Crítica a la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de 1948
Una de las ideologías actuales dominantes (es más, lo hace de una manera absolutamente arrolladora), que muchas veces da la sensación de que lo impregna todo, es la ideología de los derechos humanos, especialmente la vinculada a la Declaración Universal de los Derechos Humanos propugnados en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, institución que con brevedad dimos buena cuenta desde las páginas de Posmodernia.
Tales derechos son interpretados como uno de los mayores logros alcanzados por la Humanidad, entendida ingenuamente como una totalidad atributiva, esto es, una totalidad armoniosa entre sus partes, en su lucha por alcanzar la felicidad de todos los ciudadanos del mundo (en rigor, ciudadanos de diferentes Estados; y esa es la realidad, por mucho humanismo que se quiera). En 1950 la Asamblea de la ONU acordó la resolución 423, en la que se invitaba a todos los Estados miembros y organizaciones interesadas en que se celebrase cada 10 de diciembre el Día Mundial de los Derechos Humanos.
Los derechos humanos no son fijos y constantes, como si se hubiesen dado in illo tempore y permaneciesen imperturbables ante el paso del tiempo, sino que constantemente son redefinidos en circunstancias históricas y sociales diferentes. No son los mismos derechos los que se firmaron en Francia en 1789 (que distinguía entre los derechos del hombre y los del ciudadano) que los derechos humanos de la ONU firmados en 1948.
Nadie osa criticar los derechos humanos, y el que lo haga es anatema, como lo era todo aquél que en la Edad Media criticaba a la Biblia. De las pocas voces que se atrevió a tanto fue el filósofo español Gustavo Bueno, que sobre este asunto prácticamente predicaba en el desierto (con un rigor al que muy pocos o nadie pudo contestar). Como él mismo decía, los derechos humanos son «las nuevas tablas de la Ley que el Género Humano, y no Yahvé, se ha dado a sí mismo como guía suprema para su futuro, a través de la Asamblea General de las Naciones Unidas», y ello «Porque se da por supuesto que la Asamblea General de la ONU viene a ser algo así como el Consejo Supremo del Género Humano. Lo que ella prescribe será bueno. Lo que prohíba será malo. Y aquello sobre la cual ella no decide, será dudoso» (Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», El Catoblepas, , Diciembre 2008, Nº 82, pág. 2).
La Declaración Universal de los Derechos Humanos juega un papel similar a aquel que jugó los diez mandamientos en la Edad Media (así como la teoría del Big Bang juega un papel similar a la creación ex nihilo que se narra en el Génesis). La Declaración es el catálogo de dogmas de nuestro tiempo. Y aquél que ose criticar sus preceptos… ¡sea anatema!
Como señaló Federico Engels, en la época del feudalismo la sociedad no estaba instalada en un Imperio mundial como lo era el Imperio Romano, y estaba distribuida en diferentes Estados independientes que «mantenían entre sí un trato de igualdad y que habían llegado a un grado casi igual de desarrollo burgués, era natural que aquellas tendencias asumiesen un carácter general, traspasando las fronteras de los Estados, era natural que la libertad y la igualdad se proclamasen como derechos humanos. Para comprender el carácter específicamente burgués de estos derechos humanos, nada más elocuente que la Constitución norteamericana, la primera en que se definen los derechos del hombre, a la par que, en la misma alentada, se sanciona la esclavitud de los negros, vigente por entonces en los Estados Unidos; se respetan los privilegios de clase, y los privilegios de raza son santificados» (Frederick Engels, Filosofía (Esquemática del mundo. Filosofía de la naturaleza. Moral y derecho. Dialéctica), Versión al español de Ediciones en Lenguas Extranjeras Moscú, Ediciones R. Torres, Barcelona 1976, pág. 109).
La Declaración Universal de los Derechos Humanos se sitúa en la más oscura y confusa ambigüedad lisológica al tratarse de una Declaración ética y no jurídica. Pero estos derechos sólo pueden ser efectivos cuando estén respaldados o puedan ser garantizados por las leyes de un determinado Estado a través de sus órganos judiciales (siempre y cuando se ejecuten las leyes, es decir, se lleven a cabo en la praxis y no se queden en papel mojado). Al no ser ratificados por los Estados en un tratado y al ser una mera resolución la Declaración no es un instrumento jurídico. «Las ideas relativas a los derechos humanos, tal como quedaron fijadas en la Declaración de la ONU de 1948, se mantiene a la escala lisológica propia de la perspectiva ética; los conceptos que tejen el sistema de los códigos civiles, penales o mercantiles de los diversos ordenamientos jurídicos que proclaman sin embargo atenerse a los derechos humanos, están dados a escala morfológica, pero no se deducen de aquellos» (Gustavo Bueno, «En torno a la distinción “morfológico/lisologico” (y 3)» El Catoblepas, , Julio 2007, Nº 65, pág. 2).
Y también sostiene Bueno: «lo que llamamos “Humanidad”, es decir, el “Género Humano”, es un género posterior a sus razas, etnias o culturas originarias. Un género que no existe anteriormente a estas “especificaciones”, porque sólo en el proceso (prehistórico) de sus mutuas interacciones puede resultar algo similar a lo que llamamos “Humanidad”, como un todo histórico que ha ido constituyéndose en función de partes suyas que no son, por sí mismas, todavía humanas, y ésta es su dialéctica. Es la misma dialéctica que actúa en muchos de quienes en nuestros días, y sin ser nominalistas ni atomistas, afirman, por ejemplo que “no existe el hombre en general”, sino los “griegos, los franceses, los españoles o los chinos”. Dicho en palabras de Aristóteles: que el hombre sólo comienza a ser hombre en cuanto es ciudadano, es decir, miembro de una sociedad política que, a su vez, procede de sociedades previas constituidas no ya tanto por hombres cuanto por homínidas. Según esto, los “Derechos del Hombre” sólo habrían podido ser proclamados como derechos universales a todo el “Género Humano”, una vez que los “Derechos de los ciudadanos”, los derechos de cada pueblo, sociedad o cultura estuviesen ya constituidos; y lo que es acaso más importante, los “Derechos humanos” se conformarán en gran medida frente, y aun en contradicción, con los “Derechos de los pueblos”, es decir, con los derechos de otras partes en las cuales está repartido el “Género Humano” (entre estas partes Marx contaba, principalmente, a las clases sociales definidas por su posición en relación con la propiedad de los modos de producción)» (Gustavo Bueno, Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 2000, pág. 204-205).
Frente a los fundamentos teológicos o naturales o los fundamentos puestos en lo humano del hombre mismo, el materialismo filosófico pone los fundamentos materiales de los derechos humanos en la individualidad corpórea de los hombres al ser sujetos corpóreos operatorios, en tanto universalidad distributiva y transcendental, lo que es tanto como decir que tales fundamentos se encuentran en las normas éticas (cuyas dos virtudes fundamentales, y en esto el materialismo filosófico sigue a Espinosa, son la firmeza y la generosidad). Y los fundamentos formales en la realidad social de tales individuos como personas con derechos fundamentales. Con lo cual los fundamentos formales se basan en la moral (mores, costumbres).
La Declaración de 1948 toma como sujeto de derechos a las personas individuales (haciéndose abstracción de las fronteras y capas corticales de los respectivos Estados que separan a los hombres por razas, etnias, lenguas, religiones, culturas, etc.), frente a la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos que varias organizaciones internacionales proclamaron en Argel el 4 de julio de 1976, que como su nombre indica toma como sujeto de derechos a los pueblos, a las personas colectivas: «Todo pueblo tiene derecho a existir», «Todo pueblo tiene derecho al respeto a su identidad nacional y cultural», etc. Se trataba de poner de manifiesto las fronteras que dividían a los cinco mil millones de hombres según sus naciones, religiones, etnias, culturas. Pueblos que tratan a toda costa defender su unidad, su identidad, su salud y sus riquezas.
La Declaración de 1948 no puede interpretarse, si lo hacemos desde coordenadas materialistas que niegan el sustancialismo de la causa sui, como la expresión de las normas que el Género Humano, por mediación de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio a sí mismo. La humanidad está distribuida en sociedades diferentes que son los puntos de vista desde que se manipula. La humanidad es una especie biológica pero no existe como unidad en la política real al estar fragmentada y enfrentada al distribuirse por múltiples sociedades políticas corticalmente enfrentadas por obtener recursos basales. Esa unidad de la que habla la Declaración es sólo una unidad aureolar; o, en todo caso, una ingenuidad o una impostura. Porque no cabe hablar de «derechos humanos» sino de «derechos ciudadanos», es decir, los derechos (junto con sus deberes) que tiene un ciudadano al vivir dentro de los límites de un determinado Estado. Frente al iusnaturalismo de la tradición liberal, los derechos no son previos a la formación del Estado y responden a las acciones puestas en marcha por las instituciones políticas.
Las organizaciones humanitarias «derechohumanistas», por así llamarlas, hablan en nombre de la ética y no desde la política, y por ello piden la acogida sin límites de inmigrantes; y además exigen que los países menos favorecidos reciban más ayudas (0,5 por ciento, 0,7 por ciento, 2 por ciento… del PIB). Pero desde el realismo político y la economía política -es decir, dejando al lado la demagogia- estas pretensiones son un disparate suicida porque vendrían a arruinar la capa basal de todo Estado que se lance hacia semejante proyecto, y también trastocaría el «orden» internacional. Esta diferencia entre unos países y otros no se debe a la estupidez de los hombres subdesarrollados ni a la maldad de los superdesarrollados, sino a la forma en la que ha ido desarrollándose la Historia Universal, que es la historia de los Imperios, y no de un género humano hipostasiado que tome las riendas de su autodirección o un género humano hipostático en el que se haya Encarnado en un «tiempo eje» la Segunda Persona de la Santísima Trinidad para traer la redención a la Humanidad (aunque ya se sabe que muchos son los llamados y pocos los elegidos). La historia de los Imperios universales (o exactamente con pretensiones universales) es algo que está por encima de la voluntad del «género humano» en el curso de su historia. Y esto implica necesariamente la guerra, o más bien las diferentes guerras con sus diferentes tramas: con todas sus atrocidades y heroicidades.
Los derechos humanos no son derechos naturales ni tampoco son anteriores o independientes a los derechos positivos en el sentido kelseniano: «Más exacto sería decir que los derechos humanos son derechos culturales o históricos, que derivan, y no uniformemente, no de una naturaleza “humana”, sino muy diversamente de las culturas de los pueblos diferentes que, en conflictos incesantes, han alcanzado un cierto estadio de su desarrollo, aquel en el que ya podemos hablar de normas cristalizadas en instituciones o costumbres (mores), con “variables” de individuo» (Gustavo Bueno, El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 342).
Por si fuera poco, la Declaración Universal de los Derecho Humanos aunque se declarase y se siga declarando «universal» no lo es, pues sus artículos cuando se cumplen (y no son pocas veces cuando son incumplidos, e incluso con atropello) quedan restringidos a Europa y a América principalmente. Pues es bien sabido que la Declaración no fue firmada ni por Unión Soviética ni por China (las dos potencias comunistas que contemplaban en la Declaración la defensa del «hombre burgués»).
Ya en 1844 así examinaba Marx en «La cuestión judía» de los Anales franco-alemanes los derechos humanos «bajo la firma que les dieron sus descubridores, los norteamericanos y los franceses»: «En parte, estos derechos humanos entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos cívicos, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la abolición absoluta y positiva de la religión, ni tampoco, por tanto, por ejemplo el judaísmo… Y tan ajena es al concepto de los derechos humanos la incompatibilidad con la religión que, lejos de ellos, se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser religioso, a serlo del modo que se crea mejor y a practicar el culto de su especial religión. El privilegio de la fe es un derecho humano general… Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derecho cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, es el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa “hombre”, el hombre por antonomasia y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos? ¿Cómo explica este hecho? Por las relaciones entre el estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política… Registramos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits le l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad» (Karl Marx y Frederick Engels, Sobre la religión, Edición preparada por Hugo Assmann y Reyes Mate, Ágora, Salamanca 1974, págs. 123-124-125).
Se trata, pues, de los derechos burgueses en donde en la Constitución de 1793 puede leerse en su Artículo 2 que los derechos fundamentales e imprescindibles son «l’égalité, la liberté, la sureté, la propriété». En el Artículo 6 leemos: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro». Y en el Artículo 16 de leía: «El derecho de propiedades el derecho de todo ciudadano de gozar y disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, de los frutos de su trabajo y de su industria» (citado en Marx y Engels, Sobre la religión, pág. 125).
«El derecho humano de la propiedad privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (à son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual y esta aplicación suya constituyen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad que hace que todo hombre encuentre en otros hombres, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano “de jouir et de disposer à son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie… Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conversación de su propiedad y de su persona egoísta» (Marx y Engels, Sobre la religión, págs. 126-127). En estos derechos «se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués» (Marx y Engels, Sobre la religión, pág. 127). De modo que estos derechos procuran que la vida política sea un medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa.
Y como diría el líder chino Deng Xiaoping, «En realidad, la soberanía nacional es mucho más importante que los derechos humanos, pero el Grupo de los Siete (u Ocho) con frecuencia infringe la soberanía de los países pobres y débiles del Tercer Mundo. Su discurso sobre los derechos humanos, la libertad y la democracia solo pretende salvaguardar los intereses de los países fuertes y ricos que aprovechan su fortaleza para abusar de los países débiles y que buscan la hegemonía y practican la política del poder» (citado por Henry Kissinger, Orden mundial, Traducción de Teresa Arijón, Debate, Barcelona 2016, pág.234).
Asimismo, la Declaración de 1948 tampoco sería apoyada por los países musulmanes, ya que los mismos prefirieron firmar sus propios derechos basados en la Sharia en la Declaración de El Cairo en 1990. El artículo primero de tal declaración reza: «La humanidad entera forma una sola familia unida por su adoración a Allah y su descendencia común de Adán. Todos los seres humanos son iguales en el principio de la dignidad humana, así como en el de las obligaciones [para con Allah] y las responsabilidades sin distinción de raza, color, lengua, sexo, creencia religiosa, filiación política, nivel social o cualquier otra consideración. Sólo la verdadera religión garantiza el desarrollo de esa dignidad por medio de la integridad humana» . Y ni que decir tiene que aquí la verdadera religión (aunque ni mucho menos religión verdadera) es el islam.
En el preámbulo de la Declaración se habla ni más ni menos que de «la familia humana» e incluso de la «conciencia de la humanidad». La ONU presenta la Declaración como «ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción». Se trata de una declaración idealista (y no precisamente de un idealismo filosófico sino -como vamos a ver- ingenuo).
Para dar cuenta de ese idealismo, el primer artículo de la Declaración reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Habría que ver qué entienden por «razón» y por «conciencia» los declarantes o onuburócratas firmantes.
Como bien se dijo setenta años antes, «Para conseguir el axioma fundamental de que dos hombres y sus voluntades son totalmente iguales entre sí y ninguno de ellos puede mandar nada al otro, no podemos en modo alguno tomar dos hombres cualesquiera. Tienen que ser dos seres humanos tan liberados de toda realidad, de todas las situaciones nacionales, económicas, políticas y religiosas, que no queda ni de uno ni de otro más que el mero concepto “ser humano”; entonces sí que son “plenamente iguales” entre sí» (Friedrich Engels, Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring, Traducción de Manuel Sacristán Luzón, Editorial Grijalbo, México D. F. 1968, págs. 87-88). Según esto es absurdo el artículo segundo: «Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición».
Contra el artículo uno afirmaremos que la libertad de ningún modo es dada por nacimiento. El artículo primero de la Declaración se postula desde unas coordenadas nominalistas y en sentido distributivo porfiriano: «el Género Humano, definido con características naturales eternas, ahistóricas, que se predican distributivamente de las sustancias individuales humanas» (Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», El Catoblepas, , Diciembre 2008, Nº 82, pág. 2).
«La Declaración de los Derechos Humanos, al formular su artículo sobre la igualdad primaria, presupone que los derechos son anteriores a cualquier especificación histórica del género humano, y con ello atribuye a los hombres, ahistóricamente, en abstracto, antes de la Historia, esos derechos. Lo que no se sabe bien es si la Declaración de los Derechos Humanos está definiendo al hombre antecessor, o al australopiteco, sin lengua, sin religión, sin cultura, &c., o al hombre actual. ¿Y dónde está la línea divisoria?» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
«Gran parte del “éxito” que tuvo (sigue teniendo) la Declaración se debió (y se debe), sin duda, precisamente a la indeterminación de sus ideas, por ejemplo, a la indeterminación de la idea de libertad del artículo primero, o a la indeterminación de la idea de “derecho a la vida” del artículo tercero. Esta indeterminación permitía y permite a cada cual interpretar los artículos en función de sus propias ideologías y de su propia conveniencia. Así, del artículo primero deducían algunos la “ilegitimidad” de la pena de prisión, incluso para los delincuentes. Del artículo tercero (“Todo individuo tiene derecho a la vida”) deducían los abolicionistas (y lo siguen deduciendo con renovado fanatismo, como es el caso de Amnistía Internacional) que la llamada pena de muerte implica una violación monstruosa de los derechos humanos y, por tanto, que los Estados que mantienen tal institución debieran quedar fuera de la comunidad ética humana internacional. Pero en cambio muchos de quienes invocan el artículo tercero para justificar su cruzada contra la pena capital no suelen acordarse de este artículo en el momento de atender a su particular cruzada en pro del aborto libre, que justificarán en cambio por el artículo primero (por la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo)» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
En el artículo 3 leemos: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». Siempre y cuando tal individuo cumpla con las leyes del Estado en el que esté, pues si no las cumple no tiene derecho a la libertad (y en algunos Estados ni siquiera derecho a la vida). Aunque el individuo es una abstracción, ya que requiere necesariamente un desarrollo histórico y una matriz social, entramados no exentos de polémicas.
En el artículo 4 se sostiene: «Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas». Pero la esclavitud está prohibida por el desarrollo que se ha ido dando en los diferentes Estados, no porque en 1948 lo decidiesen los onuburócratas. No obstante, la esclavitud ha sido una pieza fundamental para el desarrollo de la civilización; Grecia y Roma no hubiesen sido posibles sin la misma. Asimismo fue muy importante para la revolución industrial, como así se lo comentó Marx desde Bruselas al periodista y crítico literario ruso Pavel Annenkov en un carta fechada el 28 de diciembre de 1846: «La esclavitud directa es el pivote de nuestra industrialización actual, tanto como las máquinas, el crédito, etc. Sin esclavitud no tendríamos algodón; sin algodón no tendríamos industria moderna. Es la esclavitud la que ha dado valor a las colonias, son las colonias las que han creado el comercio mundial, es el comercio mundial lo que constituye la condición necesaria para la industria mecánica. Así, antes de la trata de negros, las colonias proporcionaban al mundo antiguo muy poco provecho y no cambiaban visiblemente la faz del mundo. De ahí que la esclavitud sea una categoría económica de la mayor importancia. Sin la esclavitud, América del Norte, el pueblo más progresivo, se transformaría en un país patriarcal. Suprima tan sólo a América del Norte del mapa de los pueblos y tendrá la anarquía, la completa decadencia del comercio y de la civilización modernos. Y hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa de los pueblos. De ahí que la esclavitud, en razón de que es una categoría económica, figura desde el principio del mundo en todos los pueblos. Los pueblos modernos no han hecho más que disfrazar la esclavitud entre ellos e importarla abiertamente al Nuevo Mundo» (Karl Marx y Friedrich Engels., Cartas sobre El capital, Traducción de Florentino Pérez, Edima, Barcelona 1968, pág. 27).
En el artículo 5 tenemos lo siguiente: «Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes». Que se lo digan a los presos de Guantánamo (campo de concentración que Obama, el premio Nobel de la Paz a priori, lejos de abolir, como prometió, fortificó). Aunque los servicios de seguridad de todos los Estados (con mayor o menor intensidad según las circunstancias) recurren a métodos de tortura y otra clase de atropellos.
En el artículo 13.1 se afirma: «Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado». Un asunto que está muy de actualidad con la inmigración masiva como consecuencia de las guerras de Siria y Libia, y por la tradicional inmigración africana. Aquí hay un claro enfrentamiento entre las normas éticas y políticas. Las primeras prescriben dar acogida, alojo y alimento a todo inmigrante que traspase nuestras fronteras. Pero la prudencia política exige que el número de inmigrantes sea controlado, pues una abrumadora cantidad de inmigrantes sólo traería un consecuente caos que harían insostenibles la economía política y la eutaxia o la estabilidad social de cualquier Estado (y no digamos en España, dada la gigantesca crisis económica que va a dejar el COVID-19).
El artículo 26 afirma que la educación «favorecerála comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz». ¿A qué educación se refiere la Declaración? ¿Tal vez se está dando por supuesto una educación universal válida para todos los seres humanos? ¿Y en qué idioma se hablaría para ofrecer esa educación? ¿Acaso en catalán o euskera? La tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos, favorecida por una educación indefinida, que apoyará a las Naciones Unidas para mantener la paz es la ignorancia supina de los declarantes en cuanto a la realidad polémica permanente de la dialéctica de Estados y la dialéctica de clases. Es desconocer lo más básico de los entramados de la política real, es puro idealismo ingenuo (no ya filosófico).
¿Y a qué paz se refieren los declarantes? ¿A la paz romana? ¿Acaso a la paz hispana? ¿O tal vez a la paz americana? Puede, que en el fondo, se trate de mantener esta última paz, a no ser que los declarantes se refieran a una paz sostenida por las Naciones Unidas o por el grupo de naciones políticas inscritos en dicho club, lo cual sería afirmar mucho, pues vendría a ser una petición de principio, porque la paz tiene que ser impuesta tras una guerra por una determinada potencia vencedora; se trata pues de la paz de la victoria, la paz política y militarmente implantada.
Y la Declaración concluye con el artículo 30: «Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración».
Visto esto, podremos decir que los declarantes parecen vivir en un mundo ideal, más propio del idealismo ingenuo que del idealismo filosófico; porque, entre otras cosas, no son conscientes de que la ética, por universal que sea, está desbordada por la moral y por la política. Y por política entendemos dialéctica de clases y dialéctica de Estados, es decir, polémica cruda y no armonía aliciescaaterciopelada que tiene los pensamientos en el limbo de la Alianza de las Civilizaciones (ocurrencia que tuvo el presidente Zapatero precisamente en la sede de la ONU, como si hubiese sido una revelación, y que su secretario general, por entonces el inepto y siniestro Kofi Annan, acogió con entusiasmo; siendo apoyado el 27 de noviembre de 2005 en Mallorca por el presidente de Turquía: el no menos siniestro Recep Tayyip Erdogan).
La Declaración Universal de los Derecho Humanos es «como la definición misma de las condiciones mínimas necesarias que será preciso consensuar por todas las grandes y pequeñas potencias para hacer posible una sociedad de mercado pletórico de carácter universal, una sociedad en la que los pueblos más empobrecidos, en lugar de ser masacrados o esclavizados como meros productores coloniales, pudieran alcanzar un desarrollo suficiente para que sus ciudadanos llegasen a participar del mercado pletórico en calidad de compradores y, si ello fuera posible, pudieran alcanzar el estado de consumidores satisfechos» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La esfera de los libros, Madrid 2004, pág. 190).
Si la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 se pronunció desde una escala de clases porfirianas, el Manifiesto comunista de 1848 se hizo desde una escala de clases plotiniana. El Manifiesto comunista, a diferencia de la Declaración, no trata al Género Humano como una clase lógica intemporal ahistórica, «cuyos elementos fuesen unos individuos libres preexistentes, que ulteriormente contrajeran relaciones de ayuda mutua o de solidaridad» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»). Más bien trata al Género Humano como «una totalidad atributiva que va desplegándose o evolucionando históricamente siguiendo morfologías diversas y “partes anatómicas” enfrentadas entre sí» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
Lejos de empezar proclamando solemnemente la libertad e igualdad de todos los hombres por el mero hecho de haber nacido, el Manifiesto comunista empieza afirmando que «La historia de todas las sociedades anteriores y la nuestra es la historia de luchas de clases» (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Gredos, Traducción de Jacobo Muñoz Veiga, Madrid 2012, pág. 581). Esto es, las luchas entre patricios y plebeyos, amos y esclavos, señores y siervos, burgueses y proletarios. Desde esta posición dialéctica (y no armonista y metafísica, como sí lo es la de la Declaración solemne de 1948) se establece un diagnóstico del estado de la cuestión para llevar a cabo planes y programas de repercusión política mucho más definidos que los que presenta la metafísica y pánfila Declaración. Aunque finalmente el Manifiesto resulta utópico, puesto que pide la unión del proletariado de todos los países como si fuese posible que la dispersión de los mismos convergiese en una totalidad atributiva que contribuye a la alianza de todos los proletariados y se realizase la revolución universal. Pero la dialéctica de Estados impidió, como se vio en las dos guerras mundiales, la unión del proletariado internacional o mundial para imponer la dictadura del proletariado, el socialismo y, finalmente, el comunismo triunfante que acabaría con la explotación del hombre por el hombre: «y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades» (Karl Marx, Crítica del programa de Gotha, Traducción de Gustau Muñoz i Veiga, Gredos, Madrid 2012, pág. 662). Estos vendría a ser los derechos humanos comunistas, tan inexistentes como los capitalistas, e igualmente imposibles «como los planes y programas del Antiguo Régimen que prometían la libertad, la igualdad y la fraternidad en la otra vida, en el Cielo» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
Cuando estalló la crisis financiera de 2008 Gustavo Bueno se preguntaba: «¿no está demostrando que los principios del humanismo asociado a la Declaración de los Derechos Humanos son todavía más débiles que los principios del Manifiesto Comunista? Y, sobre todo, que la escala en la que se mantiene este humanismo gradualista y progresista está mucho más alejada de la realidad que la escala en la que se movió el Manifiesto Comunista de Marx y Engels» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»).
En 1948 la clave de todo este asunto estaba en que la Declaración firmada (no de forma universal) se pensó contra la Unión Soviética. Los derechos humanos del 48 son más afines al capitalismo por su individualismo laico. Pero para los dirigentes políticos de Estados Unidos (y de sus aliados) todo era profunda hipocresía (como hemos visto en el caso de Obama).
Precisamente en 1948 escribía George F. Kennan, una de las figuras claves de los inicios de la Guerra Fría, en el Estudio 23 de Planificación de la Política, es decir, a puerta cerrada: «Tenemos cerca del 50% de la riqueza del mundo, pero sólo el 6,3% de su población (…). En esta situación, no podemos fallar en ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra tarea real es diseñar un modelo de relaciones que nos permitirá mantener esa posición de disparidad (…). Para hacer eso, tenemos que deshacernos de todo sentimentalismo y ensueño; y la atención deberá concentrarse en todas partes en nuestros objetivos nacionales inmediatos (…). Deberíamos cesar de hablar de objetivos vagos e irreales como los derechos humanos, la mejora de niveles de vida, y la democratización. No está muy lejos el día en que tendremos que tratar con conceptos de poder directo. Mientras menos nos estorben consignas idealistas, mejor» (citado por Cristina Martín Jiménez, El Club Bilderberg. La realidad sobre los amos del mundo, Absalon Ediciones, 2010, pág. 24).
A causa de las demandas de los defensores de los Derechos Humanos en diciembre de 1974 el secretario de Estado Henry Kissinger (que un año antes fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, esto es, de la paz americana, of course) manifestó con indignación ante sus colaboradores: «Eso no son más que estupideces sentimentales. Aquí hacemos política exterior, no regeneración moral» (citado por Martín Jiménez, El Club Bilderberg, pág. 46).
En definitiva: no hay atropello que se haga en nombre de los Derechos Humanos. Estados Unidos puso como pretexto la defensa de los mismos para intervenir en Siria y Libia. «We came, we saw, he die», decía con una malévola carcajada la desastrosa Hillary Clinton sobre el linchado líder libio Muamar el Gaddafi.
«Sigue causando asombro el que una filosofía tan miserable como la que está presupuesta en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 pueda ser tomada en serio sesenta años después por millones y millones de ciudadanos que se consideran progresistas en su humanismo, e incluso lo contraponen al sobrehumanismo cristiano» (Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948»). Aunque vemos que muchos políticos, y de relevancia mundial, son conscientes de la miseria de la filosofía de la Declaración; y los artículos de la misma son más bien creídos a pies juntillas por el pueblo ignaro.
Al menos Jacques Maritain dijo, no sin cierta ironía, que «podríamos estar de acuerdo de estos derechos con tal de que no se nos pregunte por sus fundamentos». Y, como dijo Kelsen, la Declaración es ajurídica, y sólo puede ser efectivamente derechos cuando estén bajo el amparo de una constitución política que mantendría un ordenamiento jurídico determinado.
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Como con razón se ha dicho, «Convencionalmente se supone que la ONU es el organismo encargado de mantener el orden pacífico internacional. Pero, de hecho, la ONU carece de un ejército propio; los efectivos y los recursos de este ejército proceden íntegramente de los Estados socios. Y, cuando aparece un conflicto real entre dos Estados, los cascos azules y los funcionarios de la ONU prefieren retirarse si aparece un peligro efectivo “que ponga en peligro sus vidas” (como se retiraron del Irak, junto con la Cruz Roja, en octubre del 2003, cuando arreciaron los ataques de la resistencia o del terrorismo a sus sedes en Bagdad). En su lugar quedan las Potencias implicadas, que tienen intereses y capacidad para mantener el orden; un orden que será, obviamente, el suyo propio» (Gustavo Bueno, La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, Ediciones B, Barcelona 2004, pág. 331).
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