El escritor francés Charles Péguy hablaba del respeto que se debe a la realidad, «el respeto religioso a la realidad soberana y maestra absoluta, a la realidad como viene, como se nos dada, al acontecimiento como se nos da».
¿Cuál es la importancia del dato sensible para la fe cristiana?
Nosotros somos el pueblo por el cual el Verbo se ha hecho carne. Los sentidos tienen una importancia capital en la vida de la fe.
Nuestra religión es la religión del ver, no sólo del escuchar, como era en cambio para los judíos. San Pablo dice que Cristo es Eikon, imagen del Dios invisible, y Eikon, en griego, tiene un significado contundente: quiere decir “retrato”. El retrato no es una representación teórica, sino una “fotografía”. Es volver a presentar la realidad.
Durante la lucha iconoclasta, cuando una parte de la Iglesia sostenía que no se podía representar el rostro de Cristo porque el Misterio es irrepresentable, hizo falta un Concilio para restablecer la verdad: puesto que Cristo se ha hecho carne, nosotros lo podemos ver. Entonces, la fe cristiana surgió como la fe del ver. Se ve el rostro de Dios crucificado y resucitado, a quien se puede mirar, lo cual indica la importancia de los sentidos en la fe.
Piense en lo que sucede en la culminación de la vida cristiana que es la Eucaristía, en todos los sentidos que están implicados en esta experiencia. La Eucaristía es un momento absolutamente sacro en el que cada hombre puede decir: «Yo toco, veo y me como a Cristo». Los sentidos son todo. Aunque después, delante del Misterio, como dice santo Tomás, los sentidos menguan: entonces queda la contemplación.
¿Me equivoco, o con frecuencia también en la Iglesia esta atención a la realidad ha sido sustituida por un vago espiritualismo, como si para vivir la experiencia cristiana hiciera falta separarse de la realidad y refugiarse en un intimismo exasperado?
Seguramente. Ha habido formas que han jugado mucho, incluso demasiado, con la emotividad. Se ha dado un exceso de emotividad que ha llevado a formas de un subjetivismo exasperado. Por ejemplo, se ha producido una falta de respeto hacia la forma concreta de oración de la Iglesia que es la liturgia. Hay oraciones que no tienen espesor teológico, profundidad ni espiritualidad, sino que están construidas sólo sobre un vago espiritualismo.
El Evangelio, en cambio, habla continuamente de hechos y experiencias concretas.
Los doce primeros tuvieron la experiencia de un hombre que vivía con ellos, que caminaba con ellos, que comía con ellos y que decía que era Dios.
Y lo relatan sin adornos literarios. Y de estas experiencias vividas nació la Iglesia.
Mons. Fisichella ¿en qué medida es importante la experiencia para un cristiano?
Necesitamos la experiencia, porque la fe nace de la experiencia. La experiencia es una forma de conocimiento fundamental para el hombre. En el proceso cognoscitivo no se puede pasar por alto la experiencia, porque a través de ella el hombre comprende la realidad. Santo Tomás intuía esto cuando dijo: «Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu», el intelecto no puede elaborar una forma de conocimiento si antes no han percibido los sentidos.
Sí, los discípulos tuvieron experiencia de Cristo, vivieron con Él, escucharon el anuncio del Reino, vieron los milagros que realizaba. Compartieron todo, durante tres años, día tras día, con Jesús de Nazaret. Tuvieron un conocimiento del maestro de Galilea en el que todos los sentidos estaban implicados: lo veían, lo tocaban, hablaban con Él.
Pero hay que tener cuidado de no reducir la Revelación sólo a la experiencia que el hombre hace de ella. Porque la Revelación no es un producto del sujeto que la recibe, la Revelación es un don. Como explicaba el gran Hans Urs Von Balthasar, con cuyos textos me he formado, lo que prima es la actuación de Dios, no del hombre. Por eso creo que es fundamental la categoría del testimonio: puesto que existe la primacía de la intervención de Dios, yo me convierto en testigo de algo más grande que yo. No por casualidad los apóstoles, después de la Pascua, cuando anunciaban lo que habían visto y oído, decían: «Nosotros somos testigos». El testigo tiene experiencia de la gracia, tiene experiencia de la fe, tiene experiencia de Dios y de la Revelación; pero es consciente de ser testigo, sabe que en el centro ya no está su persona, sino eso más grande que se le ha comunicado.
El célebre filósofo francés Alaín Finkielkraut, judío y abanderado de la laicidad, me dijo una vez que el problema del siglo que acaba de terminar, el siglo de las ideologías, es que el hombre ha pretendido suprimir los datos que provienen de la experiencia. Al rechazar la realidad tal como se presenta ante nuestros ojos, deja de formarse una razón modelada sobre la imagen del mundo, y trata de construir un mundo sobre la imagen de la razón. En definitiva, si se eliminan la experiencia y la realidad, la ideología se convierte en un “a priori” que explica al hombre prescindiendo del dato sensible y, por tanto, encerrándolo en medidas que establecemos por nosotros.
Monseñor Fisichella, ¿cree que este error nace del hecho de que en nombre de una ideología se justifique el asesinato de millones de personas, como sucedió en el siglo pasado, pero de lo que, desgraciadamente, somos testigos aún hoy con los ataques a las Torres Gemelas y el terrorismo?
Es un proceso que empezó hace mucho tiempo, en lo que Juan Pablo II llama «la dramática separación». Es el proceso que se verifica después de la muerte de santo Tomás. Se empieza a separar la unidad fundamental que la Edad Media había alcanzado leyendo la realidad en una unión armónica entre la razón y la fe. Ockham, después Descartes, Kant, Hegel y Nietzsche crean una separación progresiva entre la fe y la razón, que antes estaban unidas en la lectura de la realidad. Poco a poco la razón se hace tan autónoma que quiere subordinar a sí misma incluso la fe, o bien la reduce a Noumeno, es decir, a algo que no puede ser conocido. Esto es un tremendo error. Descartes presenta la duda como elemento que caracteriza el conocimiento. Y nace el predominio de la duda; se pregunta incluso si está soñando o está viviendo realmente.
De ahí nace el gran proceso de división que ha tratado de convencer al hombre de que sólo existe lo que la razón produce. Por tanto, sólo la razón piensa. ¿Y la fe qué hace? La fe cree, se confía, en ella no existe posibilidad de conocimiento. Basta leer las intervenciones de nuestros maestros del pensamiento, como por ejemplo Eugenio Scalfari, para comprender lo viva que está esta concepción. Una concepción que hace del predominio de la razón la única forma de conocimiento. Sin tener en cuenta la naturaleza de la fe cristiana.
Dice san Agustín: si la fe no pasa también a través de la razón, no es fe. Es esta “dramática separación” lo que lleva a la debilidad de la razón y, por tanto, también a la debilidad de la fe.
En la Fides et Ratio, el Papa dice que la relación entre fe y razón es tan importante que no es verdad que donde existe una razón débil haya una fe fuerte. Por el contrario, una fe fuerte requiere una razón fuerte.
Es dramático, pero si no volvemos a una correcta concepción de la razón, los errores de los que somos testigos están destinados a perpetuarse.
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Si la experiencia no es una opinión
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"La experiencia es el lugar donde se comunica la verdad. Cualquier reducción de la experiencia representa una amenaza para la fe. Abstracción, sentimentalismo y moralismo, en un tiempo de nuevas herejías más bien antiguas"
Hay tres imágenes impresas en los ojos del mundo, del mundo cristiano y del mundo que en otro tiempo fue cristiano, tres imágenes que acompañan nuestra historia, la historia de todos, creyentes y no creyentes. El Nacimiento, el Crucifijo y la Resurrección. Una multitud que acude, laboriosa, devota y curiosa, con interés por conocer aquel evento; aquella multitud que hace resonar incluso en el alma del más duro de corazón la pregunta del Innombrado que desde lo alto de su castillo mira al pueblo que corre ante la visita del cardenal Federigo:
«¿Qué hay de bueno, de alegre, en este maldito país?». Y en el centro del nacimiento hay siempre una choza, y una madre que acuna a un niño. Y el Crucifijo, la Muerte clavada en el madero, Dios clavado en el madero, un hombre verdadero, real, traspasado y clavado en aquel madero. No hay nada de simbólico, de abstracto en aquella muerte, ninguna fantasía. Todo es real y concretísimo, como el dolor de esa misma madre que acunaba a su niño. Y la Pascua, aquel sepulcro abierto, los guardias que quedaron como muertos y Cristo que triunfa sobre la muerte. Imágenes repetidas muchas veces, recorridas de muchas formas por el arte. Imágenes queridas para el corazón de los cristianos porque son el signo de algo que sucedió, algo verdadero, sencillo y real. De un hecho extraordinario, sorprendente, inesperado e inimaginable, pero sencillo y fácil de relatar. Algo que sucedió y que aquellos pastores, aquellos magos, aquellos soldados, aquella gente, pobre o rica, humilde, mezquina o grande, experimentó. Algo de lo que muchos, como ellos, tienen experiencia y pueden contar, como testimonian - es sólo un ejemplo - las cartas que abren cada mes esta revista. Muchos hechos, muchas experiencias reales, que tienen la misma luz, la misma concreción, la misma belleza que los cuadros de Caravaggio.
Son el relato de experiencias verdaderas que conmueven, que mueven, que han creado y que crean el movimiento. Hagamos el trabajo de compararlas - es sólo otro ejemplo - con las muchas otras cartas de lectores que abarrotan los periódicos y las revistas. La mayoría de ellas - no es un juicio malvado sino una constatación - hablan de estados de ánimo, a menudo deprimidos, desmoralizados, a veces sin moral, como las respuestas que igualmente incitan con frecuencia a seguir el instinto, lo que apetece, que incitan a ser libres y a no atormentarse demasiado, que la vida es breve y merece la pena coleccionar… experiencias. Es terriblemente triste cuando la palabra más concreta que se ofrece a la existencia humana, la experiencia precisamente, lo que da sustancia a cualquier instante de cualquier día, se tiñe de ambigüedad. También aquí existe un movimiento, pero es totalmente estéril: movimiento que comienza a construir para abandonar y recomenzar continuamente, movimiento que siembra ruina, que no edifica moradas.
Lo que existe
Es, literalmente, la sugerencia de Escrutopo al Tentador Orugario: no permitir que el hombre tenga la mirada abierta hacia la realidad, llenarle la cabeza de pensamientos confusos, de opiniones sobre su Dios, sobre su tiempo, sobre su vida, sobre su mujer, sobre su perro. Sobre todo aquello que considera ridículamente suyo, sobre lo que debería ser o podría ser; no dejarle nunca pararse en lo que existe, porque es lo único, el Ser que con demasiada evidencia no le pertenece, que podría reclamarle al Otro que le dona todo, y que le hace. «La pretensión en la que debes mantenerlo es tan absurda que, si se pone en discusión, ni siquiera nosotros somos capaces de encontrar un jirón de argumento en su defensa» (C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino). Pero lo importante, desde el punto de vista del Diablo, es que el hombre no mire jamás lo que existe, la realidad; que su mirada esté siempre descolocada. Es un contratiempo, para el Tentador, distraerse y dejar que el hombre viva una experiencia real: «Hasta en lo nimio es deseable siempre sustituir las medidas del mundo,de la convención, o la moda, por lo que verdaderamente gusta o disgusta al ser humano… Aquel que goza verdadera y desinteresadamente de todo lo que hay en el mundo, sin que le importe un comino lo que dice la gente, está por esto mismo armado contra algunos de nuestros más sutiles modos de atacar. Tendrías que preocuparte siempre de que tu paciente abandone a las personas o los alimentos o los libros que verdaderamente le gustan a favor de las personas “mejores”, del alimento “justo”, de los libros “importantes”».
Recolectar experiencias
Resumiendo, es tarea del Diablo impedir que el hombre tenga una experiencia verdadera y la compare con su corazón, con la que don Giussani llama experiencia elemental. Es suficiente un momento de experiencia verdadera para dar a Dios la posibilidad de entrar y abrir el sepulcro de nuestra existencia herida por el pecado original. Incluso el mal coopera para el bien: es lo más temido por el Tentador. Es suficiente, para darse cuenta, una mirada sencilla pero atenta a la vida y a lo que se experimenta; una mirada curiosa, como la de los niños. Justamente por esto capaz de comparar lo que vive y encuentra con lo que “verdaderamente” desea, no con lo que publicidad, televisión, poder y, en definitiva, la inmensa incrustación en la que estamos inmersos - en la que nos sumerge el poder - nos hace creer que deseamos. Y nos empuja a coleccionar falsas experiencias.
Coleccionar experiencias, que en realidad no son experiencias, sino instintos, torpe y afanosamente perseguidos. La realidad está siempre en otra parte, y hasta el pecado se convierte en un estado de ánimo: muchos confesores pasan su tiempo escuchando más sentimientos de culpa que pecados reales.
Monofisismo: peligro grave
Es impresionante pensar que la Iglesia nacida de aquellos hechos reales, de aquellas experiencias vividas, percibiera enseguida como peligro grave, como herejía, lo que aparta del hecho, de la realidad experimentada, de la experiencia. Pablo invita a no confundirse con las propias fantasías, henchidas de vano orgullo, y a arrimarse a la Realidad, que es Cristo. La Iglesia fulmina a los monofisitas, que ven en Cristo únicamente la naturaleza divina, y relegan su humanidad a apariencia, que es lo contrario de la experiencia. La Iglesia condena a los que leen la Biblia como un conjunto de alegorías, de puros símbolos y no como personajes y hechos reales que remiten a otros hechos a su vez verdaderos y que dan a los primeros su significado completo. El Nuevo Testamento es la verdad, la adveración del Antiguo, no su anulación. La Iglesia condena la iconoclastia, que no tolera el reclamo a la concreción y a la carnalidad de los hechos. El cristianismo inaugura en la literatura el más concreto de los lenguajes, el más realista de los estilos. Ceñido a los hechos, con pocos comentarios y ninguna fantasía. Son los gnósticos los que hacen filigranas sobre la ambigüedad, los que consideran sus significados secretos, escondidos. Los hechos que relata el Evangelio son hechos, y a aquellos hechos los primeros cristianos se pegaron con pasión, como a sucesos de los que tenían experiencia, que podían juzgar confrontándolos con el propio corazón y con lo que sentían como justo, bello y verdadero. Había un Hombre, y ese Hombre daba al corazón el sentido de todo. Era evidente incluso, y sobre todo, para los niños. No eran tiempos fáciles, tampoco entonces, sobre todo entonces. Pero aquella experiencia se dilató rápidamente a otras experiencias, venciendo la resistencia de los que querían reducirla a mito, abstracción, arquetipo de sabiduría gnóstico y maniqueo.
Contra la abstracción
En el fondo es la misma violencia a la que asistimos hoy en día; la raíz es la misma: la abstracción. Cuando las Brigadas Rojas asesinaron a Tarantelli, su mujer dijo algo precioso: «Quiero hablar de mi marido para que el que ha disparado se dé cuenta de que ha disparado a un hombre, a sus afectos, a su amor, a su carne y a su concreción». «Nosotros no disparábamos a un hombre, sino a un símbolo», decía entonces uno de los dirigentes terroristas, Franceschini.
Los primeros discursos de Juan Pablo II estuvieron centrados en la concreción del hombre, del cuerpo, de su realidad, en un periodo en el que las ideologías habían eliminado a la persona concreta. La nueva idolatría está hecha de abstracción, de dioses no realistas, que prometen y no mantienen su promesa, y cuya experiencia es ilusoria: dinero, poder, apariencia, ideología. Pero hay algo bueno y alegre, incluso en el país más maldito.
«Las montañas estaban medio veladas por la niebla; el cielo, más que nublado, todo era una nube cenicienta; pero, en la claridad que poco a poco iba creciendo se distinguía, por el camino del fondo del valle, gente que pasaba, otra que salía de las casas, y se encaminaba, todos al mismo sitio, hacia la salida, a la derecha del castillo, todos vestidos de fiesta y con una ligereza extraordinaria.
“¿Qué diablos les pasa a ésos? ¿Qué hay de alegre en este maldito país? ¿A dónde va toda esa canalla?” Y dando una voz a un bravo de confianza que dormía en una estancia contigua, le preguntó cuál era la causa de aquella agitación. Éste, que sabía tanto como él, contestó que iría al punto a informarse. El señor quedó apoyado en la ventana, muy atento al móvil espectáculo. Eran hombres, mujeres, chiquillos, en grupos, en parejas, solos; uno, alcanzando al que iba delante, se emparejaba con él; otro, saliendo de casa, se unía al primero que encontraba; e iban juntos, como amigos a un viaje convenido. Los gestos indicaban manifiestamente una prisa y un júbilo comunes; y aquel resonar no concertado, pero simultáneo, de las distintas campanas, unas más próximas, otras menos, parecía, por así decirlo, la voz de aquellos gestos, y el suplemento de las palabras que no podían llegar hasta allá arriba. Miraba, miraba: y en su corazón crecía algo más que curiosidad por saber QUÉ ERA LO QUE PODÍA COMUNICAR UN TRANSPORTE IGUAL A TANTA GENTE DISTINTA» (A. Manzoni, Los novios, cap. XXI)
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