UN VIRUS PARA UN DICTADOR
La casualidad ha querido que el colofón a décadas de paz y prosperidad no fuera una guerra, como ha sido tradición en Occidente, sino una pandemia. Este suceso, como casi todo lo que depara el futuro, era imprevisible, pues más allá de que se contemplara como una posibilidad en determinados estamentos científico o, incluso, administrativos, ha tenido el mismo efecto que si nadie lo hubiera previsto. Y por más que se siguiera con aparente prevención lo que sucedía en China, la Covid-19 se ha llevado por delante nuestro estilo de vida en un abrir y cerrar de ojos. De pronto, nos hemos encontrado confinados, perplejos y pendientes de los macabros contadores de víctimas.
Pero más allá de la alarma sanitaria, sorprende la naturalidad con que hemos aceptado la pérdida de libertad, no ya cuando la expansión de la epidemia estaba fuera de todo control, que era comprensible, sino cuando los datos nos muestran que es imprescindible compatibilizar la libertad con el instinto de conservación, con todas las prevenciones y siguiendo los protocolos sanitarios oportunos.
Esta renuencia a recuperar la libertad se justifica en el fenómeno del rebrote. A pesar de que podemos monitorizar cualquier repunte y que hemos aprendido bastante sobre lo que hicimos mal al principio, y que ahora podemos hacer bastante mejor, de pronto la libertad se ha vuelto impopular, se ha asociado con la irresponsabilidad, cuando en realidad libertad y responsabilidad son inseparables. De hecho, renunciar a la libertad no es un acto de responsabilidad, es justo lo contrario. Quien decide no ser libre no es porque sea más responsable, sino porque es un irresponsable: quiere que otros decidan por él.
Sin libertad no hay seguridad
Sin embargo, esta actitud no es una consecuencia del coronavirus, es anterior. La pandemia, si acaso, está sirviendo para pervertir el orden de las cosas sin disimulos, descomponiendo el monomio Libertad-Seguridad en un binomio donde cada uno de los términos se vuelve excluyente respecto al otro.
Lo cierto es que donde no hay libertad no puede haber seguridad. Quien no es libre no es dueño de su destino, todo lo que tiene y todo lo que es, todo lo que podría tener y lo que podría ser queda al albur de las decisiones de terceros. La renuncia a la responsabilidad individualidad en favor de la inmersión del individuo en una supuesta unidad de destino colectiva implica que los derechos fundamentales, como desplazarse libremente, puedan tipificarse como delitos, o que algo tan básico como ir trabajar quede a expensas de decisiones administrativas cuyos criterios no necesitan ser elucidados, ni siquiera expresados con claridad. El Gobierno puede decidir casi cualquier cosa de cualquier manera, para ello basta que sus decisiones lleven implícita la salvaguarda de la Seguridad para convertirse en normas sobreentendidas que no necesita trasladar al papel, mucho menos razonar, tan sólo anunciar en una comparecencia televisiva llena de buenos sentimientos.
Resulta sobrecogedor ver a los nuevos clérigos de la Seguridad rasgarse las vestiduras y clamar al cielo horrorizados al contemplar una imagen en la que las personas pasean por la calle, y que al mismo tiempo ni se inmuten cuando la televisión oficial mezcla la información de los desastres de la pandemia con la emisión de una serie cómica, cuajada de humor barato y aplausos enlatados, que banaliza la tragedia. Ocurre, sin embargo, que el ideal de la Seguridad, al que tan devotamente sirven, lleva aparejada la exigencia no ya de razonar sino de sentirse bien. Esto implica paradójicamente sumirse en la inconsciencia; es decir, dejar de sentir. Los clérigos de la seguridad no razonan, sino que pretenden poner en boca de todos las palabras de Calígula:
“El mundo, tal como está, no es soportable. Por eso necesito la luna o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo.”
Así, que las calles permanezcan desiertas no sirve para que el virus desaparezca, pero genera la ficción de que la amenaza ha sido conjurada. Y para que esta ilusión se mantenga en el tiempo es condición necesaria renunciar a la libertad de forma indefinida. Lo advirtió el epidemiólogo sueco Anders Tegnell, una vez que entras en un encierro, es difícil salir de él, porque ¿cómo vuelves a abrir?, ¿cuándo?… En realidad, nunca vuelves a salir del todo, porque una vez legitimada la arbitrariedad para preservar la seguridad, cualquier sensación de peligro —no ya un peligro cierto, sino la sensación— permitirá repetir la fórmula una y otra vez, hasta que se vuelva realidad el futuro imaginado por Orwell:
—Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma una persona su poder sobre otra?
Winston pensó un poco y respondió: —Haciéndole sufrir.
—Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. […]. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente.
Cuando la libertad se vuelve delito
Antes de la Covid-19 en Occidente había demasiadas aberraciones oficiales sobre las que muy pocos osaban manifestarse abiertamente, discrepar y oponerse. La intromisión sin límites de los gobiernos en el ámbito privado de las personas, en su toma de decisiones, hasta las más cotidianas y elementales, estaba en el origen de esta anomalía. Ya entonces habíamos cruzado todas líneas rojas en el avance de la corrección política, en la censura del lenguaje, en la división y atomización artificial de la sociedad en grupos buenos y malos, víctimas y verdugos, en el fomento desde el poder y los medios de información de un sentimiento de culpa insuperable que debía anidar en el individuo, tan sólo por ser miembro de una determinada raza, por su sexo, por ser ciudadano de un país occidental… y ahora también por desplazarse sin permiso.
La pasividad de periodistas, políticos, expertos y buena parte de la opinión pública ante la progresiva liquidación del ámbito privado de las personas ha contribuido a la banalización del mal sobre la que ha caído el SARS-CoV-2 como la lluvia torrencial que se precipita sobre un terreno peligrosamente reblandecido. El poderoso efecto que produce el ejercicio burocrático del poder estatal, donde hasta lo más abyecto se convierte en rutinario, nos lleva a considerar, no ya normal, sino digno de elogio combatir la libertad en mor de la seguridad. Sin embargo, ningún virus debería hacernos olvidar que es el poder del Estado el que debe ser contenido y controlado por el ciudadano, por las leyes. Nunca al revés.
CONFINADOS Y OBEDIENTES
Ante la sexta prórroga del llamado “estado de alarma” ya podemos decir dos cosas: somos el país que más tiempo ha estado sometido a la arbitrariedad estatal por causa de la COVID-19 y somos los sufridos obedientes más conformistas del planeta. No importa que limiten nuestras libertades. No importa que miles de familias hayan tenido que aguantar meses sin recibir ingreso alguno, no importa que las cifras de paro se disparen o los cierres empresariales se multipliquen: nos va que nos castiguen. O, dicho de otra manera, no nos gusta nada especular.
Toda acción humana es una especulación. Siempre que actuamos ponemos en juego varios resultados: existe la posibilidad de satisfacer nuestras necesidades, pero también se corre el riesgo de fracasar en la consecución de estas. Esta incertidumbre es la que permite el desarrollo de una importante virtud: la prudencia. Podemos iniciar o rechazar una acción en función de nuestra experiencia, de nuestra prudencia. O rediseñar una y cien veces lo planeado. Cuando unimos prudencia y responsabilidad, aparece la madurez: asumimos que también podemos equivocarnos y deberemos aceptar y asumir las consecuencias de nuestros actos, las buenas y las menos buenas. Precisamente es la toma de conciencia de que las propias acciones acarrean consecuencias la que hace de la responsabilidad (y su asunción) una virtud ineludible en el ejercicio de la libertad.
En el fondo, sin embargo, somos unos simples. Unos simples felices y despreocupados. Esta crisis epidemiológica demuestra, entre otras cosas, que nuestra fe en el Estado, en tanto que encarnación del pueblo, como ente omnipotente y sabio, es inquebrantable. Todo ocurrirá tal y como se decida en el marco del Estado. Los sagrados parlamentos, los ungidos representantes políticos y el aparato de especialistas a su servicio, en tanto que encarnación democrática del pueblo, establecen no sólo el marco de acción de cada uno de nosotros: deciden lo que va a pasar, evitan lo que no debe ocurrir. Las leyes y normas que nacen del Estado son, por tanto, las leyes y normas que nacen de “nuestra voluntad”, conforman el marco social ideal para cada uno de nosotros y evitan los desastres a los que nos podamos enfrentar. ¿Acaso lo duda?
CUANTO MAYOR ES EL EMPEÑO DE NUESTROS GOBERNANTES POR ASUMIR LA RESPONSABILIDAD DEL DESARROLLO SOCIAL A TRAVÉS DE LA POLÍTICA, MAYOR ES EL GRADO DE USURPACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL
Nos dicen los Sánchez, Iglesias y compañía que poner en duda los frutos positivos del esfuerzo legislador es poner en duda los cimientos mismos de la democracia. Quien proteste es un fascista. Puede hacer la prueba usted mismo planteando dudas sobre temas cotidianos y menos cotidianos. ¿Quiere eliminar el sueldo mínimo? Estará usted entonces a favor de la esclavitud. ¿Quiere legalizar las drogas? Estará usted a favor de calles llenas de toxicómanos violentos. ¿Quiere eliminar las leyes que impiden la tenencia de armas? Está usted a favor de asesinos en serie, muertes en las escuelas y en contra de la paz. Apenas dos pizcas de sentido común nos dicen, pero que la intención de una ley no siempre tiene relación alguna con sus efectos. Es más, en no pocas ocasiones provoca justamente el efecto que se pretendía evitar.
Imaginen que el Gobierno decide proclamar una “Ley General de la Felicidad”. Loable intención, sin duda alguna: ¿quién no quiere ser feliz? La infelicidad queda oficialmente prohibida. Si seguimos el razonamiento arriba expuesto, todo aquel que se oponga a esta ley estaría en contra de la felicidad de los demás. ¿Nos haría más felices una ley como esta? Probablemente apenas serviría para aumentar el grado de hipocresía de unos y el miedo a ser castigado de los demás: si no soy feliz, atento contra la ley. Lo mejor es fingir que soy feliz para evitarme problemas, incluso sabiendo que mi parodia diaria me hace cada vez más infeliz. La ley, absolutamente bienintencionada, produce justamente el efecto contrario a su intención. Sí, el lector me dirá que el ejemplo es absurdo y completamente alejado de la realidad. Pero ¿es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible ser pacífico por ley? ¿Es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible asegurarse un sueldo “digno” por ley? ¿Es más irreal creer que es posible ser feliz por ley que creer que es posible asegurarse la salud por ley?
La creencia por la que la intención de una ley es igual al efecto que genera, no es en última instancia más que muestra de nuestra pereza mental y un signo de abandono servil al dogma al que nos someten, de obediencia absoluta a aquellos gobernantes que, creyéndose libres de toda influencia natural, pretenden cambiar el mundo y a quienes en él habitamos a golpe de medidas arbitrarias. Tampoco parece que seamos conscientes del peligro que se esconde tras la idea de juzgar las acciones únicamente sobre la base de sus consecuencias, estableciendo cadenas causales predictibles sobre las que se puede actuar preventivamente, lo que nos llevaría ineludiblemente al totalitarismo. De este modo podríamos argumentar, por ejemplo, que hay que reconocer al Estado el derecho de dictar los alimentos disponibles para las personas en función de las recomendaciones de los expertos en nutrición. No olvidemos que la gente podría comer y beber “equivocadamente”. Por lo tanto, podría ser “perjudicial para su salud” y por ello “suponer un coste adicional a la sociedad”. Desde un punto de vista utilitarista, el Estado debería establecer por ley la cantidad de proteínas, grasas o hidratos de carbono que las personas pueden consumir. Para hacerlo más personal, también se debería considerar el metabolismo individual y el tamaño corporal. Serían necesarios mecanismos individuales de vigilancia a distancia, centralización de la industria alimentaria, del transporte… ¡casi lo que le gustaría a nuestro ministro de consumo!
Cuanto mayor es el empeño de nuestros gobernantes por asumir la responsabilidad del desarrollo social a través de la política, mayor es el grado de usurpación de la responsabilidad individual. Cada vez son más las normas y leyes que regulan nuestras vidas. Cada vez más las prohibiciones encaminadas a asegurar que nuestro comportamiento se adapte al “canon” establecido por el poder de turno. No piense por sí mismo, la verdadera virtud está en no pensar. No decida por sí mismo, lo verdaderamente virtuoso es no tener que tomar decisiones. Cuanto menos puedan decidir los individuos, menor será el grado de incertidumbre, mayor la capacidad de previsión del gobernante. Por la vía de la acción política, la relación de causalidad entre la acción y la consecuencia se desequilibra, se distorsiona y, en caso de causar un daño, se socializa. La responsabilidad sobre la propia vida sólo es posible desde el control de esta. Dejar el control de mi vida en manos del gobierno de turno supone entregar mi capacidad para tomar decisiones y la responsabilidad sobre las consecuencias de las mismas.
Cuantas menos decisiones deba tomar, menor será el número de ocasiones en las que podré experimentar las consecuencias -positivas y negativas- de las mismas. Mis actos normados acarrean consecuencias previstas, caigo en los automatismos previstos por la política. Dejo de ser yo para convertirme en nosotros, en “la gente”. Si mis decisiones ya están tomadas (mis actos perfectamente normados) y las consecuencias socializadas ya no necesito ser responsable. Me basta con ser obediente.
IMPLANTACIÓN DE UN NUEVO ORDEN MUNDIAL
Y LA VENDIDA OMS Y MEDIOS COMO GOOGLE, YOUTUBE, FACEBOOK
0 comments :
Publicar un comentario