EL LOCO Y EL PROFESOR
The Surgeon (Cirujano) of Crowthorne:
A Tale of Murder, Madness and the Love of Words
(The professor and the madman)
"Cuando leo… nadie me persigue.
Cuando leo, soy yo el que está persiguiendo. Persiguiendo a Dios".
- ¿SÍ NO HAY AMOR... EN TU CORAZÓN, ENTONCES QUÉ?
- ENTONCES NO HAY POSIBILIDAD DE PERDÓN NI DE REDENCIÓN
El «diccionario inglés», tal como lo conocemos en la actualidad -como una lista en orden alfabético de palabras inglesas, y la explicación de su significado-, es una invención relativamente nueva. Hace cuatrocientos años ninguna biblioteca inglesa contenía un instrumento tan útil.
Por ejemplo, no existía diccionario alguno cuando William Shakespeare escribió sus obras. Cuando empleaba una palabra infrecuente, o ponía un término en un contexto aparentemente inusual -y sus obras están repletas de ejemplos semejantes-, no tenía forma de comprobar si dicho uso era apropiado. No podía buscar ayuda en su biblioteca, ya que en ella no había ningún libro que le dijera si la palabra que había escogido estaba correctamente escrita o si la había usado de la forma indicada en el lugar preciso. Shakespeare no tuvo la oportunidad de realizar una tarea que ahora consideramos tan normal y corriente como leer. No podía "to look something up". De hecho, esta expresión ni siquiera existía con el sentido actual de «buscar algo en un diccionario, enciclopedia u otra obra de consulta». No aparece en la lengua inglesa hasta 1692, cuando la acuñó un historiador de Oxford, Anthony Wood.
Puesto que no habría una frase semejante hasta finales del siglo XVII se supone que tampoco existía el concepto; ciertamente no en la época en que escribió Shakespeare, una época particularmente prolífica en escritores y pensadores. A pesar de la gran actividad intelectual del momento, no había ninguna gula impresa de la lengua, ningún vademécum lingüístico, ni un solo libro que pudieran consultar Shakespeare o Martin Frobisher, Francis Drake, Walter Raleigh, Francis Bacon, Edmund Spenser, Christopher Marlowe, Thomas Nash, John Donne, Ben Jonson, Izaak Walton ni ningún otro de sus contemporáneos eruditos.
Pensemos, por ejemplo, en Noche de Epifanía de Shakespeare, terminada a comienzos del siglo XVII. Imaginemos el momento, probablemente el verano de 1601, en que llega a la escena del tercer acto en que Sebastián y Antonio, el marinero náufrago y su salvador, acaban de arribar al puerto y se preguntan dónde pasar la noche. Sebastián reflexiona un momento y luego, como alguien que hubiera leído y memorizado la Guía Michelín del momento, declara: «El mejor lugar donde alojarse es el Elephant, en los suburbios del sur ... »
Ahora bien, qué sabía William Shakespeare de elefantes? Además, qué sabía de los hoteles Elephant? A la sazón, había hosterías con ese nombre en diversas ciudades de Europa. Puesto que estamos hablando de Noche de Epifanía, ésta en particular, de nombre Elephant, estaba en Iliria; pero habla muchas otras, dos por lo menos en Londres. No obstante, independientemente de cuántas hubiera, ¿por que ese nombre? ¿Por qué dar el nombre de una bestia a una hostería? ¿Y por qué el de esa bestia en particular? ¿Qué clase de bestia era ésa? Cabe suponer que un escritor debería al menos ser capaz de responder.
Pero no era así. Si Shakespeare no sabía mucho de elefantes, algo verosímil, y si no era consciente de la curiosa costumbre de otorgarle su nombre a los albergues, ¿dónde podía encontrar información al respecto? Más aún, si no estaba seguro de haber puesto las palabras correctas en boca de Sebastián, ¿era probable que existiera una hostería con el nombre de un elefante? ¿0 era más factible que tuviera el nombre de otro animal, un camello, un rinoceronte, un ñu? (Dónde podía buscar para asegurarse). Dónde consultar la propiedad de una palabra un escritor como Shakespeare.
Es lógico suponer que necesitaría corroborar datos constantemente. "No soy consanguíneo", escribe en la misma obra. Pocas líneas después habla de «thy doublet of changeable taffeta» (Vuestro jubón de tafetán cambiable). Luego declara: «Now is the woodcock near the gin» (Ahora está la gallineta cerca de la trampa). Es evidente que el vocabulario de Shakespeare era prodigioso, pero ¿como podía estar seguro de que cada vez que usaba palabras poco famillares lo hacía correctamente desde el punto de vista gramatical y documental? Adelantándonos un par de siglos, ¿Qué evitó que se convirtiera en un ocasional señor Malaprop? (*)
(*) Referencia a la señora Malaprop, personaje de "Los rivales" de Sheridan, llamada sarcásticamente así por su lenguaje ridículo [de mala propism: confusión de un vocablo con otro parecido, sobre todo cuando el efecto es irrisorio (N. del T.)
Vale la pena hacernos estas preguntas simplemente para ilustrar que le resultaba imposible consultar un diccionario, algo que en la actualidad consideraríamos una terrible inconveniencia. En la época en que él escribió había mu chos mapas, devocionarios, misales, historias, biografías, novelas, y libros de ciencia y de arte. Se cree que Shakespeare cogió muchas de sus referencias clásicas de un libro de citas especializado, compilado por Thomas Cooper -sus errores se reproducen con demasiada precisión en las obras del dramaturgo como para que se trate de una coincidencia-, sospechándose asimismo que usó como fuente el Arte de la retórica de Thomas Wilson. Pero eso fue todo: no había otras herramientas literarias, lingüísticas y léxicas disponibles.
En la Inglaterra del siglo XVI los diccionarios -tal como los concebimos hoy- sencillamente no existían. En el caso de que la lengua que había inspirado a Shakespeare tuviera límites, orígenes, ortografía, pronunciación y significados definibles, lo cierto es que no existían libros que los determinaran, definieran y asentaran. Resulta difícil imaginar a un hombre de mente tan creativa trabajando sin ningún libro de consulta lexicográfico, aparte de la colección de plagios de Cooper (que la señora Cooper arrojó al fuego cuando estaba a medias, obligando a su esposo a comenzar de nuevo) y el pequeño manual de Wilson. Sin embargo, ésas fueron las circunstancias en que su particular genio se vio obligado a florecer. La lengua inglesa se hablaba y se escribía, pero en tiempos de Shakespeare no estaba establecida. Era como el aire: se daba por sentado que era el medio que unía y definía a todos los británicos. Pero ¿quién sabía qué era exactamente, o cuáles eran sus elementos?
Esto no significa que no existiera ninguna clase de diccionarios. En 1225 se había publicado una colección de palabras latinas con el título de Dictionarius, y poco mas de un siglo después otra, también completamente en latin, para ayudar a los estudiantes de la difícil traducción de la Biblia de San Jerónimo, conocida como la Vulgata. En 1538 aparecieron en Londres una serie de diccionarios latín-inglés: la lista ordenada alfabéticamente de Thomas Elyot, que resultó ser el primer libro que empleó la palabra inglesa "dictionary" en el título. Veinte años después, John Withals publicó "A Shorte Dictionarie for Yonge Beginners" en ambas lenguas, aunque las palabras no estaban ordenadas alfabéticamente sino por temas: «Nombres de aves», «Aves del agua», «Aves domésticas, como gallos, gallinas, etcétera»; o «De las abejas», «De las moscas» y demás. Pero todavía faltaba un auténtico diccionario inglés, una obra en la que constara toda la riqueza de la lengua inglesa. Con una sola excepción, de la que Shakespeare probablemente no tuviera noticia antes de morir en 1616, esta necesidad permanecería obstinadamente insatisfecha.
Hubo otras personas que señalaron esta deficiencia. En el mismo año de la muerte de Shakespeare, su amigo John Webster escribió La duquesa de Amalfi, en la que hay una escena en que el hermano de la duquesa, Ferdinand, imagina que se está convirtiendo en lobo, «una enfermedad pestilente... que llaman licantropía». ¿Qué es eso? -pregunta otro de los personajes- Necesito un diccionario.»
Pero parece que alguien, un maestro de Rutland llamado Robert Cawdrey, que más tarde enseñaria en Coventry, había estado escuchando esta demanda constante. Leyó y tomó numerosas notas de todos los libros de consulta del momento, y finalmente produjo una precaria versión de tan necesaria obra, publicándola en 1604 (el año en que probablemente Shakespeare escribía "Medida por medida"). Era un libro en octavo de 120 páginas, que Cawdrey tituló "A Table Alphabetical... of hard unusual English Word". Tenía aproximadamente dos mil quinientas entradas. Según dijo, las había recopilado «para beneficio y ayuda de mujeres de bien, damas de compañía o cualquier otra persona sin instrucción. Para que comprendan más fácilmente y mejor muchas palabras difíciles del inglés, que oirán o leerán en las Escrituras, en sermones o en cualquier otra parte, y así serán capaces de usarlas con propiedad ellas mismas».
A pesar de sus muchas deficiencias, es sin lugar a dudas el primer diccionario monolingüe inglés, y su publicación marca un momento crucial en la historia de la lexicografía inglesa. Durante el siglo y medio siguiente floreció la actividad comercial en este campo y se publicó un diccionario tras otro, cada uno más extenso que el anterior y pretendidamente más útil para educar a los ignorantes (entre los que se contaban las mujeres de la época, cuya educación formal era mínima si se la comparaba con la de los hombres).
Al igual que la primera intentona de Cawdrey, estos libros del siglo XVII se centraban en las «palabras dificiles», aquellas que no se usaban en la vida cotidiana o que habían sido inventadas específicamente para impresionar a otros, los «términos pedantes» que proliferan en las obras de los siglos XVI y XVII. Thomas Wilson, cuyo Arte de la retórica había ayudado a Shakespeare, publicó ejemplos de estilo pomposo, como la carta de un clérigo de Lincolnshire a un oficial del gobierno, solicitando un ascenso:
There is a Sacerdotall dignitie in my native Countrey contiguate to me, where I now contemplate: which your worshipfull benignitie could sone impenetrate for mee, if it would like you to extend your sedules, and collaude me in them to the right honourable lord Chaunceller, or rather Archgrammacian of Englande.
El hecho de que los volúmenes se concentraran sólo en la pequeña sección del vocabulario nacional que reunía estos galimatías hace que en la actualidad parezcan caprichosamente incompletos, pero en aquel entonces la selección editorial era considerada una virtud. Hablar y escribir de tal guisa era la mayor aspiración de la gente de buen tono. «Os presentamos las palabras escogidas», proclamaba el editor de uno de estos volúmenes a los candidatos a formar parte de este grupo.
Por lo tanto, en estos libros aparecían fantásticas creaciones lingüísticas -como abequitate, bulbulcitate y sullevation, además de archgrammacian y contíguate- con largas definiciones. Otras palabras, como necessitude, commotrix y parentate, en los raros casos en que se recogen en los diccionarios actuales, aparecen como "obsoletas", "raras" o ambas cosas a la vez. Invenciones floridas y pretenciosas adornaban el lenguaje, cosa que quizá no debería sorprendernos teniendo en cuenta la moda ampulosa del momento, con sus peluquines y pelucas empolvadas, sus cuellos rígidos y jubones, sus golas y lazos de terciopelo escarlata. También se acuñan términos como adminiculation, cautionate, deruncinate y attemptate, cada una de ellas cuidadosamente catalogada en los pequeños libros encuadernados en piel de la época, aunque eran palabras destinadas sólo a los oídos de la flor y nata y tenían pocas probabilidades de impresionar al público de mujeres de bien, damas de compañía y «personas sin instrucción» al que supuestamente se dirigia Cawdrey.
Las definiciones que daban dichos libros eran casi siempre insatisfactorias. Algunas se reducían a una sola palabra o a un poco ilustrativo sinónimo: «magnitude: grandeza», o «ruminate: volver a masticar; estudiar una cuestión con detenimiento». Otras veces las definiciones eran francamente divertidas: en "The English Dictionarie" de 1623, Henry Cockeram define commotrix como «una doncella que da y retira sus favores», y parentate como «celebrar el funeral de los progenitores».
En otros casos, los creadores de estos libros de palabras difíciles dan explicaciones inusitadamente complejas, como en uno de Thomas Blount titulado "Glossographia", que ofrece la siguiente definición de "shreu [arpía, fierecilla]: «Especie de ratón de campo, que si se sube a la grupa de un animal, le lisiará el espinazo, y si lo muerde, hace que su corazón se hinche y el animal muera... De ahí procede la frase inglesa: "l beshrew thee" [Yo os maldigo], cuando deseamos el mal a alguien, y llamamos shrew a una mujer maldita.»
Sin embargo, en medio de este frenesí lexicográfico -en la Inglaterra del siglo XVII se publicaron siete diccionarios importantes, el último de los cuales tenía nada más y nada menos que treinta y ocho mil palabras- se pasaron por alto dos cuestiones. La primera era la necesidad de un buen diccionario que reuniera la totalidad del vocabulario inglés, las palabras sencillas y populares además de las oscuras o difíciles, el lenguaje del hombre corriente así como el de los instruidos, los aristócratas y los estudiantes de escuelas más selectas. Un libro que lo recogiera todo: en una lista ideal de palabras, la nimiedad de las preposiciones de dos letras no debía tener menos importancia que la majestuosidad de un término polisilábico y sesquipedal.
La otra cuestión que pasaban por alto los creadores de diccionarios era que el inglés estaba a punto de convertirse en una lengua mundial; con audaces marinos como Drake, Raleigh y Frobisher surcando los mares, con los rivales europeos sucumbiendo al poder británico, con las nuevas colonias ya afianzadas en América y en India, la lengua y los conceptos ingleses se extendían mucho más allá de las costas británicas y su influencia comenzaba a hacerse notar en el mundo.
El inglés comenzaba a ser un vehículo importante para el comercio internacional, el mercado de armas y la ley. Estaba desplazando al francés, el español, el italiano y los lenguajes cortesanos de los extranjeros. Por lo tanto, era preciso que se lo conociera mejor, mucho mejor, y que se lo aprendiera correctamente. Era necesario hacer un inventarlo de lo que se hablaba, se escribía y se leía. Italianos, franceses y alemanes progresaban en sus esfuerzos por preservar su propia herencia lingüística, llegando al punto de fundar instituciones que mantuviesen la propiedad en el uso del lenguaje. En 1582 se fundó en Florencia la Accademia della Crusca, destinada a proteger la cultura «italiana» a pesar de que aún faltaban tres siglos para que existiera una entidad política llamada Italia. Pero esta Accademia produjo un diccionario de italiano en 1612: si no el país, sí estaba viva la cultura lingüística. En París, el cardenal Richelieu había establecido la Académie Française en 1634. Los Cuarenta Inmortales -quizá más siniestramente conocidos simplemente por "los Cuarenta"-, han regido sobre la integridad de su lengua con maravillosa inescrutabilidad hasta nuestros días.
Pero los británicos no habían hecho nada semejante. Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que se generalizara la idea de que la nación necesitaba conocer su lengua y su significado con mayor precisión. Se dice que a finales del siglo XVII los ingleses «eran tristemente conscientes de su atraso en el estudio de su propio idioma.» A partir de entonces, se hicieron muchos planes para mejorar la lengua inglesa y para aumentar su prestigio dentro y fuera de las Islas Británicas.
En consecuencia, los diccionarios mejoraron notablemente durante la primera mitad del nuevo siglo. El más interesante de todos -una obra que de hecho no se limitó a explicar las palabras difíciles, sino que amplió su campo de estudio a la totalidad del vocabulario inglés- fue compilado por Nathaniel Bailey, propietario de un internado en Stepney. Se sabe poco de él, aparte de que pertenecía a la Iglesia Bautista del Séptimo Día. Pero la magnitud de sus conocimientos y la amplitud de sus intereses se reflejan fielmente en la portada de la primera edición (habría veinticinco entre 1721 y 1782, todas ellas éxitos de venta). Dicha portada es también un indicio de la formidable tarea que le aguardaba a cualquiera que deseara crear un léxico inglés verdaderamente exhaustivo. La obra de Bailey se titulaba:
"Diccionario etimológico universal, que contiene la derivación de la mayoría de las palabras de la lengua inglesa antiguas y modernas, desde el inglés antiguo, el sajón, el danés, el francés normando y moderno, el teutónico, el holandés, el español, el italiano, el latín, el griego y el hebreo, cada uno de ellos con sus propios caracteres. También una explicación clara y concisa de vocablos difíciles ... y términos de arte, botánica, anatomía, física ... junto con una gran colección y explicación de palabras y frases usadas en nuestras antiguas ordenanzas, mapas, escritos, antiguos registros y libros de leyes; y la etimología e interpretación de los nombres propios de hombres, mujeres y lugares destacados de Gran Bretaña, además de los dialectos de nuestros distintos condados. Contiene miles de palabras más que... cualquier otro diccionario inglés publicado con anterioridad. A lo que se añade una colección de los proverbios más comunes, con su explicación e ilustración. La obra ha sido compilada y metódicamente explicada para entretenimiento de los curiosos, información de los ignorantes y beneficio de jóvenes estudiantes, artesanos, comerciantes y extranjeros."
Por buenos que fueran los volúmenes y la intención, esto todavía no era suficiente. Nathaniel Bailey y aquellos que quisieron imitarle en la primera mitad del siglo XVIII hicieron un trabajo colosal, aunque la tarea de abarcar toda la lengua se hacía más ardua cuanto más se avanzaba en ella. Sin embargo, nadie parecía tener la capacidad intelectual necesaria, o el valor, la dedicación o sencillamente el tiempo necesarios para hacer una compilación verdaderamente exhaustiva de la lengua inglesa. Y aunque nadie lo dijera, esto era lo que se necesitaba. Poner fin a la timidez, a la cautela. Reemplazar el tiento filológico por la precisión lexico-gráfica.
La elaboración del prestigioso Oxford English Dictionary (OED).
Sucedió que en 1857, los sabios de la British Philological Society, decidieron crear un diccionario que recogiera el significado y la etimología de todas las palabras de la lengua inglesa conocidas desde el siglo XII. El diccionario habría de incluir también, como elemento distintivo, citas literarias que ilustraran los diferentes significados de las palabras.
Los inicios del proyecto ya fueron azarosos. Herbert Coleridge fue nombrado editor, y como tal empezó el buen hombre a elaborar definiciones de palabras. Pero al poco tiempo enfermó y falleció. Su sucesor, llamado Furnivall, tenía, al parecer, más interés en invitar a señoritas a pasear en barca por el Támesis que en encerrarse en su despacho a escribir definiciones. Así que lo sustituyeron. Esta vez el elegido fue Sir James Augustus Henry Murray, un hombre con una asombrosa capacidad de trabajo y grandes conocimientos. Y también grandes barbas, por cierto.
Sir James es un personaje muy interesante del que merece la pena hablar, y más cuando se acaba de cumplir el centenario de su muerte. Pero por ahora sigamos adelante con el diccionario y su misterio.
Murray se levantaba a las cinco de la mañana y trabajaba doce horas diarias, y aun así, al cabo de cinco años él y sus colaboradores sólo habían llegado a la palabra “hormiga”. Esto no estaría mal si no fuera porque en inglés hormiga se dice “ant”. Es decir, que en cinco años no habían podido ni terminar las entradas correspondientes a la letra A.
Pero entonces, en 1879, el sabio tuvo una gran idea: hizo un “llamamiento a las personas que hablan y leen inglés para que lean libros y extraigan citas para el nuevo diccionario de la lengua inglesa de la Sociedad Filológica”. En el llamamiento también se explicaba en qué consistía el proyecto y se incluía una “lista de libros para los que se necesitan lectores”. Entre esos libros estaban, por ejemplo, los Poemas Menores de Chaucer; El progreso del peregrino, de Bunyan; la prosa de Milton; Robinson Crusoe, de Defoe; el Gulliver de Jonathan Swift; la mayoría de las obras de Charlotte Bronte, de Byron, de Coleridge, de Hawthorne, etc.
Esta petición de colaboradores tuvo una respuesta maravillosa, pues los responsables del Diccionario empezaron a recibir miles y miles de notas de lectores de todo el mundo de habla inglesa, que enviaban cada día las citas que seleccionaban de los libros que iban leyendo y que fueron ilustrando el uso de cada palabra registrada en el OED.
Pero si todo esto ya es de por sí curioso y emocionante, más interesante aún es el hecho de que hubiera un colaborador misterioso. Alguien cuyas aportaciones al OED fueron asombrosas, pues estuvo enviando citas literarias, perfectamente organizadas en índices, cada semana, durante muchos años.
¿Quién sería esa persona, este voluntario y voluntarioso lector, que tan en serio se tomó la petición de Murray? Debía de ser sin duda un gran lector y un gran trabajador.
Llegó un momento en que Murray se interesó personalmente por saber quién sería este dedicado colaborador. Y con sorpresa supo que, según el anónimo remite de sus envíos, se trataba de alguien que escribía desde Broadmoor. Desde el manicomio de Broadmoor.
Murray pensó que se trataría de un médico, y desde luego, el colaborador misterioso era médico…
Había sido cirujano militar; un hombre culto y refinado, que leía con avidez, pintaba acuarelas y tocaba la flauta. Quizá demasiado refinado y sensible para soportar la crueldad y la barbarie que presenció durante su servicio en la Guerra Civil Americana. Incluso en una ocasión fue obligado a marcar a fuego la letra D en la cara de un desertor. Todo esto dio pie a una grave inestabilidad mental.
Y a esto se unió el hecho de que padecía también una obsesión por las prostitutas que lo llevaba a comportarse de manera cada vez menos aceptable para el ejército. Después de un tiempo hospitalizado, se le declaró incapacitado y fue jubilado en 1871.
Debido al esquinado estado mental de Minor, el ejército prefirió que renunciara a su rango como cirujano en la Guerra de Secesión para ingresar en un manicomio de Washington. Al parecer tanta sangre y crueldad fue demasiado para aquel cirujano neófito: asistió a las horribles heridas de miles de soldados que habían combatido cuerpo a cuerpo con mosquetón, bayoneta y sable, como en el peor episodio de The Walking Dead: no en vano, el regimiento que había asistido Minor participaba en la llamada Battle of Wilderness (La batalla del salvajismo). Todo ello propició que Minor perdiera la chaveta y ahogara sus penas en el alcohol y en los burdeles más sórdidos, donde también contrajo toda una panoplia de enfermedades venéreas.
Tras dieciocho meses de internamiento, el doctor Minor fue liberado y se traslIadó a Lambeth, uno de los peores barrios de Londres. Era 1871. Sin embargo, todavía no estaba curado del todo, y tras asesinar a un irlandés en una reyerta, fue encerrado de nuevo en otro manicomio, la prisión para enfermos mentales peligrosos de Broadmoor, en Crowhotne, cerca de Oxford, donde pasaría el resto de su vida.
En el juicio por el asesinato de este hombre, William Minor fue declarado loco, y así fue como ingresó en el manicomio de Broadmoor. Tenía 37 años.
En el juicio por el asesinato de este hombre, William Minor fue declarado loco, y así fue como ingresó en el manicomio de Broadmoor. Tenía 37 años.
Los responsables del asilo le permitieron tener libros en su celda así como material de pintura. Además pudo mantener correspondencia con diversos libreros de Londres a los que con frecuencia hacía pedidos de libros, llegando a convertir su celda en una verdadera biblioteca. Es probable que en alguno de esos libros que recibía encontrara una copia del famoso llamamiento del doctor Murray solicitando la colaboración de voluntarios para el OED. En seguida esto se convirtió en su pasión y su razón de vivir.
Como en toda historia trágica, en ésta tampoco faltan elementos conmovedores. Por ejemplo, que Minor, consciente, a pesar de su locura, de lo que había hecho, prestara ayuda económica a la viuda del hombre al que había matado, y que ella fuera en varias ocasiones a visitarlo y llevarle libros.
Y que el bueno del doctor Murray, enterado de la sorprendente historia de este abnegado colaborador, fuera a conocerlo y siguiera visitándolo con frecuencia durante veinte años, y que se ocupara de que Minor fuese finalmente trasladado a su patria. Además, en el prefacio al quinto volumen del OED, Murray incluyó una mención al Dr. W. C. Minor, en sincero reconocimiento por su extraordinaria colaboración.
Y también emociona ver cómo una pasión, en este caso la pasión por los libros y las palabras, puede dar un nuevo sentido a una vida rota.
Ni Minor ni Murray llegaron a ver terminada la obra a la que tanto trabajo, tiempo y amor habían dedicado, cada uno desde su lugar.
El sabio y entrañable filólogo murió en julio de 1915, a los 78 años, cuando trabajaba en la letra U.
El loco y desventurado cirujano falleció en 1920, en una residencia de ancianos, en Connecticut.
La primera edición del Oxford English Dictionary se publicó en 1928.
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La Real Academia Española prepara ya su 'Diccionario histórico' tras dos intentos fallidos.
Somos la única lengua occidental, junto al portugués, que no tiene un Diccionario histórico, asegura García de la Concha. Existen en inglés, el famoso de Oxford, que fue modelo para el proyecto de mediados del siglo XX; el francés, italiano, alemán...
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