RESPONSABILIDAD PROFÉTICA DE LA IGLESIA
ANTE LOS DESAFÍOS DEL MUNDO ACTUAL
EL PUEBLO DE DIOS PERO,
NO EL DIOS DEL PUEBLO
Juan XXIII y Pablo VI señalaron el espíritu del Concilio: que la Iglesia infunda la savia del Evangelio en las venas de la humanidad, abriéndose al diálogo con el mundo moderno, siendo Iglesia de todos y “particularmente de los pobres”; para ello necesita ser renovada con el Espíritu de Jesucristo. El Vaticano II tuvo esta orientación pero no destacó la espiritualidad donde se unen la experiencia de Dios como misericordia infinita y la opción preferencial por los excluidos, que vemos en la conducta de Jesucristo. Consentir en la presencia del Dios revelado en Jesucristo y optar preferentemente por los excluidos viviendo con espíritu de pobreza son dos manifestaciones de la única fe o experiencia cristiana. Ciencia Tomista 140 (2013) 23-49.
La Iglesia debe responder a los desafíos del mundo actual. Pero esta responsabilidad debe ser profética, es decir, la Iglesia debe responder a estos desafíos del mundo desde la fe en Jesucristo. Pero la Iglesia solo existe dentro de una cultura determinada, en un lugar y en un tiempo. Nuestra reflexión brotará en el contexto de la sociedad española. Sin embargo, como todas las Iglesias locales viven en comunión, la respuesta profética que cada una ofrezca puede servir de signo y aliciente para las demás. Como creyente cristiano me considero alcanzado y en cierto modo transformado por el Vaticano II. Pero, en la evolución de mi pensamiento después del concilio, ha influido no solo la opción preferencial por los pobres sino también los cambios tan rápidos como inesperados que, desde hace cincuenta años, se vienen dando en un mundo cada vez más interrelacionado, y en la evolución que viene teniendo la Iglesia del postconcilio.
EL ESPÍRITU DEL VATICANO II
El espíritu es anterior y debe ser criterio de lectura e interpretación de los documentos conciliares. Juan XXIII vio necesario un concilio ecuménico para que la Iglesia “infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio”. Y Pablo VI pidió al concilio que presentara a la Iglesia “como fermento vivificador e instrumento de salvación del mundo y reafirmando su vocación misionera”.
Para llevar a cabo esta misión hay dos claves fundamentales. La primera es que la Iglesia se abra y dialogue con el mundo moderno desde los pobres. El papa Juan manifiesta: “la Iglesia se presenta como lo que es y quiere ser; como la Iglesia de todos y particularmente de los pobres”. A su vez, Pablo VI declara: “la Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo con el que le toca vivir; la Iglesia se hace palabra, se hace mensaje, se hace coloquio”. Y en este diálogo la Iglesia “debe educar hoy para la pobreza”.
La segunda clave para el diálogo de la Iglesia con el mundo moderno es el crecimiento de la Iglesia comunidad de aquellos que han sido alcanzados por el espíritu de Jesucristo. Juan XXIII convoca el concilio para que la Iglesia experimente “la gozosa presencia de Cristo viva y operante”. Y Pablo VI, en su encíclica Eclesiam suam, nos dice que la Iglesia debe examinarse “frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí”.
Es de notar que las dos preocupaciones -una Iglesia pobre y una Iglesia que sea presencia viva y operante de Jesucristo- pertenecen a la única experiencia cristiana que respiran Juan XXIII y Pablo VI. Esta defensa de la justicia y de los pobres en la predicación profética y en la conducta de Jesús procede y es consecuencia de la intimidad con Dios. En esa experiencia profética van unidas justicia y compasión. Compromiso político y mística o encuentro con el Padre misericordioso revelado en Jesucristo.
El diálogo con el mundo desde los pobres y el crecimiento en la fe implican la necesidad de cambiar el modelo de Iglesia. Juan XXIII nos dice que la Iglesia debe renunciar al poder y “a tantas trabas de orden profano”. Con la misma preocupación, Pablo VI afirmaba: “que ninguna otra aspiración anime a la Iglesia si no es el deseo de ser absolutamente fiel a Jesucristo”. La misión de la Iglesia es servir al mundo. Para llevar a cabo esta misión necesitamos un nuevo modelo de Iglesia muy distinto al modelo diseñado en la situación de cristiandad.
CÓMO FUERON PROCESADOS ESTOS IMPERATIVOS
EN EL CONCILIO
El concilio asumió el espíritu
que respiraban Juan XXIII y Pablo VI. Pero, como acontecimiento histórico, tuvo sus limitaciones
debidas no sólo al tiempo sino a
los mismos participantes que de batieron y elaboraron los documentos.
La Iglesia se constituye en la
misión
Además de presentar a la Iglesia como “realidad penetrada por
la divina presencia” que se concreta en un pueblo animado por el Espíritu, en la perspectiva del concilio la Iglesia se constituye en la
misión.
Los documentos conciliares
nos traen tres dimensiones de la
comunidad cristiana. En la Constitución sobre la Iglesia, en continuidad con el Vaticano I, la Iglesia
es presentada como una sociedad
estructurada orgánicamente con
una jerarquía. Acentuando solo esta dimensión, fácilmente se deforma la imagen de la Iglesia viéndola como una sociedad piramidal
donde unos mandan y otros obedecen. Más adelante, se realza otra
dimensión de la Iglesia como pueblo de Dios donde todos los bautizados tienen la misma dignidad y
en consecuencia nadie es más que
nadie, si bien hay distintos ministerios y carismas. Pero, en uno de
los documentos finales y más trabajosamente elaborados –GS- , se
añade otra dimensión: “la Iglesia
solo desea continuar bajo la guía
del Espíritu, la obra misma de
Cristo que vino al mundo para dar
testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar; para servir y
no para ser servido”.
El Concilio no articuló estas
tres dimensiones y ello ha traído
tensiones intraeclesiales en los
años del postconcilio. ¿Cuál de las
tres dimensiones da sentido a las
otras dos? La misión. Por dos razones. Al convocar el concilio Juan
XXIII tenía la preocupación de infundir la savia del Evangelio en las
venas de la humanidad. Para dar
respuesta a este propósito el concilio, tras larga maduración, dio a
luz la Constitución GS en la que
destaca su dimensión misionera;
luego es ahí donde se logra responder a la preocupación del papa Juan
al convocar el Concilio; la misión
da sentido a las otras dos dimensiones: pueblo de Dios a cuyo servicio hay una organización jerárquicamente estructurada. La otra
razón es cristológica. Jesús de Nazaret vivió apasionado por la llegada del Reino; con este objetivo
la Iglesia es comunidad referencial; todo en ella debe estar pues
en función del Reino de Dios que
crece ya en todos los rincones del
mundo; a su entraña pertenece la
dimensión misionera que dinamiza continuamente al pueblo de
Dios y a los ministerios suscitados
en él por el Espíritu.
Si la Iglesia se constituye en la
misión, y el término de la misión
es el mundo, éste entra en su razón
de ser, en el dinamismo existencial
de la Iglesia. Por su misma esencia, la Iglesia, como acontecimiento del Espíritu, es contemporánea
con el mundo del que forma parte.
Así se comprende la calificación
de “Constitución” que se dio al documento del concilio sobre la Iglesia en el mundo actual, GS.
Si el mundo -la familia humana “con el conjunto de realidades
en que vive”- entra en la constitución de la Iglesia, se imponen algunas consideraciones:
1) La Iglesia debe poner a disposición del género humano el poder que ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre entero la que hay que salvar: cuerpo
alma, corazón, conciencia, inteligencia y voluntad. No hay una región del alma que escape a la acción del cuerpo para ser el lugar del
encuentro con Dios. Ya no vale un
dualismo que desemboca en el desprecio del cuerpo y fácilmente genera un angelismo pernicioso, contrario a la encarnación. El Evangelio debe alcanzar al ser humano “en
la plena verdad de su existencia, de
su ser personal y a la vez de su ser
comunitario y social”.
2) Todos los valores profanos
que van surgiendo siglo tras siglo
en las distintas culturas son aceptados como signos de los tiempos
donde la Iglesia y cada cristiano
tienen que discernir los signos del
Espíritu y actuar en consecuencia.
Esos signos de los tiempos son
acontecimientos de una historia toda ella incluida ya en el acontecimiento absoluto de la Encarnación.
3) Y esta lectura de los signos
no solo se impone por la necesidad
de la adaptación a lo nuevo que va
naciendo. Es el hombre mismo
quien, oyente del Evangelio y sujeto de la gracia, tiene en su naturaleza y en su destino una dimensión histórica interior a su perfección. La posibilidad de conocer y
encauzar la creación, la toma de
conciencia de que todos los pueblos estamos interrelacionados, el
clamor de los pobres por su liberación, la voz de las mujeres defendiendo su dignidad como personas,
no son únicamente material ocasional. Por ambiguos que se presenten, son ya puntos cruciales que
suministran espacio y recursos para comprender mejor, actualizar y
concretar el mensaje cristiano de
amor fraterno.
Diálogo con el mundo
moderno desde los pobres
Según el espíritu que manifestaron Juan XXIII y Pablo VI, el
diálogo de la Iglesia con el mundo
debía realizarse desde los pobres
y en la pobreza. Pero el Vaticano
II dio relieve al diálogo de la Iglesia con el mundo moderno, sin dar
el necesario relieve a la voz de los
pobres como referencia fundamental para este diálogo.
En los documentos conciliares
hay alusiones al tema de los pobres, y alguna muy significativa.
Pero en la gestación y desarrollo
del Concilio pesó mucho más la situación de los países europeos tradicionalmente cristianos. La secularización entendida como un
proceso de la modernidad en que
las distintas áreas seculares se van
emancipando de la tutela religiosa
era un fenómeno imparable. Llegadas a su mayoría de edad, las
personas despiertan a la subjetividad, quieren ser libres y rechazan
instituciones políticas o religiosas
que las aminoran o reprimen. Leyendo estos signos del tiempo, el
Vaticano II respondió a las justas
demandas sobre la libertad religiosa, el ecumenismo y la relación de
la Iglesia con las otras religiones.
Reconociendo esos anhelos de la
modernidad como signos del Espíritu, el concilio afirmó la solidaridad de la Iglesia con el mundo y
que nada humano es ajeno a los
discípulos de Jesucristo.
Pero, como ya hemos indicado
al principio, en este diálogo con el
mundo moderno la causa de los excluidos no quedó suficientemente
reflejada. Ya hemos visto que Juan
XXIII tenía esta perspectiva cuando convocó el concilio para lograr
una Iglesia de todos “y particularmente de los pobres”. Pero el Vaticano II no respondió a esta invitación profética de Juan XXIII.
Fue un concilio ecuménico, universal, pero desde la situación europea y desde la Iglesia preocupada por esta situación. Los padres
conciliares confiaron de modo excesivo en el desarrollo económico
de los pueblos ricos sin desenmascarar suficientemente la ideología
perversa en que ya procedía.
Crecimiento en la fe como
encuentro con Jesucristo
La segunda clave –avivar la
“gozosa presencia de Cristo viva y
operante en todo tiempo en la Iglesia santa”- no fue desarrollada por
el Concilio. En los debates y en los
documentos conciliares la preocupación por el diálogo de la Iglesia
con el mundo moderno y por renovar las estructuras eclesiales prevaleció sobre la exposición de la fe
cristiana como encuentro vivo con
Jesucristo.
El déficit del Concilio en el desarrollo de estas dos claves -opción
por las víctimas y dimensión mística de la fe cristiana- ha dejado su
huella en la Iglesia postconciliar.
Han surgido movimientos que corren el peligro de caer en un espiritualismo evasivo aparcando la
opción preferencial por las víctimas y por una sociedad más justa.
Igualmente, las comunidades eclesiales inspiradas en la orientación
del Concilio, que han cultivado el
compromiso en la transformación
social, también corren el peligro
de olvidar que la fe cristiana es, en
primer lugar, no una relación con
proyectos y estrategias políticas
por urgentes que sean, sino con una
Persona, el Dios del Reino, que nos
precede, sustenta e inspira nuevos
proyectos.
Hacia otro modelo de Iglesia
El Vaticano II diseñó las coordenadas para un nuevo modelo de
Iglesia. En vez de oposición al
mundo moderno, como venía siendo habitual hasta el Concilio, en los
debates y documentos conciliares
prevaleció una visión positiva del mundo y la necesidad de un diálogo sincero leyendo los signos de los
tiempos donde ya se pueden vislumbrar las llamadas del Espíritu.
La Iglesia abandonó el triunfalismo y cualquier pretensión de dominio. Se acabó con el “eclesiocentrismo” interpretando a la Iglesia
como entidad referencial del Reino
de Dios que crece en el mundo.
El Concilio dejó también claro
que la Iglesia es ante todo una comunidad de vida; y al servicio de
esta vida están las estructuras
eclesiales. Se posterga la visión de
la Iglesia como sociedad perfecta
y se potencia la visión como misterio de comunión que se concreta
en el pueblo de Dios a cuyo servicio están todos los ministerios, incluidos los que se confieren por el
sacramento del orden. Al presentar a la Iglesia como presencia y
reflejo de la comunión trinitaria,
da la clave para la comunidad cristiana donde se debe garantizar la
singularidad de cada bautizado y
la diversidad de funciones, pero en
la unidad del Espíritu. Sin embargo, este modelo nuevo de Iglesia,
que implica un crecimiento en la
fe y una profunda reforma estructural, todavía está en camino y es
una tarea pendiente.
CÓMO DEBE RESPONDER HOY
UNA IGLESIA PROFÉTICA
El momento actual incluye procesos distintos y características
peculiares en los pueblos europeos
y en los latinoamericanos. Pero, en
el fenómeno de la globalización,
el trasvase cultural es inevitable y
muy rápido. Ha entrado la modernidad: “surge con gran fuerza una
sobrevaloración de la subjetividad
individual”. Una cultura que hoy
es híbrida, dinámica, cambiante.
En los pueblos de América Latina
simultáneamente conviven en gran
confusión la cultura premoderna,
la moderna ilustrada y lo que llamamos postmodernidad. Sin embargo, respetando los distintos
procesos, la respuesta profética de
la Iglesia debe tener rasgos comunes en Europa y en América Latina.
Para diseñar esa respuesta, la
Iglesia debe ser misionera, dialogando con el mundo moderno desde los pobres, y siendo ella misma
pobre o comunidad de verdaderos
creyentes.
Iglesia en misión
A pesar de que el Vaticano II
presentó a la Iglesia como misterio de comunión que se hace realidad en el pueblo de Dios, cincuenta años después muchos
siguen pensando que la Iglesia, reducida frecuentemente al clero, es
ante todo una organización piramidal con unas estructuras visibles, inconmovibles. Nada más alejado de la verdadera Iglesia,
comunidad de vida en función del
reino de Dios.
El reino de Dios está ya presente y crece dentro del mundo, creado y bendecido por Dios, aunque
todavía esclavizado por el mal. Por
eso debemos mirar este mundo
desde el corazón de Dios, y superar el dualismo maniqueo que lo
identifica solo como enemigo del
alma convencidos de que fuera de
este mundo no hay salvación.
El reino de Dios es lo que sucede en las personas y en los pueblos cuando permiten que Diosamor emerja en sus vidas como
único señor. La Iglesia, como signo e instrumento de Dios, debe hacer presente a ese Dios revelado en
Jesucristo, apasionado para que todos tengan vida. En consecuencia,
la organización y estructuras de la
Iglesia deben tener como fin y sujeto a las personas. El Evangelio
proclama el valor y la dignidad del
ser humano, y por tanto evangelizar implica la opción por esa dignidad. Y las personas viven dentro
de un pueblo, en el dinamismo de
su historia y en una cultura donde,
según el concilio, brotan ya “las
semillas del Verbo”. A la vida y
dignidad de estas personas están
supeditadas las estructuras y leyes
de la Iglesia.
Si la Iglesia se constituye en la
misión que tiene lugar en un espacio y en un tiempo, se imponen dos
consecuencias.
1. El tiempo y el espacio cultural sin los cuales no hay ser humano, pertenecen de algún modo a la
constitución de la Iglesia y le dan
una fisonomía peculiar. Así pues
urge dar más relieve a las culturas
en la organización de la comunidad cristiana. Y esta visión plantea serios interrogantes. En el siglo
XVI se impuso en los pueblos de
Amerindia una organización y
unas formas culturales traídas del
catolicismo barroco español. Y
con este modelo seguimos funcionando. Pero, después del Vaticano
II, creemos que ha llegado la hora
de asumir nuevos modelos de organización eclesial, según los valores y normas organizativas de
culturas indígenas sofocadas desde hace siglos.
2. Si el lugar, el tiempo y la cultura de los pueblos entra en la
Constitución de la Iglesia, “solo en
las Iglesias particulares y a partir
de ellas existe la Iglesia católica
una y única” (LG, 23). Por tanto,
no hay una Iglesia particular, por
ejemplo la Iglesia de Roma, que
sea el prototipo de Iglesia, y cuyas
organizaciones y formas litúrgicas
deban imponerse sin más en todas
las iglesias locales. Precisamente
porque se supone la pluralidad, como servicio a la comunión entre
las iglesias locales tiene sentido el
ministerio ejercido por el obispo
de Roma, sucesor de Pedro.
Fiel a esta visión, el Vaticano
destacó la necesidad de una descentralización, de la colegialidad
y la corresponsabilidad de todos
los bautizados en la organización
de la Iglesia en orden a la misión.
No tiene sentido imponer a las Iglesias locales de América Latina
los modelos europeos todavía en
continuidad con la mentalidad colonial. Debería asimismo darse
más autonomía a las Conferencias
Episcopales, al Sínodo de los obispos y a los sínodos regionales. Incluso podemos debemos preguntarnos: ¿por qué se hace teología
solo desde una cultura determinada pretendiendo que sea válida sin
más para todas las regiones?
Se trata de algo esencial para
la Iglesia, pueblo reunido como expresión de la simbólica trinitaria:
tres Personas distintas en comunión. La Iglesia es cuerpo de Jesucristo, y sus distintos miembros están animados por el único Espíritu.
Análogamente, las iglesias locales,
distintas entre sí, llevan en su misma entraña la comunión, obra del
Espíritu. Urge, pues, que las distintas iglesias locales, cada una con
su peculiaridad, sean responsables
y corresponsables con las demás.
De no emprender este camino, todo puede quedar ahí como una
buena intención sugerida por el Espíritu al concilio, pero postergada,
si no ahogada, en el postconcilio,
por no encontrar cauces jurídicos
adecuados. Y un detalle más. Poco se logra desmontando la monarquía absoluta del papa, si ahora cada obispo se considera centro
absoluto en la Iglesia local. La
descentralización desencadena un
proceso en la organización y misión de la Iglesia, donde todos los
bautizados, cada uno desde su vocación y su puesto, deben ser responsables y corresponsables.
Iglesia “de todos,
particularmente de los
pobres”
En un primer período de
postconcilio, la Iglesia en los pueblos europeos se abrió al diálogo
con el mundo moderno, pero no
contó suficientemente con la perspectiva de los pobres. El proceso
fue distinto en América Latina,
donde las Conferencias Generales
del Episcopado Americano vienen
dialogando con el mundo moderno desde la perspectiva de la opción evangélica y preferencial por
los pobres.
En el segundo período postconciliar parece que esta opción se ha
diluido mucho, incluso en la Iglesia de América Latina. El documento de la Congregación para la
doctrina de la Fe Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (1984), cortó un proceso todavía inacabado. La intervención de
Roma creó desconfianza y reservas
no solo ante cualquier teología de
la liberación sino también ante
cualquier opción por los pobres.
Sin embargo, parece absolutamente necesario recuperar esa opción preferencial por los pobres o
excluidos como clave para la responsabilidad profética de la Iglesia
en el diálogo con el mundo actual.
Algunos fenómenos
constatables
La situación de injusticia en el mundo obrero, que reivindica sus
derechos y se aleja de la Iglesia, y
el justo clamor de los pobres en los
pueblos de América Latina, iluminan una reflexión teológica que
ayuda a entender que solo “el aguijón del sufrimiento”, la memoria
de las víctimas, garantiza la salud
evangélica de la Iglesia y de la teología.
Una segunda referencia viene
de lo sucedido en la Europa ilustrada. El holocausto de la raza judía en el nazismo fue tan horrible
que solo pasadas varias décadas,
filósofos y teólogos se atreven a
procesarlo. Auschwitz deja sin sentido a nuestra historia y nos obliga
a preguntarnos donde está Dios.
Ningún desarrollo social justifica
el silenciamiento y el olvido de las
víctimas.
La crisis ha llegado a la zona
del euro afectando de modo especial a los países económicamente
más pobres de la Unión europea.
Puede ser una buena oportunidad
para que los cristianos despertemos de un letargo, abandonemos
una religión aburguesada y volvamos los ojos hacia las víctimas de
un sistema económico que funciona con una ideología homicida.
Finalmente, otra constatación:
la Iglesia, y en general la religión,
es percibida por muchos como encubridora de la injusticia y por tanto no es mediación creíble del
Evangelio. Es percibida como factor evasivo y narcotizante, con frecuencia utilizado para explotar y
domesticar al pueblo, apartándolo
de reivindicar sus justos derechos,
y para justificar la prepotencia y
corrupción estructural de grupos
dominantes.
Viendo hacia dónde nos ha llevado y nos está llevando el proceso iniciado en la Ilustración europea (economía globalizada con
exclusión de los más débiles), urge
desenmascarar la patología original que lo carcome. En el siglo de
las Luces se vincularon razón y libertad con el progreso. Pero el proceso seguido viene demostrando
que esa vinculación no es real. En
el deslumbrante desarrollo técnico
generado por el hombre ilustrado,
la razón y la libertad vienen generando más sinrazón y haciendo de
los ciudadanos siervos. Y ello explica en buena manera la denuncia
de la postmodernidad.
En la revolución francesa la
proclama incluía tres palabras: libertad, igualdad y fraternidad, pero esta última quedó en la sombra.
La libertad de los burgueses asentados en el trono de los feudales
avanzó creando más desigualdad
y olvidando la fraternidad. Así se
generó un desarrollo monstruoso
que al fin se ha vuelto contra la
misma humanidad.
La revolución marxista en la
segunda mitad del siglo XIX desenmascaró esa patología ideológica en que se fundamentó la burguesía ilustrada. Marx cuestionó a
un proceso ilustrado donde la libertad irracional de los pocos señores estaba oprimiendo y explotando a los más débiles. Fue un detonante contra esa ideología que
hoy se concentra en el neoliberalismo económico.
La conducta de Jesús
Intimidad con el Padre y opción por la causa de los social y religiosamente excluidos son dimensiones inseparablemente unidas en
la espiritualidad que respira la conducta de Jesús. Según los evangelios, Jesús de Nazaret no se preocupó de mantener intactas las formulaciones doctrinales ni los
rituales prescritos. Lo que le indignó y le motivó a intervenir arriesgando su propia seguridad fue el
abandono social y religioso de los
leprosos, mendigos, prostitutas y
otros despreciados en aquella sociedad. La conducta de Jesús cuestionaba la visión de Dios y su relación con Él que tenían las autoridades religiosas judías. Jesús se
abrió a la sociedad de su tiempo
haciendo suya la causa de los excluidos porque en su intimidad experimentaba que Dios es así.
En Jesucristo la fe cristiana celebra la epifanía del amor de Dios
encarnado que, movido a compasión ante la marginación y sufrimiento de los excluidos, cura heridas y defiende a los pobres hasta
correr la suerte desgraciada de las
víctimas, y manifestando una lógica nueva: el amor vence a la
muerte. En este camino, la Iglesia
será de todos, siendo Iglesia particularmente de los pobres.
La Iglesia debe ser signo de esperanza en un mundo amenazado
en su porvenir. Pero nuestra esperanza no puede instalarse mientras
haya en el mundo alguien que no
pueda esperar. Solo tenemos esperanza en la medida que la compartimos. Y de verdad la compartimos
cuando nos comprometemos en
construir una sociedad donde las
víctimas privadas de futuro puedan levantar la cabeza como personas libres.
Una Iglesia de pobres o
verdaderos creyentes
Jesús de Nazaret no fue un revolucionario lanzando arengas o
proclamas a favor de los pobres,
sino que él mismo se hizo pobre y,
movido a compasión, sufrió voluntariamente la exclusión de las víctimas. Esta intervención de Dios,
que se hizo realidad en la conducta de Jesús, debe hacerse realidad
a lo largo de la historia gracias a
hombres y mujeres que “recreen”
en su propia historia esa conducta.
Para ser denuncia creíble de la
opción preferencial por los excluidos, la Iglesia no solo debe ser habitable para los pobres y las culturas marginadas, sino que la misma
comunidad cristiana debe ser evangélicamente pobre, recreando en
su propia conducta la conducta de
Jesús que, “siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”.
Las personas nos humanizamos no pretendiendo ser dioses y
dominando a los demás, sino dejándonos transformar por la presencia de Dios cuyo poder se manifiesta en la misericordia y en la
entrega por todos hasta la muerte.
Los cristianos debemos revisar cómo ejercemos el poder que de algún modo tenemos y cómo se ejerce en la organización institucional
de la Iglesia. La lógica de dominación y las manifestaciones triunfalistas, muy normales en situación
de cristiandad, nada tienen que ver
con el espíritu evangélico y hoy cada vez son más intolerables.
Es comprensible identificar vivir con espíritu de pobre y ser creyente. En la tradición bíblica Dios
era percibido como defensor de los
pobres. Pero en el destierro de Babilonia el pueblo judío se pregunta: ¿dónde está el Dios defensor de
los pobres? Entonces la revelación
da un paso adelante con la figura
del pobre (anaw), la persona que,
consciente de su pobreza, se abre
confiadamente a esa presencia de
Dios. María de Nazaret es la pobre
que se abre totalmente a esa presencia y es dichosa porque ha creído, ha consentido y se ha entregado a esa comunicación.
En los pueblos europeos tradicionalmente cristianos se ha producido “una especie de eclipse de
Dios, una cierta amnesia”. En la
misma comunidad cristiana no negamos que Dios existe. Pero ¿de
qué divinidad estamos hablando y
qué influencia tiene en nuestra cultura? ¿Cómo hay que vivir la fe y
la religión cristianas? Éste es el interrogante básico y el gran desafío para la Iglesia evangelizadora.
Aunque la situación religiosa
en América Latina es bien diferente a la situación que hoy viven los
países europeos, no cabe idealizar.
Teólogos latinoamericanos vienen
denunciando que la gran tentación
para los cristianos en América Latina -la observación vale también
para Europa- no es el ateísmo sino
la idolatría: seguir con una práctica religiosa pero sirviendo a los
ídolos del poder y tener insolidariamente.
La fe cristiana no se reduce a
creer lo que no vimos ni vemos.
No es aceptación servil de dogmas
y mandamientos. Es un encuentro
con la persona de Jesucristo, que
da un nuevo horizonte a nuestra vida y con ello una orientación decisiva. Sin esta relación viva que
abarca la vida entera del creyente,
la fe cristiana es irreal.
Unir la opción preferencial
por los pobres y experiencia
de Dios
Hay cristianos que salen por las
calles reivindicando los derechos
fundamentales de los pobres, pero
no frecuentan la práctica religiosa.
Otros, en cambio, que se mantienen fieles observantes de la misa
dominical, miran con recelo tales
manifestaciones. En nuestra visión
de la fe cristiana ambos están tuertos, solo ven de un ojo. Jesús de
Nazaret “pasó por el mundo haciendo el bien, curando enfermos
o combatiendo las fuerzas del mal,
porque Dios estaba con él”. Su misericordia se concreta en la nueva
justicia y su mística tiene incidencia política.
Los conflictos intraeclesiales
que desde hace tiempo vienen
amenazando a la comunión cristiana no están solo en la visión de
la Iglesia interpretada en función
de sí misma o en función del reino
de Dios. Su raíz es más profunda:
mientras unos siguen pensando
que a Dios se le afirma y obedece
a costa de sacrificar a la humanidad, otros piensan que la humanidad puede ser afirmada y promovida negando a su Creador. No
acabamos de aceptar la buena nueva de la encarnación que continúa
en el dinamismo de nuestra historia: ni Dios a costa del hombre, ni
el hombre a costa de Dios. Humanidad y divinidad van inseparablemente unidas.
El Vaticano II denuncia la insensatez del hombre moderno que,
pretendiendo ser centro absoluto,
rompe con su Creador negando su
condición de criatura; esa deshumanización es precisamente lo que
causa la injusticia social y la pobreza. Pero también denuncia la conducta religiosa, social y moral de
los cristianos que no revela sino
más bien está ocultando “el genuino rostro de Dios y de la religión”.
La muerte de Jesús en la cruz
es la experiencia de otra lógica:
cuando el ser humano es capaz de
vivir la presencia de Dios-Amor en
él, consintiendo y dejándose transformar por ella, caen los muros de
separación y se hace la fraternidad.
Si los cristianos conocemos a Dios,
nos hemos encontrado con él en Jesucristo, espontáneamente movidos
por sentimientos de compasión,
sentiremos profundo estupor ante
la dignidad del pobre y nos comprometeremos para que salga de su
postración, conscientes de que, sirviéndole, servimos también a Dios.
Unir compromiso histórico por la
dignificación de las víctimas y dimensión mística es lo que hoy estamos necesitando en la Iglesia.
Otro modelo de Iglesia es
necesario y posible
Desde el siglo IV la Iglesia se
fue configurando como un reino
de este mundo. La reforma gregoriana en el siglo XI destacó la figura del papa como señor del mundo y la Iglesia, concentrada cada
vez más en el clero, vino a ser el
poder espiritual único en el mundo europeo funcionando como una
sociedad perfecta con la lógica del
poder. La Reforma del siglo XVI
y las guerras de religión provocaron el fortalecimiento de las estructuras eclesiales y la preocupación por defenderse del mundo
moderno que reclamaba su autonomía. Con frecuencia la fe cristiana se redujo a la incondicional
adhesión a unas verdades propuestas por la autoridad que, al llegar
el proceso de secularización, se
abandonan sin ningún trauma.
Urge por tanto emprender un
nuevo camino. Si creemos que la
Iglesia es ante todo una comunidad de vida, no podemos seguir
con un modelo de Iglesia fraguado
en oposición a la reforma y al mundo moderno. El encuentro con Jesucristo que llamamos fe no se
puede reducir a unas doctrinas formuladas en el catecismo y aprendidas. La Iglesia no puede reducirse al clero que hace del pueblo
cristiano un objeto de su gobierno
y de su enseñanza.
Pero una verdadera reforma de
la Iglesia no se hace solo con el
cambio de estructuras. La pesada
y anacrónica estructura solo irá cediendo y cambiando a medida que
surjan comunidades cristianas
donde se viva la experiencia de la
fe. Aunque, con una mirada superficial sobre el proceso que hoy está teniendo lugar en países como
España, se tiene la impresión de
que el cristianismo está muriendo,
lo que sí muere es una situación de
cristiandad; está cayendo un cristianismo que da prioridad al ritualismo y a los cumplimientos más
que a la vitalidad en el espíritu de
Jesucristo. Pero está surgiendo un
cristianismo donde crece la personalización de la fe, siguiendo el espíritu del Vaticano II. La Iglesia
profética sigue siendo rejuvenecida por el Espíritu.
REFLEXIÓN FINAL YA EN AMÉRICA LATINA
En América Latina, este modelo de Iglesia ya se inició después
del Concilio y, a partir de Medellín, uniendo la experiencia del
Dios de Jesucristo y la opción preferencial por los pobres. Los obispos se mantienen fieles a la Iglesia
en América Latina, que, a mediados del siglo pasado, recibió la gracia de descubrir a Dios en los pobres. Una nueva forma de mirar al
ser humano desde el corazón de
Dios, que no es fruto de raciocinios mentales, sino impacto de la
compasión que causa en nosotros
el sufrimiento del otro.
La opción cristiana por los pobres tiene inspiración teologal; su
principio es la misericordia y su
realización es un proceso de espiritualidad que incluye inseparablemente pasión por el Dios revelado
en Jesucristo y pasión por el ser
humano. Contemplación y compromiso histórico por la liberación
de todos desde la opción preferencial por las víctimas. Es la experiencia que han vivido y nos han
dejado obispos como Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz en México, y Monseñor Romero en El
Salvador. Y este es el camino para
construir un mundo según el corazón de Dios, tal como se reveló en
la conducta histórica de Jesús.
VER+:
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