Misterios, mentiras y secretos en
«El hombre que mató a Liberty Valance»
En "El asesinato de Liberty Valance", el crítico cinematográfico y fiscal Eduardo Torres-Dulce hace un repaso de los misterios, mentiras y secretos que envolvieron el rodaje de una de las más míticas películas de John Ford. En este libro, Torres-Dulce recorre, como experto en el cine de John Ford, los aspectos cinematográficos, sentimentales y jurídicos de El hombre que mató a Liberty Valance, una narración poliédrica, enmarcada en un momento crepuscular de la historia de los Estados Unidos.
El hombre que mató a Liberty Valance es una de las películas más misteriosas y complejas de John Ford y aparece ante nuestros ojos cada vez que la vemos como un insondable archivo de secretos. ¿Quién mató en realidad a Liberty Valance? ¿A quién amaba de verdad Hallie? ¿A su marido, Ransom Stoddard? ¿A Tom Doniphon, que lo sacrificó todo por su amor? ¿Cuál es la razón real por la que los Stoddard viajan de regreso a Shinbone? ¿Por qué los Stoddard no han vuelto jamás a Shinbone ni se han ocupado ni preocupado por los amigos que dejaron allí, como Tom Doniphon, Pompey, Dutton Peabody, Nora y Peter Ericson? ¿De verdad que han regresado solo para asistir al velatorio de un buen amigo, al que no han visto en siglos, como les cuenta Stoddard a los ávidos periodistas?
¿Por qué le oculta inicialmente Hallie a Ransom el gesto de colocar una rosa de cactus sobre el ataúd de Doniphon? ¿Por qué confiesa Ransom Stoddard, tras tanto tiempo, a los periodistas que no fue él quién mató a Liberty Valance? ¿Es verdad lo que Stoddard les cuenta a los periodistas sobre esa confesión que le hizo Stoddard? ¿Es verdad lo que Tom Doniphon le contó a Ransom Stoddard sobre la muerte de Liberty Valance o lo hizo, una vez más, por el amor de Hallie a fin de que Stoddard no tirara la toalla y volviera al este renunciando a todo y especialmente a Hallie?
John Ford nos ofrece con "El hombre que mató a Liberty Valance" una narración fragmentada, rota. Vamos y venimos del presente al pasado y regresamos al hoy. Es una narración suspensiva, anclada en esos misterios que la atraviesan y justifican. Una narración que, como ocurre con todo el cine de Ford, exige al espectador una participación emocional. Un thriller sobre fantasmas del pasado y en especial sobre la elusiva figura de Tom Doniphon: un fantasma siempre amenazador, un personaje más allá de un símbolo, un muerto viviente. Una narración sobre secretos, mentiras y recuerdos. Solo nosotros, los espectadores, somos capaces de reunir las piezas del puzzle de la vida de estos personajes, por mucho que Ransom Stoddard diga a los periodistas que solo él puede contar completa la historia. Porque esa es otra de las dificultades morales de la película: que es Ransom Stoddard, un avezado político, el que nos narra la historia y dependemos de sus recuerdos y de su punto de vista para adentrarnos el filme. Y Stoddard nos narra, y eso añade un plus de complejidad, incluso el flasback dentro del flashback, lo que le contó Tom Doniphon sobre quién en realidad mató a Liberty Valance.
"Ford odiaba las explicaciones de motivación, la retórica de la simbología, las grandes parrafadas grandilocuentes"
Algunos críticos disminuyen la epicidad del relato alegando que es un no wéstern, una especie de wéstern de cámara, rodado en blanco y negro por Ford, cómodamente, en decorados de estudio y en exteriores que lejos de la espectacularidad de Monument Valley detectan un artista cansado y en retirada. Incluso desdeñan la fotografía de William Clothier como sencillamente convencional. Otros en cambio se dejan llevar por un aroma de retirada, se trataría de un wéstern crepuscular, un wéstern de despedida, una suerte de adiós de Ford al viejo Oeste, a sus películas emblemáticas en el género, una suerte de testamento en clave wéstern; claro, que lo mismo dijeron años después de 7 Women (Siete mujeres) nuevamente rodada en estudio y en este caso con un reparto all women y una conmovedora y áspera galería de personajes femeninos presididos por una atea pecadora que se sacrifica por unas misioneras cristianas.
Quizás "El hombre que mató a Liberty Valance" sea todo eso, cada uno es muy dueño de ver en las películas aquellas claves personales con las que se forma un juicio personal o crítico, pero siempre he pensado que abarcar todos los sentidos y significados de esta película es tarea extraordinariamente difícil. Personalmente, El hombre que mató a Liberty Valance es una película que me fascinó desde que la vi, poco después de su estreno, en el cine Bilbao de Madrid, y esa fascinación ha permanecido inalterable a lo largo de los años, ampliándose visión tras visión de la película.
Ford es un artista, un cineasta sutil, lleno de disgresiones y recovecos tanto narrativos como formales, muy dado a que sus personajes, como el propio relato dejen en zona de penumbras: su pasado, sus motivaciones, su futuro. Ford odiaba las explicaciones de motivación, la retórica de la simbología, las grandes parrafadas grandilocuentes. En muchas de sus películas la clave para comprender el sentido del relato se descubre en un plano fugaz, oblicuo, una frase de sentido indirecto, una mirada —o un cruce de miradas—, un silencio, lo que no se dice pero se intuye.
"Es una película que puede entenderse como un wéstern noir o un thriller político, un melodrama amoroso o un ensayo sobre la Historia"
El hombre que mató a Liberty Valance está llena de todos esos resortes. El plano de un féretro desnudo de un hombre olvidado coronado por una flor de cactus, una sombrerera, una diligencia arrumbada y cubierta de polvo, unos libros de leyes remendados y leídos mientras se friegan unos platos, un bistec caído en el suelo de una casa de comidas, la mirada de una mujer asomada a una puerta sobre un hombre que desaparece en la oscuridad de un callejón silencioso, un tiroteo en el que nadie sabe bien quién dispara y desde dónde, un rancho incendiado, un borrachín citando a Shakespeare antes de morir con dignidad, una verdad que es mentira y una mentira que es verdad, una vida construida sobre la gloria y la derrota de la vida que ha hecho posible esa gloria, una mujer que elige a un hombre y nunca olvida a quien abandonó, una escuela multirracial en un pueblo sin escuelas, un marshall que era un gordinflón cobarde pero que al cabo de mucho tiempo es un tipo lleno de dignidad que sabe adónde quiere ir, una mujer que aprieta entre sus manos una sombrerera, un viaje —o muchos viajes— a Shinbone, al pasado que es siempre presente y un regreso que se adivina como de siempre jamás.
Un cactus florecido es lo que Doniphon le regaló a Hallie la noche en la que llegó Stoddard al pueblo, y un cactus es lo que Hallie le ofrece como regalo póstumo al hombre que la amó como nadie en su vida, y que deposita discretamente sobre su ataúd como símbolo del amor que todavía ella le sigue profesando tal y como nos muestra Ford en cada plano que toma a Hallie. Como símbolo de que sobre la sacrificada vida de Doniphon crece la vida y que ella, en el ocaso de la vida, se da cuenta de que hubiera preferido la flor de cactus a las bellas rosas que le ofrecían Stoddard y la civilización. Su expresión, su mirada, su rictus emocionado, triste y profundamente melancólico y afligido se asoma al objetivo de Ford para transmitir al espectador que, quizá, Tom Doniphon fue siempre el dueño de su corazón y que si el pistolero pasó media vida solo, ella la pasó añorando una vida que dejó atrás en busca de una prosperidad y un progreso que, en el fondo, no le hizo feliz. Prefirió caer en brazos de un amor más pragmático que le ofrecía letras, rosas y dinero que en los de otro más pasional, profundo y entrañable porque salía de las propias entrañas del ser. “¿Quién ha puesto la flor de cactus sobre el ataúd de Tom?”, pregunta Ransom Stoddard en el tren de vuelta a Washington. “Fui yo”, responde Hallie con la mirada perdida y el alma enferma de nostalgia.
En la mirada de Hallie sobre la flor del cactus es la que representa la nostalgia de John Ford por el mundo salvaje que se muere. La flor de cactus representa uno de los símbolos, presente o aludido en la cinta, que puede conducir discretamente a percibir la nostalgia por el Lejano Oeste y su leyenda y por el género, que había ido perdiendo su auge desde los 50. La modesta mata salvaje del Oeste, de flores blancas, rosas o amarillas, se opone a las elegantes rosas del Este.
Por eso Doniphon renuncia a representar a Shinbone en el Parlamento democrático, porque él prefiere seguir siendo libre, cabalgar por las praderas, no tener que ir a la escuela y alejarse de cualquier convención social.
Esta lectura del texto fílmico de Ford
trasciende el sentido amoroso porque lo
que también pone bajo sospecha el director americano es la absoluta bondad del
progreso. El progreso aleja a los hombres
de su naturaleza, de sus pasiones y los encorseta en unas convenciones sociales y
normas que anulan algunas de sus mejores
virtudes, las que representa Doniphon y
su relación con Hallie, como son la lealtad, la pasión, la ingenuidad y la libertad
de hacer lo correcto.
Todo eso y posiblemente mucho más es El hombre que mató a Liberty Valance, una película que puede entenderse como un wéstern noir o un thriller político, un melodrama amoroso o un ensayo sobre la Historia y la historia, la ley y la violencia. La riqueza de la película es que abarca todos esos géneros. Es por completo fordiana porque en toda la película, en sus personajes, en su moral narrativa, en el diseño a golpes, en la traza formal, se adivina la ingenuidad pionera de tantos wésterns que John, entonces Jack Ford, rodó en la Universal en los años 10 y 20. Pero también se rastrea la simbología moral de otros wésterns más complejos como 3 Bad Men (Tres hombres malos, 1926) y su heredero en clave de cuento de navidad, Three Godfathers (Tres padrinos, 1948), como su ambiente nocturno de fatalidad y frontera le emparenta con el tercio final de Stagecoach (La diligencia, 1939) y la de My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, 1946) ya que los pueblos de frontera de esas películas, Lordsburg, Tombstone, son hermanos de sangre y violencia de Shinbone.
El tema de fondo de "El hombre que mató a Liberty Valance" es la historia de amor y rivalidad a tres bandas entre Tom Doniphon (John Wayne) y Ransom Stoddard (James Stewart) con Hallie (Vera Miles) pivotando entre ambos. Toda la película se encierra en el corazón y en la cabeza de Hallie, en sus controvertidas decisiones y en lo que de verdad guardaba en su corazón, algo que revelará su viaje de regreso a Shinbone en compañía de su marido, Ransom Stoddard. ¿Homenaje fúnebre al hombre cabal, al amigo leal al que le debe la vida de su marido y la felicidad de su vida? O, más secretamente, la confesión de un error, la confesión de cuánto ha seguido recordando y amando cada día de su vida aTomDoniphon.
Ese secreto, ese misterio en la vida de los Stoddard, se enlaza con el suceso que persigue toda la trama desde que comienza la película: el duelo entre Liberty Valance y Ransom Stoddard. Un duelo resuelto en las calles de Shinbone, una ruidosa noche de sábado, con la muerte del pistolero a manos del novato. O quizás ese suceso que cimentó la vida y el futuro político de Stoddard es una pura falacia, una de esas leyendas que se imprimen en el Oeste para cimentar famas, para crear un aura de frontera que ya no existe. Tom Doniphon desde su silencio en un féretro quizás hable públicamente de aquella noche de duelos de pólvora en Shinbone.
"Ha sido un territorio pleno de violencia y sangre, de vida y muerte, entre indios primero, entre indios y blancos después, entre blancos siempre"
Ese duelo en las calles de Shinbone nos lleva a otra escala de reflexión. John Ford fue calificado por el cineasta Jean-Marie Straub como el más brechtiano de los directores de cine, un artista cuya dialéctica de contradicciones resulta harto difícil de rastrear. El hombre que mató a Liberty Valance es un wéstern y como tal un relato de frontera, la crónica romanceada de unos hechos de los que quedan pocos supervivientes, pocos testigos, la crónica de un tiempo en el que la Historia se aprestaba a girar sobre sus goznes y a alumbrar un mundo nuevo.
Ransom Stoddard llega a Shinbone con su equipaje de ilusiones lincolnianas, desde un este en el que ha estudiado que la vida se atempera a las leyes y que los conflictos individuales y colectivos se someten al imperio de la ley y a la decisión de los jueces y tribunales. Nada de ello existe en Shinbone, un pueblo situado al sur del río Picketwire. La ley y el orden lo representa un gordinflón que duerme en la única celda de la cárcel que no tiene cerradura. Como le advierte Tom Doniphon a Stoddard, en Shinbone, en la frontera, los hombres arreglan por sí mismos sus problemas, con los puños o con las armas de fuego. El avance de las oleadas de emigrantes ha ido poblando el gran desierto americano, desde los grandes ríos a las Montañas Rocosas, desde el Atlántico hasta las nevadas cumbres, la Continental Divide, de esa espina dorsal montañosa y de esta al Pacífico. Ha sido un territorio pleno de violencia y sangre, de vida y muerte, entre indios primero, entre indios y blancos después, entre blancos siempre. Un darwinismo rampante ha surtido de vida y muerte a la colonización. Primero los Mountain Men, los cazadores, exploradores, la expresión de la más pura y radical individualidad, la que representa la frase de Liberty Valance cuando los burgueses de Shinbone le cierran el paso a una asamblea porque no vive en Shinbone, porque no está censado como elector en el pueblo: «Yo vivo donde cuelgo mi sombrero». Luego llegaron los ganaderos y extendieron por los pastos libres millones de cabezas de ganado y seguía no habiendo más ley que la del más fuerte, y esos eran los grandes ganaderos situados al norte del Picketwire. El siguiente conflicto era el de los pastos libres frente a las alambradas de los pequeños rancheros, los granjeros y los agricultores, que reclaman leyes, orden, oficiales que la impusieran, escuelas, iglesias, instituciones públicas, regadíos, ferrocarriles, el incontenible avance del progreso y la industrialización; era el momento de elegir entre una u otra forma de vivir en la frontera o, aún mejor, decidir si la frontera, su estilo de vida, violento, sin reglas, vital, podía pervivir siendo un territorio en manos de los poderosos ganaderos o se transformaba en un estado de la unión, desarrollando las ideas de civilización y progreso.
Ese es el móvil de la narración, junto con la historia de amor a tres bandas, y ambas aparecen inextricablemente unidas.
Porque el joven e ilusionado Ransom Stoddard que diligencia al Oeste con el reloj de su padre, unos cuantos dólares y sus libros de leyes recibe un brutal baño de realidad fronteriza esa noche en medio de un camino desierto. La diligencia en la que viaja es asaltada en plena noche y en el desierto por unos hombres enmascarados y, cuando defiende a una dama viajera tratada brutal- mente por los bandidos, recibe una paliza no menos brutal a manos de un tipo que maneja un látigo con empuñadura de plata. Cuando Stoddard alega la ley, y, quijotescamente, la caballerosidad, ante el ultraje de los bandidos a esa pobre viuda recibe, no menos quijotescamente, más golpes, la ley de la frontera, mientras el bandido rasga los libros de leyes. A ese mundo, a esa frontera, llega el joven Stoddard. Si sobrevive, lo hace merced a que le recoge Tom Doniphon, como un buen samaritano, un hombre de frontera tan peligroso como el bandido del látigo de plata; de hecho este, el notorio Liberty Valance, es el segundo hombre más duro al sur del Picketwire tras Doniphon, según su propia confesión. Desde ese momento el abogado Stoddard, acogido en el negocio de comidas de los Ericson, unos emigrantes suecos, y curado por Hallie, la chica de Tom, o al menos eso se cree él, solo tiene en mente atrapar en la ley a Valance y someterlo a juicio. Ransom Stoddard no lo logrará porque la frontera lo atrapa en su espiral de violencia y deberá dirimir la cuestión colt en mano frente a Valance en las calles de Shinbone. Conforme, como le había pronosticado Tom Doniphon, con la ley del Oeste.
"La mirada fordiana al conflicto de la frontera es misteriosa, compleja, no creo que ambigua, ya que no es John Ford un tipo al que le vayan las medias tintas"
Stoddard, empero, revoluciona Shinbone, fundando una escuela abierta a todos, incentivando el celo profesional del Dutton Peabody, el desilusionado y borrachín editor, propietario y único redactor del Shinbone Star, el periódico del pueblo, liderando el proceso político de la convención de ciudadanos que desean que el salvaje territorio se convierta en estado derrotando a los poderosos ganaderos. Pero todo eso lo hace a la sombra, bajo la protección recelosa de Tom Doniphon, y en la admiración o el amor que por él siente Hallie.
¿Y Doniphon? Tom es un hombre de frontera, pero sus códigos no son los de Valance, un hombre sin ellos. Doniphon puede recurrir a la violencia, a la fuerza, pero solo cuando es desafiado —veremos la secuencia del bistec caído en el suelo del comedor de Pete Ericson, en esa forma de vida de vivir y dejar vivir, sin abusos ni imposiciones—. No creo que vea con satisfacción, aunque su lucidez es notable, el cambio de los tiempos, el cierre de la frontera, el avance de la civilización que contempla con reticencia e ironía. Ayuda a la gente de Shinbone y a Stoddard, con quien no simpatiza, pero al que reconoce valores y coraje personal contra los ganaderos y contra Valance porque comprende que su propio estilo de vida, un rancho pequeño de caballos, una existencia que prevé y sueña tranquila, un hogar en el que vivir y ser feliz con Hallie en el rancho que está ampliando, no tiene sentido si triunfa la ley de la violencia sin tasa de los poderosos.
"Es indudable que Ford —él lo declaró a Bogdanovich a su manera— siente más proximidad por Tom Doniphon que por Ransom Stoddard"
La mirada fordiana al conflicto de la frontera es misteriosa, compleja, no creo que ambigua, ya que no es John Ford un tipo al que le vayan las medias tintas ni las ambigüedades, aunque tampoco sea un hombre de grandes certezas morales o sociales. Es indudable que Ford —él lo declaró a Bogdanovich a su manera— siente más proximidad por Tom Doniphon que por Ransom Stoddard, aunque su irreductible individualismo le lleva a la idea moral y cristiana del sacrificio por la colectividad, muy presente en toda su obra. Pero el sacrificio deja siempre en el alma, un enorme caudal de soledad, desilusión, amargura, desesperación y melancolía, y a eso se reduce, fuera de plano, fuera de la narración, lo que fue la vida de Tom Doniphon tras sacrificar todo por Hallie, no por Stoddard ni sus ideas. Una vida sin futuro, anónima, probablemente poblada por la miseria y el abandono, el alcohol y el olvido de todos, incluidos Hallie y Ransom Stoddard, quienes le debían todo.
Por todo ello creo que la lectura de "El hombre que mató a Liberty Valance" tiene más que ver en claves personales, de estilo de vida, de valores y principios, de moral existencial, que de discurso político y social, una discusión que ha llevado a muchos a disertar con brillantez sobre la dialéctica de cómo se destruye la frontera y sus valores y cómo se construye la modernidad, o cómo es necesario un cierto uso de la violencia para construir una sociedad asentada en el imperio de la Ley y el Orden, en la gobernanza de las instituciones y de los individuos bajo leyes legítimas y justas, todo lo cual subyace evidentemente en la película pero muy instrumentalmente al conflicto personal, al triple duelo Liberty-Doniphon-Stoddard y al más esencial, emocional y sentimental, que es el triple duelo Tom-Hallie-Ransom.
Autor: Eduardo Torres-Dulce. Título: El asesinato de Liberty Valance. Editorial: Hatari! Venta: Todostuslibros
La tensión entre John Wayne y John Ford
y otras curiosidades de
'El hombre que mató a Liberty Valance'
Colisión de vaqueros
La actitud de John Ford con John Wayne fue tan hostil como la de algunos generales en películas bélicas. Dos años antes, director y actor habían coincidido en 'El álamo', western para el que Ford había dirigido algunas escenas sin recibir crédito por ello. El problema fue que pocas de esas secuencias pasaron el corte de la sala de montaje, y al parecer Ford la tomó con Wayne por ese desprecio a su trabajo. Un día en el set de 'Liberty Valance' el intérprete sugirió una pequeña modificación en una escena, y el cineasta se enfureció con él por cuestionarle: "Dios mío, te saco de los westerns baratos, te introduzco a las grandes películas, y me haces una estúpida sugerencia como esa".
La última película
John Ford se adaptó al salto del blanco y negro al color, pero no cabe duda de que la mayoría de sus trabajos más reconocidos fueron filmados en gama de grises, de oscuros y claros. 'El hombre que mató a Liberty Valance' fue su última película en blanco y negro. Una despedida en toda regla de los colores que dotaron de vida a 'Las uvas de la ira' o 'La diligencia'.
Alegría de vivir
John Ford llegó al rodaje de 'El hombre que mató a Liberty Valance' como una estrella absoluta del cine, estatus que justificaba su dictadura durante las grabaciones. En esta película Ford rebajó un poco su dureza habitual, incluso el actor Edmond O'Brien resaltó la felicidad de su director: "Nunca he visto a John Ford más feliz que haciendo esta película; vino radiante cada mañana, y no era algo muy habitual en él".
Reducir costes
El origen de la decisión de rodar en blanco no está del todo claro, ya que Ford señaló que se hizo para incrementar la tensión, pero otras fuentes hacen mención a la necesidad de Paramount de rebajar el presupuesto todo lo posible. De no haber reducido la inversión, Ford probablemente habría recurrido al Technicolor para filmar el largometraje, que habría pasado por una localización tan espectacular y vasta como Monument Valley.
Del suelo al cielo
Actualmente 'El hombre que mató a Liberty Valance' es considerada una de las obras cumbres de la sobresaliente carrera de John Ford, pero en el momento de su estreno no se tuvo la misma consideración. La cinta fue recibida como un trabajo menor del realizador, presentado un año después del estreno de 'Dos cabalgan juntos'. Por suerte el paso del tiempo ha dado la razón al sentido común y no a la fiebre que nubló la vista en su llegada original a los cines, que no hizo justicia a uno de los grandes títulos de la historia del cine estadounidense.
Lifting cromático
Una buena razón por la que se decidió aplicar el tratamiento en blanco y negro fue por la escasa coherencia entre la edad de algunos personajes y los actores que los interpretaban. James Stewart contaba 53 primaveras cuando el rodaje comenzó, y John Wayne 54, por lo que había una brecha de cerca de tres décadas con sus personajes. Esa divergencia no fue tan notable gracias a la ausencia de color, que habría delatado instantáneamente a los dos veteranos actores.
Aval seguro
Las recomendaciones laborales funcionan en Hollywood mejor que en cualquier otro sitio. Después de trabajar con él en 'Los comancheros' meses antes, John Wayne sugirió a Lee Marvin para interpretar el papel del criminal Liberty Valance. John Ford le hizo caso y le otorgó uno de los roles más importantes de su vida, que sirvió de anticipo a su maravillosa e impecable aparición en 'Doce del patíbulo'.
Igualdad temporal
También acerca de esa notable diferencia de edad entre actores y personajes cabe destacar que Ford dudó a la hora de seleccionar a James Stewart para encarnar a Ransom Stoddard. El cineasta se planteó elegir a un actor con una edad acorde a la del joven abogado inexperto en su oficio, que llega al pueblo a desarrollar su vocación. Pero finalmente se decantó por Stewart para no hacer tan evidente la diferencia de edad entre John Wayne y su justiciero personaje, Tom Doniphon.
El mimado del jefe
John Ford y Lee Marvin consiguieron una fantástica química en el set de rodaje, tanto que el actor fue el único que se libraba de las broncas del jefe. Ford le consideraba una persona auténtica, por su carácter, su talento y su servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, un día el equipo de la producción se quedó estupefacto cuando Ford entró al set y Marvin silbó con fuerza. Todos creían que el día iba a comenzar con tormenta, pero el director le dedicó una sonrisa porque aquel silbido era propio de la Armada, para dar la bienvenida al capitán.
Nada de cobardes
"No eres un cobarde. No eres un cobarde". Eso le susurró John Ford a James Stewart cuando perdió la orientación con su personaje. Ese momento tuvo lugar durante el rodaje de la escena de la diligencia, en la que Stewart se encontraba muy inseguro con su rol, hasta que el cineasta se acercó a él y le infundió la confianza que le faltaba.
Lee Marvin
A pesar de la dulce relación de Ford con los Oscar, la película solo fue nominada a uno de esos cuatro premios que ya tenía agrupados en su hogar. Su estreno se produjo en la primavera de 1962, y supuso su reunión con Wayne tras triunfar con obras maestras como 'La diligencia' o 'Centauros del desierto'. Además, dio la oportunidad a los espectadores de ver juntos en pantalla a dos leyendas del western como eran el propio Wayne y Stewart, que compaginaba sus viajes al oeste con otro tipo de dramas y comedias.
'El hombre que mató a Liberty Valance' se considera la última gran película de John Ford, que sigue propagando su influencia 60 años después de su fallecimiento. De las más de 100 películas que filmó Ford, la historia de Stoddard y Doniphon tiene reservado un sitio muy especial en la memoria cinéfila.
(QUÉ GRANDE ES EL CINE)
El hombre que mató a Liberty Valance - 1/6
VER+:
Pendenciero, fabulador, inestable, autoritario y melancólico, John Ford era un tipo verdaderamente duro. Durante su primer partido de fútbol americano en el instituto, se rompió la nariz por tres sitios distintos, pero continuó jugando hasta el final, con el rostro hinchado y ensangrentado. Alto, corpulento, pelirrojo y con un acusado estrabismo, le llamaban “Toro” y “La Apisonadora Humana” por sus violentos placajes y su resistencia al dolor. Durante la Segunda Guerra Mundial, acompañó a las tropas estadounidenses en el frente, rodando varios documentales propagandísticos. Desembarcó en las playas de Normandía y se lanzó en paracaídas en la jungla birmana desde un C-47. Años más tarde, reconocería que descendió rezando avemarías. En la batalla de Midway, exigió al operador de cámara que no detuviera la filmación, pese a que un caza japonés había enfilado hacia ellos. Herido en un brazo, el ejército le condecoró con un Corazón Púrpura. Socialdemócrata en los años treinta, se hizo republicano tras la contienda, pero se negó a colaborar con el macartismo. Como fundador del Sindicato de Directores, rehusó firmar un documento de lealtad a la nación que comprometía a delatar a cualquier presunto comunista empleado en Hollywood: “Creamos este sindicato para protegernos […] de esos hombrecillos que reptan y que afirman que los rusos apestan”. La revolución contracultural de los sesenta despertó su lado más conservador. Apoyó la guerra de Vietnam y aceptó la Medalla Presidencial de la Libertad que le concedió Nixon. John Ford, que desde joven se hacía llamar “Jack”, disfrutaba con su fama de “maldito loco irlandés”. Cuando un periodista escribió que era “el poeta de la epopeya del Oeste”, exclamó: “Menuda gilipollez”.
INDIAN COUNTRY
DOROTHY M. JOHNSON
Incluye "El hombre que mató a Liberty Valance"
y "Un hombre llamado Caballo",
relatos que inspiraron las películas homónimas
de John Ford y Elliot Silverstein.
PRESENTACIÓN
SOBRE EL WESTERN EN GENERAL Y SOBRE
EL WESTERN EN ESPAÑA EN PARTICULAR
Cuando en 1823 Fenimore Cooper da a la imprenta "The Pioners", la primera de sus novelas de la serie «Calzas de cuero», y, poco después, "The Last of the Mohicans" (1827), deja puestas las primeras piedras de un nuevo género narrativo: el Western. Cierto es que Fenimore Cooper muy posiblemente no pretendía tal cosa, sino aclimatar a Estados Unidos ese tipo de novela de ambientación en el pasado con la que su admirado Walter Scott venía triunfando universalmente desde una década antes; pero... lo quisiera o no, sin saberlo, Cooper daba un nuevo universo temático a la ficción y planteaba esa dualidad «Novela histórica de ambiente norteamericano» / «Western» que aún sigue proporcionando materia especulativa a los teóricos de este género.
Sin intentar ahora deslindar dónde acaba la novela histórica, o la de aventuras, y dónde empieza el western, o el policíaco, o el romántico —lo
cierto es que las fronteras entre los géneros narrativos son muy difusas—, sí
puede establecerse que el núcleo fundamental del western está intrínsecamente ligado a un momento y circunstancia concretos de la historia de los Estados Unidos, lo que los norteamericanos denominan «La
Frontera». La vida en la frontera es la materia narrativa del western. Su ámbito geográfico y temporal es amplio y cambiante, pero el que ha cuajado universalmente en el imaginario de lectores y espectadores es, en
concreto, el de la vida en la frontera de los Estados Unidos entre 1860 y 1900.
En ella están instalados el tópico, la realidad y el setenta por ciento de los escenarios del western: ganaderos, tahúres, indios, sheriffs, caballería de los Estados Unidos, el ferrocarril, las diligencias... Pero conviene recordar que el género western —y la Frontera, como concepto— se extiende por diversos territorios y periodos cronológicos de la historia de los Estados Unidos. Esos otros ámbitos, menos frecuentados, acentúan y dan características propias a otros subgéneros o tradiciones narrativas del western, y así, los estudiosos del género hablan de «Gran Norte», «Pre-western», «Western colonial», «Western crepuscular»... Y eso en cuanto a escenarios, porque conviene no perder de vista que, como en cualquier otro género, caben enfoques de comedia, drama, musical, aventuras, parodia, épica, etcétera.
Estas líneas precedentes aspiran simplemente a recordar que si barremos a un lado, sin despreciarlos, los tópicos que el público en general identifica con el western, tenemos una estirpe literaria —como la policíaca, la
fantástica o la de «la novela histórica»— llena de matices, tradiciones, cánones; con unas cuantas decenas de millares de novelas, cuentos, poemas, y otros materiales, susceptibles de ser «obras maestras», «buenas», «malas» o «deleznables»: justo como cualquier otro gran género narrativo. Esta valoración sobre la literatura western, obvia para cualquier lector norteamericano, que en 1902 situaba a The Virginian de Owen Wister —el primero de los westerns «modernos»— como el libro más vendido del año, y ve cómo en las listas de bestsellers de los años veinte se mezclan Sinclair Lewis, con Edith Wharton y Zane Grey, o que entre los diez más vendidos de 1986 Louis L’Amour comparte honores con Stephen King y Robert Ludlum, no parece suscribirla el público lector español.
Los aficionados al cine de nuestro país, sí. Nadie le discute ahora el título de «maestro» a John Ford, Howard Hawks o Clint Eastwood, ni la grandeza a Centauros del desierto, o a "El hombre que mató a Liberty Valance", pero no ocurre lo mismo con la vertiente literaria de este género. En nuestro país, el término «Western» u «Oeste», como aún se sigue frecuentemente diciendo, trae a nuestras mentes... muchas buenas películas; la serie de televisión Bonanza y las novelitas de Kiosco de Marcial La Fuente Estefanía. Los más veteranos suman a estas referencias culturales los nombres de Zane Grey y José Mallorquí. Y los realmente entendidos pueden añadir a lo precedente los nombres de Ernest Haycox y Louis L’Amour... y esto ya da para «notable». Sin embargo esto no fue siempre así. En las primeras décadas del siglo XX los lectores españoles tenían acceso a la traducción del Buffalo Bill Weekly (editorial Sopeña) y se vertían con regularidad al castellano a Mayne Reid, Zane Grey, Peter B. Kyne y James Oliver Curwood. En los años treinta, la época dorada del pulp-western, las colecciones de aventuras españolas dan cabida en sus catálogos a Ernest Haycox, Byron Mowery, Rex Beach, Max Brand, Hoffman Birney y otros muchos clásicos americanos, además de, lógicamente, a Karl May, Salgari, Gustave Aimard y otros europeos cultivadores ocasionales del género. Ya en los años cuarenta, y hasta inicios de los sesenta, además de editarse con gran éxito las novelas y series del muy notable autor local José Mallorquí, se vienen traduciendo y publicando, en ediciones muy dignas, a Ernest Haycox, Edna Ferber, Paul I. Wellmann, Kenneth Roberts, Neil Swanson, Conrad Richter y otros grandes autores, a caballo entre el western puro y la novela histórica ambientada en la frontera norteamericana.
Y, finalmente, en los años sesenta, no menos de quinientas novelas de autores norteamericanos —de esos que en cualquier enciclopedia voluminosa de western merecen al menos un par de párrafos— aparecen en nuestro país inundándolo todo. Eran ediciones muy modestas, hechas básicamente para kiosco, pero lo cierto es que tres o cuatro editoriales españolas de literatura popular, como Molino, Toray, o Bruguera, en colecciones especializadas y mediante acuerdos comerciales con las grandes editoriales norteamericanas del momento, hacen que la producción de western de los años cincuenta y sesenta —Lewis B. Patten, Will Cook, Noel Loomis, Todhunter Ballard, Louis L’Amour, etc.— esté excelentemente representada en español... al menos en cuanto a número de títulos, e ilustraciones de portadas.
Las traducciones, la integridad de los textos, la coherencia en la elección de títulos, la continuidad y el orden de algunas series... eso ya es otra cosa. Y, de pronto, finalizados los sesenta, tras esta sobreabundancia en número, aunque no en calidad de edición, todo desaparece. Solo quedan los intentos aislados de la editorial Videorama — supongo que al albor de algún éxito del sempiterno Louis L’Amour en Estados Unidos—, algunas cosas de ediciones Vértice, las reediciones de Zane Grey, Curwood o Kyne, de la editorial Juventud, aunque casi con consideración de literatura juvenil, y la edición de bestsellers de ambiente western, como el Centennial de Michener, la saga del Bicentenario de John Jakes, o las novelas del detective navajo de Tony Hillerman... No vamos a examinar aquí y ahora las causas de la desaparición del western literario anglosajón de calidad en España. Quizá algo tuviera que ver con ello el triunfo de las novelitas de vaqueros «de a duro» escritas por autores españoles con seudónimo anglosajón que llenaban kioscos y vagones de metro en nuestros años sesenta. ¿Para qué pagar derechos a los americanos y costear traducciones, si un Pérez o un González podían escribirte, por muy poco, «una del Oeste» por semana y se obtenían más beneficios? O quizá circunstancias empresariales más genéricas... Lo cierto es que algo similar ocurrió en aquellos años con las colecciones de ciencia ficción...
Fuera como fuese, el western internacional, a partir de los setenta, salvo contadísimas excepciones, desapareció de los anaqueles de libros en lengua española. Y esa es, aún hoy, la curiosa situación del western en España. Como cine goza del prestigio que lógicamente ha conquistado para público y crítica un género adulto y serio. No han dejado de verse y valorarse los grandes westerns de los últimos cuarenta años, desde Pequeño Gran Hombre (1970), pasando por la Venganza de Ulzana (1972), Bailando con Lobos (1990), El jinete pálido (1985), la serie Deadwood (2004-2006), hasta la última versión de Valor de ley (2011), casi nada nos ha faltado de este cine. En el cómic poco nos hemos perdido del mejor western que se haya convertido jamás en historieta: Blueberry, Jonathan Cartland Comanche, Mac Coy, Durango... con ausencias, pero lo imprescindible ha visto la luz entre nosotros, y se siguen recuperando cosas. En literatura, sin embargo, las ediciones modernas casi no existen. Hay excepciones como Warlock, de Oakley Hall (Galaxia Gutemberg, 2009), Pequeño Gran Hombre, de Thomas Berger (Valdemar, 2004), o Al otro lado del río, de Jack Ketchum (El Andén, 2008), e incluso una gran y muy reciente novela de autor español como Los acasos (Mondadori, 2010) de Javier Pascual.
Las clásicas, las de hace más de medio siglo, hay que buscarlas en librerías de segunda mano y no hay garantía alguna en cuanto a la calidad e integridad de las traducciones. En nuestro país, la corriente general de la literatura western, parece haber quedado oculta tras el éxito del western cinematográfico y anulada por su identificación con la novela de kiosco. No tiene ocasión ni de estar desprestigiada, puesto que es prácticamente desconocida.
Casi todo el mundo conoce y aprecia esta serie de películas: La diligencia, Las aventuras de Jeremiah Johnson, Fort Apache, Centauros del desierto, Un hombre llamado Caballo, Río de sangre, Raíces profundas, El hombre que mató a Liberty Valance, Flecha rota, Los comancheros, Johnny Guitar, Dos cabalgan juntos, La pasión de los fuertes... todas, absolutamente todas estas películas tienen una base literaria de partida y son mencionadas aquí simplemente como ejemplo de muchas otras más. Una lista interminable. Para que todas ellas iniciasen su andadura, a alguien le fascinó una determinada novela o relato y decidió que era una buena historia para convertir en imágenes. Con los nombres de los autores de esas novelas y relatos se puede hacer otra lista, me temo que de autores desconocidos para el lector español: Jack Schaeffer, Will Henry, Alan Le May, Vardis Fisher, James Warner Bellah, Louis L’Amour, Dorothy M. Johnson, Ernest Haycox, Will Cook... algunos con decenas de novelas publicadas. Junto a estos, que mencionamos en relación a sus adaptaciones al cine para movernos en el terreno de lo más conocido por el lector español, otros muchos como Frank Gruber, Gordon D. Shirreffs, Noel Loomis o Elmer Kelton, han venido proporcionando a los lectores literatura de buen nivel.
Algunas de estas novelas aparecieron en castellano hace más de cuarenta años, en ediciones ahora no encontrables, probablemente no fiables y, en todo caso, necesitadas de una buena edición, que las trate con la seriedad y el rigor que merecen. Otras jamás vieron la luz en nuestro idioma. En todo caso, quienes se animen a disfrutar con la lectura de sus clásicos, podrán comprobar que la narrativa western tiene validez por sí misma, no solo en la medida en que haya sido capaz de proporcionar motivos y argumentos a una de las ramas más sólidas y frondosas del cine. La lectura de las viejas ediciones, la constatación de su calidad literaria y la actual vigencia del género —aunque no entre nosotros, de momento— demuestran la existencia de una determinada narrativa que han cultivado, ocasional o asiduamente, algún premio Nobel —caso de Steinbeck—, montones de ganadores del Pulitzer —Conrad Richter, Vardis Fisher, Robert Lewis Taylor, Larry Me Murtry, A. B. Guthrie, etc.—, glorias de otros géneros, como W. R. Burnett, Elmore Leonard, Robert E. Howard o Edgar Rice Burroughs, y que han sido precedidos en este camino por clásicos como Bret Harte, Mark Twain, Jack London o Ambrose Bierce.
Hay una última cuestión respecto al western literario y su relación con el cine homónimo que es pertinente plantear. Con frecuencia, al leer crítica sobre los grandes clásicos fílmicos, al asistir y disfrutar de lúcidos análisis sobre, por ejemplo, John Ford y su tratamiento de la caballería americana en su famosa trilogía, se hace inevitable pensar «¡cuántas de esas virtudes y aciertos de guion que se atribuyen al film estaban ya presentes en los cuentos de James Warner Bellah!». «¡Cómo influyó Bellah en John Ford y luego, a su vez, tras una larga relación, el propio Ford en la narrativa de Bellah!». El cine y la narrativa western han caminado imbricados, influyéndose, casi desde el principio. Los novelistas han visto adaptadas a la pantalla sus creaciones y se han convertido con frecuencia en guionistas.
Al igual que pasó con el hardboiled y el «cine negro» americano. Cuando los aficionados al cine western tengan acceso a la parte literaria del género van a disfrutar de veras. Cuando lean —y es nuestra intención tener un volumen disponible muy pronto— los cuentos de James Warner Bellah, le sacarán aún más jugo a Fort Apache o Río Grande: cuando puedan comparar los cuentos de apaches de Haycox con los de Bellah y recordar películas... En fin, esperamos que esto ocurra más bien pronto. Como decíamos antes, la narrativa western tiene validez por sí misma, pero también potencia y se ve potenciada por su aliado el cine. Quizá vaya siendo ya hora de disponer de traducciones serias y fiables que permitan disfrutar y conocer todo este universo literario.
SOBRE DOROTHY JOHNSON EN PARTICULAR
Habitualmente se desconoce o no se tiene en cuenta que muchas de las obras maestras del wéstern cinematográfico clásico son adaptaciones más o menos fieles de textos literarios, de relatos o novelas. Si alguien se sorprende por el dato, no tiene más que acudir, por ejemplo, a la filmografía por excelencia del género, la de John Ford.
La venerable señora que aparece sentada frente a su escritorio en la foto de la izquierda se llamaba Dorothy M. Johnson, y fue, aunque pueda parecer chocante, una de las autoras que más y mejor escribió sobre las andanzas de indios y pistoleros en el viejo y lejano oeste americano.
Desde que hace unos pocos años empezó a rondarnos la idea de hacer una colección de western como la que ahora se inicia, pensamos que nadie mejor que Dorothy M. Johnson (1905-1984) para inaugurarla. Sus cuentos son espléndidos. No sé si los mejores que se han escrito en western o de los mejores, pero en esos niveles se mueve esta autora de Montana ya desaparecida.
Aunque no se ha hecho hincapié en la presentación, el Western es un género literario que está muy vivo. Como pasa en ciencia ficción, terror o policíaco, los escritores profesionales y los aficionados al western celebran convenciones anuales, tienen asociaciones, convocan premios y editan revistas. El premio más importante de narrativa western es conocido como Spur Award, y se entrega todos los años desde 1953. Empezó con las categorías de «mejor novela», «mejor relato corto», «mejor novela histórica», «juvenil» y «crítica», y fue creciendo y creciendo en categorías hasta dar en nuestros días premios en 17 apartados. La asociación profesional de escritores Western Writers of America, es la asociación profesional de escritores de western más nutrida e influyente. También se dan otra serie de premios, como el Western Heritage Award y otros, pero, a lo que estábamos: en cierta ocasión la Western Writers Association (año 1995) efectuó una votación entre sus miembros, escritores profesionales de western, para ver cuál era para los asociados la mejor novela western del siglo XX, el mejor relato, la mejor... etc. Bien, la votación para saber cuál era el mejor relato de western del siglo XX, quedó así:
2 — A Man Called Horse, Dorothy M. Johnson
3 — To Build A Fire, Jack London
4 — Lost Sister, Dorothy M. Johnson
5 — The Hanging Tree, Dorothy M. Johnson
De los cinco más votados cuatro son de Dorothy M. Johnson y uno de Jack London. ¿Qué más se puede decir? Sí, que tres de ellos han dado lugar a películas inolvidables —El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo y El árbol del ahorcado—, pero seguirían siendo igual de buenos si nadie se hubiera fijado en ellos. Estos títulos ponen de manifiesto que en una colección de clásicos del western muchas de las obras escogidas tendrán versión fílmica. No porque intencionadamente se busquen novelas que hayan dado origen a películas, sino porque es frecuente que una gran novela o relato americanos, de cualquier género, acabe siendo llevado a la pantalla. Sobre la calidad como escritora de relatos de Dorothy M. Johnson poco hay que decir. No hay mucho que desentrañar. Todo queda a la vista. No se puede manejar una paleta de registros tan amplia en emociones con menos artificios. Contundente, inteligente, irónica, a veces dura hasta la crueldad, con frases muy cortas, consigue transmitirle al lector que lo que le está contando es verdad, que su recreación de la vida en la frontera es la más creíble que uno haya podido leer nunca. Buena parte de su narrativa está centrada en la relación entre blancos y pieles rojas. Con una gran capacidad para mostrar de una forma creíble y sincera, muy empática, los irreconciliables puntos de vista de unos y otros. A veces Johnson narra cosas terribles, y cuando la leo suelo recordar una reflexión de Hitchcock en la que venía a decir: «no se puede tener en vilo durante casi una hora al espectador con una amenaza sin darle luego el alivio de que esta situación se resuelva favorablemente».
Siempre pienso que Dorothy M. Johnson sí puede hacerlo, con ella nunca puedes estar seguro de que todo acabará bien. Señalar también que, no siendo una autora excesivamente prolífica, su porcentaje de excelencia resulta apabullante. En dos volúmenes no muy extensos, se recogerán en esta colección de VALDEMAR prácticamente todos sus relatos western. Con tan escasa producción Dorothy M. Johnson está a la altura de los mejores cuentistas anglosajones de todos los tiempos. De hecho, alguno de sus relatos suele ser seleccionado para las antologías de narrativa breve norteamericana, sin restricción de géneros. En cuanto a las grandes antologías genéricas de narrativa western, en fin, por mencionar las más populares, Lost Sister ha sido seleccionada en doce ocasiones, A Man Called Horse en quince, y "The Man who shot Liberty Valance" en siete. Todo un clásico.
Este primer volumen corresponde al titulado originalmente Indian Country (1953), que en Estados Unidos se suele editar con el título de A Man Called Horse, el título del relato más popular de los comprendidos en ella para el mundo anglosajón. Valdemar mantiene el título original, lndian Country, por sus resonancias épicas, citando en el subtitulo los dos relatos más célebres: Un hombre llamado caballo, El hombre que mató a Liberty Valance y otras historias del Far West. Un segundo libro de relatos The Hanging Tree (1957) contiene casi todo el resto de su producción western.
Nuestra intención es publicarlo con el nombre de El árbol del ahorcado y otros relatos. Es también autora de dos novelas: Buffalo Woman y At the Buffalo Returning, de novelas juveniles como Farewell to Troy y Witch Princess; ha escrito una biografía de Sitting Bull (Warrior for a Lost Nation), y ensayos tan sugerentes y evocadores como Western Badmen (1970), Famous Lawmen of the Old West (1963), o The Bloody Bozeman: The Perilous Trail to Montana’s Gold (1971). No contó con demasiadas distinciones honoríficas. Una de las más curiosas y menos académicas es la de haber sido elegida miembro adoptivo de la tribu Piesnegros en 1959.
Recibió el Spur Award por su narración Lost Sister en 1957, y en 1976 el Levi Strauss Golden Saddleman Award por su contribución al conocimiento y dignificación de la historia y tradiciones conformadoras del western; y, también, el Western Heritage Wrangler en 1978. Por lo demás, se dedicó a escribir artículos y relatos para magazines como Argosy, The Saturday Evening Post o Colliers, a cartearse con otros grandes del western como A. B. Guthrie o Jack Schaeffer —colega eterno y autor de westerns como Shane (Raíces profundas)—, a la enseñanza en la Universidad de Montana, y a desempeñar diversos cargos en la Montana Historical Society y en la Montana Press Association.
Recalco de nuevo que es un honor dar inicio a «Valdemar / Frontera», una colección específica de narrativa western, la primera en años que intenta publicar este género con el adecuado nivel de dignidad, con la mejor narradora de cuentos western del siglo XX: Dorothy M. Johnson.
Esperamos que pronto podrán sumarse a su nombre los de otros grandes de
este género, como James Warner Bellah, Vardis Fisher y otros.
* * *
Se dedican novelas, se dedican ensayos, pero no se dedica una colección. Es de justicia señalar, sin embargo, que cuando dudábamos sobre la viabilidad de una colección de clásicos de narrativa western, Rosa siempre lo vio claro.
Con amor,
Alfredo Lara
El arbol del ahorcado y otr... by andres gallardo
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