"UNA RAZÓN BRILLANTE (LE BRIO)"
EL ARTE DE CONVENCER
“Es un gozo ver que (…) una novela pueda levantar unas polémicas profundas, animadversión, ira, rencores y amenazas (…) Creo que es el único país del mundo y, obviamente, es el país más bello precisamente por eso”, afirmaba Romain Gary en el espacio televisivo Lectures pour tous, a propósito de la controversia generada por su novela "Las raíces del cielo", galardonada con el Goncourt en 1956. Sus declaraciones aparecen en el montaje de archivo que abre "Una razón brillante". Junto a las palabras de Gary, una reflexión elegíaca de Claude Levi-Strauss, una insolencia de Serge Gainsbourg y la definición de Jacques Brel de la estupidez como el estado de conformidad de quien ya no siente curiosidad por nada. Todos los fragmentos sirven al mismo propósito: ofrecer una imagen de la cultura francesa como territorio ilustrado, donde toda disidencia y disensión puede ser razonada y argumentada.
La película "Una razón brillante" se subtitula “el arte de convencer”. Vamos, que no hay que ser ningún lumbreras para adivinar que Schopenhauer va a estar ahí, mano a mano con los protagonistas Camélia Jordana y Daniel Auteuil, para hacer algo más que un cameo. El filósofo y más concretamente su obra "El arte de tener razón –o El arte de tener siempre razón", en otras versiones– básicamente es el nudo del argumento. A grandes rasgos (y sin spoilers): Neïla Salah es una joven del extrarradio parisino que sueña con ser abogada. Se matricula en la facultad de Derecho más importante de París, pero el primer día de clase tiene un enfrentamiento con Pierre Mazard, un profesor polémico por sus declaraciones poco correctas, políticamente hablando. Él es hombre, maduro, blanco, exitoso, orgulloso, refinado… Ella es joven, mujer, norteafricana, inexperta, vestida con ropa “cutre e informal” en palabras de quien ha de convertirse en su mentor… Para solucionar el enfrentamiento que mantienen, la universidad les obliga a combatir juntos con las palabras: profesor y alumna tendrán que preparar juntos un concurso de debate nacional. Además de todos los calificativos enumerados anteriormente, él es un buen profesor y ella tiene muchas ganas de aprender, pero, claro, van a tener que entenderse entre ellos y con Schopenhauer…
“¿Usted cree que no se nos juzga por nuestra apariencia? ¿Que la manera como nos presentamos ante el mundo no importa?”, pregunta a su alumna el profesor Mazard. Seguramente la respuesta debería ser no, pero constituiría uno de esos casos (otro más) en los que el deseo no se lleva bien con la realidad, porque sí, la manera en la que nos presentamos ante el mundo hace que el mundo se haga una opinión de lo que somos y si es errónea, ¡ay!, cómo cuesta echarla por tierra. Además de la vestimenta, una de las primeras cosas que exhibimos de nosotros mismos es la manera de hablar, de modo que siempre es una buena inversión poner un poco de cuidado en ese punto.
El libro de Schopenhauer "El arte de tener razón" está en el corazón del argumento de la película dirigida por Yvan Attal "Una razón brillante"
Desterradas hasta hace años de la agenda educativa e informativa, la retórica y la oratoria se consideraban “dinosaurios” inútiles a los que no era necesario prestar atención. Obama y sus discursos tuvieron mucho que ver en el resurgimiento del poder de ambas disciplinas porque su ejemplo hizo comprender al mundo entero que hablar bien, de forma ordenada y con las palabras justas, podría ser parte de la victoria. Él resucitó a Cicerón y las normas de la oratoria clásica y, actualmente, hay cursos de oratoria en las empresas, los directivos contratan profesores que les curten en el arte de hablar bien en público y cada vez más colegios ofertan estas disciplinas como materia extraescolar. Ahora esta película se centra en las bondades y en las ventajas de saber expresarse con corrección en público. Sólo falta un detalle más: tener razón.
El arte de tener razón
Pierre Mazard se aliará con Schopenhauer para enseñar a su alumna a tener siempre razón.
“La oratoria, la retórica… Eso es precisamente lo que quiero que aprenda –explica el profesor Mazard a Neïla–, a tener siempre razón”. Y por si la alumna o alguien más se pregunta por el lugar de la verdad en este asunto… “La verdad da igual”. Es la respuesta del profesor, pero también es la de Schopenhauer en su curioso libro dedicado a tener “siempre” razón. Allí, nada más comenzar se lee: “La dialéctica erística (o el arte de tener razón, como explica el título del epígrafe) es el arte de discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente”. El libro está basado en los Tópicos de Aristóteles y viene acompañado de 38 estrategias o estratagemas, que componen su núcleo, sus armas de destrucción retórica.
“Ah, esto está bien”, responderá la alumna. Schopenhauer razona el porqué de la no comparencia de la verdad en este asunto y le echa la culpa a la maldad del género humano: “Si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si esta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso y verdadero lo del adversario”.
La verdad no ocupa ningún lugar cuando se la mide con la vanidad
Efectivamente, queremos tener razón, a ser posible siempre, lo que incluye las ocasiones en las que no la tenemos. Lo cierto es que la verdad no tiene nada que hacer cuando se la mide con la vanidad, porque además: “Junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad”. En el caso de la película, más que de la vanidad habitual (que también, sobre todo por parte del profesor Mazard) se trata de la apuesta de los protagonistas, de un reto, de la capacidad de aprender y de superarse. Vencido todo ello, la protagonista, convertida en una oradora de primera afirma: “Juro decir la verdad, aunque mienta más de lo que respiro”.
Sobre el personaje que encarna, Camélia Jordana explica: “Neïla es una joven que ha entendido que el lenguaje es un arma, y que aprendiendo a utilizarlo podrá defenderse, a sí misma y a los suyos. Me gusta trabajar con este tipo de material inteligente. También me convenció la idea de un encuentro entre dos generaciones, la de Neïla y la de Mazard, que se encaran a pesar de que se han criado en el mismo país y comparten una misma cultura. El enfrentamiento surge sólo porque Neïla llega tarde a su primera clase con Mazard. Pero, a pesar de todo, cada uno de ellos se necesita respectivamente para acercarse a sus objetivos. Hay otro tema importante en la película basado en el conocimiento, la cultura, la lengua francesa, la belleza de los textos… Y todo esto es lo que marca a Neïla y Mazard, a pesar de sus diferencias”.
El arte de enseñar
Ya lo anunciaba Jordana: aparte de adentrarse en el arte de tener razón o de convencer, la película plantea otros conflictos. Su director, Yvan Attal, se identifica en parte con algunos de ellos: “(la protagonista) una mujer francesa de ascendencia argelina, es víctima de los prejuicios, pero también es víctima de sí misma y de su séquito… Me siento muy conectado a esta historia. De hecho, de alguna manera muestra mi propio recorrido. Crecí en Créteil, donde el teatro me dio la oportunidad de abrirme al mundo a través del trabajo duro. Está la idea subyacente de que tenemos que pensar por nosotros mismos, lo cual nos obliga a cuestionarnos nuestros principios. Estos son los principales conflictos: la maleta que cargamos desde nuestro nacimiento, cómo utilizamos las oportunidades que se nos presentan para crecer, aceptando que otros contribuyan a nuestra formación (…). En mi caso, cuando llegué a la Cours Florent, tuve un enfrentamiento con un profesor que me forzaba a aproximarme a Molière, Marivaux, Musset y Claudet. Me llevó algún tiempo, porque por aquel entonces yo sólo quería interpretar Scarface o Taxi Driver. Pero las cosas finalmente encajaron, ya que en cierto punto, el poder y la poesía de lo que estás leyendo te noquean. No vengo de una familia educada que esté familiarizada con la lectura. Fue ese profesor en concreto quien me hizo darme cuenta de lo importante que es leer. Me reeducó (a mí y a mis compañeros) al compartir con nosotros, pero también al provocarnos y a veces hasta humillarnos. Exactamente igual que hace Mazard con Neïla”.
Además del arte de tener razón, la película también trata sobre cómo manejamos la “mochila” que cargamos desde que nacemos y cómo utilizamos las oportunidades que se nos presentan para crecer
Para el protagonista, Daniel Auteuil, ese profesor y sus métodos recuerdan a un Pygmalión contemporáneo, rememorando el mito y el guión de George Bernard Shaw en el que un profesor de fonética hace de una vendedora de flores una dama de dicción y modales exquisitos… “Comparte el mismo cinismo –sostiene Auteuil–. La ventaja en "Una razón brillante" es que habla sobre nuestro propio tiempo, a través de unos personajes y situaciones creíbles e identificables. El material me pareció rico y hermoso. Reconocí las posibilidades de poder hacer una película inteligente que habla sobre lo que somos hoy”.
"Sin el lenguaje estamos perdidos en el mundo"
"Vamos hacia una sociedad en la que todo se puede reducir a títulos, eslóganes, 'likes' y 'hates'. Estamos acostumbrándonos a creer que apretando un botón podamos arreglarlo todo".
DIALÉCTICA ERISTICA
O EL ARTE DE TENER RAZON
Expuesta en 38 estratagemas
La dialéctica erística1 es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente –por fas y por nefas2. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.)
¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario.
Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.
Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo.
Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa"3 . Los medios para conseguirlo son, en buena medida, los que a cada uno le proporciona su propia astucia y malignidad; se adiestran en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia dialéctica natural, también tiene su propia lógica innata. Sólo la primera, no le conducirá ni tan lejos ni con tanta seguridad como la segunda. No es fácil que alguien piense o infiera contradiciendo las leyes de la lógica; si los juicios falsos son numerosos, muy rara vez lo son las conclusiones falsas. Una persona no muestra corrientemente carencia de lógica natural; en cambio, sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en esto se asemeja a la capacidad de juzgar. La razón, por cierto, se reparte de manera más homogénea).
Precisamente, dejarse confundir, dejarse refutar por una argumentación engañosa en aquello que se tiene razón o lo contrario, es algo que ocurre con frecuencia. Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general, no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis como a la astucia y habilidad con que la defendió. En éste, como en todos los casos, lo innato es lo mejor4 ; no obstante, tanto el ejercicio como la reflexión sobre las maniobras con las que puede vencerse al adversario, o las que éste utiliza con más frecuencia para rebatir, aportarán mucho para llegar a ser maestro en este arte. Si bien la lógica no puede tener provecho práctico alguno, sí puede tenerlo la dialéctica. Me parece que Aristóteles también expuso su propia lógica (analítica), principalmente como fundamento y preparación de la dialéctica, y que ésta fue para él lo principal.
La lógica se ocupa de la mera forma de las proposiciones, la dialéctica de su contenido o materia, de su valor intrínseco; de ahí que debiera preceder la consideración de la forma, en cuanto lo universal, a la del contenido o de lo particular. Aristóteles no define el objeto de la dialéctica tan sutilmente como yo lo he hecho; si bien es cierto que asigna como su objeto principal la discusión, al misivo tiempo también la búsqueda de la verdad (Tópicos l, 2). Después añade de nuevo: "las proposiciones se consideran filosóficamente según la verdad y dialécticamente teniendo en cuenta la credibilidad o el aplauso que obtienen en la opinión de los otros" (Tópicos 1, 12). Es consciente de la diferencia y disyunción de la verdad objetiva de una proposición y del hecho de hacerla valer o de obtener su aprobación, pero no lo hace con la suficiente sutileza como para asignar este último fin a la dialéctica5. Sus reglas para conseguir el último propósito son, a menudo, también asignadas al primero, encontrándose combinadas. De ahí que me parezca que no supo terminar airosamente su tarea6.
Aristóteles abordó en los Tópicos la exposición de la dialéctica con el espíritu científico que lo caracteriza, de forma extraordinariamente metódica y analítica; aunque esto sea muy digno de admiración, no llegó a alcanzar completamente su propósito, que aquí es evidentemente práctico. Tras considerar en los Analíticos los conceptos, juicios y silogismos según su pura forma, pasó después a considerar el contenido, que únicamente tiene que ver con los primeros, ya que es en ellos donde reside. Proposiciones y silogismos son en sí mismos pura forma; los conceptos significan su contenido7.
Su procedimiento es el siguiente: Toda discusión tiene una tesis o un problema (éstos difieren simplemente en la forma) y luego, axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro. De un concepto se busca, o 1) su definición, o 2) su género, o 3) su característica particular, su marca esencial, proprium, o 4) su accidens, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; brévemente, un predicado. El problema de toda discusión hay que reconducirlo a una de estas relaciones. Ésta es la base de toda la dialéctica.
En los ocho libros de los Tópicos, Aristóteles presenta el conjunto de todas las relaciones en las que los conceptos pueden hallarse recíprocamente, con respecto a las cuatro clases, e indica las reglas para toda posible relación; esto es, cómo debe comportarse un concepto con respecto a otro para ser su proprium [propio], su accidens [accidente], su genus [género] o su definitum o definición; qué errores pueden cometerse fácilmente durante la formulación y qué es lo que debe tenerse en cuenta cada vez que formulamos una relación, y qué es lo que puede hacerse para refutarla si la ha formulado el otro. Aristóteles denomina locus [tópico] a la formulación de cualquiera de estas reglas o de cualquiera de las relaciones entre tales clases de conceptos, indicando 382 topoi: de aquí el nombre de Tópicos. A éstos adjunta unas cuantas reglas sobre la discusión en general que, por lo demás, no son en modo alguno exhaustivas.
1 Por lo general, los antiguos, usaron lógica y dialéctica como sinónimo; también los modernos.
2 Erística sería sólo una palabra más severa para designar lo mismo. Aristóteles (según Diógenes Laercio, V, 28) colocó juntas a la retórica y a la dialéctica, cuyo propósito es la persuasión, tò pizanón; así también, la analítica y la filosofía, cuya meta es la verdad. [“Dialéctica es el arte del discurso con el que afirmamos refutar o probar alguna cosa por medio de la pregunta y la respuesta de los interlocutores”] (Diógenes Laercio, III, 48, en Vita Platonis). Aristóteles distingue 1) la lógica analítica, como la teoría o instrucción para obtener los silogismos verdaderos o apodícticos; 2) la dialéctica o la instrucción para obtener los silogismos probables, los que corrientemente se tienen por verdaderos, probabilia (Tópicos I, 1-12) - Silogismos a propósito de los cuales no está establecido que sean falsos, pero tampoco verdaderos (en sí y para sí), no siendo esto lo importante. ¿qué es esto más que el arte de tener razón, independientemente de que de verdad se tenga o no se tenga? Por lo tanto, es el arte de conseguir que algo pase por verdadero, sin preocuparse si en realidad lo es. Aristóteles divide los silogismos en lógicos y dialécticos, como hemos dicho; 3) en erísticos (erística), en los que la forma del silogismo es correcta pero las proposiciones, la materia, no lo son, sino sólo lo parecen; y finalmente 4) en sofísticos (sofística) en los que la forma del silogismo es falsa, pero parece correcta. Estas tres especies, pertenecen propiamente a la dialéctica erística, puesto que no atienden a la verdad objetiva, y sin preocuparse de ella sólo estiman su apariencia y el hecho de tener razón. El libro sobre silogismos sofísticos fue editado sólo más tarde. Era el último libro de la Dialéctica.
3 Maquiavelo escribió al príncipe que aprovechase cada instante de debilidad de su vecino para atacarle, porque de lo contrario aquél se aprovecharía a su vez de los suyos. Si dominasen la fidelidad y la franqueza, seria muy distinto: pero como su uso no es frecuente, también está permitido dejar de utilizarlas, o de lo contrario uno se verá mal pagado. Lo mismo ocurre en la discusión; si le doy la razón al adversario mientras parece que la tiene, será difícil que él lo haga en el caso inverso; más bien procederá por nefas; por eso tengo yo que hacer lo mismo. Se dice fácilmente que debe buscarse únicamente la verdad, sin el prejuicio del amor a la propia opinión; pero no hay que anticipar que el otro también lo haga; ésta es la causa por la que tenemos que abstenernos de pretenderlo. Además, puede suceder que al renunciar a mi argumento por parecerme que el adversario tenía razón, ocurra que, inducido por la impresión momentánea, haya renunciado a la verdad a cambio del error.
4 Doctrina sed vim promovet insitam ["Sólo la educación agudiza las facultades innatas". Horacio, Carmina IV, 4, 33]
5 Por otra parte, en el libro De elenchis sophistices, Aristóteles se esfuerza de forma especial por separar la dialéctica de la sofistica. La diferencia debe consistir en que los silogismos dialécticos son verdaderos tanto en la forma como en el contenido, mientras que los silogismos erísticos o sofísticos (que sólo se distinguen por el propósito, siendo en los primeros -"erísticos"- el de quedarse con la razón, y en los últimos -"sofísticos"- el de conseguir credibilidad y, mediante ella, obtener dinero) son falsos. Saber si las proposiciones son verdaderas en cuanto a su contenido es algo completamente incierto, pues el criterio para determinarlo no puede tomarse de ellas; tampoco quienes discuten tienen sobre esto la menor certeza, pues incluso la conclusión final de la disputa proporciona al respecto un resultado también incierto. Por lo tanto, debemos incluir la erística, la sofística y la peirástica en la dialéctica de Aristóteles y definirla como el arte de tener razón en las discusiones; naturalmente, la mejor ayuda para eso es que efectivamente se tenga razón objetiva en la cuestión a discutir; sin embargo, según la manera de pensar de la gente, esto no es suficiente y, por otra parte, dada la debilidad de su entendimiento, tampoco absolutamente necesario. Hay, pues, una serie de estrategias que al ser independientes del hecho de que se tenga razón objetiva, pueden ser utilizadas también cuando objetivamente no se tiene razón; si éste es el caso, tampoco es algo que nunca puede saberse con absoluta certeza. Mi punto de vista es, por lo tanto, el de diferenciar la dialéctica de la lógica mucho más sutilmente de como lo hizo Aristóteles; es decir, dejar a la lógica la verdad objetiva, en tanto que ésta sea formal, y limitar la dialéctica al arte de tener razón. Por lo demás, no separar de ella la sofística y la erística, como hace Aristóteles, ya que esa diferencia se refiere a la verdad material objetiva sobre la que no podemos tener previamente algo claro, sino exclamar con Poncio Pilato "¿qué es la verdad?"; pues veritas est in puteo [la verdad está en lo profundo”], según el dicho de Demócrito (Diógenes Laercio, IX, 72). Se dice fácilmente que en la discusión no existe otro fin más que el de sacar a relucir la verdad; el hecho es que no se sabe donde reside, ya que tanto quiere desviársela mediante los argumentos del adversario como mediante los propios. Por lo demás, re intellecta, in verbis simus faciles ["cuando se ha comprendido una cosa, es fácil ponerle palabras"]. Como, en general, es frecuente utilizar el nombre de dialéctica como equivalente al de lógica, deseamos denominar a nuestra disciplina dialéctica erística.
6 (Siempre hay que distinguir claramente el objeto de una disciplina del de todas las demás)
7 Los conceptos pueden subsumirse dentro de ciertas clases como género o especie, causa y efecto, propiedad y contrariedad, posesión y privación, y otros afines; para estas clases sirven unas cuantas reglas generales: los loci. Por ejemplo, un locus de causa y efecto es: "la causa de la causa es causa del efecto" [Christian Wolf, Ontología, § 928]; aplicándolo obtenemos: "mi riqueza es la causa de mi felicidad, quien me ha dado la riqueza es el causante de mi felicidad". Loci de antónimos: 1) que se excluyen, por ejemplo, derecho y curvo. 2) Están en el mismo sujeto; por ejemplo, si el amor está en la voluntad también el odio. Si éste reside en el sentimiento, entonces también el amor. Si el alma no puede ser blanca, tampoco puede ser negra. 3) Si falta el grado mínimo, también el máximo: un hombre que no es justo tampoco es benévolo. Podrá observarse que los Loci son ciertas verdades generales que conciernen a clases enteras de conceptos a los que puede recurrirse en casos en casos concretos para fundar desde ellos un argumento, e incluso para apelar a el como universalmente evidente. Sin embargo, la mayoría de los tópoi son muy engañosos y están sujetos a muchas excepciones. Por ejemplo, el locus siguiente: cosas contrapuestas tienen relaciones contrapuestas, por ejemplo, la virtud es bella, el vicio feo, la amistad es benevolente, la enemistad malévola. Mas ahora el derroche es un vicio, la avaricia una virtud; los tontos dicen la verdad, luego mienten los listos: no funciona. La muerte es un pasar, la vida un empezar: falso.
Ejemplo de la falacia de tales tópoi: Scoto Eurígena en el libro De praedestinatione, cap. III, quiere refutar a los paganos que admiten en Dios dos praedestinationes [predestinaciones] (una la de los elegidos para la salvación, otra la de los destinados a la condenación) y utiliza para eso este topos (sólo Dios sabe de dónde lo habrán sacado): ["Las causas de lo que es opuesto entre sí, deben ser contrarias entre sí; pues que una e idéntica causa produzca un efecto contrario y otro no contrario es algo que prohíbe la razón"]. ¡Bien sea! Pero experientia docet [la experiencia enseña], que es el mismo calor el que endurece la arcilla y derrite la cera, y así cientos de ejemplos similares. Y aun así, el topus suena plausible. Eurígena construye tranquilamente su demostración a partir del topus, mas ésta no nos interesa. Una colección entera de locis con sus refutaciones es la recopilada por Baco d[e] Ver [ulamio] con el título Coloris boni et mali. Pueden ser utilizadas aquí como ejemplos. El las denomina sophismata. También puede ser considerado un locus el argumento con el que Sócrates en El banquete demuestra a Agatón, que había atribuido al amor todas las cualidades excelentes, belleza, bondad, etc. , lo opuesto: "lo que se busca, no se posee; si el amor busca lo bello y lo bueno, es que no los posee". Tiene algo de apariencia engañosa el que haya ciertas verdades reconocidas universalmente que sean aplicables a todo, y mediante las cuales se puede decidir en los casos singulares que se presentan, aun siendo éstos de muy diversas especies sin preocuparse mucho de sus aspectos específicos. (La ley de la compensación es propiamente un buen locus). Pero esto no resulta, sencillamente porque los conceptos han surgido por abstracción de las diferencias y porque comprenden las cosas más diversas que van quedando aparte cuando por medio de los conceptos se asocia y se determinan las cosa singulares de las más diversas especies, y sólo se decide según los conceptos generales. Es incluso algo connatural al hambre que al encontrarse acosado durante la discusión, intente refugiarse tras cualquier topus de carácter general. Loci son también la lex parsimoniae naturae [Ley de economía de la naturaleza] y el principio natura nihil facit frustra [la naturaleza no hace nada en vano]. Todas las sentencias son loci de tendencia práctica.
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