unción–: derechas o inclinadas, apretadas
como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente
esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Yo retozaba en
un santuario minúsculo, rodeado de monumentos pesados,
antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir
y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo
como el pasado». Esta quietud callada y a la vez despierta de los
libros, esta condición suya de dioses penates o vigías del tiempo
que velan por sus poseedores y abrigan su espíritu los convierte
en el objeto más formidablemente reparador que haya podido
concebir el hombre. Los buenos libros, en apariencia inertes
y mudos, nos reconfortan con su elocuencia, convirtiéndose
en nuestro interlocutor más valioso y ajeno a las contingencias del tiempo.
Ojalá, querido lector, después de visitar esta
biblioteca en el oasis, te decidas a adentrarte en los libros que
aquí se recomiendan. Y ojalá estos libros sean también para ti
tus pájaros y tus nidos, ojalá puedas retozar entre ellos como
en un santuario minúsculo en el que Dios se hace presente y renueva contigo su alianza, como la renovó conmigo cada vez
que las páginas de Magnificat se me ofrecían gozosamente,
para poder mostrar a sus lectores mis inquietudes literarias,
mis pesquisas intelectuales, mi particular visión del mundo.
Ojalá la biblioteca que aquí te ofrezco, querido lector –todo
un mundo atrapado en el espejo de los libros–, te conduzca
hasta el centro del oasis, donde se esconde una fuente amena y
rumorosa que nunca cesa de manar. Esa fuente de agua fresca
en el centro del oasis es Dios, dispuesto a refrescar y devolver el
vigor y la alegría a quienes vagamos exhaustos por el desierto.
Madrid, julio de 2020
1
En alguna de sus obras, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) se refiere a la célebre y apasionada polémica que mantuvieron, allá en el siglo XIII, santo Tomás de Aquino y Siger de Brabante. Sostenía Siger de Brabante que existían dos verdades, si no contrapuestas, al menos perfectamente deslindadas: una verdad sobre el mundo natural y otra sobre el inundo sobrenatural, de tal modo que el filósofo podía abordar el estudio de cada una de ellas por separado, dividiendo tranquilamente su cabeza en dos. Santo Tomás, por el contrario, sostenía que el estudio de las realidades naturales sería siempre insatisfactorio, incompleto y a la postre falso si no se abordaba desde una unidad de mente inspirada por las realidades ultraterrenas.
Aquella polémica la ganó santo Tomás ante el tribunal académico; pero, tristemente, Siger de Brabante la ganó ante el tribunal de la historia. La dura, lastimosa realidad es que los católicos nos desenvolvemos en el inundo como pretendía Siger de Brabante, aceptando (aun a sabiendas de que estamos falsificando nuestra fe, que desencarnada de las realidades naturales es una fe muerta, la sal que se ha vuelto sosa) un dualismo que, a la vez que establece un dique o frontera divisoria entre lo natural y lo sobrenatural, va agostando progresivamente nuestra fe. Este dualismo explica, por ejemplo, el ocaso del arte y el pensamiento católicos; y explica también fenómenos políticos tan farisaicos y estériles como la llamada democracia cristiana.
Chesterton, consciente del daño que las tesis de Siger de Brabante habían introducido en el ámbito católico, se propuso a través de su obra hacer exactamente lo contrario, convencido de que, cuando las realidades naturales son despojadas de su sentido sobrenatural, se toman aberraciones antinaturales. Y así, toda su obra está penetrada, transida, anegada por los fundamentos de la fe, que para Chesterton es la llave que explica el mundo. Tal vez, de entre todos sus libros, el más poseído por esta unidad de mente que logra aunar las realidades naturales y sobrenaturales sea el portentoso El hombre eterno (1925), un ensayo que Chesterton publica tres años después de su definitiva conversión al catolicismo, en la época acaso más luminosa y fructífera de su trayectoria creativa. Sin rubor, podemos afirmar que El hombre eterno es el libro que más ha asentado los fundamentos de nuestra fe; y, asentándolos, los ha hecho también más anchos y abarcadores, pues nos ha enseñado que tales fundamentos son la única explicación coherente del hombre y de su lugar en el mundo.
El hombre eterno no es, sin embargo, un libro de teología, como su título parece sugerir. Tampoco es exactamente un tratado de filosofía de la historia, ni un ensayo antropológico, ni una refutación del darwinismo. Siendo todas estas cosas a la vez (y acariciadas todas ellas por el peculiarísimo estilo chestertoniano, tan paradójico y elegantemente sinuoso), El hombre eterno es una mirada de águila, panorámica y penetrante, sobre el ser humano y su amistad con el Creador, que para hacerse todavía más firme fue sellada a través de la Encamación. Es un libro pasmoso, burbujeante de ideas felices, de pasajes inspiradísimos, donde la profundidad del pensamiento y las delicadezas de la expresión se funden en una amalgama difícilmente repetible.
El hombre eterno no existiría, sin embargo, si unos años antes Herbert George Wells (el célebre autor de novelas tan populares como El hombre invisible o La máquina del tiempo ) no hubiese entregado a las imprentas Esquema de la Historia, un voluminoso ensayo hoy olvidado que, sin embargo, en su momento alcanzó un éxito instantáneo. En Esquema de la Historia, Wells se propuso demostrar petulantemente que el ser humano es el resultado aleatorio de la evolución; que Jesucristo no fue sino un hombre superior, al modo de Mahoma o Buda, un rabino cuyas enseñanzas luego degenerarían en religión, manipuladas por sacerdotes con ansias de poder; y, en fin, que las religiones (todas en general, pero muy específicamente la católica) son una montaña de paparruchas, incapaces de afrontar los retos del hombre moderno.
Soliviantado por la lectura del mamotreto de Wells (y el enfado se transparenta en algunos pasajes de El hombre eterno), Chesterton escribe este libro gozoso, incendiado de belleza, en el que nos propone su propio bosquejo de la historia, ridiculizando las erudiciones de hormiga con que Wells pretendía legitimar sus hipótesis (erudiciones que, en gran medida, los avances científicos han probado falsas, o tomado obsoletas) y lanzando un par de tesis centrales: el hombre no es finito de la evolución, sino de la acción creadora divina; y el hombre llamado Cristo era en verdad el Hijo de Dios.
La primera parte se inicia con una refutación de los sofismas del darwinismo llena de originalidad y fuerza persuasiva. Para Chesterton, el hombre no es producto de una evolución, sino de una revolución, de un puro milagro; e importa un ardite que ese milagro haya sido instantáneo o que haya durado miles de años (pues, como Chesterton afirma en algún pasaje de su libro, que Circe transformará en cerdos a los compañeros de Ulises de forma fulminante o que su metamorfosis fuese progresiva no resta conmoción al portento).
Para demostramos que la aparición del hombre es fruto de un milagro, Chesterton nos introduce en las cavernas; y nos pide que fijemos la mirada en las pinturas que nuestros antepasados dejaron sobre las paredes. Esas pinturas rupestres no fueron realizadas por monos que estaban evolucionando hacia un estadio superior, sino por hombres exactamente iguales que nosotros, pues el hombre es el único ser de la creación que puede ser a un mismo tiempo creador y criatura. Las hipótesis evolucionistas envuelven esta verdad desnuda en una madeja abstrusa, todo lo verosímil o desquiciada que se quiera; pero tales hipótesis nunca podrán negar que hubo un día en que un ser nuevo se puso a pintar en una cueva; un ser que, siendo muy cercano morfológicamente a un chimpancé o a un gorila, era a la vez el ser más diverso del chimpancé y el gorila, porque hacía algo que el chimpancé y el gorila nunca podrán hacer, por mucho que evolucionen, que es pintar. El arte es el rasgo exclusivo de la personalidad humana, el modo en que Dios distinguió al hombre con su predilección; y el arte, que es efusión de un alma en la que ha sido infundido el sentido de la belleza, jamás podrá ser explicado por la evolución de la materia.
A continuación, tras probar de un modo tan magistral y hermoso la misteriosa singularidad del hombre, pasa Chesterton a demostrar que el hombre fue religioso desde que fue creado. Y que su fe religiosa no fue, como se pretende, un amasijo de mitologías nacidas del miedo ante los elementos naturales, sino una convicción profunda que, a falta de una ciencia divina, se hubo de expresar desordenada y poéticamente a través de fábulas mitológicas. Con el tiempo, tales fábulas llegarían a nublar la convicción profunda originaria, multiplicándose hasta hacerse asfixiantes; o incluso infectándose, anegándose de demonios que el hombre confundió con dioses. Y así el hombre llegó a extraviar su innato sentido religioso, haciendo necesaria la irrupción de Dios mismo en la historia.
En la segunda parte de El hombre eterno, Chesterton nos ofrece en primer lugar una visión nueva de la Navidad: adorar a Dios significaba hasta el nacimiento de Cristo elevar los ojos hacia un cielo cuajado de estrellas que nos sobrecogía con su inmensidad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa volver los ojos al suelo, incluso acostumbrarlos a la oscuridad de una cueva, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas. Las manos que habían modelado las estrellas se convierten, de súbito, en unas manecitas diminutas que apenas logran atrapar una guedeja del cabello de María; la grandeza infinita de Dios se torna fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre, que desde ese momento se convierte en la mediación más infalible para llegar a El. Pero el nacimiento de Cristo, que fue celebrado lo mismo por los sencillos pastores que por los sabios de Oriente, fue también celebrado a su particular manera por Herodes. Y es que Cristo, nos enseña Chesterton, no fue un pacifista que vino a traer el Paraíso a la Tierra, al modo de un comunista o liberal cualquiera, sino un guerrero que quiso que nuestra vida fuese milicia: porque cada vez que ganamos la batalla diaria contra el demonio estamos mostrando la gloria de Dios; y cada vez que flaqueamos en el combate estamos brindando a Dios la posibilidad de acoger nuestra debilidad, de sanarla amorosamente hasta devolvemos otra vez las fuerzas.
En su etopeya de Cristo, Chesterton glosa jocosamente todas las pretensiones modernistas de negar su divinidad, a costa de exaltar su humanidad y, a continuación, observa que no ha habido ningún gran hombre en la historia que se haya proclamado Hijo de Dios. Tamaña enormidad no la haría un gran hombre, sino sólo un orate al estilo de Calígula; pero si antes los modernistas han convenido que Cristo no era un orate, sino un gran hombre incapaz de mentir ni de alardear groseramente , entonces... es que sin duda era el Hijo de Dios. Las delicadezas del pensamiento chestertoniano alcanzan en El hombre eterno su expresión más acendrada y polifónica. No es El hombre eterno tan sólo una obra maestra de la literatura, no es tan sólo una expresión privilegiada del pensamiento católico; es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, clarividentes, irradiadoras de esperanza. Si la fe católica, a lo largo de la historia, ha estado muchas veces asediada, arrinconada y casi muerta, para después emerger otra vez de sus cenizas, es porque cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro.
Ese Dios es amor y lo conocemos amándolo; pero es también un Dios que nos pide que nos esforcemos en estudiar la llave que nos brinda, con la que podremos entender el mundo entero. Si san Atanasio -nos explica Chesterton- no nos hubiese enseñado que el Hijo es coeterno, al igual que el Padre, afirmar que «Dios es Amor» no tendría sentido; pues Dios no habría tenido a quien amar. La Trinidad es la escuela en la que Dios pudo probar su Amor desde el principio; y este libro imperecedero es la mejor llave para adentramos en el amor y en el misterio de Dios, sin olvidar nunca -como escribe Chesterton en un pasaje sublime- que «somos cristianos y católicos no porque adoremos una llave, sino porque hemos atravesado la puerta y hemos sentido el viento, el soplo de la trompeta de la libertad sobre la tierra de los vivos».
Y, cuando acabamos de leer El hombre eterno, ese viento ya nunca deja de soplar.
* GILBERT KEITH CHESTERTON, El hombre eterno (Cristiandad, Madrid, 2008), 356 págs.
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Shusaku Endo (1923-1996) ha sido uno de los más grandes escritores japoneses del siglo XX; y también uno de los más «excéntricos» y desgarrados escritores católicos, pues aunque fue autor muy influido por la literatura europea —y en especial por la francesa—, toda su obra se desarrolló y está ambientada en aquella «ciénaga del Japón» donde el cristianismo nunca llegó a prender del todo, pese a los esfuerzos evangelizadores de san Francisco Javier y todos los misioneros que lo secundaron, en parte por las particularidades panteístas propias de la espiritualidad oriental, en parte por las persecuciones crudelísimas que las autoridades niponas decretaron contra los conversos a la fe de Cristo.
LA PERSECUCIÓN DE LA FE
En diversas obras, Endo reflexionó sobre la difícil tensión que el evangelio y las tradiciones espirituales propias del Extremo Oriente han mantenido a lo largo de los siglos; y no se ha recatado de exponer, en su más íntima crudeza, los tormentos padecidos en épocas pretéritas por los cristianos en su país, así como las dificultades a las que un católico se enfrenta en el Japón contemporáneo. Tal vez ésta fuese la razón por la que Endo fue privado del premio Nobel, en beneficio de Kanzaburo Oé, más dócil a las modas y políticamente correcto; pero ya nos decía el gran Leonardo Castellani que Dios quiso castigar al inventor de la dinamita asociando su nombre al de los más horrendos escritores de nuestro tiempo.
Son varias las novelas de Shusaku Endo en las que asoman sus preocupaciones religiosas; y en algunas, incluso, tales preocupaciones se enseñorean de la trama hasta convertirse en su asunto principal. Así ocurre, por ejemplo, con la estremecedora Silencio (1966), que por lo común suele considerarse la obra maestra de Endo, ganadora en su día del premio Tanizaki, pero a la vez causante de una espinosa polémica en el Japón, donde nunca hasta la fecha se había tratado de un modo tan descarnado la brutal persecución sufrida por los cristianos nipones desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, con hitos tan dramáticos como la expulsión de todos los misioneros (1614) o la llamada Rebelión Shimabara (1637-1638), que tras ser salvajemente sofocada daría lugar al «período Sakoku», en el que el culto cristiano fue por completo prohibido.
Sobre este desgarrador telón de fondo traza Endo la peripecia de Silencio, que recrea libremente la historia del jesuita portugués Cristóbal Ferreira (1580-1650), quien llegara a ser provincial en el Japón durante la época de la persecución más sangrienta y a sufrir terribles torturas, antes de apostatar y adoptar el nombre de Sawano Chuan. La figura de Ferreira (una suerte de nuevo Judas que, no contento con renegar de su fe, participó posteriormente en juicios contra otros misioneros) se convierte —a imitación del Kurtz de Joseph Conrad— en el corazón tenebroso de la novela de Endo, en la que se narra la expedición de tres jóvenes jesuitas que viajan desde Macao al Japón, dispuestos a conocer la verdad sobre su compañero y antiguo superior. De los tres sólo sobrevivirá a la postre uno, Sebastián Rodrigues, protagonista de la novela.
Se ha escrito que Silencio es una obra «ambigua»; no creemos que lo sea en sentido estricto, pero se trata sin duda de una novela de extraordinaria complejidad moral y teológica, en la que Endo se atreve a zambullirse en las fosas abisales del sufrimiento más extremo, allá donde la capacidad de resistencia humana se enfrenta al silencio de Dios. No es, pues, una novela recomendada para lectores impresionables, o para quienes buscan en la lectura un entretenimiento banal o una moralina edulcorada y tranquilizadora. Hay pasajes de Silencio que nos hielan la sangre en las venas, de una fuerza y una crudeza que por momentos resultan sobrecogedoras, incluso hirientes.
Endo se sumerge sin ambages en las sentinas del Mal, se adentra —como reclamaba Flannery O´Connor al escritor católico— en un territorio que es en gran medida propiedad el Enemigo; y no se recata de mostrarnos las tribulaciones más acerbas de la fe, enfrentada a monstruos impíos, poseídos desde luego por un furibundo odium fidei, pero también dotados de una refinadísima inteligencia que convierte a sus víctimas en peleles desmadejados, a los que pueden manipular y afrentar gustosamente.
Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una época y en un lugar donde la fe católica es hostigada, arrinconada y escarnecida, pero donde aún no se ha llegado a la persecución cruenta del martirio, la lectura de Silencio puede ayudarnos a comprender el horror al que se enfrentan cotidianamente quienes han tenido que defender su fe en épocas o lugares más bárbaros, como les ocurre hoy a los cristianos de Siria o Irak.
EL SILENCIO DE DIOS
Endo, sin embargo, no se limita a exaltar a los mártires que entregan la vida en defensa de la fe; también se propone entender a quienes claudican por falta de valor, incluso a quienes, en medio de la más terrible tribulación niegan a Cristo. Este refuerzo de comprensión alcanza tal vez su mejor expresión en el personaje de Kichijiro, un truhán siempre borracho que ha apostatado y que, sin embargo, busca una y otra vez la compañía del padre Sebastián Rodrigues, como un perrillo sin amo.
Al principio, Rodrigues toma sus quejas y lamentos como «lloriqueos de cobarde»; pero, poco a poco, empezará a mostrarse más comprensivo con la debilidad de Kichijiro: «Ya han pasado treinta años desde que comenzó la persecución y, aunque esta tierra negra del Japón estalla de gemidos cristianos y corre la sangre roja de los misioneros y se van derrumbando las torres de las iglesias, Dios continúa en silencio. He ahí el problema que se oculta en el fondo de las quejas de Kichijiro».
Este silencio de Dios se torna cada vez más doloroso para el padre Rodrigues, sobre todo cuando asiste al martirio de campesinos que prefieren ser ejecutados antes que delatarlo: «¿Por qué sigues tú en silencio? —pregunta Rodrigues, en diálogo con Dios—. Tú tienes que saberlo. Tú sabes que ese campesino tuerto ha muerto, y que ha muerto por ti. Entonces, ¿por qué consientes que continúe la calma? (…) ¿O sea que, el día que terminen matándome, el mundo va a seguir su curso como si tal cosa, exactamente lo mismo que ahora? Después de matarme, ¿cantará la cigarra y seguirá volando la mosca con el mismo aleteo soñoliento?»
Y DIOS HABLÓ…
A lo largo de su periplo en pos de Ferreira, el padre Rodrigues presenciará de incógnito las formas más espeluznantes de martirio, mientras el mundo exterior sigue su rutina sin inmutarse. Cuando por fin el cruel Inoue, señor de Chikugo, lo tenga a su merced, lo escarnecerá sin contemplaciones: «Usted dice que vino aquí a morir por los campesinos. Y resulta que… ¡son ellos los que mueren por usted!» Pero Rodrigues le contesta que, si esos campesinos prefieren morir antes que denunciarlo, es porque la fe en Cristo les da fuerzas.
Entonces Inoue someterá a Rodrigues a la misma prueba terrible a la que antes sometió a Ferreira para quebrar su entereza: mandará colgar bocabajo a varios campesinos en un pozo, dejando que se desangren lentamente entre gemidos; y advierte a Rodrigues que tal castigo será interrumpido tan pronto como el sacerdote apostate mediante el acto de fumie, que consistía en pisar un icono de Cristo. El pasaje es en verdad angustioso, de un dolor apabullante y tenebroso; y justo entonces el padre Rodrigues cree escuchar la voz de Dios, que hasta entonces había guardado silencio: «Písame… Yo he vencido al mundo para vosotros me piséis, he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor…»
En este clímax pavoroso resuena, a modo de reverbero, la reflexión que el padre Rodrigues se había hecho unos capítulos antes, mientras reflexionaba sobre la figura de Kichijiro, quien a la postre acabaría delatándolo ante sus persecutores:
«Cristo, en la Última Cena, le dijo a Judas: “Sal, ve y haz lo que tengas que hacer”. Ni aun ahora que soy sacerdote he podido captar bien el sentido de esas palabras. ¿Qué sentiría Cristo al lanzar a la cara del hombre que le iba a vender por treinta piezas de plata esas palabras? ¿Las diría con ira y odio? ¿O serían más bien palabras nacidas del amor? Si eran palabras de ira, Cristo en ese momento estaba negando la salvación a este solo hombre entre todos los hombres del mundo. Judas habría recibido de lleno el ramalazo de la ira de Cristo y no se habría salvado; y el Señor habría abandonado a su suerte a un hombre caído para siempre en el pecado. Pero eso no podía ser. Cristo trató de salvar incluso a Judas. De no ser así, no tiene sentido que le hiciera uno de sus discípulos».
El padre Rodrigues acabará encontrando la respuesta a este dilema en su propia vida. Nunca sabrá del todo si cedió en su resistencia a los suplicios por compasión hacia los campesinos que estaban siendo atormentados, o si lo hizo para justificar su debilidad; pero sabrá, en cambio, con certeza plena que Cristo lo sigue amando, como sin duda amó a Judas hasta el final. El padre Rodrigues arrastrará, bajo el nombre de Okada Sanemon, una vida humillada en insulsa, una vida anónima y sin entusiasmo, en apariencia alejada de la fe.
Pero, en medio de esa vida sin alicientes, podrá comprobar que Cristo no lo ha abandonado nunca: tendrá ocasión de escuchar en confesión a Kichijiro, su delator, y de perdonarle sus pecados; tendrá ocasión de rememorar muchas veces el martirio de tantos y tantos campesinos, que en su día le había parecido poco memorable; tendrá ocasión de transmitir la fe de forma clandestina a los vigilantes que se encargan de su custodia. A la postre, descubrimos con Rodrigues que «no existen fuertes y débiles, pues… ¿quién puede asegurar que los débiles hayan sufrido menos que los fuertes?»
El señor de Chikugo había asegurado con petulancia al padre Rodrigues que el cristianismo jamás podría prender en la «ciénaga del Japón»; y que bastaría cortar las raíces, impidiendo la evangelización, para que los brotes y las hojas se amustiasen. Antes de expirar, en su vida de humillación y callado sufrimiento, el padre Rodrigues podrá consolarse, pues sabe que las raíces nunca podrán ser cortadas del todo: «En estos momentos soy el último sacerdote católico de este país. Cristo no se ha quedado en silencio. Aun suponiendo que él estuviese callado, toda mi vida hasta hoy estaría hablando de él». Judas, al fin, ha sido salvado.
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En varias ocasiones el papa Francisco ha recomendado la lectura de Señor del mundo, una novela de Robert Hugh Benson (1871-1914) publicada originariamente en 1907 que Leonardo Castellani dio a conocer al lector en lengua española. Señor del mundo merecería figurar entre las más clarividentes utopías siniestras (o distopías, como suele decirse ahora) que jamás se hayan escrito, al lado de 1984 o Un mundo feliz. Sólo que, mientras las obras maestras de Aldous Huxley y George Orwell nos hablan de pesadillas ya cumplidas, la obra de Benson se está haciendo realidad ante nuestros ojos; de ahí que su valor profético sea todavía mayor.
Señor del mundo retrata una época en la que han triunfado el relativismo filosófico, el secularismo a ultranza y el humanitarismo sin Dios; una época en la que, en el nombre de la tolerancia, los creyentes son contemplados primero con recelo, luego con franca animadversión, ya por último perseguidos como facinerosos; una época, en fin, donde el progreso científico y la adoración del hombre han instaurado un simulacro de paraíso en la tierra, donde la eutanasia es administrada a los enfermos como una medicina benigna y la idolatría política encumbra a un gobernante que promete a los pueblos una era de bienestar infinito.
Robert Hugh Benson era hijo de Edward White Benson, arzobispo anglicano de Canterbury, y pastor anglicano él mismo. Tras la muerte de su progenitor, Benson sería recibido en el seno de la Iglesia católica en 1903, con gran escándalo de los ambientes anglicanos, y ordenado sacerdote, con especial dispensa de san Pío X, al año siguiente. El 5 de mayo de 1911, el propio Pío X lo nombraría capellán pontificio ; y ambos, el Papa y su capellán, morirían con apenas dos meses de diferencia. En Señor del mundo, por cierto, Benson escribe un pasaje hermosísimo en el que describe a un ficticio papa que, sin duda, se corresponde con el Papa Sarto: «Era un hombre de avanzada edad, pero muy erguido, el que vio acomodado en el sillón. Era de mediana estatura, de complexión mediana , y con ambas manos aferraba los brazos repujados del sillón. Era su apariencia de una dignidad grande y estudiada. Sin embargo , fue la cara lo que más le llamó la atención, aunque hubo de bajar la mirada tres o cuatro veces, cuando los ojos azules del Papa se clavaron en él. Los párpados trazaban unas líneas rectas que le daban el aire de un halcón, aunque el resto del rostro se hallase en abierta contradicción con ellos. Carecía de filos. No era un rostro grueso, ni delgado, sino bellamente modelado , con un óvalo perfecto. Los labios eran finos, y tenían un deje de pasión en las comisuras; la cristiana, aunque lo hiciera de forma descamada, sin ocultar sus terribles prolegómenos. Y es que Señor del mundo es - como tal vez ya haya adivinado el sagaz lector- una novela sobre los tiempos parusíacos y, más concretamente, sobre el reinado del Anticristo, que impone la religión de la «fraternidad universal», un humanismo sin Dios, caracterizado por la mística de la deificación del Hombre y del Progreso. «Dios, en la medida que era posible conocerlo, era sólo el hombre -reflexiona uno de los personajes principales del libro, el diputado inglés Oliver Brand-; y la paz, no la espada que trajo Jesucristo, es la condición del progreso humano; la paz que brotaba de la comprensión, la paz que emanaba de un conocimiento claro de que el hombre lo era todo».
Inevitablemente , el empeño máximo del diputado Brand es acabar con el cristianismo, que juzga la religión «más grotesca y esclavizadora», propia de «incompetentes, ancianos y disminuidos». Este empeño de Brand encontrará cristiana, aunque lo hiciera de forma descamada, sin ocultar sus terribles prolegómenos. Y es que Señor del mundo es - como tal vez ya haya adivinado el sagaz lector- una novela sobre los tiempos parusíacos y, más concretamente , sobre el reinado del Anticristo, que impone la religión de la
«fraternidad universal», un humanismo sin Dios, caracterizado por la mística de la deificación del Hombre y del Progreso. «Dios, en la medida que era posible conocerlo, era sólo el hombre -reflexiona uno de los personajes principales del libro, el diputado inglés Oliver Brand-; y la paz, no la espada que trajo Jesucristo, es la condición del progreso humano; la paz que brotaba de la comprensión, la paz que emanaba de un conocimiento claro de que el hombre lo era todo».
Inevitablemente, el empeño máximo del diputado Brand es acabar con el cristianismo, que juzga la religión «más grotesca y esclavizadora», propia de «incompetentes, ancianos y disminuidos». Este empeño de Brand encontrará su aparente realización gracias al surgimiento de un senador americano llamado Julian Felsenburgh, dotado de una «extraordinaria elocuencia» y «un prestigio fuera de lo común». En su imparable y apoteósico ascenso, Felsenburgh «no había recurrido a ninguno de los métodos habituales en la política moderna. No controlaba periódicos, no vituperaba a nadie, no defendía a nadie. [...] Parecía más bien que su originalidad se debiera a su pasado inmaculado y a lo magnético de su carácter. Era una personalidad pura, atractiva, como la de un niño radiante. Había tomado a la población por sorpresa, surgiendo como una visión fantástica de las negras y cenagosas aguas del socialismo amerrcano».
Entronizado como líder global, Felsenburgh organiza una Convención de Oriente, donde pronuncia un discurso que a todos deja contentos. La prensa mundial , entregada a su elocuencia, lo celebra así: «Felsenburgh parecía conocedor de la historia, los prejuicio s, las esperanzas, las expectativas de todas las innumerables sectas de Oriente. [...] En no menos de nueve localidades se le saludó como el Mesías por parte de una multitud mahometana. Por último, en América, que es donde ha surgido esta figura extraordinaria, todos hablan bien de él». Oliver Brand, ante el ascenso de este nuevo Mesías, se muestra exultante:
«Había caído Yahvé; el soñador enloquecido de Galilea estaba ya en su tumba; había terminado el reinado de los sacerdotes. En su lugar, se enaltecía la figura extraña y tranquila de Felsenburgh, de poder indomeñable y terura infinita ... Él era el Hijo del Hombre, el Salvador del Mundo.
[...] Allí había alguien a quien se podía seguir con entera tranquilidad, un dios sin duda, un hombre también: dios por ser humano, y humano por ser divino».
Benson no pinta a este Anticristo llamado Felsenburgh con rasgos demoníaco s grotescos, al estilo de un Nerón redivivo, sino más bien -como nos ha sido profetizado como un aparente salvador de la humanidad, un hombre extraordinariamente seductor, de apariencia mansa y dialogante, que con discursos llenos de una retórica emotiva promete un reinado universal de la paz y logra enardecer a las multitudes, que acaban tributándole el culto reservado a los dioses. Esta paz anti-erística la logra Felsenburgh firmando una alianza con las sectas mahometanas del Oriente; después, consiguiendo el bienestar universal, mediante el control mental de las masas y la benévola administración de la eutanasia a los díscolos y los infelices; por último, unificando el mundo bajo su autoridad e implantando oficialmente la religión humanista (o, más exactamente, antropólatra) y erradicando los últimos reductos de cristianismo que se resisten a aceptar la colonización ideológica.
Por supuesto, los pocos cristianos resistentes son considerados una secta de peligrosos delincuentes; y se decreta contra ellos la persecución , que las masas cretinizadas acogen con orgiástico alborozo ciudadano, como en una auténtica fiesta de la democracia, que diría un cursi. Benson describe así la persecución decretada por Felsenburgh: «En tiempos muy lejanos, el ataque de Satán se desató por el flanco corporal, con látigos, fuego y fieras; en el siglo XVI se produjo por el flanco intelectual; en el siglo XX, por los resortes de la vida moral y espiritual. Aquel ataque, en cambio, parecía llegar por los tres flancos a la vez. Sin embargo, lo que más temor producía era la influencia patente del humanitarismo: sobrevenía, como el reino de Dios, revestido de un inmenso poder; aplastaba a los imaginativos y a los románticos; asumía, más que afirmaba, su propia verdad incontrovertible; aplastaba y sofocaba, no hería, y ganaba terreno con el estímulo del acero o de la polémica. Lograba abrirse paso casi palpablemente en las conciencias. Personas que apenas conocían su nombre ya profesaban sus dogmas; los sacerdotes lo habían absorbido, igual que absorbían a Dios en la Comunión; los niños bebían su jugo como antaño hacían con el cristianismo [...]. Y, por último, llegaría a revestirse con la vestimenta de la liturgia y el sacrificio, y una vez hecho esto la causa de la Iglesia, de no mediar una intervención de Dios, habría concluido para siempre».
Y, mientras prosigue la persecución contra los cristianos resistentes, Felsenburgh ofrece a las masas cretinizadas la solución de los problemas económicos que las afligen. Para ello, recurre a una simbiosis de capitalismo y socialismo, hasta lograr detener la carestía e instaurar una nueva era de euforia y abundancia, aunque sean la euforia y la abundancia del hormiguero, donde los hombres, bien alimentados y asistidos en sus necesidades materiales, se convierten en infrahombres despreocupados del destino de su alma. La nueva religión que postula Felsenburgh es una suerte de cristianismo fingido, caracterizado por la mística de la deificación del Hombre y del Progreso, que pronto tendrá sus seudoprofetas y seudoapóstoles, dispuestos a propagarla hasta los confines de la tierra. Naturalmente, la entronización de esta parodia de religión discurrirá paralela a la persecución de los cristianos, que son juzgados por la plebe como una secta de delincuentes; una persecución que Felsenburgh no hace al estilo de aquellas sangrientas orgías de los Césares de antaño, sino de forma mucho más aséptica y taimada, envolviéndola de hipocresías cívicas (hoy diríamos «laicistas», para entendernos) que no hacen sino aumentar su prestigio a los ojos de la «opinión pública». Felsenburgh, en fin, es soberbio, mentiroso y cruel, aunque se finge virtuoso; e instaura un reinado de alegría postiza y exterior que esconde la más aciaga angustia. Es un hipócrita; pero no al estilo burdo del Tartufo de Moliere, sino al estilo de los fariseos, que por todo el inundo eran tenidos por santos. También es un orgulloso hinchado de vanidad, pero disfraza esta lacra con los vistosos ropajes de las virtudes estoicas. Felsenburgh promete a sus súbditos una libertad de placeres y diversiones; pero frente a la desesperación no tiene otro consuelo que brindarles sino la eutanasia subvencionada.
Señor del mundo, sin embargo, no es una novela pesimista; y sólo cristianos blandos y buenistas pueden considerarla como tal, pues está penetrada toda ella por una esperanza indesmayable en la Segunda Venida de Cristo, que pondrá fin a la misión terrenal de la Iglesia e instaurará la dicha definitiva de la Jerusalén celeste. Sólo una fe adulterada que trate de escamotear la gran tribulación que los cristianos habremos de padecer antes de esa Segunda Venida puede tildar de pesiinista esta portentosa obra de Robert Hugh Benson.
* ROBERT HUGH BENSON, Señor del mundo (Cristiandad, Madrid, 20 13), 400 pgs; (Homo Legens, Madrid, 2009), 287 págs.
4
No ha habido en nuestra vida un descubrimiento literario tan grato como el de Leonardo Castellani (1899- 1981); y tal vez podríamos añadir que ninguna lectura nos ha ayudado más que la de sus libros, en las noches oscuras del alma. Castellani se muestra en cada uno de sus libros pensador profundo y observador perspicaz, escritor dotado de intuición creadora y vigorosa expresividad, de erudiciones enciclopédicas y sin embargo siempre amenas, humorista irresistible y amante de la verdad y de su hermana gemela la belleza. Pero, por encima de sus plurales sabidurías y de sus primores retóricos, lo que más nos admira y sobrecoge en Castellani es su facultad para percibir las realidades naturales y sobrenaturales con la sensibilidad de un poeta y la clarividencia de un profeta; y siempre de un modo contagiosamente católico. Tal facultad de percepción no la proporcionan el estudio ni la ciencia, sino la «unidad de mente», que tal vez fuese conditio sine qua non del pensamiento católico en otras épocas; pero que, desde luego, en la nuestra ya no encontramos casi nunca, porque hemos aceptado un dualismo esterilizante que pretende establecer un dique entre las realidades naturales y las sobrenaturales.
Y, en medio de panorama tan desolador, uno se topa con Leonardo Castellani y descubre que su «unidad de mente» le permite percibir lo que el pensamiento católico ya no percibe, simplemente porque ha dejado de verlo. Así Castellani puede ser polemista y apologeta a un mismo tiempo; y abordar cualquier cuestión que se exponga a su curiosidad desde una perspectiva plenamente católica. Por supuesto, esta «Unidad de mente» que caracteriza el genio de Castellani no se logra mantener sin un acopio de coraje que en nuestro autor alcanzó el grado de heroico; o, dicho más propiamente, de martirial , pues lo obligó a batallar, pluma en ristre, contra la mentira entronizada por los enemigos de la Iglesia, contra la estupidez y la inepcia extendidas entre muchos católicos y también contra las impiedades y fariseísmos que veía aflorar en el ámbito eclesiástico. Así se fue dejando jirones de vida, y hasta de alma, en el esfuerzo; pero nunca desmayó ni un ápice su fe, sino que por el contrario se robusteció hasta adquirir cualidades de diamante.
Desde que fuera expulsado de forma indigna de la Compañía de Jesús, en 1949, hasta que le fuera restituido el ministerio sacerdotal, década y inedia después, Castellani padeció sufrimientos atroces; y, para ganarse la vida, tuvo que resignarse a trabajar como camionero y hasta como repartidor de leche. Pero entendió, como san Pablo, que había que resistir hasta la sangre, que no bastaba con «sufrir por la Iglesia», sino también «a manos de la Iglesia». Milagrosamente, escribió en aquellos años sus mejores obras, entre las que merece destacarse El Evangelio de Jesucristo (1957), que empezó a escribir por incitación de un fiel amigo suyo, Alberto Graffigna, fundador del diario Tribuna de San Juan (Argentina), donde le ofreció colaborar en su periódico. Castellani aceptó el ofrecimiento y propuso a Graffigna una idea muy sencilla: «Hacer notas breves sobre cada uno de los evangelios de los domingos, de modo que el lector encuentre en su casa después de misa la homilía que allí a veces no se da; y a veces se da y es mejor que no se diera, Dios me perdone». Así, a lo largo de todo un año, Castellani fue publicando una serie de comentarios, auténticos prodigios de exégesis ortodoxa, escritos siempre con ese brío perfumado de humor, erudición y poesía que es marca de fábrica en el autor.
Concluido el año litúrgico, Castellani juntó todos sus comentarios en un libro que tituló El Evangelio de jesucristo, precedidos de una larga introducción en la que se adhiere a las sugestivas tesis (hoy bastante olvidadas) del jesuita francés Marcel Jousse, a cuyas clases asistió mientras realizaba la tercera probación en París. Jousse proponía que los Evangelios, al igual que otros libros anteriores de las Sagradas Escrituras, no debían ser analizados según los métodos establecidos para los géneros literarios, por tratarse de piezas recitativas que presuponen el lenguaje oral. Para Castellani, los Evangelios no son prosa poética, ni tampoco el verso libre de los modernistas, ni ningún otro producto híbrido o artificio de nuestra literatura «civilizada», sino «poesía en estado natural», recitaciones pensadas para ser declamadas ante gentes «no visuales sino auditivas, capaces por tanto, si ya no de hacerlos ellos mismos, casi, casi...; y ciertamente de retenerlos desde el principio, fielmente, en sus memorias, no estropeadas aún como las nuestras por el papel impreso». Gentes como la propia Virgen María, capaz de improvisar el hermosísimo Magníficat sobre retazos de los salmos que habría escuchado decenas de veces en la sinagoga.
Esta comprensión de los Evangelios como relatos pensados para la recitación permite a Castellani la solución de los falsos problemas exegéticos planteados por el método histórico -crítico urdido por los teólogos protestantes, que empiezan considerando que los Evangelios son una «elaboración literaria» para acabar degenerando en un «almácigo de hipótesis divertidísimas»; lo que, en el lenguaje irónico de Castellani, debe traducirse por un batiburrillo de proposiciones heréticas. Contra este «almácigo de hipótesis» que desvirtúan la fe arremete Castellani en El Evangelio de Jesucristo, con un humor inequívocamente cervantino, que le permite estoquear por igual a los partidarios del libre examen y a los fetichistas de la Vulgata. Pero donde el estilo penetrante y las iluminaciones geniales de Castellani brillan con todo su fulgor es en los comentarios que componen el cuerpo central del libro, que no son exactamente homilías, ni tampoco meditaciones al uso, ni tan sólo glosas eruditas, ni pequeños tratados de filosofía, sino -como su propio autor prefiere «ensayos existenciales» en los que despliega un repertorio apabullante de conocimientos hermenéuticos, filológicos y literarios sin resultar nunca cargante ni pedantuelo, sino por el contrario de una amenidad y un gracejo insuperables.
El rigor doctrinal de Castellani está siempre aliviado por el perfume de la poesía, por la irrupción de anécdotas chisposas, por la digresión en apariencia impertinente que acaba viniendo como anillo al dedo al discurso. Y es que Castellani escribe con la gracia del maître à penser que, a la vez que expone su pensamiento, nutre y vertebra el nuestro, y hasta nos enseña a pensar; y todo ello sin que nos demos cuenta, con esa cortesía máxima del sabio que esconde pudorosamente sus sabidurías. El Evangelio de Jesucristo es un libro lleno de un ardor por la verdad que incendia cualquier asunto del que trate; y que, a la vez que dilucida los pasajes más controvertidos de los textos evangélicos, completa un retrato de Jesucristo a la vez majestuoso y humanísimo, de una originalidad a veces desconcertante (así, por ejemplo, cuando glosa su sentido del humor, asunto sobre el que los teólogos nunca han querido pronunciarse demasiado), pero siempre fiel a la tradición.
Especial mención merece la sugestiva interpretación que Castellani nos ofrece de las parábolas evangélicas, tanto de las más sencillas y divulgadas (así, por ejemplo, la del hijo pródigo, en donde nos propone una muy iluminadora explicación de la misericordia divina) como de las más complejas y peliagudas (por ejemplo, la del administrador infiel). Hay comentarios en verdad pasmosos en su alarde de perspicacia y sutileza, como el que dedica al pasaje de las tentaciones de Cristo, que compara con las tentaciones que la Iglesia sigue sufriendo en nuestro mundo. No hay espacio en estos breves ensayos para la moralina rutinaria, los pestíferos lugares comunes o la sociología de baratillo; porque Castellani elige siempre una perspectiva novedosa que desarma nuestros prejuicios. Y, a la vez que glosa los dichos y los hechos de la vida terrena de Jesucristo, aprovecha para introducir muy jugosas meditaciones sobre algunos de sus temas predilectos, desde el patriotismo al fariseísmo, sin descuidar nunca la escatología, que era su preocupación primordial y más constante.
Una obra, en fin, que afianzará el sensus fidei del lector, a la vez que le proporcionará innumerables deleites literarios, tanto por las delicias de su estilo como por la hondura de sus conceptos. Y es que Castellani es uno de esos pocos escritores que saben a la vez mirar «más adentro y más allá», porque están llenos a reventar de la única libertad que colma: aquella que, en medio de las tempestades y naufragios de la vida (y Castellani padeció muchos), se ata en obediencia a la Cruz.
* LEONARDO CASTELLANI, El Evangelio de Jesucristo (Cristiandad, Madrid, 20 11), 434 págs.
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C. S. Lewis (1898-1963) ha sido uno de los intelectuales más importantes del siglo XX y uno de los escritores más influyente de su tiempo. En 1943 publicó “La abolición del hombre” ("The Abolition of Man") que, en su brevedad, es uno de sus libros más lúcidos y que aportan un diagnóstico más certero sobre lo que ocurre en la sociedad actual. Hace poco ha sido reeditado en español.
El autor de las célebres “Crónicas de Narnia” nos propone una vindicación de la ley natural, a la vez que nos alerta sobre los peligros de una educación que, fundándose sobre el subjetivismo, trate de apartarse de esa senda, sustituyendo los juicios y los valores objetivos por los puros sentimientos. El libro, que se complementa con un repertorio de sentencias morales coincidentes, aunque originarias de tradiciones culturales diversas –confuciana, platónica, aristotélica, judía o cristiana–, postula que cualquier civilización procede, en último extremo, de un centro único; y que el único modo de llegar a ese ‘centro’ es siguiendo un camino, una ley natural inspirada por la Razón. El ensayo de C. S. Lewis cobra una actualidad candente en una época como la nuestra, en la que mediante la educación se pretenden instaurar nuevos sistemas de valores ad hoc que se presentan como conquistas de la libertad, pero que no son sino disfraces de una pavorosa esclavitud, formas sibilinas de manipulación que despojan al hombre de su condición humana.
El orden natural El orden natural inspira a la Razón la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y buenas y otras, realmente falsas y nocivas. Ninguna emoción o sentimiento tiene en sí mismo lógica, pero puede ser racional o irracional según se adecue a la Razón o no. El corazón nunca ocupa el lugar de la cabeza, sino que puede, y debe, obedecerla. Siguiendo a Platón y Aristóteles, C. S. Lewis sostiene que este orden natural que inspira a la Razón no es uno cualquiera de entre los sistemas de valores posibles, sino la fuente única de todo sistema. Las nuevas ideologías proponen sacar de contexto y tergiversar aspectos diversos de ese orden natural; su rebelión sería algo así como “la rebelión de las ramas contra el árbol”: si los rebeldes del orden natural pudieran vencer, se encontrarían con que se han destruido a sí mismos. “La mente humana –afirma Lewis– no tiene más poder para inventar un nuevo valor que para imaginar un nuevo color primario o, incluso, que para crear un nuevo sol y un nuevo firmamento que lo contenga.” Lo cual, por supuesto, no quiere decir que no se pueda progresar en nuestra percepción del valor; pero esas percepciones nuevas tienen que realizarse desde dentro del orden natural, no desde fuera. Sólo el hombre que se ha dejado guiar por el orden natural puede profundizar en los valores que de él emanan.
¿En realidad vale la pena? En nuestra época, la infracción de la ley natural es con frecuencia percibida como una conquista del progreso. Para C. S. Lewis, lo que denominamos `conquista´ no es sino imposición del poder de unos hombres sobre otros. Ilustra su aserto con el ejemplo de los anticonceptivos, una consecución del progreso que la mayoría de los hombres considera un logro. Pero, para Lewis, lo que los anticonceptivos permiten a una generación humana es convertirse en dueña de las generaciones venideras. A través de la contracepción, se niega o restringe la existencia de las generaciones venideras, se las obliga a ser –sin que se les pida opinión– lo que la generación actual decide tiránicamente. Así, concluye Lewis, «lo que llamamos poder del hombre sobre la Naturaleza se revela como poder de algunos hombres sobre otros con la Naturaleza como instrumento». Algo similar ocurre con la educación que se rebela contra la ley natural: la generación actual ejercita un poder sobre las generaciones venideras, un poder que, en lugar de hacerlas más fuertes, las debilita, dejándolas más inermes en manos de los grandes planificadores y manipuladores. Todo poder conquistado por el hombre es también un poder ejercido sobre el hombre. A la postre, la educación que se revuelve contra la ley natural resultará ser el proyecto de algunos cientos de hombres sobre miles de millones de ellos. El peldaño final se alcanzará cuando, mediante esa educación, el hombre logre un completo control de sí mismo; pero ese control se logrará mediante la abolición de la naturaleza humana. Seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos; pero ¿merecerá esa especie resultante el calificativo de humana? Ese poder del hombre para hacer lo que le plazca, ¿no será en realidad el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place? Trataremos, de la mano de C. S. Lewis, de dar respuesta a este interrogante en la próxima entrega.
Emancipados de la naturaleza
Nos preguntábamos, siguiendo los razonamientos de C. S. Lewis en su ensayo “La abolición del hombre”, si el poder del hombre para hacer lo que le plazca no es, en realidad, el poder de unos pocos hombres para hacer de otros hombres lo que les place. Inevitablemente, la principal vía para instaurar esta nueva dominación será, a juicio de Lewis, la educación. Los antiguos educadores acataban esa ley natural, común a todas las tradiciones culturales, a la que nos referíamos en un artículo anterior; no trataban, por lo tanto, de educar a los niños conforme a esquemas preestablecidos por ellos mismos. “Pero los que moldeen al hombre en esta nueva era –vaticina Lewis– estarán armados con los poderes de un estado omnicompetente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la posteridad a su antojo”. Los valores que estos nuevos manipuladores impongan ya no serán la consecuencia de un orden natural que inspira la Razón; por el contrario, generarán juicios de valor en el alumno como resultado de una manipulación. Los manipuladores se habrán emancipado de la ley natural, presentando dicha emancipación como una conquista de la libertad humana. Para ellos, el origen último de toda acción humana ya no será algo dado por la Naturaleza; será algo que los manipuladores podrán manejar. Los manipuladores de ese futuro aciago que Lewis vaticina “sabrán cómo ‘concienciar’ y qué tipo de conciencia suscitar”. Estarán en condiciones de elegir el tipo de orden artificial que deseen imponer. Podrán, en fin, crear ex novo motivos que guíen la conducta humana.
Contenido de "bien" y "mal" C. S. Lewis no presupone que estos manipuladores sean personas malvadas, “pues ni siquiera son ya hombres en el antiguo sentido de la palabra. Son, si se quiere, hombres que han sacrificado la parte de humanidad tradicional que en ellos subsistía a fin de dedicarse a decidir lo que a partir de ahora ha de ser la Humanidad”. ‘Bueno’ y ‘malo’ se convertirán en palabras vacías, puesto que el contenido de las mismas, su significado, lo determinarán ellos mismos, a libre conveniencia, según las conveniencias de cada momento, según el dictado de sus sentimientos. No es que sean hombres malvados; es que han dejado simplemente de ser hombres, se han convertido en meros artefactos, dispuestos a convertir a quienes vienen detrás de ellos en artefactos hechos a su imagen y semejanza. Apartándose de la ley natural, han dado un paso hacia el vacío.
Convertidos en marionetas Cualquier motivo cuya validez pretenda tener un peso más allá del sentimiento experimentado en cada momento ya no servirá. Y en una situación en que quien se atreve a calificar una conducta como buena o mala es menospreciado, prevalece quien dice: “Yo quiero”. La única motivación que los manipuladores aceptarán será la que se guía por su fuerza sentimental. ¿Podemos esperar que, entre todos los impulsos que llegan a mentes vaciadas de todo motivo ‘racional’ o ‘espiritual’, alguno de ellos sea bondadoso? Tal vez, pero desgajados de aquella ley natural que los explicaba y sustentaba, tales impulsos bondadosos quedarán abandonados a su suerte y no tendrán influencia alguna. Tampoco parece probable que una persona entregada al dictado de sus sentimientos pueda llegar a ser buena o recta; tarde o temprano, sus impulsos bondadosos perecerán ahogados ante la pujanza de impulsos caprichosos, liberados de todo freno moral. ¿Y qué ofrece –se pregunta C. S. Lewis– el manipulador a los hombres que pretende abolir? Lo mismo que Mefistófeles a Fausto: “Entrega tu alma, y recibirás poder a cambio”. Pero una vez que hayamos entregado nuestras almas, es decir, que entreguemos nuestras personas, el poder que se nos otorga no nos pertenecerá. Seremos esclavos y marionetas de aquello a lo que hayamos entregado nuestras almas. No podemos entregar nuestras prerrogativas y, al tiempo, retenerlas. O somos espíritus racionales obligados a obedecer los valores que se desprenden de la ley natural o bien somos mera materia moldeable según las preferencias de los amos. Lewis concluye que sólo la ley natural proporciona a los hombres una norma de actuación común, una norma que abarca a la vez a los legisladores y a las leyes. Cuando dejamos de creer en los valores que se desprenden de esa ley natural, la norma se convierte en tiranía y la obediencia, en esclavitud. Y en ésas estamos. No dejen de leer “La abolición del hombre”.
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No ha habido ninguna civilización que sobreviva sin una religión que le dé cauce, le dé forma. La civilización occidental va a correr el mismo destino que Roma. Es un mundo que perecerá. ¿Se transformará en otra cosa? No lo sabemos. ¿Será reducida a añicos? Tampoco lo sabemos. Depende de la religión que llene el hueco. Veamos lo que pasó en el norte de África, una de las regiones más latinizadas del mundo y el islam arrasó con todo. El cristianismo en cambio decidió conservar el legado latino. Hay un intento de creación de una civilización laica, no religiosa, que indudablemente ha fracasado.
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