"Eres liberal y no lo sabes":
Un manifiesto europeo
por el progreso y la convivencia
Si tu respuesta a estas preguntas y otras semejantes es que sí… eres liberal, pero quizá todavía no lo sabes.
Con el auge de los populismos de izquierda y derecha y del nacionalismo, Europa vive un momento peligroso. Estas reacciones extremas han cuestionado algunos de los pilares que han permitido construir progreso y certidumbre en la Unión Europea. Pero es precisamente en estas circunstancias, y con el espaldarazo del triunfo de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen en Francia, cuando los liberales deben desplegar con más fuerza y convicción su ideario.
Un ideario político centrista y europeísta, basado en la defensa de la libertad y los derechos civiles y, por lo tanto, comprometido con la igualdad de oportunidades. Partidario del cambio y de la innovación, pero refractario a las utopías, sabedor de que las propuestas extremas suelen conllevar limitaciones de derechos y errores difíciles de reparar. Y cargado con una mezcla de optimismo, por lo que se puede alcanzar, y de humildad, porque conoce la naturaleza humana.
En este libro claro, explicativo y apasionado, la eurodiputada Beatriz Becerra articula una descripción del liberalismo inclusiva, moderna y europea. Y lo hace con un decálogo en el que muchas personas, que quizá no se identifican con las ideologías tradicionales, pueden reconocerse.
Con contribuciones de destacados líderes liberales europeos, tales como Guy Verhofstadt, Nick Clegg, Vera Jourová o Violeta Bulc, Beatriz Becerra elabora un ideario moderno, cosmopolita y realista para todos los ciudadanos de Europa en el siglo XXI.
Por tanto, para mí, ser liberal significa, en primer lugar, ser europeísta. Pero también significa creer en los derechos humanos universales; en las libertades individuales; en una economía global cuyos efectos positivos podamos disfrutar y cuyas desventajas podamos limitar; en un Estado capaz de garantizar la igualdad de oportunidades e incluso de ser un fuente de innovación; en una democracia más participativa y de más calidad; en el valor de la negociación y el consenso; en la necesidad de impulsar las reformas globales recogidas en la Agenda 2030, con la lucha contra el calentamiento global a la cabeza; y, por supuesto, en la convicción de que debemos enfrentarnos a los xenófobos en campo abierto, sin tacticismos. Si compartes estos puntos de vista, yo diría que eres liberal, lo sepas o no.
INTRODUCCIÓN
I. Yo era liberal y no lo sabía
Nunca he sido muy amiga de etiquetas: los encasillamientos me producen un rechazo natural.Tampoco me formé en ciencia política ni en sus aledaños, sino en psicología y, posteriormente, en administración y dirección de empresas. Mi carrera profesional se desarrolló en el ámbito privado, tanto en grandes empresas como por cuenta propia, un mundo en el que prima la visión práctica y ejecutiva sobre la teórica o especulativa. Quizá por eso nunca me había dado por pensar qué ideología política me podía describir mejor.
En mi vida democrática, he votado todo tipo de opciones políticas. Sin embargo, en ningún momento me planteé si debía etiquetarme ideológicamente. Es decir, nunca pensé en si «era» una cosa u otra. Yo ya era, estaba siendo, muchas cosas (sucesivamente universitaria, psicóloga, profesional de la comunicación y del marketing, contribuyente, activista, cinéfila, madre, novelista, consultora, emprendedora, viajera). Mi lista de autodefiniciones no incluía «ser» socialdemócrata, conservadora, comunista, anarquista, liberal o cualquier otra cosa. Yo votaba a quien me parecía que podía ser más útil en cada momento, al instrumento político que podía servir mejor a esos fines (libertad, igualdad, solidaridad) para mí irrenunciables.
Sentí la necesidad de implicarme activamente en política en el año 2004, tras los terribles atentados del 11 de marzo en Madrid. Aquel crimen logró dividir a la sociedad española, polarizarla de una forma temible, y produjo unas heridas públicas que tal vez no se hayan cerrado todavía. Mi impulso político, sin embargo, chocaba con la dificultad de no encontrar una opción en la que me sintiera realmente cómoda. Los dos partidos mayoritarios parecían más alejados que nunca, más empeñados en subrayar sus diferencias que en llegar a acuerdos en favor de todos los españoles. Las etiquetas se usaban como armas arrojadizas, o como tiralíneas para separar a los nuestros de los suyos. Paradójicamente, esto era compatible con el mantenimiento de inercias y estructuras que se habían quedado obsoletas, en lo relativo a la calidad delas instituciones o la relación con el nacionalismo, por citar sólo dos aspectos.
En 2007, surgió Unión Progreso y Democracia (UPyD). Su historia es de sobra conocida: impulsado por Fernando Savater, Rosa Díez y algunos más de quienes crearon años antes la plataforma ¡Basta ya! contra ETA y el nacionalismo obligatorio, se concibió como un proyecto que pretendía, por una parte, superar la polarización y el sectarismo de aquel momento y, por otra, promover las reformas soslayadas durante tanto tiempo. Con una visión laica, radicalmente igualitaria y progresista de España, UPyD se definía como transversal, y en verdad lo era: entre sus dirigentes, cuadros y militantes de base, había quienes se definían como liberales o socialdemócratas, y quienes, como yo, no tenían interés en aplicarse categoría alguna. Muchos que nos sentíamos huérfanos de representación nos vimos inmediatamente atraídos por este partido, que en sólo unos pocos meses de vida logró un valioso escaño en el Congreso de los Diputados tras las elecciones de marzo de 2008. Me afilié y me integré en una organización incipiente, con escasos medios y enorme entusiasmo, en la que casi todo se hacía a base de buena voluntad, a falta de otros recursos. Me incorporé a la dirección y fui testigo y participante en los debates que sirvieron para convertir el magnífico Manifiesto Fundacional del partido en un proyecto político completo capaz de dar respuesta a las necesidades de nuestro país y a las reclamaciones dela sociedad.
Estos debates podían ser encendidos, pero no eran en ningún caso dogmáticos. Se analizaban los problemas con los datos disponibles y se buscaba la mejor forma de resolverlos. Aquello fue cristalizando en iniciativas parlamentarias y, con la participación de todos los afiliados, en un cuerpo de propuestas y planteamientos políticos que se convirtieron en la propia esencia de UPyD. No de todos los afiliados, en un cuerpo de propuestas y planteamientos políticos que se convirtieron en la propia esencia de UPyD. No estábamos allí para reivindicar ninguna cosmovisión, ninguna ideología de las que creen que pueden reducir el mundo social a unas pocas leyes básicas que lo explican todo. Con independencia de que estuviera más o menos de acuerdo con cada propuesta que lanzaba el partido, yo me sentía absolutamente cómoda con esta forma de trabajar y de pensar. Después, a UPyD no le fue bien, como también es de sobra conocido. Tras el fracaso en las autonómicas, municipalesy, posteriormente, en las generales de 2015, los fundadores abandonaron el partido, y así lo hice yo también unos meses después, tras concluir que, para defender mejor el proyecto de UPyD en el Parlamento Europeo (para el que fui elegida en 2014), debía hacerlo como independiente. Pero esta es otra historia y otro libro. Lo que me interesa destacar es que, para mí, la reflexión política se produce desde unos principios básicos ámpliamente compartidos y mediante una aproximación práctica, realista, apoyada en datos y sin rechazar ninguna idea por el mero hecho de que no venga del lado de «los míos».
Los principios a los que me refería podrían resumirse en la versión actualizada del lema revolucionario: libertad, igualdad y solidaridad. Sin embargo, cierta tradición política surgida de la Revolución francesa no confía en el individuo y considera que debe ser tutelado, dirigido y abastecido por el Estado. El enfoque «revolucionario», que considera que debe construirse un orden nuevo desde arriba, destruyendo instituciones y dando poder ilimitado a los expertos gubernamentales para «ajustar la sociedad», ha proporcionado durante siglos argumentos para ideologías opresivas y regímenes totalitarios. Ideologías y regímenes, por cierto, objetivamente fracasados para proporcionar prosperidad, pero muy eficaces para oprimir y restringir libertades. Lo hemos visto (y lo seguimos viendo) en Europa y en Latinoamérica en demasiadas ocasiones. Yo creo en el individuo como motor de la historia y del progreso, con el papel del Estado restringido a la famosa frase de Keynes: no se trata de que haga lo mismo que el mercado ya hace un poco mejor o peor, sino de que se encargue de lo que no hace en absoluto. Para mí, esta máxima acota bien el principio liberal de mínima intervención del Estado. Se trata, por tanto, de elegir el eje en torno al que gira la sociedad: el individuo o el Estado. Es una decisión, una cuestión de confianza sobre cuál es la clave del progreso y la prosperidad. Y la respuesta siempre se va a basar en un argumento profundamente filosófico, ontológico si quieren: el individuo-adulto, que es igual, libre y responsable, o el individuo-niño, que es incapaz y debe ser tutorizado.
Pero sé de sobra que estos principios son tan amplios que mucha gente podría estar de acuerdo con ellos y discrepar después cada vez que se trate de descender a cuestiones concretas. Para mí, pensar así no significaba estrictamente ser liberal. Muchas personas valiosas a las que he conocido y que pueden compartir esta visión del mundo se definen como socialdemócratas o directamente socialistas. ¿Por qué, entonces, he llegado a verme como liberal, a definirme como tal, a aceptar por fin esta definición? Se debe, en realidad, a motivos hasta cierto punto azarosos, lo que no quiere decir que carezcan de significado. Las circunstancias políticas y orgánicas me llevaron, tras entrar en el Parlamento Europeo, al Grupo de la Alianza de Demócratas y Liberales por Europa (ALDE), al que, para simplificar suelen referirse los medios como «los liberales». Y aunque, una vez más, se trata de un grupo heterogéneo, con diferentes puntos de vista y aproximaciones, el liberalismo y su creencia en el individuo nos une a casi todos por encima de las discrepancias concretas.
Por otra parte, ha habido otras circunstancias específicas que me han llevado a adoptar la categoría de liberal. Desde la Eurocámara he asistido a algunos fenómenos que han sacudido la vida política española, europea y mundial. Resumidamente, se trata de la arremetida del populismo en diferentes versiones, cuyos mayores éxitos (dolorosos y de graves consecuencias) han sido el brexit y la victoria de Trump. Salvamos la situación en Francia con la gran victoria de Emmanuel Macron sobre Maline Le Pen, y lo mismo ocurrió en los Países Bajos y en Alemania. La situación es mucho peor en Polonia, Hungría y otros países del grupo de Visegrado. En Cataluña, el nacionalismo populista ha llevado a cabo un intento de secesión ilegal que ha obligado al Estado a hacer una de esas cosas que el mercado nunca haría: salvar la democracia y los derechos del conjunto de todos los españoles sobre su país.
Esta arremetida populista, que no ha terminado, ha puesto en cuestión elementos que muchos dábamos por supuestos: la Unión Europea, la unidad de España, el libre comercio, la igualdad ante la ley, la separación de poderes, el Estado de derecho e incluso el progreso material y social. Ha creado una sensación de crisis integral de la democracia y nos ha obligado incluso a recuperar su viejo apellido: democracia liberal. Nos ha hecho conscientes de la necesidad de defender lo conseguido, al mismo tiempo que trabajamos por avanzar más allá. En efecto, nos ha hecho volver a lo esencial, preguntarnos por la naturaleza de nuestro sistema político para encontrar de nuevo sus raíces liberales, su empeño en crear un marco de seguridad jurídica, un mecanismo de frenos y controles que protege al individuo de otros individuos o de los abusos del poder, a las minorías de las mayorías. Un sistema que hace posible, por tanto, la convivencia. Y es que ésta es la cuestión: que hemos dado por hecha la convivencia, cuando no hace tanto Europa era una ruina humeante tras la guerra más devastadora de la historia.
Presenciar estos fenómenos y poder actuar contra ellos desde el grupo liberal del Parlamento Europeo me ha hecho consciente de que, para mí, la convivencia de los diferentes es el primer objetivo de la política, porque sin él nada es posible. Me ha convencido de que el liberalismo es el que puede hacernos recuperar esta convivencia y dar un nuevo impulso al progreso de Europa. Será la aproximación individual lo que nos permita derrotar al populismo y al nacionalismo. A falta de otra cosa, agradezco a sus líderes que me hayan mostrado que yo era liberal y no lo sabía.
Al fin y al cabo, ¿qué es ser liberal? De verdad, sin añadidos ni oportunismos ideológicos. En esencia, ser liberal no es un sello político, es una manera de ver la vida, basada en el ejercicio de tu libertad de elección como adulto, a la vez que asumes tu propia responsabilidad individual. Como progresista o conservador, son adjetivos (calificativos) que devienen sustantivos. Como cuando en publicidad hablamos de creativos y ejecutivos. En realidad, todo es cuestión de la proporción de los ingredientes en el cóctel, todos tenemos un poco de cada... menos los nacionalistas, los totalitarios y los populistas, que son de entrada única. En la agenda liberal, las políticas sociales y las económicas son inseparables, y tan importantes unas como otras. El liberalismo se reveló para mí como el mejor marco conceptual y la más pragmática caja de herramientas procedimental para acabar con la pobreza y la desigualdad, porque fortalecía la responsabilidad y la decisión individual, desde la garantía de libertad e igualdad de oportunidades. El liberalismo del siglo XXI daba respuesta a mis preguntas sobre la libertad, los derechos individuales, la igualdad, el progreso, la prosperidad y la construcción de un espacio plural de convivencia. Y no era una aspiración, un deseo o una utopía: ya estaba en marcha en Europa.
II. La libertad envilecida
La palabra «libertad», origen y sentido del liberalismo, está rebajada. Tanto que se la han quedado a precio de saldo los más indigentes y reaccionarios líderes políticos y sociales europeos. Marine Le Pen no dejó de hablar de «liberté» durante toda la campaña electoral francesa de 2017. Tampoco al holandés Geert Wilders, cuya formación se llama, precisamente, Partido de la Libertad. El brexit se alcanzó al grito de libertad, además de en medio del mayor vertido de mentiras jamás visto hasta que llegó el intento secesionista catalán. Ellos, los secesionistas, ansían tanto la libertad que olvidan la de los demás. Su derecho a decidir era en realidad su derecho a que no decidiéramos todos. Cuando piden «libertad para los presos políticos», en una democracia avanzada como España, donde tal cosa no puede existir, esobvio que donde dicen «libertad» deberían decir «impunidad».
Lo más paradójico es que las primeras medidas que prometen los nacionalistas y populistas son golpes contra la libertad. Quieren recuperar las fronteras nacionales, limitando así la libertad de movimiento que trajo consigo la construcción europea. Wilders quería prohibir el Corán, reduciendo la libertad religiosa. Theresa May, primera ministra del Reino Unido, amenazaba con retirar derechos y libertades a los europeos residentes en su país antes de que la realidad de la negociación la pusiera en su sitio. Puigdemont, Junqueras y los demás, anularon la libertad y los derechos de los diputados de la oposición en el Parlamento autonómico para poder aprobar sus ilegales leyes golpistas.
¿Qué ha pasado? ¿cómo se ha devaluado tanto la palabra que encabeza el lema de la Revolución francesa? ¿cómo es posible que ahora sea malversada por los nuevos (y no tan nuevos) autoritarios? Antaño, la extrema derecha defendía el orden, la jerarquía, la tradición, pero no la libertad, algo que rechazaban. Un día, comenzó a advertir que no había que confundir la libertad con el libertinaje:a ellos no les gustaba ni la primera ni el segundo, pero ya estaban transigiendo, o eso creíamos. El hecho de que ahora los reaccionarios se erijan en libertadores no los convierte en progresistas, sino que muestra su rearme. A falta de ideas nuevas, han encontrado fórmulas para que cuelen las viejas que ya fracasaron.
Hoy día, una moneda se devalúa cuando hay demasiada en circulación. ¿Es esto lo que ha ocurrido con la palabra «libertad»? ¿La hemos usado tanto que ya no significa nada? Yo diría que no. De hecho, la izquierda ha dejado prácticamente de usarla. El mantra socialdemócrata de las últimas décadas ha sido la igualdad. Podemos o Izquierda Unida en España y Syriza en Grecia prefirieron en su momento hablar de soberanía para pedir, en el fondo, lo mismo que sus gemelos populistas de derechas: el fin de la Unión Europea tal y como la conocemos.
No, yo más bien tiendo a pensar que la libertad se ha devaluado por envilecimiento, el método por el que los soberanos adulteraban las monedas mezclando los metales preciosos con otros de menos valor. Creo que hemos envilecido la idea de libertad limitándola, en los últimos tiempos, a la fiscalidad y al consumo. Para un cierto liberalismo, la libertad se limita a pagar menos impuestos para hacer lo que queramos con nuestro dinero. Muchos de estos autodenominados liberales defienden posiciones muy conservadoras en materia de igualdad efectiva de derechos, desde los relacionados con la salud sexual y reproductiva como los que tienen que ver con la brecha salarial entre hombres y mujeres o con el matrimonio entre personas del mismo sexo. Esta idea de libertad, tan pedestre que ignora la desigualdad de oportunidades, resulta, a mi juicio, casi banal.
Aunque, sin duda, la peor parte del envilecimiento ha consistido en privar a la libertad de su metal más valioso: la responsabilidad. Cuando esto se ha producido, es cuando se han subido al carro los populistas. La libertad que ellos prometen no tiene coste, es un tesoro encontrado o (según su relato) recuperado de quienes lo robaron. Una vez devuelta al pueblo, éste verá colmadas sus ansias y todos sus problemas quedarán resueltos. Naturalmente, esto no es libertad, sino ingenua omnipotencia: la aspiración de cualquier niño. Si educar es, principalmente, enseñar la responsabilidad (hacerse cargo de las consecuencias de los propios actos), el populismo aspira a gobernar sobre un pueblo-niño. Es decir: un pueblo-esclavo.
Dicho de otro modo, la moneda de la libertad ha perdido tanto valor que se ha transformado en una falsa moneda. Una farsa monea populista igualita que la que cantaba Imperio Argentina: «que de mano en mano va y ninguno se la quea». Que circula de mano en mano engañando a muchos de los que la contemplan. De lo que se trata ahora es de poner en circulación otra que sí aporte riqueza política. La libertad tiene que ser una aspiración vibrante, elevada. Pero no tiene que ser una promesa de omnipotencia, sino un compromiso de responsabilidad. Tiene que ampliar nuestras posibilidades y hacernos más conscientes de nuestros deberes.
Debemos empezar por lo obvio: quien quiere levantar fronteras y muros, quien desea imponer aranceles y restringir los movimientos dentro de Europa, no favorece la libertad: la reduce. Continuemos por lo que es menos obvio: ampliar la comunidad política, trasladar competencias de un ministerio a la Comisión Europea, no nos hace menos libres, al contrario. Europa tiene una capacidad y un potencial de influencia de los que carecen los Estados miembros. La Unión Europea está en mejor disposición para afrontar los desafíos actuales y los futuros, y, por tanto, para ampliar la libertad de sus ciudadanos, al tiempo que los responsabiliza de las decisiones que se tomen.
Yo creo que los liberales tenemos mucho que decir. En realidad, somos los que más, por definición y por obligación. No deberíamos dejar que se nos cayera la libertad de la boca ni de nuestros actos ni un minuto. Por supuesto, los liberales seguiremos rechazando las trabas burocráticas y la intervención excesiva del Estado en los asuntos privados. Por supuesto, seguiremos defendiendo sin cuartel las libertades civiles. Pero, sobre todo, nos deberemos esforzar en garantizar la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, y lograr así que las nuevas generaciones miren al futuro con optimismo. Porque, para mí, la igualdad de oportunidades es la verdadera libertad. Sólo somos verdaderamente libres cuando nos sentimos dueños de nuestras vidas. Y lo somos realmente cuando somos conscientes de nuestros deberes. Al fin y al cabo, la Unión Europea es, en esencia, un gran espacio de libertad, de libertades compartidas.
Para mí es evidente que la libertad se defiende en común. De hecho, sólo es posible en comunidad: al náufrago en una isla desierta nadie le dice lo que tiene que hacer, pero sólo es libre de subirse o no a la palmera a observar desde allí el horizonte. Por eso creo que debemos enfrentar sin complejos a los nacionalistas y populistas que quieren aislar a sus naciones del resto en nombre de la libertad. Hay que desenmascararlos por dos razones: porque mienten y porque lo hacen por interés propio. Y yo apuesto por desenmascararlos recordando una y otra vez, sin cansarnos, que es Europa la que nos ha hecho más libres, la que nos ha dado nuevos horizontes.
Combatamos con talante liberal el exceso de burocracia, pero no aceptemos la simpleza de comparar la Unión con poco menos que el imperio galáctico de Star Wars. Al contrario, Europa es la República antes de que el Lado Oscuro se hiciera con el poder.
¿Cómo van a traernos la libertad unos tipos que lo que quieren es acaparar más poder, intervenir más, silenciar a sus adversarios?
Hablemos de reformas y de propuestas, pero sin olvidar que a los humanos nos moviliza la emoción, y nada más emocionante que una buena aventura. Volvamos a explicar Europa como una aventura compartida por la libertad. La Unión es mucho más que un entramado jurídico inextricable, es un hermoso proyecto político, un faro para los que no olvidan ni un minuto el valor de la libertad, precisamente porque les falta. Europa es, somos, inspiración y referencia para muchos disidentes democráticos en dictaduras, desde América Latina hasta el Extremo Oriente.
Porque resulta que la democracia liberal, en su esencia misma, está gravemente amenazada, y ni sabíamos que lo estaba. En realidad, ni siquiera sabíamos que lo era. Liberal, me refiero. Era la democracia y punto.
III. La crisis liberal
El liberalismo que yo defiendo, el que quiero y propongo, no será nunca un club cerrado, ni un culto milenarista, ni una secta. Debe estar abierto a influencias y a personas, debe ser adaptable y flexible. De hecho, tal ha sido hasta ahora la inmensa ventaja de la democracia liberal: su capacidad para adaptarse a los cambios. Con frecuencia nos parece insuficiente, desesperamos ante la lentitud de las reformas, ante las inercias.Yo misma he sufrido esto en el Parlamento Europeo. Pero adoptemos algo de perspectiva. Cuando hablemos de democracia liberal, deberíamos hacerlo siempre de forma comparada. ¿Qué otro sistema se ha mostrado más dúctil?
¿Cuál otro ha logrado mejores resultados? Los sistemas feudales sobrevivieron muchos siglos, pero dejan do a un lado que lo hicieron en un entorno histórico muy distinto, no creo que nadie desee volver ahora al Medievo. ¿O tal vez sí?
Dicen que la democracia liberal está en crisis. Y puede que sea cierto, pero habrá que añadir que siempre lo ha estado, no como otros sistemas que gozaban de una salud envidiable hasta el minuto justo en que se vinieron abajo. Precisamente, si la democracia transmite una cierta sensación de crisis es porque permite que se debata públicamente en torno a ella, porque permite la discrepancia y el análisis, y por tanto quedan al descubierto sus debilidades, unas veces aparentes y otras no, unas veces ciertas y otras no.
Hoy tendemos a observar la posguerra europea como una historia de éxito, y desde luego lo es. Europa se levantó de sus ruinas con la ayuda del Plan Marshall, se dotó de nuevas instituciones, logró un crecimiento económico más que notable y lo hizo en paralelo con un Estado del Bienestar que, si bien ha pasado por variadas peripecias en los últimos treinta años, sigue siendo el más amplio del mundo. Cuando los populistas de hoy vuelven la vista al pasado, lo hacen con frecuencia a este período debidamente idealizado. Pero la realidad es otra.
En la segunda parte del siglo XX, los países de Europa Occidental (dejaremos aparte a España, que vivió al margen hasta la Transición, y también a Portugal y Grecia) vivieron una etapa que no puede calificarse de tranquila. No sólo había que reconstruir lo que la guerra había destruido: también había que mantenerse alerta frente al bloque comunista. La Guerra Fría terminó y ganó la democracia, así que es tentador ver lo ocurrido como inevitable. No lo era. La Unión Soviética demostró un gran vigor militar e incluso económico en la posguerra y, frente a las divisiones partidistas y conflictos de todo tipo de las sociedades abiertas, podía aparentar una unidad y una homogeneidad envidiables. Obviamente, se basaban en mentiras y en abusos totalitarios, y cada vez fueron engañando a menos gente. Pero lo cierto es que durante mucho tiempo no estuvo nada claro quién ganaría aquella guerra no declarada que tuvo en Berlín su escenario más emblemático.
Recordemos que, durante aquellos años, Francia se enfrentó al colapso de la cuarta República y a la fundación de la quinta; Alemania tuvo que digerir en diferentes fases su reciente pasado nazi; el Reino Unido tuvo que asumir su nuevo papel secundario en la escena mundial y la pérdida de su imperio, algo que también le ocurrió al resto de potencias; Italia se instaló en una inestabilidad política marcada por la corrupción que, por desgracia, no ha terminado de superar... Todos estos países y muchos otros sufrieron la aparición y fueron golpeados por grupos terroristas nacionalistas o de extrema izquierda. En los años sesenta, se produjo la mayor ruptura generacional que se haya presenciado y una transformación social sin precedentes: las mujeres y las minorías dijeron que no seguirían callando. Hoy es fácil reírse de los hechos del Mayo del 68, pero lo cierto es que en su momento muchos creyeron que estábamos ante el apocalipsis.
El libre mercado, el europeísmo, la oposición a los populismos, la libertad, la igualdad, la lucha por los derechos humanos (expresión redundante donde las haya) y una caja de Pandora llamada “valores europeos” que nadie sabe muy bien que contiene. La autora afirma que el libro es un manifiesto europeísta, a lo que habría que añadir que ese mayestático proyecto por el que apuesta fuerte tuvo sus orígenes en masones (no en liberales) como Kalergi y Retinger, cuyos sueños se han ido haciendo realidad post mortem. Veamos la parte sustancial de la introspección que pedía la eurodiputada al dar a conocer su última publicación:
– “Eres liberal si piensas que los derechos humanos son el contrato universal, la constitución global”. La Declaración de los Derechos Humanos es la heredera de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pilar fundamental de la Revolución Francesa, una revolución liberticida, criminal y genocida. Difícil precisar cuántos liberales andarán enamorados de la declaración de los derechos humanos y de su creadora esa institución siniestra e inoperante que es la ONU. Cabe recordar que dos años antes de la Declaración Universal, había sido fundada la UNESCO cuyo primer director general, un tal Julian Huxley, afirmó que no había absolutamente nada inmutable en ética, en otras palabras, que los derechos humanos podían ir cambiando: lo que hoy se considera un derecho humano mañana podía ser eliminado en favor de nuevos hallazgos éticos. ¿Realmente se pueden garantizar unas libertades mínimas sin unos derechos fundamentales imprescriptibles? Si algo han demostrado la ONU y la UE es una capacidad torticera para conculcar y manufacturar derechos.
– “Eres liberal si piensas que las libertades fundamentales son la esencia del liberalismo”. De ser así la Unión Europea no las ha respetado demasiado fundamentalmente cuando se trata de proteger las libertades de los ciudadanos de los países europeos, o la de los concebidos y no nacidos, o la de los hombres puestos en el ojo del huracán por las leyes liberticidas del feminismo. Esa Europa enamorada de la libertad ha cercenado las libertades de aquellos que no desean ser liberales, o de los que no lo son al estilo por el que suspira la eurodiputada. Que se lo digan a Víctor Orban, primer ministro húngaro, cuyo país se ha visto sancionado por no abrir la puerta de par en par a la inmigración masiva y descontrolada, es decir, el liberalismo europeísta ha consistido hasta la fecha en imponer de manera coactiva la política de inmigración a los países miembros, (además de) sobornarles con la perspectiva de género, y rescatarles de las emboscadas financieras del Nuevo Orden Mundial para convertirles en súbditos a la fuerza. Por no hablar de la progresiva confiscación sigilosa de la soberanía económica de los países, con la PAC, la moneda única, y otras políticas de dudosa eficacia. Una dulce soga al cuello con la que gestionar impostadas libertades.
– “Eres liberal si piensas que la libertad y la igualdad son los ejes de la Unión Europea y del liberalismo”. Jamás el liberalismo fue eje de ninguna igualdad sino una fuente de desigualdad inagotable. Ilustres intelectuales liberales como Alexis de Tocqueville (aunque velaban por la conciliación entre libertad e igualdad en democracia) se quejaban abiertamente del “igualitarismo u obsesión por la igualdad”. Así mismo, la masonería tiene por divisa “libertad, igualdad y fraternidad”, así lo dicen algunos de sus miembros egregios, así que el perfil liberal que describe la señora Becerra como mínimo cumple con dos tercios de esa divisa. Solo le falta la fraternidad, no obstante, hay que ser muy fraterno para ayudar a los demás a saber lo que son y no son. La libertad y la igualdad son dos consignas masónicas y la tercera en discordia la fraternidad también se ha ido filtrando con esa entelequia llamada mundo global sin fronteras.
– “Eres liberal si combates el nacional populismo y lo que amenaza los valores europeos”. No estaría mal saber de una vez por todas cuáles son los valores europeos si es que hay algunos, dado que el mercado no combate el nacional populismo, sus grandes jerarcas alimentan el federal populismo troceando la soberanía nacional para incrementar su insaciable sed de beneficios. La verdadera génesis del populismo nació de la engañifa libertaria proclamada por la París totalitaria y revolucionaria, a la que a día de hoy buena parte del mundo liberal atribuye enormes bondades, por eso hay liberales que dejan de ser liberales cuando reciben críticas razonables y son menos liberales aun, cuando reciben críticas liberales. De la mano de las mentes más liberticidas del modernismo, la libertad política hace mucho que sobrepasó la categoría de populismo para alcanzar la de entelequia, de cuyo pedestal en realidad nunca bajó del todo.
– “Eres liberal si piensas que Europa es nuestro destino, es decir, la mejor y la única manera de estar en el mundo”. Muchos liberales no están de acuerdo con lo que se está haciendo en Europa al menos aquellos fieles al liberalismo clásico, al igual que muchos no liberales e iliberales. En cuanto al pensamiento occidental sobre que “Europa es la mejor y única manera de estar en el mundo”, los desdichados ciudadanos a merced de Bruselas están pagando muy caro tal ataque de soberbia. Ahí están las violaciones masivas perpetradas por inmigrantes en Suecia, las zonas "no go" en Francia y Bélgica, o las desastrosas consecuencias de zarandear Oriente Medio para implantar el edenismo democrático.
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