“Injustamente zarandeada y maltratada desde el fiasco económico, parece casi imposible justificar la negativa recepción crítica de una obra tan inagotablemente bella y de lecturas tan hondas”
Jordi Revert reflexiona sobre “La puerta del cielo”, una película de Michael Cimino que no tuvo el recibimiento merecido en su tiempo, pero que describre como una obra “inagotablemente bella” y un relato imprescindible sobre los vencidos.
"Triste pensar en todo lo que pudo haber sido y no fue, lo sé. Pero para mí, es más triste pensar en lo que puede ser y no es". Alejandro Ordóñez
"En aquel delicioso lugar, en aquel día perfecto, soñé que podía hacer algo. Conocí a una chica maravillosa, tenía buenos amigos y una buena familia, pero era joven, y el mundo me parecía injusto, se seguía explotando y abusando de la gente del sur y, a los emigrantes se les trataba aún peor. Vi a miles de personas marcharse hacia al Oeste sin más bienes que su admirable dignidad y lo que llevaban puesto. Y, yo también fui hasta allí, pensé que podría prestar un importante servicio, por lo que mi vida pasó por impensados derroteros..."
La historiografía del cine se alimenta de mitos e injusticias poéticas que apuntan hacia un relato alternativo que merece ser reescrito una y otra vez. En ese relato, “La puerta del cielo” ocuparía un lugar eminente en el que ya nunca sería esa obra maldita. O esa película-catástrofe que hundió a la United Artists. O esa desproporcionada épica que le valió a Michael Cimino el Razzie al Peor Director –quizá el galardón que más subraya la estupidez y falta de criterio de esos premios a lo largo de su historia−. En una historia del cine en la que los méritos artísticos constituyeran el único criterio válido, la gran obra de Cimino sería considerada una obra maestra sin paliativos, una superproducción en la que los logros expresivos están a la altura de su descomunal esfuerzo creativo y económico.
Pensemos en el vals inicial durante la graduación de Harvard, en el que la cámara va cerrando los planos sobre los bailarines al tiempo que los cuerpos marcan perfectamente el ritmo en su paso por el encuadre. Pensemos, sin ir más lejos, en la llegada de Averill (Kristofferson) al pueblo y en su diálogo con un viejo conocido, mientras el caos de la civilización les rodea con furia. Entre ambas muestras Cimino propone un cambio de régimen dramático que marcará todo el conjunto: de los idílicos días de la universidad a la violencia del incipiente mundo en el que ninguno de los protagonistas está ya a salvo. Ese tránsito se torna incluso más amargo cuando los héroes, accidentales o no, acaban sucumbiendo del mismo modo en el que la película lo hizo a una incomprensión generalizada. Atendiendo a ese fracaso oficial –en ningún caso artístico−, no deja de resultar oportuno encontrar en ella una arraigada melancolía inherente a una historia de personajes que lo pierden todo, pérdida reafirmada en su extraña despedida como último vistazo al pasado. Resulta, pues, inevitable identificar en “La puerta del cielo” un crepuscular llanto que llora la realidad que pudo ser y que no fue. La película que mejor representa a los vencidos. El adiós definitivo de un sueño que no volverá.
Por su parte, la Guerra del condado de Johnson tuvo también todos los ingredientes que han atraído siempre a los novelistas y los directores de cine dedicados al Oeste: rudos pero nobles vaqueros, pistoleros despiadados, astutos ladrones de caballos, colonos obcecados, dictatoriales barones ganaderos y, finalmente, como siempre, soldados de caballería.
La animosidad que existía en Wyoming entre ganaderos y colonos había ido creciendo con los años y vino a estallar con gran virulencia en aquel condado situado a unos 400 kilómetros al noroeste de la ciudad de Cheyenne, que contenía unas tierras excelentes para la cría de ganado. La gran demanda de carne hizo que algunos de los mayores grupos ganaderos se encontraran faltos de mano de obra cuando sus vaqueros se despidieron y aprovecharon la Ley de Asentamientos de 1862 para poner en marcha sus propiedades personales. Los ganaderos locales, como los de todas partes, eran muy celosos de sus posesiones y de su posición. A pesar de la legalidad de las solicitudes de tierras, algunos de ellos pensaron que estaban por encima de la ley. Sus dominios eran auténticos imperios y, para ellos, los pequeños propietarios eran unos intrusos o unos parásitos aborrecibles, equiparables por completo a los cuatreros, que tantos quebraderos de cabeza les daban.
Cuando los empleados de los barones capturaban a un cuatrero o a un agricultor sospechoso de robar ganado, le ahorcaban sin más o, si tenía mucha suerte, se contentaban con darle una paliza inolvidable, con quemar sus chozas, con quitarle su rebaño o con llevarle a juicio. A menudo, todo esto lo hacía el capataz en nombre del ganadero, muchas veces porque éste era un terrateniente ausente, que vivía en Inglaterra o Escocia, o, en todo caso, un hombre poderoso que no quería ensuciarse las manos. Este sistema cuasifeudal no contaba con muchas simpatías populares y, en particular, los jurados se resistían a declarar culpables a supuestos ladrones de ganado de unos propietarios que residían muy lejos o que ya poseían más de lo que nadie puede disfrutar. Para agravar el panorama, la superabundancia de ganado en las dehesas de Wyoming acabó en 1886, cuando se encadenaron dos desastres consecutivos que cambiaron las cosas para siempre. Primero fue una gran sequía, seguida al año siguiente por un temporal de ventisca y nieve, que acabó durante el invierno de 1886-1887 casi por completo con muchas de las manadas. Al mismo tiempo, los precios ganaderos se desplomaron, haciendo que sus beneficios se redujeran al mínimo, hasta el punto de que no pocos cayeron en la bancarrota. Todo esto produjo un cambio completo en las actitudes. Fue el punto final de la ganadería a la vieja usanza y, a la vez, de uno de los capítulos más movidos de la historia estadounidense. Las manadas que se pudieron rehacer pasaron a ser controladas cuidadosamente, vigilándose en todo momento las zonas en que pastaban. Fue entonces cuando la tensión y los conflictos llegaron al límite en el condado de Johnson.
Por entonces, los grandes rancheros eran superados ampliamente en número por los pequeños y los colonos, que, como es natural, tenían poca simpatía por sus problemas. Coordinados por la poderosa Wyoming Stock Grower’s Association, entre cuyos miembros estaban algunos de los barones y políticos locales más ricos e influyentes, los grandes ganaderos decidieron pasar a la acción e intentar por todos los medios que el statu quo, para ellos tan beneficioso, no se alterase. Para combatir a los ladrones, se invocó una ley no escrita que permitía que todo animal no marcado que se encontraba en tierras de un socio se convirtiera en propiedad suya. Además, se dictaron nuevas formas que hacían muy difícil el registro y la legalización de nuevas marcas. Además, decididos a acabar de una vez por todas con los cuatreros, reales y supuestos, los barones contrataron a pequeños ejércitos de detectives-pistoleros, incentivados con un plus de 250 dólares por cada ladrón capturado que fuese juzgado. Entre aquellos detectives se encontraba personajes de la calaña de Frank Canton (1849-1927), atracador de bancos, ladrón de caballos y pistolero, y que, años después de su actuación en el condado de Johnson, llegaría a ser marshal federal y a ocupar varios cargos políticos.
Cuando Albert John Bothwell (1855-1928), uno de los más prósperos barones, reclamó unas tierras en las que los colonos James Averill y Ella «Cattle Kate» Watson habían construido sus respectivas casas, ambos dejaron muy claro lo que pensaban de él. Inmediatamente, Bothwell, autoproclamado juez y verdugo, decidió ahorcarles escudándose en que ran ladrones de ganado, lo cual, por lo demás, era probablemente cierto, sobre todo en el caso de él. Descrito como un hombre arrogante, Bothwell siempre había dejado pastar a sus animales en terrenos sin dueño. En eso, en 1886, llegaron Averill y «Cattle Kate» y presentaron una reclamación sobre la propiedad de uno de los mejores prados, que venía utilizando unilateralmente el ganadero para alimentar a sus manadas. Bothwell estaba tan seguro de que nadie reclamaría esas tierras que incluso había llegado a cercar con alambre de espino buena parte de aquel terreno que no le pertenecía.
Cuando Averill, un juez de paz que regentaba un almacén y un saloon, y su novia se mudaron al condado, el uso ilegal de la propiedad por parte de Bothwell provocó lógicamente repetidas disputas entre la pareja y el gran barón. Averill publicó una carta abierta en el Casper Daily Mail criticando a Bothwell y protestando por el excesivo poder que detentaban los barones del ganado; Bothwell respondió alegando que Averill y su novia estaban robándole ganado, y que «Cattle Kate» era una prostituta que a veces aceptaba ganado robado como pago de sus servicios.
A medida que la discusión fue subiendo de tono durante varios meses, Bothwell convenció a otros propietarios de la zona de que la pareja era culpable y, el 20 de julio de 1889, acompañado de otros cinco hombres, fue a su granja y les colgó en un pequeño cañón cercano al río Sweetwater. Aunque los seis linchadotes fueron acusados de asesinato, los testigos claves del caso comenzaron a morir o a desaparecer misteriosamente y, finalmente, todos fueron absueltos por falta de pruebas. A cambio, tanto Averill como «Cattle Kate» fueron juzgados en la prensa, que era propiedad o estaba muy influida por los barones del ganado, que les calificó, en el mejor de los casos, de forajidos.
Tiempo después, el propio Bothwell adquirió las propiedades de sus víctimas. Posteriores investigaciones parecen haber demostrado que ni Averill ni su novia eran culpables, Bothwell se retiró a Los Ángeles, California, donde murió en marzo de 1928.
Tras el linchamiento de Averill y «Cattle Kate», aunque los pequeños rancheros se encolerizaron, la intimidación continuó. Dos años después, Rom Waggoner, colono y criador de caballos de origen alemán con reputación de honradez, fue raptado en su casa y ahorcado por un grupo de pistoleros al mando de Tom Smith y al servicio de los grandes rancheros. Tras ser detenido, Smith declaró que Waggoner había robado 1.000 caballos; poco después, ante la presión popular, se retractaría y confesaría que, en realidad, Waggoner fue ahorcado porque «sabía demasiado». Unos meses más tarde, unos cowboys intentaron matar a los pequeños propietarios Ross Gilbertson y Nathan D. «Nate» Champion mientras dormían en una cabaña cercana al rio Powder, pero este último se despertó a tiempo y repelió el ataque, hiriendo a dos de los asaltantes y haciéndoles huir. Champion presentó una queja formal, en la que se declaraba haber reconocido entre los asaltantes a Frank Canton, Tom Smith, Joe Elliott y un pistolero llamado Coates. Sólo Elliott fue encarcelado, pero fue puesto en libertad tras abonar una fianza de 5.000 dólares. Los demás lograron huir. A partir de entonces, el tejano Nate Champion (1857-1892), que gozaba de gran prestigió entre los granjeros por su honestidad y su franqueza, fue un hombre marcado para siempre. Los barones, en su afán de desprestigiarle, comenzaron a llamarle públicamente «Rey de los cuatreros» y a señalarle como cabecilla de los rebeldes granjeros.
En noviembre de 1891, Orley E. «Ranger» Jones, un joven domador de caballos broncos del rancho CY, murió durante una emboscada mientras volvía a casa desde Buffalo. Pocos días después, John A. Tisdale, que volvía a su rancho también desde Buffalo con provisiones para su familia y juguetes navideños para sus hijos, murió en una nueva emboscada. Estos asesinatos indignaron a los vecinos del condado, pero nadie fue juzgado por ellos. Finalmente, en la primavera de 1892, los pequeños propietarios, hartos, decidieron poner en marcha su propia asociación, Northern Wyoming Farmers and Stock Growers Association. Por su parte, los barones contrataron un pequeño ejército de pistoleros para eliminar a los supuestos cuatreros del condado. Al frente de esa operación pusieron al mayor Frank Wolcott, ranchero y antiguo oficial del ejército, que reclutó a 23 pistoleros tejanos, a los que se unirían cinco locales, incluido Frank Canton.
Los pistoleros tejanos se reunieron en la localidad de Paris, desde donde marcharon a Cheyenne y, ya reunidos con todos los demás, tomaron un tren fletado especialmente por los barones con dirección a Buffalo. En el convoy viajaba también un grupo de dignatarios de la WSGA y de Wyoming, incluido el senador estatal Roberts Tisdale y un cirujano, Charles Penrose, como médico de la expedición, así como el director del periódico del WSGA y dos reporteros del Chicago Herald y del Cheyenne Sun. En total, 50 hombres, todos a las órdenes operativas del pistolero Frank Canton, quien llevaba una lista de docenas de supuestos cuatreros a eliminar. Los asesinos a sueldo —que pronto serían conocidos como «Los Invasores» o «Los Reguladores»— cobrarían cinco dólares al día como sueldo base, más un bonus de 50 dólares por cada cuatrero eliminado.
La expedición llegó a Cheyenne en la tarde del 5 de abril de 1892, a bordo de un tren abarrotado con todo tipo de suministros, como tiendas de campaña, rifles, mucha munición, dinamita y estricnina. Un alertado testigo de la llegada del tren intentó telegrafiar al sheriff del condado de Johnson, W.G. Red Angus, pero el cable había sido cortado; no obstante, le envió una carta. Los organizadores de la expedición habían puesto en antecedentes de sus planes al gobernador Amos W. Barber, quien, al parecer, los aprobó, ya que los altos mandos de la Guardia Nacional de Wyoming instruyeron a todas las unidades de no actuar salvo orden en contra del cuartel general.
Tras un viaje nocturno hasta las afueras de la localidad de Casper, el grupo descargó su equipo y cabalgó hacia el norte, donde pasó otra noche en un rancho amigo de South Fork, en el río Powder, cuyo capataz les informó de que dos de los hombres que buscaban, Nick Ray y Nate D. Champion estaban en el rancho KC de Notan, a unos 65 kilómetros más al norte. Poco después del amanecer del 9 de abril, el grupo de pistoleros alcanzó y rodeó la cabaña en que aún dormían los dos hombres que buscaban. Cuando dos tramperos que habían pasado la noche en el rancho salieron a por agua, les capturaron y se cercioraron de que Ray y Champion estaban en la cabaña.
Unos minutos después, Ray salió de la casa y se encontró una lluvia de balas. Herido de gravedad en la cabeza, intentó recular, pero otro disparo lo derrumbó. Entonces, Champion salió como una flecha y le arrastró con una mano, mientras con la otra abría fuego con su pistola. Durante varias horas, Champion consiguió rechazar una y otra vez a sus atacantes, matando a cuatro de los sitiadores, mientras atendía la moribundo Ray y, a la vez, dejaba constancia por escritote lo que estaba pasando. Casi a la vez que Ray fallecía, Champion pudo ver cómo los reguladores apresaban a dos cazadores, que pasaban casualmente por la zona. Al rato, lo atacantes lanzaron contra la cabaña un carro en llamas cargado de heno y piñas, propagando el fuego a la casa. Desesperado, Champion salió de su refugio disparando con su rifle, dio unos pasos y se desplomó con su cuerpo agujerado por 28 balazos.
Antes de que finalizará el asedio, los cazadores retenidos por los pistoleros lograron escapar y galoparon hacia Buffalo para informar al sheriff Angus de lo que estaban haciendo los matones y de sus intenciones posteriores. La noticia le corroboró al sheriff lo que acababa de leer en la misiva que había recibido desde Cheyenne. Tras solicitar infructuosamente la ayuda de la Guardia Nacional y el cercano Fort McKinney, decidió partir a la mañana siguiente con un grupo de 200 [o 300] voluntarios al encuentro de los pistoleros. Cuando estos supieron de la numerosa partida encabezada por el sheriff, decidieron refugiarse en el rancho TA de Crazy Woman Creek, propiedad del doctor Harris, un barón ganadero amigo, y se prepararon para recibirlos, levantando barricadas. En la consiguiente. En la consiguiente, los voluntarios sitiaron a los pistoleros y se hicieron con sus carretas de abastecimiento. No obstante, la situación se mantuvo equilibrada hasta que uno de los reguladores se escabulló y galopó para informar al gobernador de la inesperada situación. En el menor tiempo posible, tres escuadrones del 6º de Caballería de Fort McKinney llegaron al rancho para mediar entre los bandos, cosa que logró cuando los voluntarios se disponían a lanzar contra el refugio de los pistoleros un carro cargado de heno y dinamita. En la mañana del 13 de abril, los pistoleros se rindieron.
Dos días después, se celebraron en Buffalo unos servicios funerarios por Nate Champion y Nick Ray. Mientras tanto, los pistoleros fueron custodiados por la caballería hasta Fort Fetterman, donde tomarían un tren especial hasta Fort D.A. Russell, cerca de Cheyenne. En espera de juicio, sus abogados lograron comprar el silencio de los dos principales testigos de la acusación, los tramperos, con sendos cheques (que después resultarían falsos). Además, tras pagar la fianza, los pistoleros tejanos desaparecieron inmediatamente. El resto de los acusados fueron absueltos rápidamente por falta de pruebas y el caso fue sobreseído, pues las autoridades adujeron falta de fondos con que acometer un proceso más largo. El gobierno federal envió al condado a un grupo de marshals federales para calmar los ánimos. Lo consiguieron, pero el resentimiento entre las dos facciones duró años y pasó a la leyenda del Oeste. Colonos indignados se reunieron en asamblea en Buffalo, Glenrock y Casper para protestar por la invasión. Finalmente, los granjeros y pequeños ganaderos presentaron un partido en las elecciones de 1892 y, tras su éxito en las urnas, pudieron establecer sus derechos.
Esta fue la última gran guerra de las dehesas ocurrida en el Lejano Oeste. Con ella desapareció una época de libertad individual, caracterizada porque ambos bandos defendían y destruían a la vez la grandeza de la ganadería y su concepción heroica de la vida como aventura. Puso término, en fin, tanto a la libertad de los pequeños propietarios como a la soberanía de los grandes. Fue, de alguna manera, el acto final de una época clásica, a la que seguiría, esa imperecedera, la leyenda.
(2009)
Pista de patinaje llamada "Heaven's Gate"
⛵
He allí el puerto; el barco hincha la vela;
crecen las sombras en los anchos mares.
Marineros míos, almas que os habéis afanado
y forjado junto a mí,
que conmigo habéis pensado,
que con ánimo de fiesta
habéis recibido el sol y la tormenta
y les habéis opuesto frentes y corazones libres:
sois viejos como yo;
con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos;
la muerte todo lo acaba,
pero algo antes del fin
ha de hacerse todavía,
cierto trabajo noble,
no indigno de hombres que pugnaron con dioses.
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces;
se apaga el largo día; sube lenta la luna;
el hondo mar gime con mil voces.
crecen las sombras en los anchos mares.
Marineros míos, almas que os habéis afanado
y forjado junto a mí,
que conmigo habéis pensado,
que con ánimo de fiesta
habéis recibido el sol y la tormenta
y les habéis opuesto frentes y corazones libres:
sois viejos como yo;
con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos;
la muerte todo lo acaba,
pero algo antes del fin
ha de hacerse todavía,
cierto trabajo noble,
no indigno de hombres que pugnaron con dioses.
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces;
se apaga el largo día; sube lenta la luna;
el hondo mar gime con mil voces.
Venid amigos míos,
aún no es tarde para buscar
un mundo más nuevo.
Desatracad, y sentados en buen orden
amansad las estruendosas olas;
pues mantengo el propósito
de navegar hasta más allá del ocaso,
y de donde se hunden las estrellas de occidente,
hasta que muera.
Puede que nos traguen los abismos;
puede que toquemos al fin las Islas Afortunadas
y veamos al grande Aquiles,
a quien conocimos.
Aunque mucho se ha gastado mucho queda aún;
y si bien no tenemos ahora aquella fuerza
que en los viejos tiempos movía tierra y cielo,
somos lo que somos:
corazones heroicos de parejo temple,
debilitados por el tiempo y el destino,
más fuertes en voluntad para esforzarse,
buscar, encontrar y no rendirse.
Del Poema "Ulises" de Alfred Lord Tennyson
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