EL Rincón de Yanka: 🔥 RESPONSABILIDAD PROFÉTICA DE LA IGLESIA ANTE LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL: EL PUEBLO DE DIOS PERO, NO EL DIOS DEL PUEBLO

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domingo, 14 de junio de 2020

🔥 RESPONSABILIDAD PROFÉTICA DE LA IGLESIA ANTE LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL: EL PUEBLO DE DIOS PERO, NO EL DIOS DEL PUEBLO


RESPONSABILIDAD PROFÉTICA DE LA IGLESIA 
ANTE LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL

EL PUEBLO DE DIOS PERO,
 NO EL DIOS DEL PUEBLO

Juan XXIII y Pablo VI señalaron el espíritu del Concilio: que la Iglesia infunda la savia del Evangelio en las venas de la humanidad, abriéndose al diálogo con el mundo moderno, siendo Iglesia de todos y “particularmente de los pobres”; para ello necesita ser renovada con el Espíritu de Jesucristo. El Vaticano II tuvo esta orientación pero no destacó la espiritualidad donde se unen la experiencia de Dios como misericordia infinita y la opción preferencial por los excluidos, que vemos en la conducta de Jesucristo. Consentir en la presencia del Dios revelado en Jesucristo y optar preferentemente por los excluidos viviendo con espíritu de pobreza son dos manifestaciones de la única fe o experiencia cristiana. Ciencia Tomista 140 (2013) 23-49. 
La Iglesia debe responder a los desafíos del mundo actual. Pero esta responsabilidad debe ser profética, es decir, la Iglesia debe responder a estos desafíos del mundo desde la fe en Jesucristo. Pero la Iglesia solo existe dentro de una cultura determinada, en un lugar y en un tiempo. Nuestra reflexión brotará en el contexto de la sociedad española. Sin embargo, como todas las Iglesias locales viven en comunión, la respuesta profética que cada una ofrezca puede servir de signo y aliciente para las demás. Como creyente cristiano me considero alcanzado y en cierto modo transformado por el Vaticano II. Pero, en la evolución de mi pensamiento después del concilio, ha influido no solo la opción preferencial por los pobres sino también los cambios tan rápidos como inesperados que, desde hace cincuenta años, se vienen dando en un mundo cada vez más interrelacionado, y en la evolución que viene teniendo la Iglesia del postconcilio. 

EL ESPÍRITU DEL VATICANO II 

El espíritu es anterior y debe ser criterio de lectura e interpretación de los documentos conciliares. Juan XXIII vio necesario un concilio ecuménico para que la Iglesia “infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio”. Y Pablo VI pidió al concilio que presentara a la Iglesia “como fermento vivificador e instrumento de salvación del mundo y reafirmando su vocación misionera”. 

Para llevar a cabo esta misión hay dos claves fundamentales. La primera es que la Iglesia se abra y dialogue con el mundo moderno desde los pobres. El papa Juan manifiesta: “la Iglesia se presenta como lo que es y quiere ser; como la Iglesia de todos y particularmente de los pobres”. A su vez, Pablo VI declara: “la Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo con el que le toca vivir; la Iglesia se hace palabra, se hace mensaje, se hace coloquio”. Y en este diálogo la Iglesia “debe educar hoy para la pobreza”. 

La segunda clave para el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno es el crecimiento de la Iglesia comunidad de aquellos que han sido alcanzados por el espíritu de Jesucristo. Juan XXIII convoca el concilio para que la Iglesia experimente “la gozosa presencia de Cristo viva y operante”. Y Pablo VI, en su encíclica Eclesiam suam, nos dice que la Iglesia debe examinarse “frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí”. 

Es de notar que las dos preocupaciones -una Iglesia pobre y una Iglesia que sea presencia viva y operante de Jesucristo- pertenecen a la única experiencia cristiana que respiran Juan XXIII y Pablo VI. Esta defensa de la justicia y de los pobres en la predicación profética y en la conducta de Jesús procede y es consecuencia de la intimidad con Dios. En esa experiencia profética van unidas justicia y compasión. Compromiso político y mística o encuentro con el Padre misericordioso revelado en Jesucristo. 

El diálogo con el mundo desde los pobres y el crecimiento en la fe implican la necesidad de cambiar el modelo de Iglesia. Juan XXIII nos dice que la Iglesia debe renunciar al poder y “a tantas trabas de orden profano”. Con la misma preocupación, Pablo VI afirmaba: “que ninguna otra aspiración anime a la Iglesia si no es el deseo de ser absolutamente fiel a Jesucristo”. La misión de la Iglesia es servir al mundo. Para llevar a cabo esta misión necesitamos un nuevo modelo de Iglesia muy distinto al modelo diseñado en la situación de cristiandad.

CÓMO FUERON PROCESADOS ESTOS IMPERATIVOS EN EL CONCILIO 

El concilio asumió el espíritu que respiraban Juan XXIII y Pablo VI. Pero, como acontecimiento histórico, tuvo sus limitaciones debidas no sólo al tiempo sino a los mismos participantes que de batieron y elaboraron los documentos. 

La Iglesia se constituye en la misión 

Además de presentar a la Iglesia como “realidad penetrada por la divina presencia” que se concreta en un pueblo animado por el Espíritu, en la perspectiva del concilio la Iglesia se constituye en la misión. 

Los documentos conciliares nos traen tres dimensiones de la comunidad cristiana. En la Constitución sobre la Iglesia, en continuidad con el Vaticano I, la Iglesia es presentada como una sociedad estructurada orgánicamente con una jerarquía. Acentuando solo esta dimensión, fácilmente se deforma la imagen de la Iglesia viéndola como una sociedad piramidal donde unos mandan y otros obedecen. Más adelante, se realza otra dimensión de la Iglesia como pueblo de Dios donde todos los bautizados tienen la misma dignidad y en consecuencia nadie es más que nadie, si bien hay distintos ministerios y carismas. Pero, en uno de los documentos finales y más trabajosamente elaborados –GS- , se añade otra dimensión: “la Iglesia solo desea continuar bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar; para servir y no para ser servido”. 

El Concilio no articuló estas tres dimensiones y ello ha traído tensiones intraeclesiales en los años del postconcilio. ¿Cuál de las tres dimensiones da sentido a las otras dos? La misión. Por dos razones. Al convocar el concilio Juan XXIII tenía la preocupación de infundir la savia del Evangelio en las venas de la humanidad. Para dar respuesta a este propósito el concilio, tras larga maduración, dio a luz la Constitución GS en la que destaca su dimensión misionera; luego es ahí donde se logra responder a la preocupación del papa Juan al convocar el Concilio; la misión da sentido a las otras dos dimensiones: pueblo de Dios a cuyo servicio hay una organización jerárquicamente estructurada. La otra razón es cristológica. Jesús de Nazaret vivió apasionado por la llegada del Reino; con este objetivo la Iglesia es comunidad referencial; todo en ella debe estar pues en función del Reino de Dios que crece ya en todos los rincones del mundo; a su entraña pertenece la dimensión misionera que dinamiza continuamente al pueblo de Dios y a los ministerios suscitados en él por el Espíritu.

Si la Iglesia se constituye en la misión, y el término de la misión es el mundo, éste entra en su razón de ser, en el dinamismo existencial de la Iglesia. Por su misma esencia, la Iglesia, como acontecimiento del Espíritu, es contemporánea con el mundo del que forma parte. Así se comprende la calificación de “Constitución” que se dio al documento del concilio sobre la Iglesia en el mundo actual, GS. 

Si el mundo -la familia humana “con el conjunto de realidades en que vive”- entra en la constitución de la Iglesia, se imponen algunas consideraciones: 

1) La Iglesia debe poner a disposición del género humano el poder que ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre entero la que hay que salvar: cuerpo alma, corazón, conciencia, inteligencia y voluntad. No hay una región del alma que escape a la acción del cuerpo para ser el lugar del encuentro con Dios. Ya no vale un dualismo que desemboca en el desprecio del cuerpo y fácilmente genera un angelismo pernicioso, contrario a la encarnación. El Evangelio debe alcanzar al ser humano “en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social”. 

2) Todos los valores profanos que van surgiendo siglo tras siglo en las distintas culturas son aceptados como signos de los tiempos donde la Iglesia y cada cristiano tienen que discernir los signos del Espíritu y actuar en consecuencia. Esos signos de los tiempos son acontecimientos de una historia toda ella incluida ya en el acontecimiento absoluto de la Encarnación. 

3) Y esta lectura de los signos no solo se impone por la necesidad de la adaptación a lo nuevo que va naciendo. Es el hombre mismo quien, oyente del Evangelio y sujeto de la gracia, tiene en su naturaleza y en su destino una dimensión histórica interior a su perfección. La posibilidad de conocer y encauzar la creación, la toma de conciencia de que todos los pueblos estamos interrelacionados, el clamor de los pobres por su liberación, la voz de las mujeres defendiendo su dignidad como personas, no son únicamente material ocasional. Por ambiguos que se presenten, son ya puntos cruciales que suministran espacio y recursos para comprender mejor, actualizar y concretar el mensaje cristiano de amor fraterno. 

Diálogo con el mundo moderno desde los pobres 

Según el espíritu que manifestaron Juan XXIII y Pablo VI, el diálogo de la Iglesia con el mundo debía realizarse desde los pobres y en la pobreza. Pero el Vaticano II dio relieve al diálogo de la Iglesia con el mundo moderno, sin dar el necesario relieve a la voz de los pobres como referencia fundamental para este diálogo. 

En los documentos conciliares hay alusiones al tema de los pobres, y alguna muy significativa. Pero en la gestación y desarrollo del Concilio pesó mucho más la situación de los países europeos tradicionalmente cristianos. La secularización entendida como un proceso de la modernidad en que las distintas áreas seculares se van emancipando de la tutela religiosa era un fenómeno imparable. Llegadas a su mayoría de edad, las personas despiertan a la subjetividad, quieren ser libres y rechazan instituciones políticas o religiosas que las aminoran o reprimen. Leyendo estos signos del tiempo, el Vaticano II respondió a las justas demandas sobre la libertad religiosa, el ecumenismo y la relación de la Iglesia con las otras religiones. Reconociendo esos anhelos de la modernidad como signos del Espíritu, el concilio afirmó la solidaridad de la Iglesia con el mundo y que nada humano es ajeno a los discípulos de Jesucristo. 

Pero, como ya hemos indicado al principio, en este diálogo con el mundo moderno la causa de los excluidos no quedó suficientemente reflejada. Ya hemos visto que Juan XXIII tenía esta perspectiva cuando convocó el concilio para lograr una Iglesia de todos “y particularmente de los pobres”. Pero el Vaticano II no respondió a esta invitación profética de Juan XXIII. Fue un concilio ecuménico, universal, pero desde la situación europea y desde la Iglesia preocupada por esta situación. Los padres conciliares confiaron de modo excesivo en el desarrollo económico de los pueblos ricos sin desenmascarar suficientemente la ideología perversa en que ya procedía. 

Crecimiento en la fe como encuentro con Jesucristo 

La segunda clave –avivar la “gozosa presencia de Cristo viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa”- no fue desarrollada por el Concilio. En los debates y en los documentos conciliares la preocupación por el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno y por renovar las estructuras eclesiales prevaleció sobre la exposición de la fe cristiana como encuentro vivo con Jesucristo. 

El déficit del Concilio en el desarrollo de estas dos claves -opción por las víctimas y dimensión mística de la fe cristiana- ha dejado su huella en la Iglesia postconciliar. Han surgido movimientos que corren el peligro de caer en un espiritualismo evasivo aparcando la opción preferencial por las víctimas y por una sociedad más justa. Igualmente, las comunidades eclesiales inspiradas en la orientación del Concilio, que han cultivado el compromiso en la transformación social, también corren el peligro de olvidar que la fe cristiana es, en primer lugar, no una relación con proyectos y estrategias políticas por urgentes que sean, sino con una Persona, el Dios del Reino, que nos precede, sustenta e inspira nuevos proyectos. 

Hacia otro modelo de Iglesia 

El Vaticano II diseñó las coordenadas para un nuevo modelo de Iglesia. En vez de oposición al mundo moderno, como venía siendo habitual hasta el Concilio, en los debates y documentos conciliares prevaleció una visión positiva del mundo y la necesidad de un diálogo sincero leyendo los signos de los tiempos donde ya se pueden vislumbrar las llamadas del Espíritu. La Iglesia abandonó el triunfalismo y cualquier pretensión de dominio. Se acabó con el “eclesiocentrismo” interpretando a la Iglesia como entidad referencial del Reino de Dios que crece en el mundo. 

El Concilio dejó también claro que la Iglesia es ante todo una comunidad de vida; y al servicio de esta vida están las estructuras eclesiales. Se posterga la visión de la Iglesia como sociedad perfecta y se potencia la visión como misterio de comunión que se concreta en el pueblo de Dios a cuyo servicio están todos los ministerios, incluidos los que se confieren por el sacramento del orden. Al presentar a la Iglesia como presencia y reflejo de la comunión trinitaria, da la clave para la comunidad cristiana donde se debe garantizar la singularidad de cada bautizado y la diversidad de funciones, pero en la unidad del Espíritu. Sin embargo, este modelo nuevo de Iglesia, que implica un crecimiento en la fe y una profunda reforma estructural, todavía está en camino y es una tarea pendiente. 

CÓMO DEBE RESPONDER HOY UNA IGLESIA PROFÉTICA 

El momento actual incluye procesos distintos y características peculiares en los pueblos europeos y en los latinoamericanos. Pero, en el fenómeno de la globalización, el trasvase cultural es inevitable y muy rápido. Ha entrado la modernidad: “surge con gran fuerza una sobrevaloración de la subjetividad individual”. Una cultura que hoy es híbrida, dinámica, cambiante. En los pueblos de América Latina simultáneamente conviven en gran confusión la cultura premoderna, la moderna ilustrada y lo que llamamos postmodernidad. Sin embargo, respetando los distintos procesos, la respuesta profética de la Iglesia debe tener rasgos comunes en Europa y en América Latina. 

Para diseñar esa respuesta, la Iglesia debe ser misionera, dialogando con el mundo moderno desde los pobres, y siendo ella misma pobre o comunidad de verdaderos creyentes. 

Iglesia en misión 

A pesar de que el Vaticano II presentó a la Iglesia como misterio de comunión que se hace realidad en el pueblo de Dios, cincuenta años después muchos siguen pensando que la Iglesia, reducida frecuentemente al clero, es ante todo una organización piramidal con unas estructuras visibles, inconmovibles. Nada más alejado de la verdadera Iglesia, comunidad de vida en función del reino de Dios. 

El reino de Dios está ya presente y crece dentro del mundo, creado y bendecido por Dios, aunque todavía esclavizado por el mal. Por eso debemos mirar este mundo desde el corazón de Dios, y superar el dualismo maniqueo que lo identifica solo como enemigo del alma convencidos de que fuera de este mundo no hay salvación. 

El reino de Dios es lo que sucede en las personas y en los pueblos cuando permiten que Diosamor emerja en sus vidas como único señor. La Iglesia, como signo e instrumento de Dios, debe hacer presente a ese Dios revelado en Jesucristo, apasionado para que todos tengan vida. En consecuencia, la organización y estructuras de la Iglesia deben tener como fin y sujeto a las personas. El Evangelio proclama el valor y la dignidad del ser humano, y por tanto evangelizar implica la opción por esa dignidad. Y las personas viven dentro de un pueblo, en el dinamismo de su historia y en una cultura donde, según el concilio, brotan ya “las semillas del Verbo”. A la vida y dignidad de estas personas están supeditadas las estructuras y leyes de la Iglesia. 

Si la Iglesia se constituye en la misión que tiene lugar en un espacio y en un tiempo, se imponen dos consecuencias. 

1. El tiempo y el espacio cultural sin los cuales no hay ser humano, pertenecen de algún modo a la constitución de la Iglesia y le dan una fisonomía peculiar. Así pues urge dar más relieve a las culturas en la organización de la comunidad cristiana. Y esta visión plantea serios interrogantes. En el siglo XVI se impuso en los pueblos de Amerindia una organización y unas formas culturales traídas del catolicismo barroco español. Y con este modelo seguimos funcionando. Pero, después del Vaticano II, creemos que ha llegado la hora de asumir nuevos modelos de organización eclesial, según los valores y normas organizativas de culturas indígenas sofocadas desde hace siglos. 

2. Si el lugar, el tiempo y la cultura de los pueblos entra en la Constitución de la Iglesia, “solo en las Iglesias particulares y a partir de ellas existe la Iglesia católica una y única” (LG, 23). Por tanto, no hay una Iglesia particular, por ejemplo la Iglesia de Roma, que sea el prototipo de Iglesia, y cuyas organizaciones y formas litúrgicas deban imponerse sin más en todas las iglesias locales. Precisamente porque se supone la pluralidad, como servicio a la comunión entre las iglesias locales tiene sentido el ministerio ejercido por el obispo de Roma, sucesor de Pedro. 

Fiel a esta visión, el Vaticano destacó la necesidad de una descentralización, de la colegialidad y la corresponsabilidad de todos los bautizados en la organización de la Iglesia en orden a la misión. No tiene sentido imponer a las Iglesias locales de América Latina los modelos europeos todavía en continuidad con la mentalidad colonial. Debería asimismo darse más autonomía a las Conferencias Episcopales, al Sínodo de los obispos y a los sínodos regionales. Incluso podemos debemos preguntarnos: ¿por qué se hace teología solo desde una cultura determinada pretendiendo que sea válida sin más para todas las regiones? 

Se trata de algo esencial para la Iglesia, pueblo reunido como expresión de la simbólica trinitaria: tres Personas distintas en comunión. La Iglesia es cuerpo de Jesucristo, y sus distintos miembros están animados por el único Espíritu. Análogamente, las iglesias locales, distintas entre sí, llevan en su misma entraña la comunión, obra del Espíritu. Urge, pues, que las distintas iglesias locales, cada una con su peculiaridad, sean responsables y corresponsables con las demás. De no emprender este camino, todo puede quedar ahí como una buena intención sugerida por el Espíritu al concilio, pero postergada, si no ahogada, en el postconcilio, por no encontrar cauces jurídicos adecuados. Y un detalle más. Poco se logra desmontando la monarquía absoluta del papa, si ahora cada obispo se considera centro absoluto en la Iglesia local. La descentralización desencadena un proceso en la organización y misión de la Iglesia, donde todos los bautizados, cada uno desde su vocación y su puesto, deben ser responsables y corresponsables. 

Iglesia “de todos, particularmente de los pobres” 

En un primer período de postconcilio, la Iglesia en los pueblos europeos se abrió al diálogo con el mundo moderno, pero no contó suficientemente con la perspectiva de los pobres. El proceso fue distinto en América Latina, donde las Conferencias Generales del Episcopado Americano vienen dialogando con el mundo moderno desde la perspectiva de la opción evangélica y preferencial por los pobres. 

En el segundo período postconciliar parece que esta opción se ha diluido mucho, incluso en la Iglesia de América Latina. El documento de la Congregación para la doctrina de la Fe Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (1984), cortó un proceso todavía inacabado. La intervención de Roma creó desconfianza y reservas no solo ante cualquier teología de la liberación sino también ante cualquier opción por los pobres. 

Sin embargo, parece absolutamente necesario recuperar esa opción preferencial por los pobres o excluidos como clave para la responsabilidad profética de la Iglesia en el diálogo con el mundo actual. 

Algunos fenómenos constatables 

La situación de injusticia en el mundo obrero, que reivindica sus derechos y se aleja de la Iglesia, y el justo clamor de los pobres en los pueblos de América Latina, iluminan una reflexión teológica que ayuda a entender que solo “el aguijón del sufrimiento”, la memoria de las víctimas, garantiza la salud evangélica de la Iglesia y de la teología. 

Una segunda referencia viene de lo sucedido en la Europa ilustrada. El holocausto de la raza judía en el nazismo fue tan horrible que solo pasadas varias décadas, filósofos y teólogos se atreven a procesarlo. Auschwitz deja sin sentido a nuestra historia y nos obliga a preguntarnos donde está Dios. Ningún desarrollo social justifica el silenciamiento y el olvido de las víctimas. 

La crisis ha llegado a la zona del euro afectando de modo especial a los países económicamente más pobres de la Unión europea. Puede ser una buena oportunidad para que los cristianos despertemos de un letargo, abandonemos una religión aburguesada y volvamos los ojos hacia las víctimas de un sistema económico que funciona con una ideología homicida. 

Finalmente, otra constatación: la Iglesia, y en general la religión, es percibida por muchos como encubridora de la injusticia y por tanto no es mediación creíble del Evangelio. Es percibida como factor evasivo y narcotizante, con frecuencia utilizado para explotar y domesticar al pueblo, apartándolo de reivindicar sus justos derechos, y para justificar la prepotencia y corrupción estructural de grupos dominantes. 

Viendo hacia dónde nos ha llevado y nos está llevando el proceso iniciado en la Ilustración europea (economía globalizada con exclusión de los más débiles), urge desenmascarar la patología original que lo carcome. En el siglo de las Luces se vincularon razón y libertad con el progreso. Pero el proceso seguido viene demostrando que esa vinculación no es real. En el deslumbrante desarrollo técnico generado por el hombre ilustrado, la razón y la libertad vienen generando más sinrazón y haciendo de los ciudadanos siervos. Y ello explica en buena manera la denuncia de la postmodernidad. 

En la revolución francesa la proclama incluía tres palabras: libertad, igualdad y fraternidad, pero esta última quedó en la sombra. La libertad de los burgueses asentados en el trono de los feudales avanzó creando más desigualdad y olvidando la fraternidad. Así se generó un desarrollo monstruoso que al fin se ha vuelto contra la misma humanidad. 

La revolución marxista en la segunda mitad del siglo XIX desenmascaró esa patología ideológica en que se fundamentó la burguesía ilustrada. Marx cuestionó a un proceso ilustrado donde la libertad irracional de los pocos señores estaba oprimiendo y explotando a los más débiles. Fue un detonante contra esa ideología que hoy se concentra en el neoliberalismo económico. 

La conducta de Jesús 

Intimidad con el Padre y opción por la causa de los social y religiosamente excluidos son dimensiones inseparablemente unidas en la espiritualidad que respira la conducta de Jesús. Según los evangelios, Jesús de Nazaret no se preocupó de mantener intactas las formulaciones doctrinales ni los rituales prescritos. Lo que le indignó y le motivó a intervenir arriesgando su propia seguridad fue el abandono social y religioso de los leprosos, mendigos, prostitutas y otros despreciados en aquella sociedad. La conducta de Jesús cuestionaba la visión de Dios y su relación con Él que tenían las autoridades religiosas judías. Jesús se abrió a la sociedad de su tiempo haciendo suya la causa de los excluidos porque en su intimidad experimentaba que Dios es así. 

En Jesucristo la fe cristiana celebra la epifanía del amor de Dios encarnado que, movido a compasión ante la marginación y sufrimiento de los excluidos, cura heridas y defiende a los pobres hasta correr la suerte desgraciada de las víctimas, y manifestando una lógica nueva: el amor vence a la muerte. En este camino, la Iglesia será de todos, siendo Iglesia particularmente de los pobres. La Iglesia debe ser signo de esperanza en un mundo amenazado en su porvenir. Pero nuestra esperanza no puede instalarse mientras haya en el mundo alguien que no pueda esperar. Solo tenemos esperanza en la medida que la compartimos. Y de verdad la compartimos cuando nos comprometemos en construir una sociedad donde las víctimas privadas de futuro puedan levantar la cabeza como personas libres. 

Una Iglesia de pobres o verdaderos creyentes 

Jesús de Nazaret no fue un revolucionario lanzando arengas o proclamas a favor de los pobres, sino que él mismo se hizo pobre y, movido a compasión, sufrió voluntariamente la exclusión de las víctimas. Esta intervención de Dios, que se hizo realidad en la conducta de Jesús, debe hacerse realidad a lo largo de la historia gracias a hombres y mujeres que “recreen” en su propia historia esa conducta. 

Para ser denuncia creíble de la opción preferencial por los excluidos, la Iglesia no solo debe ser habitable para los pobres y las culturas marginadas, sino que la misma comunidad cristiana debe ser evangélicamente pobre, recreando en su propia conducta la conducta de Jesús que, “siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”. 

Las personas nos humanizamos no pretendiendo ser dioses y dominando a los demás, sino dejándonos transformar por la presencia de Dios cuyo poder se manifiesta en la misericordia y en la entrega por todos hasta la muerte. Los cristianos debemos revisar cómo ejercemos el poder que de algún modo tenemos y cómo se ejerce en la organización institucional de la Iglesia. La lógica de dominación y las manifestaciones triunfalistas, muy normales en situación de cristiandad, nada tienen que ver con el espíritu evangélico y hoy cada vez son más intolerables. 

Es comprensible identificar vivir con espíritu de pobre y ser creyente. En la tradición bíblica Dios era percibido como defensor de los pobres. Pero en el destierro de Babilonia el pueblo judío se pregunta: ¿dónde está el Dios defensor de los pobres? Entonces la revelación da un paso adelante con la figura del pobre (anaw), la persona que, consciente de su pobreza, se abre confiadamente a esa presencia de Dios. María de Nazaret es la pobre que se abre totalmente a esa presencia y es dichosa porque ha creído, ha consentido y se ha entregado a esa comunicación. 

En los pueblos europeos tradicionalmente cristianos se ha producido “una especie de eclipse de Dios, una cierta amnesia”. En la misma comunidad cristiana no negamos que Dios existe. Pero ¿de qué divinidad estamos hablando y qué influencia tiene en nuestra cultura? ¿Cómo hay que vivir la fe y la religión cristianas? Éste es el interrogante básico y el gran desafío para la Iglesia evangelizadora. 

Aunque la situación religiosa en América Latina es bien diferente a la situación que hoy viven los países europeos, no cabe idealizar. Teólogos latinoamericanos vienen denunciando que la gran tentación para los cristianos en América Latina -la observación vale también para Europa- no es el ateísmo sino la idolatría: seguir con una práctica religiosa pero sirviendo a los ídolos del poder y tener insolidariamente. 

La fe cristiana no se reduce a creer lo que no vimos ni vemos. No es aceptación servil de dogmas y mandamientos. Es un encuentro con la persona de Jesucristo, que da un nuevo horizonte a nuestra vida y con ello una orientación decisiva. Sin esta relación viva que abarca la vida entera del creyente, la fe cristiana es irreal. 

Unir la opción preferencial por los pobres y experiencia de Dios 

Hay cristianos que salen por las calles reivindicando los derechos fundamentales de los pobres, pero no frecuentan la práctica religiosa. Otros, en cambio, que se mantienen fieles observantes de la misa dominical, miran con recelo tales manifestaciones. En nuestra visión de la fe cristiana ambos están tuertos, solo ven de un ojo. Jesús de Nazaret “pasó por el mundo haciendo el bien, curando enfermos o combatiendo las fuerzas del mal, porque Dios estaba con él”. Su misericordia se concreta en la nueva justicia y su mística tiene incidencia política. 

Los conflictos intraeclesiales que desde hace tiempo vienen amenazando a la comunión cristiana no están solo en la visión de la Iglesia interpretada en función de sí misma o en función del reino de Dios. Su raíz es más profunda: mientras unos siguen pensando que a Dios se le afirma y obedece a costa de sacrificar a la humanidad, otros piensan que la humanidad puede ser afirmada y promovida negando a su Creador. No acabamos de aceptar la buena nueva de la encarnación que continúa en el dinamismo de nuestra historia: ni Dios a costa del hombre, ni el hombre a costa de Dios. Humanidad y divinidad van inseparablemente unidas. 

El Vaticano II denuncia la insensatez del hombre moderno que, pretendiendo ser centro absoluto, rompe con su Creador negando su condición de criatura; esa deshumanización es precisamente lo que causa la injusticia social y la pobreza. Pero también denuncia la conducta religiosa, social y moral de los cristianos que no revela sino más bien está ocultando “el genuino rostro de Dios y de la religión”. 

La muerte de Jesús en la cruz es la experiencia de otra lógica: cuando el ser humano es capaz de vivir la presencia de Dios-Amor en él, consintiendo y dejándose transformar por ella, caen los muros de separación y se hace la fraternidad. Si los cristianos conocemos a Dios, nos hemos encontrado con él en Jesucristo, espontáneamente movidos por sentimientos de compasión, sentiremos profundo estupor ante la dignidad del pobre y nos comprometeremos para que salga de su postración, conscientes de que, sirviéndole, servimos también a Dios. Unir compromiso histórico por la dignificación de las víctimas y dimensión mística es lo que hoy estamos necesitando en la Iglesia. 

Otro modelo de Iglesia es necesario y posible 

Desde el siglo IV la Iglesia se fue configurando como un reino de este mundo. La reforma gregoriana en el siglo XI destacó la figura del papa como señor del mundo y la Iglesia, concentrada cada vez más en el clero, vino a ser el poder espiritual único en el mundo europeo funcionando como una sociedad perfecta con la lógica del poder. La Reforma del siglo XVI y las guerras de religión provocaron el fortalecimiento de las estructuras eclesiales y la preocupación por defenderse del mundo moderno que reclamaba su autonomía. Con frecuencia la fe cristiana se redujo a la incondicional adhesión a unas verdades propuestas por la autoridad que, al llegar el proceso de secularización, se abandonan sin ningún trauma.

Urge por tanto emprender un nuevo camino. Si creemos que la Iglesia es ante todo una comunidad de vida, no podemos seguir con un modelo de Iglesia fraguado en oposición a la reforma y al mundo moderno. El encuentro con Jesucristo que llamamos fe no se puede reducir a unas doctrinas formuladas en el catecismo y aprendidas. La Iglesia no puede reducirse al clero que hace del pueblo cristiano un objeto de su gobierno y de su enseñanza. 

Pero una verdadera reforma de la Iglesia no se hace solo con el cambio de estructuras. La pesada y anacrónica estructura solo irá cediendo y cambiando a medida que surjan comunidades cristianas donde se viva la experiencia de la fe. Aunque, con una mirada superficial sobre el proceso que hoy está teniendo lugar en países como España, se tiene la impresión de que el cristianismo está muriendo, lo que sí muere es una situación de cristiandad; está cayendo un cristianismo que da prioridad al ritualismo y a los cumplimientos más que a la vitalidad en el espíritu de Jesucristo. Pero está surgiendo un cristianismo donde crece la personalización de la fe, siguiendo el espíritu del Vaticano II. La Iglesia profética sigue siendo rejuvenecida por el Espíritu.

REFLEXIÓN FINAL YA EN AMÉRICA LATINA 

En América Latina, este modelo de Iglesia ya se inició después del Concilio y, a partir de Medellín, uniendo la experiencia del Dios de Jesucristo y la opción preferencial por los pobres. Los obispos se mantienen fieles a la Iglesia en América Latina, que, a mediados del siglo pasado, recibió la gracia de descubrir a Dios en los pobres. Una nueva forma de mirar al ser humano desde el corazón de Dios, que no es fruto de raciocinios mentales, sino impacto de la compasión que causa en nosotros el sufrimiento del otro. 

La opción cristiana por los pobres tiene inspiración teologal; su principio es la misericordia y su realización es un proceso de espiritualidad que incluye inseparablemente pasión por el Dios revelado en Jesucristo y pasión por el ser humano. Contemplación y compromiso histórico por la liberación de todos desde la opción preferencial por las víctimas. Es la experiencia que han vivido y nos han dejado obispos como Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz en México, y Monseñor Romero en El Salvador. Y este es el camino para construir un mundo según el corazón de Dios, tal como se reveló en la conducta histórica de Jesús.


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