EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA UNIVERSIDAD LIGHT: UN ANÁLISIS DE NUESTRA FORMACIÓN UNIVERSITARIA 🏫

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miércoles, 28 de agosto de 2019

LIBRO "LA UNIVERSIDAD LIGHT: UN ANÁLISIS DE NUESTRA FORMACIÓN UNIVERSITARIA 🏫

Un análisis de nuestra formación universitaria

Francisco Esteban Bara
Prólogo

Pensar como Genevieve Habert

El mes de octubre del año 1961, el Museo de Arte Moderno (MoMA) de la ciudad de Nueva York centró su atención en el pintor francés Hemi Matisse. El emblemático MoMA homenajeaba así a uno de los grandes artistas del siglo XX con la exposición «The Last Works of Henri Matisse» («Los últimos trabajos de Hemi Matisse»). Entre las obras presentadas se encontraba Le Bateau (El barco), un cuadro que el pintor realizó a los ochenta y cinco años, la edad a la que murió. Grosso modo, y con el permiso de los expertos en el arte de Matisse, se trata de una pequeña litografía dividida en dos mitades. En una de ellas aparece la vela azul de un barco que simula ser ondeada por el viento, rodeada por líneas rojas que parecen representar unas nubes en el horizonte. En la otra mitad se muestra el reflejo en el agua de la vela y las nubes. En poco más de un mes, pasaron por la exposición, y se supone que también por delante de "El barco", unas ciento dieciséis mil personas. No está nada mal. Desde luego que no todas, pero es de imaginar que muchas de esas personas eran amantes del arte y entendidas en la obra del pintor francés; sin ir más lejos, allí acudió Pierre Matisse, uno de los hijos del famoso artista y reconocido marchante de la Gran Manzana.

Todo iba bien hasta que, cuarenta y siete días después de inaugurar la exposición, apareció por allí Genevieve Habert, corredora de bolsa y aficionada a la obra del artista en cuestión. Genevieve se situó delante de El barco, lo observó y se percató de algo que no cuadraba: el velero que se reflejaba en el agua tenía más elementos que el real. Es bien sabido que el reflejo de un elemento no puede ser más completo y estar más acabado que el propio elemento original, puede presentar los mismos o menos detalles si se quiere, pero más no. Esa es una lección de las que se aprenden en la escuela, y que un pintor como Henri Matisse debía conocer a la perfección. Genevieve visitó el museo una segunda vez para corroborar el curioso descubrimiento, y en una tercera visita, quizá para despejar cualquier tipo de duda, decidió comprar en el mismo museo un catálogo de la exposición. En él aparecía "El barco" en su posición correcta, es decir, al revés de cómo estaba colgado en una de las paredes del MoMA.

La corredora de bolsa, ya totalmente convencida de su hallazgo, acudió a uno de los empleados del museo para comunicarle la noticia y emplazarle a que se tomaran las medidas oportunas. Y la respuesta que obtuvo fue más oportuna si cabe: «Usted no sabe lo que es hacia arriba ni hacia abajo, y nosotros tampoco. No podemos ser responsables de los pintores». Ahí queda eso. El arte, especialmente el de las últimas décadas, tiene estas cosas. Suele suceder, un cuadro que fulano aprecia de una manera, mengano lo ve de otra diferente y zutano de la contraria. «Depende, todo depende, de según cómo se mire todo depende», dice la famosa canción. ¿Y ante tal panorama, ¿quién podría saber lo que ha ocurrido en la cabeza del que ha pintado un cuadro? No sería de extrañar que hubiera más personas que visitaron la ell'.])Osición y también creyeran ver ese cuadro del revés, pero asumieron que sobre gustos no hay nada escrito, que el capticho de Matisse, mira por dónde, había sido dibujar aquel barco de aquella particular manera. Sin embargo, Genevieve Habert no iba por allí, ella no aludía a gustos o inclinaciones persona les, se refería a una cuestión que tiene poco que ver con caprichos, en este caso con los de Matisse. Gustará o no, e irritará a más o menos gente, pero la relación que hay entre un objeto y su reflejo está clara como el agua y no deja espacio para la controversia. Genevieve Habett decidió comunicar su hallazgo al New York Daily News, rotativo que publicó la noticia el 24 de diciembre del mismo año en el que se celebraba la exposición.

El barco de Matisse no ha sido el único cuadro que se ha expuesto de manera incorrecta. Se sabe que sucedió lo mismo con Hierba y mariposas, de Vincent van Gogh, en la National Gallery de Londres, y que aún fue peor lo que le pasó a El árbol de Law rence, de Georgia O'Keeffe: se exhibió erróneamente en dos exposiciones diferentes, en una de ellas durante la friolera de diez años seguidos. Quién sabe si algún lienzo más se ha visto envuelto en una situación parecida a la de los mencionados, sin que fuera advertido por alguien como aquella avispada corredora de bolsa. Tras el descubrimiento, Pierre Matisse, el hijo del gran pintor, afirmó: «La señora Habett debería recibir una medalla» por saber ver las cosas con lucidez y precisión, por el buen discurrir, por pensar con criterio. Y no solo del señor Matisse hijo, nos atrevemos a pensar que también hubiera recibido el aplauso del mismísimo Jaume Balmes, espléndido filósofo del sentido común que precisamente escribió El criterio,uno de esos libros que siempre hay que tener a mano. 

De la misma manera en que pensó Genevieve Habett sobre la colocación de aquel famoso barco, uno puede razonar sobre tantas otras cosas. Cambiará la cuestión sobre la que se discurre, pero no la manera de proceder. Por ejemplo, se piensa erróneamente cuando se defiende que los osos son animales holgazanes a los que les encanta dormir a pierna suelta durante largas temporadas; y se discurre de forma adecuada cuando se conocen los intríngulis de la hibernación, ese estado fisiológico que se da en ciertos mamíferos como adaptación a temperaturas invernales extremas, estrategia para ahorrar energía, manifestación del espíritu de supervivencia y alguna que otra cosa más que ahora se nos escapa. También se piensa bien cuando se entiende que la amistad es algo importantísimo que se cultiva y cuida como un auténtico tesoro; y se razona equivocadamente cuando se considera que es un instrumento para conseguir favores en momentos puntua les o un mero compadreo de buen rollo. Y un último ejemplo, también piensa con criterio quien se sienta en el autobús público tal y como la inmensa mayoría de las personas venimos haciéndolo desde tiempos inmemoriales, no hace falta que describamos cómo; y anda ofuscado quien, además de reclinar sus posaderas en un asiento, apoya los pies en el de delante; ya nos imaginamos esa posición. El hecho de no pensar como Genevieve Habett puede traer problemas. Sin ir más lejos, el ingenuo de la hibernación se pierde una insospechada maravilla del mundo animal, el negligente ante la amistad dilapida la oportunidad de disfrutar de relaciones puras y desinteresadas, y el comodón del autobús resulta ser incómodo para todos, incluso para él mismo, por muy descansado que se sienta y muy apoltronado que se siente.

Ahora bien, razonar con criterio no es flor de un día ni fruto de la suerte o la casualidad, es más bien un proceso por el que debe pasar todo hijo de vecino, sí, incluso las mentes más privilegiadas. Dicho de otra manera, pensar con acierto no sale gratis, ni es algo que venga de fábrica. El ser humano, viene a decir el filósofo mexicano Eduardo Nicol, no nace entero, sino que se va enterando poco a poco.  Tal sugerencia debería inquietar a aquellos que creen estar enterados de todo o casi todo sin haberse dedicado con esmero a enterarse de casi nada. Quien haya encarado alguna vez el proceso de conocer la realidad de las cosas, quien en alguna ocasión se haya puesto a pensar, y no de cualquier manera, puede sentir que ha emprendido un camino apasionante. Y al mismo tiempo, también puede sentir algo que roza la angustia, y quizá sea esa la razón por la que dedicarse a pensar con criterio es algo poco practicado, no mueve a la gente. Tratar de pensar con criterio es dejar de vivir cómodamente, abandonar el confort del ignorante, en fin, es como empezar una maravillosa e ingrata aventura.
Hagamos ahora el ejercicio de imaginar a Genevieve Habert visitando algunas de nuestras universidades, supongamos que además de la pintura de Matisse también le interesara la formación universitaria.  Ya sabemos cómo funciona un alma inquieta, ya conocemos un poco a nuestra protagonista. No estamos ante alguien que se conforma con cualquier cosa, que admita, así sin más, que no hay mucho que decir ante lo que cada uno pueda hacer, pensar o decir. Tampoco parece ser de esas personas que disfrutan llevando la contraria, que a la mínima ocasión buscan demostrar que todo el mundo anda equivocado, todo el mundo menos ellas, claro está. Genevieve Habett es mucho más complicada, tiene la extraña manía de fijarse en si las cosas están bien dispuestas, ladeadas o del revés, independientemente de lo que se diga. Necesita saber, ese es su antojo, si eso que se le muestra es lo que dice ser.

Bien, ¿y cómo vería entonces la actual formación universitaria tras consultar los principales documentos oficiales del momento?, ¿y después de leer aquellos libros que tratan el asunto y se han convertido en una especie de bestsellers?, ¿qué diría si observase lo que hoy en día sucede en las aulas, salas de estudio, bibliotecas y cafeterías universitarias?, ¿a qué conclusiones llegaría tras charlar con cuadrillas de estudiantes sobre los profesores, las clases o las pruebas que deben realizar para ir superando asignaturas?, ¿y tras conversar con grupos de profesores sobre los mismos asuntos?, ¿cómo valoraría esa formación si leyera diversos programas de asignaturas, si conociese lo que se pretende conseguir y las maneras de alcanzarlo?, ¿qué pensaría después de hablar con personas que se acercan a sus facultades para recoger el título académico, o con familias que aún tienen a alguno de sus miembros en la universidad?, ¿qué manifestaría tras detenerse ante las pintadas que decoran las paredes de pasillos y urinarios de no pocos campus? Sí, esas obras de arte también tienen que ver con la formación universitaria, han sido trazadas por personas universitarias.
No es preocupante que de vez en cuando se exponga un famoso cuadro boca abajo, eso no hace más que engrosar nuestra historia de curiosos sucesos, pero ¡ay, señores y señoras!, disponer de una formación universitaria erróneamente dispuesta puede marcar el destino de una comunidad. «¡Qué exageración, no es para tanto!», dirán algunos. Permítannos poner tres ejemplos que dicen que sí, que estamos ante un asunto serio donde los haya. El Proyecto Manhattan, llevado a cabo por Estados Unidos y auspiciado por Canadá y Reino Unido; el Proyecto Uranio, gestado por Alemania; o la Operación Borodino, realizada por la Unión Soviética, fueron una suerte de competición por construir la bomba más grande y poderosa, un sobrecogedor torneo que ha marcado el devenir de la humanidad . Y, entre otras cosas, habría que preguntarse qué formación universitaria recibieron aquellos millares de lumbreras de la ciencia y la técnica que participaron en esos macabros programas. Desde luego, nadie les explicó que el médico y el asesino son igualmente competentes para elaborar veneno, y que, como señalaba Aristóteles, los diferencia el uso que cada uno le da a tal mejunje.

Del mismo modo, también está marcando nuestro futuro toda una tropa de personajes con responsabilidades políticas, económicas y sociales que hacen y dicen cosas que irritan y afrentan al más pintado. Sobran los ejemplos, porque los hay de todos los colores aquí, allá y acullá . Un buen número de esos «cortadores de bacalao» o, como se dice en inglés de manera clara y contundentemente, de los que have the final say, también han recibido una formación universitaria en la que, por lo visto, asuntos como la responsabilidad social, la empatía, la dignidad o la vergüenza personal y ajena brillaron por su ausencia, o quizá es que no se enseñaron, aprendieron y evaluaron como hubiera sido deseable. Y no hace falta volar tan alto. En nuestras plazas y calles, comercios y oficinas, vecindarios y redes sociales habitan personas con formación universitaria, y no es algo puntual, sino habitual, toparse con maneras de razonar y formas de proceder que la ponen en entredicho. Sí, uno desconfía de la formación universitaria que haya podido recibir aquel profesional que trabaja sin mirar más allá del interés propio y personal; de la que haya podido alcanzar aquel vecino que anda por el barrio sin dar las gracias, los buenos días, sin ceder el paso, en fin, con más cara que un piano; o de la que haya podido vivir aquel conocido que nos manifiesta su decepción sobre la actual situación política al grito de «¡Esto es Sodoma y Gomera!». Estas cuestiones, por ridículas que parezcan, también marcan nuestro día a día y, por lo tanto, nuestro destino. «No juzgo ninguna tierra en Inglaterra que esté mejor otorgada que la que se da a nuestras universidades, porque gracias a ellas nuestro reino estará bien gobernado cuando nosotros estemos muertos y podridos.»  Quizá a algo de lo que aquí se está diciendo se refería el rey Enrique VIII ya hace siglos.

Es verdad que la formación universitaria, como la educación escolar, no es el único remedio para todos nuestros males, pero incluso aquellos que tienden a quitarle hierro estarán de acuerdo en que es mejor tener una determinada formación universitaria antes que otras y aceptarán que en este asunto no es conveniente actuar de tal manera que «si sale con barba, san Antón, y si no, la Purísima Concepción». Este libro persigue dos objetivos. El primero es situarnos, una vez más, ante esa pregunta que formuló el inimitable don José Ortega y Gasset en su obra Misión de la universidad,  y que llamó la cuestión fundamental: ¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la universidad? Con el permiso del maestro madrileño, acomodamos esa pregunta a nuestros intereses y la ubicamos en nuestros días: ¿para qué existe, está ahí y tiene que estar la formación universitaria hoy? Queremos plantarnos ante esa cuestión y pensarla bien, con criterio, en fin, como lo haría Genevieve Habett. Ya veremos que eso no es nada fácil, mucho menos en los tiempos que corren y, sin embargo, nos conviene encontrar respuestas firmes para tal pregunta. Solo así podremos determinar si la formación universitaria que hoy acontece y tanto se defiende está bien situada, se encuentra inclinada hacia un lado u otro, o si lisa y llanamente está del revés. Ya adelantamos que, por lo menos a nuestro entender, la actual formación universitaria vive una cierta desorientación sobre los fines que debe alcanzar y el ethos que la debe caracterizar, y que, en consecuencia, presenta un curioso y llamativo diagnóstico que no nos conviene para nada.

El segundo objetivo se centra precisamente en los síntomas que nos permiten elaborar dicha valoración, es decir, en las principales manifestaciones que nos revelan que la formación universitaria de hoy no anda bien, o mejor dicho, que no transita por el camino adecuado. No quiere decir esto que se quiera echar por tierra todo lo que hoy en día se dice y hace con dicha formación. No es este uno de esos libros que encaran un tema y entran en él como un elefante en una cacharrería, que ponen el grito en el cielo o que afirman que hoy todo es un desastre y que el pasado siempre fue mejor. Lo que se intenta más bien es indicar que no se está haciendo todo lo que se debería, o que incluso se hacen cosas que no son de recibo, y que eso tiene consecuencias poco halagüeñas para todos, sean universitarios o no. Este segundo objetivo tiene un carácter prospectivo y, con toda la prudencia posible, incorpora algunas sugerencias e indicaciones para tonificar y vigorizar algunas de las flaquezas que se hayan podido identificar. Por supuesto, no se trata de un conjunto de recetas para aplicar urbi et orbi, la formación universitaria no funciona así. Son más bien indicaciones que podrían tenerse en cuenta para contrarrestar el tipo de formación universitaria que hoy acontece y que, como ya se ha anunciado, no nos acaba de tener del todo satisfechos.

Antes de continuar, es necesario aclarar dos cosas. La primera: este libro se ha escrito pensando en la que es, por lo menos todavía, la modalidad de formación universitaria mayoritaria. La de toda la vida, dirían algunos. Nos referimos a la formación que ofrecen una gran parte de universidades, aquella que es mayormente presencial y ofrece planes de estudios o grados por todos más o menos conocidos. Universidades totalmente virtuales, escuelas de negocios o instituciones similares podrían encontrar que aquí se dicen cosas que no van con ellas. Esto no quita, claro está, que puedan realizar una lectura del texto adaptada a sus realidades y circunstancias. Y por supuesto, esperamos que no se vean para nada reconocidos aquellos chiringuitos que ofrecen títulos académicos como quien vende zapatos o longanizas y que, quién sabe con qué derecho, se han apropiado de la idea de universidad, una de las más serias y dignas que el mundo haya podido conocer.

La segunda aclaración: este libro también se ha escrito pensando principalmente en aquellos jóvenes que se enrolan en la universidad tras acabar sus estudios de Bachillerato, ciclos formativos o equivalentes. En la universidad también hay estudiantes que cursan su segunda y hasta tercera carrera, otros que ya cuentan con una dilatada experiencia profesional y acuden allí para lograr una especialización concreta , incluso empiezan a aparecer grupos de personas jubiladas que asisten a programas universitarios creados ad hoc. Todos ellos y algunos otros que nos hayamos podido olvidar son importantes, claro que sí, pero nos interesa centrarnos en ese gran grupo de estudiantes primerizos, muchachos y muchachas que finalizan un periplo educativo y acceden a la universidad, un lugar que, quién sabe, quizá tenían en mente desde hacía años.

PARTE I
La formación universitaria reciente:
un posible diagnóstico

1
¿Cómo valorar la formación universitaria? 
Cicerón versus Henry Ford

(...) Hay otro modo de conocer la formación universitaria que no haría demasiada gracia a Henry Ford y a sus acólitos. Es una manera de proceder que está en las antípodas de la anterior, y podría relacionarse con unas preciosas palabras del magnífico intelectual romano Marco Tulio Cicerón. Aquí no se reniega de la tradición, todo lo contrario, se considera que no se puede avanzar sin ella, no se concibe la historia como una simpleza, al revés, se entiende como una riqueza. La historia, la tradición, el pasado, el ayer, como se quiera llamar, es «testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, testigo de la antigüedad». La tradición de la universidad resulta imprescindible para poder conocer y reconocer a tan digna institución, para valorar qué es lo que de ella queremos conservar porque vale la pena protegerlo y resguardarlo. Por supuesto que no se trata de volver a la universidad de la Edad Media que daba sus primeros pasos, ni a la conocida como segunda época de dicha institución, que va del siglo XV al XVIII, o a la moderna universidad impulsada por Wilhelm von Humboldt. Nada de eso. De lo que se trata es de incorporar la tradición al debate sobre las circunstancias en las que la universidad actual se encuentra y ante las que debe mantener la cabeza a flote. Por decirlo de otra manera quizá más poética, se trata de no olvidarse de la Bolonia del siglo XII, y todo lo que vino después, cuando se habla de la Bolonia del siglo XXI, de hacerlo nos perdemos una parte importante de la película universitaria, quizá sus mejores escenas. Sirva de ejemplo la siguiente reflexión, por no decir lamento: «En otro tiempo, [...] había más lecciones y discusiones y más interés en las cosas del saber. Sin embargo, ahora [...] las lecciones y discusiones se han hecho menos frecuentes; todo se hace apresuradamente, se aprende poco, y el tiempo necesario para el estudiante se malgasta en reuniones».

Esta queja podría atribuirse a no pocos profesores de hoy que consideran que la reunionitis, la acción de reunirse indiscriminadamente, incluso para hablar de nada en concreto, solo por el mero hecho de reunirse, está afectando a cosas tan importantes para la formación universitaria como es prepararse las clases correctamente o atender a los estudiantes como merecen, que viene a ser lo mismo. Pues bien, tal descontento fue pronunciado por Philippus de Grevia, eminente canciller de la Universidad de París entre los años 1218 y 1236. Modificando un poco el refrán, se podría decir que en todas las épocas cuecen habas, y sin duda va bien saberlo para no tropezar eternamente con las mismas piedras. Hay muchísimos más ejemplos como el anterior. Permanecer atentos a la historia de la universidad no sirve únicamente para estar informado, sino también para estar preparado, por eso es muy recomendable realizar una lectura atenta de alguno de los grandes tratados de la historia de la universidad. Y es que en la tradición de la universidad hay hechos, situaciones, vivencias, explicaciones, etc., que completan el conocimiento de dicha institución, y más importante si cabe, hay sugerencias para dignificar la formación universitaria, así como advertencias para no rebajarla.

Debería servirnos de ejemplo la tropa de filósofos e intelectuales que han tratado de escudriñar el sentido y significado de dicha formación con un mínimo de seriedad. Sin miedo a equivocarnos, todos ellos, los de antaño y los de ahora, los de aquí y los de allá, han abrazado la tradición, ninguno de ellos entiende la formación universitaria como si nada hubiera pasado antes del momento en el que vive, ninguno de ellos la concibe como una seta que acaba de nacer bajo nuestros pies. Ahora bien, hay que ser conscientes de algo importante. La historia de la universidad no es un relato perfectamente hilvanado, no es una narración detallada que no tiene pérdida. Como sucede con las grandes y maravillosas historias, es más bien una acumulación de sucesos abiertos a la interpretación del personal. Sí, la historia de la universidad y de la formación que allí ha venido sucediendo es una especie de persecución, una suerte de rastreo de huellas y señales; y uno debe ser consciente de que quizá nunca llegue a encontrarlas todas o que se puede topar con algunas que no acabe de descifrar y comprender.

En otras palabras, los datos de los que disponemos, especialmente sobre las primeras universidades, son como piezas de un puzle sin referencia que seguir, partes que encajan según sean las apreciaciones que se hagan. La historia de la formación universitaria es una u otra dependiendo de quién la explica, según sea el lugar y el momento en el que se sitúa, conforme sean los intereses que se persigan o cuestiones por el estilo. Sin embargo, esa maravillosa imprecisión, esa misteriosa cronología, no quita que haya aspectos en torno a los cuales existe un acuerdo generalizado, ideas que quizá nos permitan valorar la formación universitaria con cierta seguridad, con aquella confianza con la que Genevieve Habert apreció la colocación de El barco de Henri Matisse. Decimos «quizá», porque aunque la cosa parece presentarse de una manera simple y cristalina, se complica sobremanera a poco que uno le hinque el diente. Tiempo suficiente tendremos de corroborarlo.

En este asunto, como en tantos otros, lo más sensato es empezar aclarando la palabra que tenemos entre las manos y tantas veces hemos pronunciado. Para ello, se antoja necesario acudir al latín, esa esplendorosa lengua que sirve para mucho. Por supuesto, hay personas que defienden que no sirve para nada, y con ello demuestran tener un corazón sincero: ignoran esa lengua y, claro que sí, a ellas no les sirve para nada. Sin ánimo de ser exhaustivos, la palabra universidad proviene de universitas, un sustantivo que denota universalidad y que etimológicamente hablando significa «totalidad». En el Medioevo, época en la que germinan las primeras universidades, el término universidad se utiliza para referirse a cualquier comunidad que se agrupa en torno a algo, a un elemento concreto y determinado. Así, por ejemplo, todos aquellos que pertenecemos a la comunidad del género humano formamos la universitas generis humanis, y dentro de ese inmenso conjunto puede incluirse la comunidad de mercaderes, que es la universitas mercatorum, o la de ciudadanos de un lugar concreto, que es la universitas civium de tal sitio. Pues bien, lo que hoy conocemos como universidad era la universitas magistrorum et scholarium. Imaginemos..., para ser puristas deberíamos decir que hemos estudiado o que conocimos al amor de nuestra vida en la «corporación de maestros y escolares», no en la universidad y mucho menos en la uni; y a saber qué hubieran pensado las familias medievales si sus hijos les hubiesen anunciado sus intenciones de ir a la universidad, así, a secas. No sabrían si querían entrar en la corporación de mercaderes, cazadores de liebres o en la de maestros y estudiantes. 

En fin, una universidad per se no es más que una corporación de personas ¡o de otras cosas!, una universitas oratoris, por ejemplo, se refiere a la totalidad del discurso. Parece quedar claro que lo que distingue a una comunidad de otra es el fin, la intención que en último término se persigue en cada una de ellas. Bien, ¿y para qué se reunirá entonces una comunidad de maestros y estudiantes, eso que ahora llamamos «universidad»? Esas almas se mueven por un motivo que se hunde en el tiempo, por una razón que no es exclusiva de la comunidad universitaria. 

Se podría decir que la universidad tiene una prehistoria, y para encontrar una respuesta completa a esa pregunta que se plantea, se hace necesario que nos situemos antes, por ejemplo, mucho antes del 1088, 1150, 1167 o 1209, años en los que se fundan las universidades de Bolonia, París, Oxford y Cambridge, respectivamente. Nos referimos a intentos, aportaciones, sugerencias, migas en el camino, hebras que van conformando algo grande y esplendoroso. Por señalar algunos antecedentes paradigmáticos: en el año 600 a. C., Tales de Mileto, miembro sobresaliente de la Escuela Jónica, hacía algo de universidad con las matemáticas que él mismo había recuperado del conocimiento empírico de los sacerdotes griegos; Euclides (300 a. C.) hizo en Alejandría tres cuartas partes de lo mismo con la geometría; en Grecia, principalmente Sócrates, Platón y Aristóteles, organizaron quizá las primeras facultades de filosofía, Quintiliano, con su Institutio Oratoria, monta otra de pedagogía; recién iniciado el siglo vi, Casiodoro impulsó lo que para muchos representa el primer esbozo de las futuras y primigenias universidades en torno a las artes, las letras y la medicina; Carlomagno, con la inestimable ayuda de Alcuino, establece un programa de dos ciclos de estudios, el Trivium y el Quadrivium, algo así como un grado y un máster; y no se debe olvidar la labor de las escuelas catedralicias, las episcopales y las municipales. 

En fin, la lista de ejemplos podría alargarse una barbaridad. De momento, podríamos responder a la pregunta planteada diciendo que una comunidad de maestros y estudiantes se reúnen para buscar conocimientos. Hay quien dice que se agrupan para buscar la verdad: veritas es la palabra que aparece escrita en el escudo de la Universidad de Harvard. Pero aparquemos de momento esa peliaguda apreciación por claro que lo tenga aquella ejemplar comunidad de maestros y estudiantes de la ciudad norteamericana de Cambridge. Eso de la verdad tiene su historia, y la delicada situación en la que se encuentra hoy en día merece un libro aparte. Volviendo al hilo de la cuestión, se está hablando de una comunidad de personas que se dedica a indagar, rastrear o investigar, verbo este último típicamente universitario. 

Se está mencionando a individuos que no se conforman con lo que tienen, personas que no se contentan con callar y otorgar, gentes atrevidas y valerosas que más que acomodarse a la realidad de las cosas quieren conocer cómo son las cosas en realidad. Reluce en la comunidad universitaria una condición humana de primer orden y de una potencia ilimitada, nos referimos a la de intentar y probar, a la de tantear y aspirar a algo mejor. Dicho sea de paso, resulta dramático entrar en una universidad y asistir al velatorio de esa condición, ver a personas que ya no sondean ni exploran, que ya no disfrutan desmontando ideas y desarmando utensilios, que se conforman con copiar y pegar, recibir y reenviar, colgar y bajar. Ahora bien, ¿qué conocimiento es ese?, ¿qué usos son los que se les puede dar?, ¿cómo se organizan profesores y estudiantes para cumplir con el cometido típicamente universitario del que se está hablando? Se anunciaba un poco más arriba que el asunto de la formación universitaria se complica a poco que uno le hinque el diente, y aquí tenemos la prueba, ya podemos intuir cómo se complica la película desde el primer minuto. Hay una gran diversidad de respuestas lógicas y razonables a estas preguntas que ahora se plantean. Un profesor que organiza sus clases a partir de la lectura de uno de esos libros gordos, acartonados y que no pasan de moda tiene argumentos para decir que ennoblece la formación universitaria, igual que los tiene otra profesora que confía más en los poderes formativos de internet. Un estudiante que considera que la universidad es como un trampolín para alcanzar determinadas metas profesionales no va descaminado, tampoco quien la concibe como un tren sin destino, con parada en ningún lugar en concreto. Un plan de estudios perfectamente diseñado y planificado puede tener tanto sentido como otro abierto a las improvisaciones y que no disponga de tanta ingeniería psicopedagógica. 

De ahora en adelante, vamos a tratar los dos principales planteamientos sobre la formación universitaria que, por lo menos desde nuestro punto de vista, reúnen a todos los demás; vamos a ver esas distinguidas formas de buscar conocimientos –¡«verdades», dirían nuestros colegas de la Universidad de Harvard!–. No estamos en contra de ninguno de esos planteamientos y comulgamos con los dos, eso sí, lo que no nos acaba de convencer y nos tiene muy preocupados es la relación que mantienen entre sí. Pero no adelantemos acontecimientos, vayamos paso a paso y empecemos por presentarlos.

2
Adáptense y oriéntenme, todo al misnmo tiempo

Estará el lector esperando que digamos el nombre de esas dos emblemáticas maneras de pensar en la formación universitaria que hemos anunciado en el desenlace del capítulo anterior. ¡Menuda tarea encerrar todo un pensamiento en una palabra!, ¡qué fácil es dejarse algo fuera cuando se echa el broche a un vocablo, pensando que ya dice todo lo que tiene que decir! En cualquier caso, se ha llegado al punto en el que debemos clarificar el asunto que tenemos entre las manos, aclarar con qué criterios más o menos razonables podemos identificar la formación universitaria. Vale la pena dedicarse a ello aunque sea solo por saber diferenciar dicha formación de otras, incluso de posibles imitaciones que tratan de relegarla.
Encaramos esa tarea en la medida de nuestras posibilidades, la formación universitaria que tanto deseamos ver en nuestras aulas y respirar en nuestros campus no se parece en nada a una fórmula matemática que se aplica y listo. Esa formación juega con lo misterioso; a veces, muestra parte de su rostro sin dejarse identificar del todo; a lo mejor, pasa por delante en silencio sin que apenas nos demos cuenta. Es muy recomendable alejarse de esas explicaciones que parecen tenerlo todo demasiado claro y bien atado, pero que en el fondo no hacen más que esquivar la complejidad de este asunto. Creemos que el psiquiatra y filósofo alemán Karl Theodor Jaspers tenía mucha razón cuando decía: «La realidad de la universidad está demasiado lejos del ideal. Nosotros, como maestros, ustedes, como estudiantes, fracasamos con mucha frecuencia. Pero justa mente porque lo sabemos podemos remontarnos. Solo quien no se da cuenta de su fracaso no participa en el movimiento del espíritu viviente». Es mejor acercarse a aquellas otras explicaciones que dan que pensar y no intentan pontificar, que sugieren y dan pistas, que dejan dudas y, aunque suene raro decirlo, que no ponen a todo el mundo de acuerdo.
Veamos algunas de todas esas explicaciones que podríamos presentar y que conforman una auténtica filosofía de la formación universitaria, al menos las que a nuestro entender son más clarificadoras y nos acercan al meollo de la cuestión. La primera y quizá la que vuela más alto. El gran filósofo de la Ilustración Immanuel Kant señala, en uno de sus escritos dedicados a la filosofía de la religión,  que la universidad es una realidad que está envuelta en una tensión permanente, que está sometida a diferentes fuerzas que la atraen y la mantienen en un estado de tirantez, rigidez y presión. Y quizá lo más importante, advierte que esa incómoda manera de vivir que está determinada por su propia naturaleza no es para nada perjudicial, sino buena y saludable. Sí, la universidad, y por lo tanto la formación que allí sucede, está viva, briosa y respira con normalidad cuando, precisamente, mantiene una cierta tensión. La segunda explicación ya nos permite otear un poco más el terreno en el que nos encontramos. Clark Kerr, uno de los insignes rectores de la modélica Universidad de California, escribió en los años sesenta del siglo pasado The Uses of the University. Se trata de uno de esos libros que se citan y mencionan cuando se aborda el tema universitario con un poco de seriedad. Justo en la primera frase del prefacio del precioso texto se advierte:
«Universities in America are at a hinge of history: while connected with their past, they are swinging in another direction». Obviamente, esa apreciación está contextualizada en la realidad norteamericana de aquellos años, pero es difícil negar que su significado se extiende al resto de los lugares y también de las épocas. La universidad y la formación universitaria que en ella acontece viven en una suerte de coyuntura, de tensión -decía Kant-, que se asemeja a la que pueda vivir una bisagra: debe estar bien fijada en dos superficies diferentes para acometer su función, para cumplir debidamente con su cometido.


Crítica a «La Universidad light» de Francisco Esteban Bara: 
contra la actual Universidad posmoderna