EL Rincón de Yanka: ¿TENDRÁN FE NUESTROS HIJOS?: 12 RAZONES PARA TRANSMITIR LA FE 👪🙏

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martes, 2 de junio de 2020

¿TENDRÁN FE NUESTROS HIJOS?: 12 RAZONES PARA TRANSMITIR LA FE 👪🙏



¿Tendrán fe nuestros hijos?
Educar desde la vida sacramental


La pregunta por la fe de los hijos es la más importante que pueden hacerse los padres cristianos

Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y dijo a Samuel: “Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: ‘Habla, Señor, que tu siervo escucha’” (1 Sam 3,8-9).

“Si te llama, di: ¡habla!” En un tiempo en que las visiones del Señor no eran frecuentes, es un niño quien percibe Su presencia, testimonio de la esperanza que trae cada nueva generación. Todo hijo recuerda a sus padres las cuestiones centrales de la vida y, sobre todo, la pregunta sobre Dios. Pero Samuel no fue capaz por sí solo de encontrar el camino, de percibir quién le hablaba y cómo responderle. Al sacerdote Elí tocó mediar para que el joven madurara en su fe.
La pregunta por la fe de los hijos es la más importante que pueden hacerse los padres cristianos[1]. Y es que la misión de ellos consiste no solo en engendrar y educar al hijo, sino, como dice santo Tomás, en educarle para el culto divino, de modo que pueda dar gloria a Dios[2]. Se trata, por eso, no solo de una misión corporal, sino corporal y espiritual a la vez. En el bautismo encendimos para nuestros hijos la llama de la fe. La educación, donde familia y escuela se alían, conduce a que sean ellos mismos quienes la protejan y nutran.
¿Podrán hacerlo en medio de los vientos que soplan en la sociedad secularizada? ¿Realizarán los padres la mediación de Elí? Viene a la memoria la novela del escritor judío Israel Singer La familia Karnowski, que narra la pérdida completa de la fe en solo tres generaciones, y termina con la dramática imagen del padre médico, tratando de sacar la bala del corazón de su hijo, símbolo de una muerte más honda[3]. ¿Lo conseguirá?
Vamos a empezar preguntándonos por el papel de Dios en la educación (I), para delinear después algunos hitos del itinerario de educación en la fe (II).

I. La pregunta sobre Dios, clave educativa

La situación que vive hoy la sociedad puede compararse a la que nos narra la historia de Samuel. Es un tiempo arduo para la fe del Pueblo, cuyos enemigos llegarán a robarle su emblema más sagrado, el arca, privándole de la presencia divina. Pero la corrupción nace de dentro: los hijos sacerdotes de Elí hacen rapiña en el holocausto quedándose con las mejores partes del sacrificio. Es verdad que en este panorama el Señor no abandona al Pueblo y suscita salvación a través de Samuel, pero también que Samuel será testigo de la pérdida de confianza de Israel en Dios. Dado que el Pueblo no siente ya la presencia cercana del único Rey, pedirá a Samuel que instituya la monarquía.
Nuestro tiempo no quiere ya ni siquiera a ese rey, es decir, esa mediación de Dios a través de las relaciones entre los hombres. En efecto, un aspecto de la sociedad secularizada es haber olvidado la presencia de Dios en la plaza pública. Nuestros hijos van a vivir, por tanto, en una cultura que funciona como si Dios no existiera en lo que toca a la vida común. Además, van a ver su propia fe como una opción más entre muchas otras, con el peligro consiguiente de pensar que es un adorno superficial de la vida, que no toca a su substancia. En la medida en que pongan esa fe como fundamento último de lo que son (único modo de ser cristianos), serán considerados fanáticos.
A la luz de las múltiples opciones religiosas que se presentan en nuestra sociedad, la pregunta “¿tendrán fe nuestros hijos?” podría cambiarse por esta otra: “¿qué fe tendrán nuestros hijos?” Y es que la cuestión de la trascendencia en la vida humana no se puede eludir ni privada ni socialmente. La Biblia lo ha expresado con el contraste entre fe e idolatría como dos únicas alternativas: “o adoras al que te ha hecho, o adoras lo que tú has hecho”, comenta un exegeta[4]. La sociedad de hoy promueve también su tipo de religiosidad, que es una fe sin pertenencia (“believing without belonging”) y una espiritualidad sin religión (“spiritual, yes, but religious, not”)[5].

Muy distinta, sin duda, de la fe cristiana, que se basa en nuestra incorporación a Cristo y a la Iglesia. ¿Tendrán esta fe nuestros hijos?
El gran desafío se formula, pues, así: ¿tendremos hijos para quienes la fe lo sea todo, es decir, para quienes la fe sea el fundamento de cada paso y el fuego secreto de sus acciones? Hay aquí algo que pertenece a la misión de todo padre, llamado a dar a sus hijos grandes certezas. Ningún hijo pide a sus padres meras opiniones, porque tampoco es una opinión el nombre que de ellos ha recibido.
Tal planteamiento ya nos avisa de que preguntarse por la educación en la escuela no se resuelve haciendo a Dios un hueco entre nuestros programas y actividades. Si el Dios Creador existe, como lo confiesa la fe cristiana, entonces cambia todo, pues Él es el fundamento que determina cuanto queremos, pensamos, obramos[6]. Su existencia no es como la del planeta Plutón, que, una vez conocida, deja inmutado el resto de nuestra experiencia. Si Él existe, como exclamaba Rilke al contemplar la belleza, “debo cambiar mi vida”.
De hecho, la fe de nuestros hijos dependerá del modo en que perciban la presencia de Dios, no solo como un ingrediente añadido a su educación, sino como algo esencial para la vida a la cual la educación les introduce. Si esto es así, entonces plantear la pregunta sobre Dios en la educación no puede hacerse sin plantear la pregunta sobre el sentido de la entera educación[7].
Notemos que la pregunta sobre Dios en la educación podría suscitarse como si se tratara de contar los beneficios que Dios trae a la educación. Y es verdad que Dios aporta ventajas al proceso educativo, como las aporta a la sociedad. Así, se ha dicho que quien cree en Dios respeta las reglas, o que escapa del relativismo y de lo fugaz de la vida, o que tiene más recursos para afrontar las crisis.

Ahora bien, la pregunta “¿existe Dios?” no es la pregunta “¿necesitas a Dios?” Pues en el momento en el que medimos la fe en Dios por su utilidad, siempre es posible encontrar un sustituto para esta fe en Dios, es decir, algo que cumpla la misma función y tenga las mismas ventajas. Y entonces ya no sería Dios ni tendría utilidad para la vida de los hombres. Esta posición utilitarista ante la religión es la que seguían, como hemos visto en el libro de Samuel, los hijos del sacerdote Elí, que ofrecían el sacrificio, pero quedándose con la mejor parte. El resultado fue que la gente llegó a despreciar la ofrenda hecha a Yahvé[8].

Este punto es decisivo, pues la educación se tiende hoy a ver en clave utilitarista, es decir, como un proceso en que se prepara a los niños para integrarse con éxito en la sociedad. Ahora bien, la educación no puede buscar solo un fin externo, que comenzará una vez terminado el proceso educativo. Ocurre, más bien, que la misma educación solo puede darse como participación incipiente en una plenitud de vida, la cual tiene sentido en sí misma y no solo en función de otra cosa. Por eso, como ha dicho Alasdair MacIntyre, al alumno que pregunta “¿de qué me va a servir después aprender esto?” hay que responderle que solo puede abandonar la escuela aquel que ha dejado de hacer este tipo de preguntas, dándose cuenta de que son impertinentes[9]. Pues lo que la educación permite no es solo participar con éxito en la sociedad, sino llegar a juzgar sobre la bondad de cuanto la sociedad promueve.
Pues bien, la fe en Dios es justamente aquello que protege contra una visión meramente utilitarista. En efecto, aceptar a Dios es aceptar que existe el bien en sí, lo cual permite ver como un bien en sí la misma vida humana y las actividades que en ella realizamos. Si hay Dios, Él es aquel “por quien se vive”, como le llamó la Virgen en Guadalupe, y aquel por quien se educa, del mismo modo que si hay vida eterna, entonces esta determina radicalmente la vida temporal.
En consecuencia, la transmisión de la fe depende de que esta fe pueda entenderse como plenitud de vida. De otro modo no sería fe en el Dios cristiano creador del Universo. Pascal desarrolló su famoso argumento de la apuesta, para invitar a la fe en Dios[10]. Queriendo mostrar que creer es razonable, el filósofo comparó la vida con un juego de apuestas, en la que no hay otra opción que apostar. Y apostar por Dios es razonable, pues lo que pierdo es poco, la vida temporal. Mientras que lo que puedo ganar lo es todo, la eternidad de vida. Ahora bien, este razonamiento tiene un límite: parece que creer en Dios va de la mano con una visión empequeñecida de la vida. Pero ocurre justamente al revés: solo creyendo en Dios se hace valiosa la vida temporal. “Cien veces más en este tiempo”, promete Jesús a los que le siguen (Mc 10,30). Elemento clave del proceso educativo será mostrar que, para quien cree, el mundo aparece como morada acogedora donde se puede habitar y como lugar generativo, donde lo que hacemos lleva mucho fruto. De este modo, la fe en Dios puede mediarse a través de prácticas educativas que, a la vez, muestran el espesor de la experiencia humana. Detengámonos a enumerar algunas coordenadas de la presencia educativa de Dios.

II. Educación sacramental

Nos está inspirando la historia de Samuel. En el momento de recibir la llamada de Dios, el joven mora en el Templo, donde habita la presencia y se reúne la comunidad orante. El entorno es el del sacrificio. Para Israel el sacrificio significa el reconocimiento del don originario de Dios y la entrega del hombre a Él. Cuando san Agustín quiso explicar lo propio de la cultura cristiana, sabiendo que la cultura se genera en el culto, identificó la comunidad cristiana como aquella regida por la Eucaristía. Desde la Eucaristía se hacen concretos algunos elementos de la presencia de Dios en la educación. Vamos a llamarlos las tres “erres”: relatos, ritos, razón.

Relatos: Dios narrado

La Eucaristía contiene un relato: el de la vida de Jesús, repetido en cada misa y escanciado según el año cristiano, al que se unen los relatos de los santos. Celebrarla es entrar en una memoria común y engancharnos a una esperanza de futuro, esa esperanza que es capitana de la vida de los hombres, como decía Platón en su República[11]. A partir de la Eucaristía se aprende a narrar nuestro propio relato en el marco del relato de Cristo. ¿Y por qué es importante aprender a narrar el propio relato?
Nuestra identidad depende del modo en que comprendemos nuestra historia, nuestro camino en el tiempo. Hay un proceso continuo con el que relatamos la propia biografía, y que nos permite imaginar y proyectar el futuro. Quien acierta en este proceso puede decir, con Don Quijote: “sé quién soy, y sé quién quiero ser”. Por eso es cierto, inspirándonos en el título de un libro sobre la generación en la Biblia, que educar es narrar[12].
Esta operación de narrar la vida no es sencilla. En efecto, corre el peligro continuo de detenerse, como cuando nos sucede algo malo que no podemos olvidar y a lo que volvemos obsesivamente. O puede ser también que el futuro esté demasiado abierto, tan abierto que se llene de nuestros miedos y acabe por quedarse sin salida. Para poder narrar el relato necesitamos una ayuda, que nos permita desatar el pasado y vislumbrar lo suficiente del futuro.
Pensemos en La vida es sueño de Calderón de la Barca. El rey Basilio ha encerrado a su hijo Segismundo porque los oráculos anuncian que al crecer será un tirano. Aquí actúa un miedo al futuro que se ve como destino trágico ineludible. Detrás imaginamos el miedo del padre ante el hijo que le sustituirá, de forma que llega a anular al hijo, ocultándose como padre. En la obra ocurre lo que en inglés se llama self fulfilled prophecy: al no educar a Segismundo, Basilio confirmará el oráculo.

Frente a esta cerrazón actúan los buenos relatos, que ayudan a liberar la historia. Pues nos presentan modos para combinar pasado, presente y futuro ante las paradojas de la vida en el tiempo. La lectura aumenta nuestra capacidad de entender el relato de otros, y nos sitúa dentro de una tradición comunitaria, de forma que aprendamos a narrar nuestra propia vida desde una perspectiva más amplia. Pensemos en los ecos del relato del joven rico, suscitando la vocación de Antonio, y Antonio la de Agustín, Agustín la de Teresa de Jesús, Teresa la de Edith Stein... Se logra así reconocer la herencia a la que pertenecemos, pues quien lee “escucha con los ojos a los muertos”, como decía Quevedo, para que “corrijan y fecunden” nuestros asuntos.
Pues bien, el trasfondo último de los relatos lo constituye la apertura a Dios. Propio de la Biblia es ser una narración donde Dios mismo nos revela su relato, compartido con el nuestro. Es interesante notar cómo los autores sagrados han inventado la prosa religiosa histórica, alejándose así de los típicos relatos míticos de los demás pueblos, de corte épico[13]. De este modo la Biblia logra expresar la libertad humana concreta, con sus idas y venidas y el modo en que Dios la acompaña y encauza.
Nuestra tradición cristiana ha cultivado los relatos por amor a la Biblia, asumiendo los relatos antiguos de la edad clásica y creando nuevos relatos, esenciales para educar. Pensemos en la Divina Comedia, el gran viaje de Dante atravesando todos los momentos de la vida humana. Aquí estamos ante un sueño, como en la gran obra de Calderón, pero se trata ahora de una visión que muestra la realidad última de todo. ¿En qué consiste la visión? En que se narra la historia de la vida a la luz de su fin último, arrancando el velo sobre esa meta definitiva, que normalmente acompaña nuestras acciones. El Infierno, el Purgatorio, el Paraíso, son nuestro paso por este mundo, alejándonos del mal (Infierno) y ejercitando la libertad (Purgatorio) para alcanzar el bien pleno (Paraíso).

Dante nos enseña que narrar la totalidad de una vida no es posible desde el hombre aislado. La necesidad de narrar esta totalidad, de hecho, nos alza a la pregunta sobre Dios, en este caso en la forma de la pregunta sobre la providencia. La fe en Dios significa saber que Él es narrador del gran relato, de forma que nosotros podamos co-narrarlo con Él. La providencia es lo contrario del destino inexorable al que temía Basilio, padre de Segismundo, pues la providencia no elimina la libertad, sino que se cuida de ella, abriéndole un espacio para que pueda actuar.
Este contexto narrativo ayuda a despertar a la oración como diálogo con Dios[14]. Samuel conocía al Señor, pero no había entablado todavía una relación viva con Él. La oración nace cuando nos abrimos a la voz de Dios que narra nuestra vida, para que la narremos juntos. Educamos en la oración cuando ayudamos a introducir a Dios en el relato de la propia vida, de modo que se haga relato común.

Ritos: Dios practicado

La Eucaristía, que contiene un relato, no se limita a narrarlo, sino que lo realiza como rito. En este rito cobra especial valor el cuerpo, de modo que el relato, por así decir, se encarna y, encarnándose, muestra su dimensión comunitaria. ¿Para qué son necesarios los ritos?
En los ritos se aprende, en primer lugar, lo que no es inmediatamente útil. Y de este modo puede llegarse a captar la dimensión de rito de cuanto hacemos, ayudándonos a entender que hay cosas que merecen la pena por sí mismas. La misma educación tiene esta dimensión ritual, porque, como ya dijimos, no se educa solo para un fin exterior, como la adaptación al mundo laboral, sino por el mismo bien de educar, que es la vida humana plena.
Es propio del rito eucarístico incluir en sí los momentos centrales de la vida. Las dos imágenes clave de la Eucaristía son el alimento (fruto de la tierra y del trabajo) y la unión esponsal (dichosos los invitados a la cena del Señor). Se trata de dos experiencias humanas que no se realizan solo por mor de otra cosa, sino que contienen un bien en sí mismas, lanzándonos a desear el bien en sí[15]. Que ambas estén presentes en la Eucaristía nos invita, pues, a extender el rito a todas las actividades vitales. Uno podría decir que aquí está el meollo de la tarea educativa: nuestros hijos tendrán fe si son capaces de unir lo que se celebra en la Eucaristía con lo que realizan el resto del día. Y abandonarán la fe si no son capaces de unir estas dos cosas, incluso aunque hagan las dos por separado.

Otro elemento esencial del rito, y en particular de la Eucaristía, es su nexo con el cuerpo y su lenguaje. Los ritos enseñan que el cuerpo tiene un lenguaje propio, que es necesario saber descifrar y saber pronunciar. La proliferación, hoy, de medios electrónicos difunde fácilmente la vivencia del cuerpo como instrumento del que me puedo separar y que puedo modelar a capricho, para cambiar mi imagen o para producir placer. La educación, a través del rito, enseña a acoger el propio cuerpo y a amarlo, lo que solo es posible si ese cuerpo se percibe como algo recibido de otro y que me liga a otro, lo cual implica que el cuerpo posee su lenguaje propio[16].
La historia de Samuel puede leerse también como el despertar a este lenguaje del cuerpo. La voz que escucha el muchacho llega de lo más hondo de su afectividad y deseo, como una llamada al amor. Es una voz muy antigua, que contiene una indicación hacia la vida plena, si la seguimos en relación a otra persona y sabemos entregarnos a ella. En el cuerpo, en sus deseos y afectos, no hay solo un impulso de placer, sino una llamada a una alianza. Esencial para el proceso educativo es que en esa llamada al amor se escuche una voz divina[17]. Si esa llamada se arraiga en el cuerpo, entonces desde ella se abre una visión unitaria sobre todo el cosmos. ¿De qué visión se trata?

Razón: Dios y el conocimiento del mundo

La tercera “erre”, después de relatos y ritos, es la razón. Esta se nos desvela en la Eucaristía en cuanto que aquí se celebra, según san Pablo, el “culto racional” (Rom 2). El término “razón”, en griego “logos”, hace referencia asimismo al lenguaje, a la “palabra” (en griego también “logos”). La Eucaristía es, de hecho, el lugar de la palabra plena de Dios, una palabra que es inseparable del rito y del relato. La perspectiva cristiana despliega desde aquí una visión unitaria sobre las distintas materias del plan de estudios, para que se pueda encontrar la unidad de ellas.
Primeramente, la Eucaristía nos indica que el conocimiento no puede darse a partir de una distancia entre el hombre y su mundo. Pues conocemos en cuanto que participamos de la realidad, en cuanto que nos abrimos a ella y a ella nos unimos. De ahí que conocer el mundo sea conocerse a sí mismo, y viceversa. En hebreo bíblico, la palabra “conocer” se usa para indicar la unión conyugal, mostrando así que el conocimiento requiere unidad con lo conocido. La consecuencia es que solo podemos conocer desde dentro de una comunidad y de una tradición. No hay un conocer desde la distancia neutra, como no se puede aprender un lenguaje neutro o general, que no sea el lenguaje concreto de una comunidad de hablantes.
En la Eucaristía la clave está en la relación de Jesús con su Padre. Desde allí se entiende todo lo demás que se vive en el rito: el pan y vino como creación de Dios y fruto del trabajo, la carne y la sangre como esencia de la vida, la memoria del Pueblo y la esperanza de la resurrección... Por eso, quien tome la Eucaristía como modelo del saber, entenderá que la relación con Dios confiere unidad a todas las demás áreas del conocimiento. Esto implica que el papel de la fe en la educación no puede reducirse a la asignatura de religión como una más en la lista. La fe se juega, más bien, en el modo en que la clase de religión se hace presente en las demás materias, es decir, en cómo las demás materias se abren a la pregunta sobre el bien último de la vida humana. Recordemos que el gran amor de las letras que se desarrolló en el Occidente cristiano nacía precisamente del deseo de buscar a Dios[18]. Pues para encontrarle era necesario leer la Escritura, viendo cómo en este relato y culto se integraba todo el Universo. Por eso la búsqueda de Dios llevaba a cultivar todas las artes.

Dos ejemplos concretos, referidos al currículo, nos ayudan a entender la amplitud de esta cuestión. En primer lugar, desde la Eucaristía es claro que el punto integrador de todo es el cuerpo humano. Hacia un cuerpo se dirige todo el rito, que incluye el pan y el vino, donde se aloja el cosmos entero. El estudio del cuerpo humano es, desde este punto de vista, una clave para entender el universo material. En el rito eucarístico el cuerpo humano se ve como lugar de sentido, capaz, tanto de asumir en sí el universo, como de instaurar relaciones entre las personas, relaciones que dan sentido al hombre y a su mundo.
Es esencial a este respecto que el niño entienda la diferencia entre el organismo viviente y el resto de seres inanimados. La distinción entre lo vivo y lo inerte, y la adopción de lo vivo como clave para entender todo el cosmos, es un postulado necesario para la educación en la fe, porque solo de este modo la materia misma puede poseer un lenguaje y, por tanto, referirnos al Creador. Esto supone, ciertamente, distanciarse del modo moderno de entender la ciencia, que ignora esta distinción. La escuela tiene que enseñar cómo, en el siglo XX, la misma ciencia positiva ha conocido cambios de paradigmas que la relativizan como único modo de mirar a lo real. Desde aquí puede comunicarse que nuestras fórmulas científicas nunca llegarán a comprehender todo, y que hemos de verlas como herramientas para buscar órdenes de armonía cada vez más amplios, que siempre superan nuestros esquemas. La pregunta por la religión aparece no como opuesta a la búsqueda de la ciencia, sino como aquella que se refiere al último orden de armonía, que contiene los demás órdenes y, así, los sostiene[19].

En segundo lugar, junto a las ciencias de la naturaleza, que se dan cita en el cuerpo humano, están las ciencias del lenguaje que se refieren a la vida común. Desde la metáfora de la lengua pueden plantearse las preguntas sobre la contribución al bien común en una sociedad pluricultural y, en muchos sentidos, acultural o anticultural, en cuanto negadora de lo humano. Está, por un lado, la posibilidad de aprender distintas lenguas y, por tanto, distintas tradiciones culturales, lo que solo es posible si uno domina la lengua propia. A la vez se plantea la existencia de modos reducidos o incluso nocivos en que pueden desarrollarse las lenguas, las cuales representan distintas visiones del hombre y del mundo, no todas igualmente buenas. Todo esto es necesario para que la educación permita vivir en una sociedad donde se dan cita no solo muchas culturas, sino también modos contradictorios de entender la cultura.
Se toca así la cuestión de Dios. La lengua, como ambiente comunicativo abierto al sentido, necesita en su centro la palabra “Dios”, que es una parte de toda palabra, pues perderla significa reducir el significado del lenguaje. Sin la palabra “Dios”, en efecto, la lengua ya no media una visión total de la realidad, con el riesgo de reducirlo todo a expresión de una preferencia personal o de un sentimiento, haciendo imposible la comunicación.

Nuestros hijos van a vivir en un ambiente de lenguaje donde ha desaparecido o se quiere hacer desaparecer la palabra “Dios”. Queremos educarles en la tradición católica, donde la palabra “Dios” existe y tiene sentido, y queremos que puedan imaginar también las tradiciones rivales, que entienden de modo distinto la palabra “Dios” o que la niegan[20]. La educación busca transmitirles la capacidad de entender los distintos puntos de vista desde el arraigo en su propia tradición. Esto significa que adquieran capacidad de desvelar la pregunta de fondo a la que los otros puntos de vista responden, y que explican su vitalidad parcial. Y, a la vez, que hayan recibido los recursos que ofrece la tradición cristiana para responder a este punto de vista rival. El objetivo es, por un lado, un sentido fuerte de pertenencia a la propia tradición católica y, a la vez, que esa tradición no se entienda como particularidad cerrada, sino como lugar de apertura máxima a la realidad. Nuestra rica tradición ha mostrado, ante todo, su confianza en Dios como palabra y razón que, al haberse encarnado y asumido la realidad, puede recoger todo lo que hay de verdadero en los demás modos de habitar el mundo.
Querría señalar aún otro aspecto esencial de la presencia de Dios en la educación, que sería necesario desarrollar. La apertura de la vida a Dios encuentra un escollo en la presencia del mal, la cual no solo parece oponerse a la existencia de Dios, sino también a la plenitud de la vida humana. A este respecto, dos claves nos ayudan en la educación. Por una parte, el nexo que existe entre sufrimiento y fecundidad, que ayuda a iluminar el problema del dolor. Por otra, la posibilidad del perdón, que resitúa la cuestión de la culpa ajena y propia a la luz de la esperanza en la reconciliación futura. Ambas claves dicen referencia a la presencia y acción de Dios. La Eucaristía, de hecho, de donde brota la educación en la fe, contiene en su centro el dolor fecundo y la expiación perdonadora del pecado.

Concluimos. La pregunta sobre Dios en la educación no busca solo cómo fomentar la presencia y acción de Dios. Se trata también de comprender que Dios mismo está presente y de que Él mismo actúa. Dios no es solo un tema educativo, sino también un actor de la educación. Y su acción se da en modo privilegiado a través de los pequeños. Educar es acercarse al misterio de una nueva generación, que siempre tiene lugar desde Dios. No es, pues, solo una transmisión de la fe, sino un modo de avivar la propia fe. ¿No fue Samuel, de hecho, quien trajo consigo de nuevo la revelación divina y quien recordó a Elí que Dios no duerme? Elí, es cierto, recibiría de Samuel una noticia mala, el fin de su estirpe, pero la muerte del anciano sacerdote nos hace presentir una esperanza. Pues falleció, no al oír que sus hijos habían perecido, sino solo cuando se le dijo: “fue apresada el Arca de Dios” (1Sam 4,17). Le despertaron de sus sueños, como a todo padre, las preguntas mismas del hijo que, al contrario que los ídolos, tiene boca y habla.
Nuestro recorrido se puede resumir volviendo a la historia de Samuel. Según Dionisio el Cartujano las tres veces que el Señor llamó a Samuel corresponden a sus tres unciones, como profeta, juez, sacerdote[21]. Lo de juez se aplica al conocimiento de la verdad (razón); lo de profeta, a la narración que estructura la vida (relatos); lo de sacerdote, a los ritos donde se transforman los afectos y se forja el obrar. A esto podemos añadir que las tres “erres” de que hemos hablado se transforman, pensando en el nombre de Samuel, en tres “eses”. En efecto, del relato individual hay que pasar a la saga, donde contamos juntos una historia común. De la razón que conoce y conecta, hay que pasar a la sabiduría, que ve todo desde la plenitud de Dios, fin último del cosmos. Y del rito hay que pasar al sacramento, que extiende la celebración al resto de la vida. Como educadores podemos acompañar al hijo durante estas tres llamadas. Pero hay, añadía Dionisio, una cuarta llamada. Le toca al hijo, y de él depende, responder a esta llamada definitiva, la que fraguó la relación de amistad con Dios: “¡Samuel!” “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.
José Granados

[1] Westerhoff, John Henry, Will our children have faith? Morehouse Pub., Harrisburg, PA, 2012.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Contra Gentiles IV, 58.
[3] Singer, Israel Yehoshua, La familia Karnowsky. Acantilado, Barcelona, 2015.
[4] Beauchamp, Paul, La ley de Dios. De una montaña a otra. Didáskalos, Madrid, 2014.
[5] Taylor, Charles, “Religion Today”, en: A Secular Age. Harvard University Press, Cambridge, MS – London, 2007.
[6] AA.VV., Dio oggi. Con Lui o senza di Lui cambia tutto. Cantagalli, Siena, 2010.
[7] Cf. Granados, José y Granados, Juan Antonio (eds.), La alianza educativa: Introducción al arte de vivir. Monte Carmelo, Burgos, 2009.
[8] Así algunos ayuntamientos españoles hacen ya un “bautizo laico”, precisamente porque entienden la utilidad civil de la liturgia. Ahora bien, precisamente en cuanto Dios pasa a ser un factor de utilidad, deja de ser Dios y su efecto sobre la vida desaparece. Por eso el presupuesto para que el bautismo laico sea eficaz es que la gente no conozca sus verdaderas motivaciones, es decir, el presupuesto es que la gente no esté bien educada, para que así deje de plantear ciertas preguntas.
[9] Cf. Macintyre, Alasdair y Dunne, Joseph, “Alasdair MacIntyre on Education: In Dialogue with Joseph Dunne”, Journal of Philosophy of Education Nº36 (2002) 1-19.
[10] Cf. Pascal, Pensamientos III, n. 233.
[11] Platón, República I, 331a.
[12] Sonnet, Jean-Pierre, Generare è narrare. Vita e pensiero, Milano, 2014
[13] Alter, Robert, The Art of Biblical Narrative. Basic Books, New York, 2011.
[14] Sobre la vida espiritual de los niños, cf. Coles, Robert, The spiritual life of children. Houghton Mifflin, Boston, 1990.
[15] MacIntyre, Alasdair y Dunne, Joseph, “Alasdair MacIntyre on Education”, op.cit.
[16] Al respecto, cf. Granados, José, Teología de la carne: el cuerpo en la historia de su salvación. Monte Carmelo, Burgos, 2012.
[17] Sennett, Richard, The craftsman. Yale University Press, New Haven, 2008.
[18] Leclercq, Jean, L’amour des lettres et le désir de Dieu: initiation aux auteurs monastiques du moyen âge. Cerf, Paris, 1957.
[19] Bohm, David, On creativity. Routledge, London, 2004.
[20] Sobre la necesidad de cultivar la propia tradición, cf. MacIntyre, Alasdair, Whose justice? Which rationality? University of Notre Dame, Notre Dame, IN, 1988.
[21] Enarratio in librum I Regum VII. Opera Omnia, vol. III, 1897, p. 279.

Prólogo a modo de confesión pública 

Querido Carlos, si hubiera sabido en qué berenjenal me metía al aceptar tu invitación para escribir este prólogo, me temo que, como mínimo, no hubieras conseguido mi colaboración tan rápidamente como lo permitió mi ingenuidad. Pero a lo hecho, pecho. Vamos allá. 

Recuerdo perfectamente cuando nos conocimos. Fue en Madrid, el 26 de octubre del 2018, gracias al espíritu daimónico de nuestro común amigo Daniel Capó. Eran las 9 de la mañana y fuimos a tomar un café. A los 10 minutos parecía que nos conociéramos desde siempre. Descubrí inmediatamente en ti a una de esas rarísimas personas que dominan el arte exigente y sutil de la escucha atenta. Es un arte muy poderoso, porque quien sabe escuchar impone su presencia ante el que habla de una manera tan activa, que sólo puede ser correspondida con la sinceridad desnuda. Una profecía hasídica asegura que cuando venga el Mesías no hará ninguna gran revolución, simplemente moverá las cosas unos pocos milímetros y, entonces, todo encajará perfectamente y tendrá sentido. A mi me gusta pensar que eso que modificará será nuestra capacidad de atención. Le hará un pequeño ajuste y así redescubriremos el mundo que nos rodea con la luz que siempre lo ha iluminado, pero que nuestra frágil atención no era capaz de percibir en su intensidad y sus matices. 

He descubierto esa misma voracidad un poco depredadora de la atención cada vez que he visitado el Stella Maris. Es una voracidad contagiosa. Abre el apetito. Y yo siempre he creído que educar es estimular la atención y el apetito. 
El reto de este prólogo, Carlos, no es que sea grande, es que, en realidad, me supera. Te voy a hacer una confesión, para explicarme, porque ya estoy viendo la atención de tu mirada sobre mi escritura. Yo soy un mal cristiano. Cuando alguna vez —muy pocas, a decir verdad— me he descrito así entre cristianos, casi siempre ha habido alguno que se ha apresurado a decirme que todos somos malos cristianos, etc. Sólo una vez, recientemente en Cádiz, mis palabras fueron acogidas con un silencio que agradecí mucho. Soy un mal cristiano no porque quiera serlo, sino porque me resulta imposible mantener viva la fe de mi madre. Sin embargo, afirmo orgullosamente mi condición de cristiano. No renuncio a mi bautismo, que me concede el derecho a ser miembro —aunque desde las últimas filas— de la Iglesia. 

Al decir que soy un mal cristiano, quiero decir también —y sobre todo— que no encuentro acomodo en el lugar en el que me gustaría vivir, que es el de un hipotético terreno intermedio y neutral, como una tierra de nadie, entre la fe y la increencia. Ese terreno, simplemente, no existe. Alguna vez he dicho que mi lugar es el del viernes de los que contemplaban al Crucificado ignorando lo que pasaría el domingo. A ese primer viernes que aún no sabía que era Santo, le doy yo el nombre de San Nihilismo. 

Soy un mal cristiano que intenta ayudar cuanto puede a los cristianos que se dedican a la enseñanza. No me preocupa nada cómo se llamen a sí mismos, quién ha sido su fundador o qué hábito los hace monjes. Eso es de su incumbencia. Lo mío es acudir cuando me llaman. Lo hago siempre con alegría. 

Una vez, en un programa de radio me preguntaron qué méritos le reconocía yo al cristianismo. Contesté, empujado por esa inspiración que a veces se nos escapa de la boca, que creía que los europeos estaríamos siempre en deuda con el cristianismo por tres legados a los que no podemos renunciar sin renunciar a nosotros mismos: la música sacra, dos mil años de huroneo del alma (gracias a lo cual inventamos la biografía y la psicología) y la mala conciencia (que nos permite disfrutar de nuestra gran tradición novelística). Me parece que al entrevistador lo dejé un poco perplejo, sin embargo, siguió con su guión. “¿Y qué pinta Dios en la universidad?”, me preguntó. Unos días antes, unas jóvenes apasionadas, guiadas, sin duda, por su fe, habían pretendido organizar un escándalo en la capilla de una universidad madrileña. “¡Ah! —le contesté— No son tres, sino cuatro, los grandes legados del cristianismo. ¡Hay que sumar las cátedras universitarias!”. Al entrevistador tuve que explicarle que sin esa creación tan singular y hasta cierto punto desmesurada de la teología, que pretende, ni más ni menos, crear un “logos” sobre “theós”, nunca hubiera habido universidades. 

Desde mi situación paradójica no creo, Carlos, que esté en las mejores condiciones para dialogar ni con vuestra fe, ni con vuestra sabiduría, ni con vuestro quehacer pedagógico, pero me debo a mi palabra dada y aquí tienes el prólogo que, ya ves, casi se va haciendo como aquel famoso soneto de Lope (“Un soneto me manda hacer Violante…”). 

Comenzáis de forma valiente con una pregunta directa que, además, tenéis razón, resulta urgente formular con claridad: “¿tendrán fe nuestros hijos?”. 

Sí, Carlos, sin duda, porque no hay nada más bien repartido que la fe. El suyo es un reparto completamente democrático, y no puede ser de otra manera, porque los hombres no podríamos vivir en condiciones de absoluta realidad. La fe, en última instancia, no es sino el gran orientador de la atención y en la naturaleza los fines, si los hay, siempre hay que iluminarlos con la fe para encontrarlos. El gran Juan Valera sostenía que sin fe el alma se quedaría sin energías, seríamos como un pájaro en vuelo al que de repente se le caen las alas. No se puede destruir la fe, dice Valera, sin aniquilar el alma humana, que no es sino la misma esencia de la fe. No está hablando de la virtud teologal, sino de la energía natural propia del alma. 

Joaquín Bartrina, un poeta de Reus contemporáneo de Valera, aseguraba, en este mismo sentido, que “aquel que se arroja al mar, / si fe no alcanza a tener / nunca aprenderá a nadar”. 

Y Giner de los Ríos intentará una defensa racional de esta fe insinuada por sus coetáneos Valera y Bartrina en Religión y ciencia. Bases para determinar sus relaciones (1870). “El hombre —dice Giner— cree siempre, dese o no cuenta de ello, y necesita creer muchas cosas, quiéralo o no”. La fe es “la confianza acompañada de la resolución e interior promesa de mantenerse en ella” que posee dimensiones personales y sociales, porque “mediante ella descansamos en otro y como que vemos con sus ojos”. Incluso encuentra Giner una “cierta semejanza” entre la fe y la especulación filosófica, pues ésta procede como aquélla, “con independencia de la experiencia exterior, y se dirige a lo esencial e interno”, pero mientras la especulación filosófica va siempre acompañada de la conciencia del límite que determina el concepto, la fe busca traspasar ese límite, “salvándolo en virtud de razones superiores que para ello la autorizan”. Esto es como decir que la fe va abriendo el camino del conocimiento. Es un “buen prejuicio” que nos permite anticipar lo nuevo. En este sentido, la ciencia, dado que necesita moverse entre límites bien definidos, sería más conservadora que la fe, que quiere trascenderlos. En el héroe siempre hay más fe que en el científico. 

El hombre es, constitutivamente, en su esencia, un animal de fe. Lo que ocurre con la fe, es que, aunque todos la llevamos en nosotros, no todos somos conscientes de lo que llevamos en las alforjas. 

Somos animales de fe sensibles a la influencia de otros animales con una fe más recia que la nuestra. Ningún hombre convencido de lo fundado de sus esperanzas nos resulta indiferente. Cuando intuimos detrás de sus palabras un fervor sincero, se nos hace fidedigno. Burke decía que “nos sometemos a lo que admiramos”. Hay que completar sus palabras, porque nos sometemos, sobre todo, a quienes admiramos, a pesar de que en la mayoría de los casos nos resultaría muy difícil justificar con silogismos las razones de nuestra admiración. 

Me gusta mucho lo que dice Herman Melville en esa búsqueda del absoluto que es su Moby Dick: “La fe, como un chacal, busca su alimento”. 

Somos tan dependientes de nuestra fe, que ésta se pone de manifiesto en nuestra misma forma de habitar el mundo. 

Pensándolo bien, Carlos, tengo que ser más radical: eso que llamamos mundo es siempre la donación de una fe, es el regalo que nos hacen nuestros dioses a cambio de la fe que depositamos como ofrenda en sus altares. 

Vivo en un pueblo en la costa catalana, entre Barcelona y Mataró, que posee una playa que, si bien no se puede decir que sea la más hermosa del mundo, si es muy visitada en verano. Al llegar junio se abren varios chiringuitos y de esta forma Buda llega puntualmente a su cita con nuestro calendario. El visitante se encuentra inevitablemente con su imagen sedente en la entrada de un chiringuito. Está colocada sobre una peana, rodeada de flores, entre carteles que anuncian helados, pizzas y paellas. Llevamos varios veranos con él y no parece haber nadie que se sienta molesto con su presencia. Todos sabemos que no pasaría lo mismo si a la entrada del chiringuito hubiese una imagen de la Virgen María o de Jesús crucificado, pero no creo que eso diga nada en contra de María o de Jesús. Sospecho que más bien es lo contrario. 

Nietzsche es quien dice que así como en torno a un héroe todo se vuelve tragedia, en torno a un dios todo se vuelve mundo. Creo que esto es, exactamente, así. Para conocer a un dios hay que observar el mundo que emerge en torno a él (el mundo que sus fieles crean en torno a su fe). Un dios o es un creador de mundos o no es nada. Así que, dime en qué mundo vives y te diré en qué dios crees. 

La fe siempre nos precede, porque es ella la que ilumina el camino que vamos recorriendo en la penumbra. Cuando Eva Moskowitz escribió In Therapy We Trust posiblemente no era consciente de la profundidad de sus palabras, que nos remiten al “In God we trust” erigido como lema oficial de los Estados Unidos y presente en cada dólar. 

Cada año, al llegar el otoño, Buda se retira para dejar la playa batida por el viento y las olas al dominio de las gaviotas. 

Los dioses nos conceden un mundo a cambio de nuestra fe porque en el mismo acto de fe afirmamos a nuestros dioses y a nuestro mundo. El mundo es el don de nuestra fe, porque es ésta la que educa nuestra manera de estar en el mundo. Y, precisamente porque el mundo de cada cual es un producto de su fe, podemos intuir la fe de alguien observando su conducta. 

En último extremo, podemos decir que la fe es aquello de lo que no puedes reírte sin ahogarte en tu propia risa. Por eso hasta los nihilistas tienen rutinas. 

Quien afirma que vive sin fe es que no sabe cuál es la fe que ordena su vida. No sabe que su negación de Dios es el primer artículo de su credo. El ateísmo, si se atreve a conocerse a sí mismo, se verá obligado a reconocer que no es más que, como decía Pemán, “el plural de Dios”. 

Paul Tillich resume perfectamente cuanto he intentado decir con una frase certera en su Dynamics of Faith (de 1957): “Faith is the state of being ultimately concerned”. 

“Todas las filosofías sin excepción –le escribe Jacobi a Fichte— son tributarias de un milagro. Cada una posee un lugar particular, su lugar santo, donde el milagro que le es propio aparece como el único verdadero, y frente al cual todos los otros son superfluos”. Yo voy un poco más allá y afirmo que toda cultura es tributaria de algo de lo que no puede reírse sin autodestruirse. 
Franz Rosenzweig, que tanta atención dedicó a estas cuestiones, dice en Fe y saber (1920) que el saber nos permite dudar, pero la fe, por ser la guía de nuestros pasos, no se puede permitir ese lujo. Lo otro de la fe no es la ignorancia, sino la desesperación. Y añade: “Para que el saber tenga algo que no necesite dudar, la fe ha de darle algo”. 

Si toda fe nos orienta, todo hombre de fe tiene algún tipo de conciencia del descarrío. Santo Tomás no se refería exactamente a esto cuando aseguraba que a Dios no se le ofende sino cuando vamos contra nuestro propio bien, pero podemos aplicar perfectamente estas palabras a nuestra reflexión. 
Si la fe está tan democráticamente repartida, quizás podríamos convenir que matar a Dios nunca ha sido un problema en la tradición occidental. El problema es que sólo se puede matar los dioses conocidos. Inmediatamente después, los dioses desconocidos comienzan a ocupar las hornacinas y altares de los dioses muertos, pero subrepticiamente, sin mostrar nunca su auténtico rostro. 
Quizás podríamos definir nuestro tiempo como el de la sustitución de los dioses conocidos por los desconocidos. El mismo Nietzsche parece darse cabal cuenta de ello cuando en una reflexión pedagógica, comenta que la sustitución de la oración diaria en las escuelas por el comentario de las noticias del día supone una considerable pérdida en la formación de los niños, porque a cambio de la relación con algo eterno, se les ofrece algo que no puede ser más que efímero, la novedad. 

En resumen, a la pregunta “¿Tendrán fe nuestros hijos?” hay que responder, contundentemente, que sí. A la pregunta “¿Qué fe tendrán nuestros hijos?” hay que contestar que ya lo veremos. Pero nos bastará para verlo con observar el orden de su mundo. 
«La cuestión del lugar que ocupa Dios en la escuela no se resuelve haciéndole un hueco en el currículo. Dios se manifiesta, con más o menos claridad, en la imagen de hombre que guía la acción pedagógica. Que no se engañe nadie: esta imagen siempre está ahí, aunque con frecuencia, en nuestros tiempos, se oculte tras los discursos pedagógicos.... No es casual que en la educación emocional se hable tanto de empatía y nada de agradecimiento. Un mundo que da tanta relevancia al “pathos” es muy distinto de un mundo que concede prioridad al agradecimiento. Cada uno de esos mundos es la repuesta a dos formas distintas de fe. Una privilegia la náusea y la otra el apetito. No es el mismo mundo el de una escuela que declara guiarse por “valores” cristianos, que una iglesia que se define como católica. Sé, por experiencia, que las primeras tienden a sustituir, con la mejor voluntad, los diez mandamientos por las diez sugerencias». 
Si trasladamos toda esta cuestión a la reflexión pedagógica, podemos decir que los dioses conocidos nos ofrecen una imagen claramente identificable del hombre; mientras que los dioses desconocidos, no nos pueden ofrecer más que imágenes parciales de lo humano. 
Lo que observáis, es cierto: la cuestión del lugar que ocupa Dios en la escuela no se resuelve haciéndole un hueco en el currículo. Dios se manifiesta, con más o menos claridad, en la imagen de hombre que guía la acción pedagógica. Que no se engañe nadie: esta imagen siempre está ahí, aunque con frecuencia, en nuestros tiempos, se oculte tras los discursos pedagógicos. 

Pondré un ejemplo de lo que quiero decir. La llamada educación emocional se ha impuesto estos años en los centros educativos con tal fuerza que en muchos de ellos se considera más importante que la formación intelectual. Yo, sin embargo, viendo lo que se suele entender por educación emocional, tiendo a pensar que se trata, en realidad, de una estabulación emocional que intenta dar forma a las pasiones del alma del hombre moderno de acuerdo con los moldes que se supone que definen las llamadas “competencias del siglo XXI”. Tras todo proyecto de educación emocional hay actuando, visible o en la sombra, una determinada imagen del hombre, que es la que orienta la acción educativa, porque ni las emociones, ni las pasiones ni los estados de ánimo pueden educarse a sí mismos. Necesitan el norte de determinados valores y, por lo tanto, necesitan una imagen del hombre valioso. No es casual, por ejemplo, que en la educación emocional se hable tanto de empatía y nada de agradecimiento. Un mundo que da tanta relevancia al “pathos” es muy distinto de un mundo que concede prioridad al agradecimiento. Cada uno de esos mundos es la repuesta a dos formas distintas de fe. Una privilegia la náusea y la otra el apetito. 
No es el mismo mundo el de una escuela que declara guiarse por “valores” cristianos, que una iglesia que se define como católica. Sé, por experiencia, que las primeras tienden a sustituir, con la mejor voluntad, los diez mandamientos por las diez sugerencias. 
No sé si Freud se creía a sí mismo cuando dijo que educar es introducir en la realidad. Más bien me temo que tenía poca confianza en la posibilidad de educar, gobernar o sanar. Pero, en todo caso, se trata, exactamente, de eso: de educar en la comprensión del mundo que nos entrega nuestra fe, que es la manera más directa de conocer a nuestros dioses. 
Un personaje como Freud sólo es imaginable en una cultura impregnada por siglos de cristianismo, es decir, por siglos de espeleología anímica. Lo nuevo en él es que no tenía la mente ni de un pecador ni de un predicador, sino, como decía Philip Rieff, de un diplomático. No era ni un San Agustín ni un Marx. No poseía el temperamento religioso de ninguno de estos dos. Por eso es el profeta de un dios que anuncia que hemos llegado demasiado tarde, que ya no hay redención posible, que ya no podemos creer en la salvación. Freud busca consensos provisionales, treguas, entre las fuerzas que pugnan entre sí por el dominio de nuestra alma, pero no nos ofrece esperanzas de curación. Es la figura menos progresista del siglo XX. Para él, el hombre bueno era el que se contentaba con realizar en sueños lo que el malo llevaba a la práctica a la luz del día. En este sentido, está muy cerca del Nietzsche de Más allá del bien y del mal. Toda cultura no sería otra cosa que un intento de gestionar un mundo en el que Dios se ha muerto y la mejor manera de llevar a cabo esta gestión sería postergando sine die los funerales. Para que haya cultura es imprescindible imponer a la naturaleza algo que no está en ella, una finalidad. Una cultura es un intento, nunca completamente satisfecho, de someter lo instintual a una coherencia. Pero ni la finalidad ni la coherencia son posibles. La fe en un Dios muerto no da para tanto. De ahí que sus sacerdotes sean los terapeutas que ofrecen recetas de salud fragmentaria. En El malestar en la cultura, Freud reconoce que es incapaz de ofrecer consuelo. Pero tampoco se atreve a ofrecer el desconsuelo que impondría un Super Ego nihilista. El dios de nuestros días es un dios de apaños, de ir tirando, de medias tintas, como nuestro mundo. 

Se cuenta que cuando Freud recibió la visita del profesor Schultz, que era uno de los psiquiatras alemanes más célebres, le preguntó, como preámbulo a toda posibilidad de conversación seria entre ambos: “¿Cree usted sinceramente en su capacidad para curar un paciente?”. “¡De ninguna manera!”, le respondió Schultz. “Entonces, nos entenderemos”, le dijo Freud invitándolo a entrar a su despacho. 
He escrito varias veces que, a mi parecer, la obra que mejor anuncia nuestro tiempo es el Frankenstein de Mary Shelley, cuyo título original era Frankenstein o el moderno Prometeo. 
Víctor Frankenstein es un joven inteligente, audaz y filántropo decidido a crear un hombre nuevo sin que lo frene la más mínima duda sobre la nobleza de su empresa. Por eso cuando se enfrenta cara a cara con la desgraciada obra surgida de sus manos, es incapaz de reconocer en ella su autoría. “¡Aparta de mis ojos tu inmunda vista!”, le espeta. El monstruo, plenamente consciente de sus límites, cree saber lo que necesita para ser bueno, y por eso le pide a su creador: “Dadme la felicidad y seré virtuoso”. Es decir, no le pide que le enseñe el camino de la virtud para intentar ser bueno, que es lo que habría hecho un “antiguo”. Exige la terapia que lo haga feliz y, en consecuencia, bueno. El mensaje está claro: el infeliz no puede ser moral. En este sentido Frankenstein prefigura nuestra actual sociedad terapéutica y, de manera muy especial, nuestra escuela. Hoy nadie parece ser realmente responsable de ninguno de sus errores. La culpa es del medio en el que viven, que les ha negado lo que les impide ser verdaderamente responsables de sus actos. 

Soy, te lo confieso, Carlos, muy reacio al empleo de la palabra felicidad, porque en su uso corriente parece significar algo que alguien nos impide disfrutar, a pesar de tener derecho a ello. Prefiero hablar de la importancia —del deber existencial, si quieres— de amar a la vida, y de amarla incondicionalmente, de forma agradecida, a pesar de que ella no siempre parezca dispuesta a correspondernos. O precisamente por eso. 
El reto pedagógico es el de la educación en la alegría y el agradecimiento, no el de la educación en la vida feliz. ¡Si en nuestros tiempos la felicidad es algo que se puede adquirir con receta en una farmacia! 
Para el cristiano, me parece a mí que amar es más importante que comprender. No se trata de ninguna rendición de la inteligencia al corazón, sino todo lo contrario. El cristiano sabe que hay perfiles en el mundo que sólo son visibles para la mirada enamorada. Este es el punto en el que, superando las disquisiciones sobre si el amor del cristiano ha de entenderse como eros o como ágape, Jerusalén y Atenas se encuentran más cerca. El neoplatonismo (al menos desde Siriano y Proclo) es una reflexión sobre “la mirada erótica” (erotikón ómma) del Fedro y del Alcibíades I de Platón. La mirada erótica no es la mirada natural del alma, sino el resultado de la educación del deseo de ver. Gracias a la mirada erótica aprendemos a ver a los otros y por medio de este aprendizaje aprendemos a vernos a nosotros mismos. Heidegger, refiriéndose a esta cuestión en su comentario del platónico mito de la caverna, concluye que la libertad no existe sino como orientación de la mirada. Ya que tenéis el coraje de preguntaros por la actualidad del honor, te ofrezco mi respuesta: El honor reside en la capacidad de mirarse a uno mismo sin vergüenza ni temor. 

Este es uno de los muchos motivos de reflexión que me ha brindado vuestro libro, pero quiero terminar este prólogo, demasiado largo, con algo que me ha afectado de una forma muy especial. Me refiero a vuestra convicción de que toda educación es enseñar a hablar. Al leer esto, me vinieron a la memoria las palabras que tanto me repetía mi madre, que fue la persona más luchadora que yo he conocido nunca. Se quedó viuda cuando yo tenía cinco años y mi hermano dieciséis. Y siempre la vimos luchando para mantenernos a flote con los tres pedazos de tierra que nos alimentaban. La recuerdo, emocionado, cuando cogiéndome la mano, me miraba a los ojos y me decía: “Hijo mío, estudia, para que puedas presentarse en cualquier sitio”. No conozco una definición mejor de educación. La persona educada es la que sabe presentarse en cualquier sitio, siendo digna con el humilde y con el encumbrado. Sólo añadiría que es también la que sabe moverse por el tiempo, porque el tiempo es lo que le da profundidad al presente. Y el tiempo, valorado en su densidad, inevitablemente nos conduce a la pregunta por lo eterno. 

Un fuerte abrazo, Carlos. 

Y, como decían los griegos, "eu práttein" (significa no sólo «hallarse bien», es decir, «tener fortuna» o «éxito», sino también «obrar bien», o sea, rectamente)”. 


GREGORIO LURI


“La educación de un niño comienza veinte años 
antes de su nacimiento, con la educación de sus padres” 
Napoleón Bonaparte

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12 razones para transmitir la fe

«Con ser una buena persona basta». Esa podría ser una rúbrica de nuestra cultura. «Vive y deja vivir». Algunos creyentes, arrastrados por este sentir, están perdiendo el interés en la comunicación de la fe convencidos de que ahí no reside lo importante. Pero no es cierto. Transmitir la grandeza del Dios de Jesús es una ganancia. Y muchas razones lo avalan:

1. Por dar a los otros LO MEJOR. ¿Y qué es lo mejor? Nada es comparable a Dios. La vida está llena de variables (salud/enfermedad, pobreza/riqueza, honor/deshonor, vida/muerte), sólo Dios permanece siempre.
2. Por construir RELACIONES SANAS. Dios 'ordena' todo; es un buen 'corrector' (siempre con la misericordia a cuestas) de nuestros excesos (deseo de posesión, indiferencia, violencia...).
3. Por COHERENCIA. Si somos bautizados, si hemos confirmado nuestra fe, si comulgamos... será porque lo consideramos importante. Si no fuera así, transmitiríamos a los demás una gran incoherencia.
4. Por COMPROMISO. No se puede decir «soy de los de Jesús» y, sin embargo, actuar por cuenta propia. Ser miembro de la Iglesia compromete.
5. Por no echar a perder lo que a su vez HE RECIBIDO y tiene valor. Nadie puede sustituir mi labor, ni puede realizar la misión que me ha sido encomendada. Los talentos que se tienen, o se invierten en beneficio de los otros, o se pierden.
6. Por tratar de construir un mundo más JUSTO. El Evangelio es una Buena Noticia. Educar en los valores del Evangelio contribuye a crear personas justas.
7. Por dar ESPERANZA. La visión materialista ahoga porque pone sus ojos en realidades caducas; la visión cristiana, que trasciende las apariencias, libera.
8. Por animar a ser 'hombres FUERTES', como decía san Pablo (1Co 16, 23), de aquellos que depositan su absoluta confianza en Dios, fortaleza nuestra (Sal 46, 2). La religión cristiana es lo contrario de la 'blandenguería', porque el precio que se paga por un amor que te hace libre es muy alto: marginación, burla, desprecio... la muerte incluida.
9. Por presentar MODELOS DE VIDA que merezcan la pena. Mejor parecerse a Francisco de Asís que al líder del último grupo musical de moda. La historia de la Iglesia está plagada de 'buena gente'.
10. Por reconocer y amar nuestras RAÍCES. Quiénes somos, de dónde venimos... tanto en su sentido original (Dios es Creador y Dador de la vida), como histórico (la fe de nuestros padres nos fue a su vez transmitida).
11. Por crear unión y COMUNIÓN con otros, más allá de lo biológico.
12. Por amor y para comunicar la alegría que nace de UNA FORMA DE AMAR.