EL Rincón de Yanka: 📕 LIBRO "CÓMO MUEREN LAS DEMOCRACIAS" (DEMOCIDIO) (How Democracies Die) POR LOS POPULISMOS SALVADORES DE LA INDIGNACIÓN

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domingo, 7 de octubre de 2018

📕 LIBRO "CÓMO MUEREN LAS DEMOCRACIAS" (DEMOCIDIO) (How Democracies Die) POR LOS POPULISMOS SALVADORES DE LA INDIGNACIÓN


Cómo la democracia se ve trastornada 
por los populismos y qué vías hay para salvarla.
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La aparición de distintos ejemplos de populismo en diferentes partes del mundo ha hecho salir a la luz una pregunta que nadie se planteaba unos años atrás: ¿están nuestras democracias en peligro? Los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, han invertido dos décadas en el estudio de la caída de varias democracias en Europa y Latinoamérica, y creen que la respuesta a esa pregunta es que sí.
Desde la dictadura de Pinochet en Chile hasta el discreto y paulatino desgaste del sistema constitucional turco por parte de Erdogan, Levitsky y Ziblatt muestran cómo han desaparecido diversas democracias y qué podemos hacer para salvar la nuestra. Porque la democracia ya no termina con un bang (un golpe militar o una revolución), sino con un leve quejido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como son el sistema jurídico o la prensa, y la erosión global de las normas políticas tradicionales. La buena noticia es que hay opciones de salida en el camino hacia el autoritarismo y los populismos de diversa índole.
Basándose en años de investigación, los autores revelan un profundo conocimiento de cómo y por qué mueren las instituciones democráticas. Un análisis alarmante que es también una guía para reparar una democracia amenazada por el populismo.

INTRODUCCIÓN

¿Está la democracia estadounidense en peligro? Es una pregunta que jamás pensamos que nos formularíamos. Llevamos colaborando quince años, reflexionando, escribiendo y hablando a nuestros alumnos acerca de los fallos de la democracia en otros tiempos y lugares, como la muy sombría Europa de la década de 1930 o la represiva Latinoamérica de la década de 1970. Hemos invertido años investigando las nuevas formas de autoritarismo que están emergiendo en el planeta. Para nosotros, estudiar cómo mueren las democracias ha sido una obsesión profesional. Pero ahora nos encontramos poniendo el foco en nuestro propio país. En el transcurso de los dos últimos años hemos visto a políticos decir y hacer cosas sin precedentes en Estados Unidos, cosas que, sin embargo, identificamos como precursoras de crisis democráticas en otros lugares. 

Y nos asusta, como les ocurre a tantos otros estadounidenses, por más que intentemos serenarnos diciéndonos que «aquí la cosa no se puede poner tan fea». Al fin y al cabo, aunque sabemos que todas las democracias son frágiles, la nuestra ha sabido ingeniárselas para desafiar a la gravedad. La Constitución de Estados Unidos, el credo nacional sobre la libertad y la igualdad, la robusta clase media histórica del país, así como sus elevados niveles de riqueza y educación, y su amplio y diversificado sector privado deberían ser vacunas frente al tipo de quiebra democrática acontecida en otros lugares. Pero, a pesar de todo, estamos preocupados. 

Los políticos estadounidenses actuales tratan a sus adversarios como enemigos, intimidan a la prensa libre y amenazan con impugnar los resultados electorales. Intentan debilitar las defensas institucionales de la democracia, incluidos los tribunales, los servicios de inteligencia y las oficinas de ética. Los estados norteamericanos, que en su día fueron ensalzados por el gran jurista Louis Brandeis como «laboratorios de democracia», corren el riesgo de convertirse en laboratorios de autoritarismo mientras quienes ostentan el poder reescriben las reglas electorales, redibujan las circunscripciones electorales e incluso derogan derechos al voto para asegurarse la victoria. Y, en 2016, por primera vez en la historia de Estados Unidos, un hombre sin experiencia alguna en la función pública, con escaso compromiso apreciable con los derechos constitucionales y tendencias autoritarias evidentes fue elegido presidente. 

¿Qué significa todo esto? ¿Estamos ante el declive y desmoronamiento de una de las democracias más antiguas y consagradas del mundo? A mediodía del 11 de septiembre de 1973, tras meses de una tensión creciente en las calles de Santiago de Chile, aviones a reacción Hawker Hunter de fabricación británica se abatieron sobre La Moneda, el palacio presidencial neoclásico situado en el centro de la ciudad, y lo bombardearon. Bajo una lluvia de bombas, La Moneda fue pasto de las llamas. El presidente Salvador Allende, elegido tres años antes como líder de una coalición de izquierdas, se había hecho fuerte en el interior de aquel palacio. 

Durante su mandato, Chile se había visto sacudido por el malestar social, la crisis económica y la parálisis política. Allende había declarado que no abandonaría su puesto hasta concluir su trabajo, pero había llegado el momento de la verdad. Encabezadas por el general Augusto Pinochet, las Fuerzas Armadas de Chile se estaban haciendo con el control del país. A primera hora de aquel funesto día, Allende pronunció un discurso desafiante a través de una emisora radiofónica nacional con la esperanza de que sus muchos partidarios tomaran las calles en defensa de la democracia. Pero la resistencia no se materializó. La policía militar que protegía el palacio lo había abandonado y, por toda respuesta, su discurso radiofónico encontró el silencio. Al cabo de pocas horas, el presidente Allende había muerto, y, con él, la democracia chilena. Así es como solemos creer que mueren las democracias: a manos de hombres armados. 

Durante la Guerra Fría, golpes de Estado provocaron el colapso de tres de cada cuatro democracias caídas. Las democracias de Argentina, Brasil, República Dominicana, Ghana, Grecia, Guatemala, Nigeria, Pakistán, Perú, Tailandia, Turquía y Uruguay perecieron de este modo. Y en el pasado más reciente, golpes de Estado militares derrocaron al presidente egipcio Mohamed Morsi en 2013 y a la primera ministra tailandesa Yingluck Shinawatra en 2014. En todos estos casos, la democracia se disolvió de un modo espectacular, mediante la coacción y el poder militar. Sin embargo, existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un modo menos dramático pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder. Algunos de esos dirigentes desmantelan la democracia a toda prisa, como hizo Hitler en la estela del incendio del Reichstag en 1933 en Alemania. Pero, más a menudo, las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables.

En Venezuela, por ejemplo, Hugo Chávez era un político marginal que clamó contra lo que describía como una élite gobernante corrupta y prometió construir una democracia más «auténtica» que aprovechara la inmensa riqueza petrolífera del país para mejorar la vida de los pobres. Empatizando hábilmente con la ira de los venezolanos de a pie, muchos de los cuales se sentían ignorados o maltratados por los partidos políticos establecidos, Chávez fue elegido presidente en 1998. En palabras de una lugareña del estado natal de Chávez, Barinas, la noche electoral: «La democracia está infectada y Chávez es el único antibiótico que tenemos». 

Cuando Chávez puso en marcha la revolución que había prometido, lo hizo democráticamente. En 1999 celebró unas elecciones libres a una nueva Asamblea Constituyente en las que sus aliados se impusieron por una mayoría aplastante. Ello permitió a los chavistas redactar por sí solos una nueva Constitución. Pero era una Constitución democrática y, para reforzar su legitimidad, se celebraron unos nuevos comicios presidenciales y legislativos en 2000. Y Chávez y sus aliados volvieron a imponerse. El populismo de Chávez suscitó una intensa oposición y, en abril de 2002, fue depuesto brevemente por el Ejército. Pero el golpe militar fracasó y permitió que un Chávez triunfante reclamara para sí una mayor legitimidad democrática. Chávez dio sus primeros pasos claros hacia el autoritarismo en 2003. 

Ante un apoyo público que se desvanecía, paralizó un referéndum organizado por la oposición que lo habría destituido y lo pospuso hasta el año siguiente, cuando los precios del petróleo, que se hallaban por las nubes, le brindaron un respaldo suficiente para resultar vencedor. En 2004, el Gobierno elaboró una lista negra con los nombres de quienes habían firmado la petición de destitución y llenó el Tribunal Supremo de letrados afines, pero la reelección arrolladora de Chávez en 2006 le permitió mantener una fachada democrática. 

El régimen chavista se volvió más represivo después de 2006, cuando clausuró un importante canal de televisión; arrestó o exilió a políticos de la oposición, a jueces y a figuras mediáticas bajo cargos dudosos; y eliminó los términos del mandato presidencial para que Chávez pudiera permanecer en el poder de manera indefinida. Cuando Chávez, afectado por un cáncer terminal, fue reelegido en 2012, se celebraron en efecto unas elecciones libres, pero no justas. El chavismo controlaba gran parte de los medios de comunicación y desplegó la inmensa maquinaria gubernamental en su favor. Tras el deceso de Chávez un año más tarde, su sucesor, Nicolás Maduro, se impuso en otra reelección cuestionable y, en 2014, su Gobierno encarceló a un destacado líder de la oposición. Aun así, la abrumadora victoria de la oposición en las elecciones legislativas de 2015 parecía desmentir las críticas de que Venezuela había dejado de ser una democracia. Hubo que aguardar a que una nueva Asamblea Constituyente monopartidista usurpara el poder al Congreso en 2017, casi dos décadas después de que Chávez ascendiera por primera vez a la presidencia, para que Venezuela pasara a reconocerse ampliamente como una autocracia. 

Así es como mueren las democracias hoy en día. Las dictaduras flagrantes, en forma de fascismo, comunismo y gobierno militar, prácticamente han desaparecido del panorama. Los golpes militares y otras usurpaciones del poder por medios violentos son poco frecuentes. En la mayoría de los países se celebran elecciones con regularidad. Y aunque las democracias siguen fracasando, lo hacen de otras formas. Desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales y soldados, sino los propios gobiernos electos.

Como Chávez en Venezuela, dirigentes elegidos por la población han subvertido las instituciones democráticas en Georgia, Hungría, Nicaragua, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas. La senda electoral hacia la desarticulación es peligrosamente engañosa. Con un golpe de Estado clásico, como en el Chile de Pinochet, la muerte de la democracia es inmediata y resulta evidente para todo el mundo. El palacio presidencial arde en llamas. El presidente es asesinado, encarcelado o desterrado al exilio. La Constitución se suspende o descarta. Por la vía electoral, en cambio, no ocurre nada de esto. No hay tanques en las calles. La Constitución y otras instituciones nominalmente democráticas continúan vigentes. 

La población sigue votando. Los autócratas electos mantienen una apariencia de democracia, a la que van destripando hasta despojarla de contenido. Muchas medidas gubernamentales que subvierten la democracia son «legales», en el sentido de que las aprueban bien la asamblea legislativa o bien los tribunales. Es posible que incluso se vendan a la población como medidas para «mejorar» la democracia: para reforzar la eficacia del poder judicial, combatir la corrupción o incluso sanear el proceso electoral. Se sigue publicando prensa, si bien ésta está sobornada y al servicio del poder, o bien tan sometida a presión que practica la autocensura. Los ciudadanos continúan criticando al Gobierno, pero a menudo se encuentran lidiando con impuestos u otros problemas legales. Y todo ello siembra la confusión pública. 

La población no cae inmediatamente en la cuenta de lo que está sucediendo. Muchas personas continúan creyendo que viven en una democracia.  En 2011, una encuesta del Latinobarómetro solicitaba a los venezolanos que calificaran su propio país del 1 («nada democrático») al 10 («completamente democrático») y el 51 por ciento de los encuestados le asignaron una puntuación de 8 o superior. Dado que no existe un único momento (no hay golpe de Estado, ni declaración de ley marcial ni suspensión de la Constitución) en el que el régimen «cruce claramente la línea» y se convierta en una dictadura, nada hace sonar las alarmas entre la población. Quienes denuncian los abusos del Gobierno pueden ser descalificados como exagerados o alarmistas. Para muchas personas, la erosión de la democracia es casi imperceptible. 

¿En qué medida la democracia estadounidense es vulnerable a este tipo de retroceso? Ciertamente, la democracia de Estados Unidos se asienta sobre cimientos más robustos que las de Venezuela, Turquía o Hungría. Pero ¿son realmente tan robustos? Responder a tal interrogante obliga a tomar distancia con respecto a los titulares diarios y a desoír las alertas de la prensa para ampliar la perspectiva, así como a inferir lecciones de las experiencias de otras democracias del planeta a lo largo de la historia. Estudiar otras democracias en crisis nos permite entender mejor los desafíos que afronta nuestra propia democracia. 

A título de ejemplo, basándonos en las experiencias históricas de otros países, hemos ideado una prueba decisiva que ayuda a identificar qué personas podrían convertirse en autócratas en caso de ascender al poder. Podemos extraer lecciones de los errores en que incurrieron dirigentes democráticos pasados al abrir la puerta a dictadores en potencia y de los métodos que otras democracias han aplicado para mantener a los extremistas alejados del poder. El enfoque comparativo revela asimismo cómo autócratas electos de distintas partes del mundo emplean estrategias asombrosamente similares para subvertir las instituciones democráticas. A medida que tales patrones devienen visibles, los pasos hacia la desarticulación se vuelven menos ambiguos y, por ende, más fáciles de combatir. Conocer cómo la ciudadanía de otras democracias ha logrado resistir ante autócratas electos o por qué tuvieron la tragedia de no saber hacerlo también es esencial para quienes pretenden defender la democracia estadounidense en la actualidad.

Es bien sabido que de vez en cuando emergen demagogos extremistas en todas las sociedades, incluso en las democracias saludables. Estados Unidos ha tenido su cuota, incluidos entre ellos Henry Ford, Huey Long, Joseph McCarthy y George Wallace. Una prueba esencial para las democracias no es si afloran o no tales figuras, sino si la élite política y, sobre todo, los partidos políticos se esfuerzan por impedirles llegar al poder, manteniéndolos alejados de los puestos principales, negándose a aprobarlos o a alinearse con ellos y, en caso necesario, haciendo causa común con la oposición en apoyo a candidatos democráticos. Aislar a los extremistas populistas exige valentía política. Pero cuando el temor, el oportunismo o un error de cálculo conducen a los partidos establecidos a incorporar a extremistas en el sistema general, la democracia se pone en peligro. Una vez una persona potencialmente autoritaria llega al poder, las democracias afrontan una segunda prueba decisiva: 
¿subvertirá el dirigente autocrático las instituciones democráticas o servirán éstas para contenerlo? Las instituciones por sí solas no bastan para poner freno a los autócratas electos. Hay que defender la Constitución, y esa defensa no sólo deben realizarla los partidos políticos y la ciudadanía organizada, sino que también debe hacerse mediante normas democráticas. Sin unas normas sólidas, los mecanismos de control y equilibrio no funcionan como los baluartes de la democracia que suponemos que son. 

Las instituciones se convierten en armas políticas, esgrimidas enérgicamente por quienes las controlan en contra de quienes no lo hacen. Y así es como los autócratas electos subvierten la democracia, llenando de personas afines e «instrumentalizando» los tribunales y otros organismos neutrales, sobornando a los medios de comunicación y al sector privado (u hostigándolos a guardar silencio) y reescribiendo las reglas de la política para inclinar el terreno de juego en contra del adversario. La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla.

Estados Unidos suspendió la primera prueba en noviembre de 2016, cuando eligió un presidente con un dudoso compromiso con las reglas democráticas. La victoria por sorpresa de Donald Trump no sólo se debió a la desafección pública, sino también al fracaso del Partido Republicano en impedir que un demagogo extremista de entre sus filas fuera elegido candidato a la presidencia.

¿Estamos ante una amenaza seria? Muchos observadores se consuelan con la Constitución, que se redactó precisamente para coartar y contener a demagogos como Donald Trump. El sistema de Madison de mecanismos de equilibrio y control ha resistido durante más de dos siglos. Sobrevivió a la guerra de Secesión, a la Gran Depresión, a la Guerra Fría y al escándalo Watergate. Y, por consiguiente, seguramente también logrará sobrevivir a Trump. Pero nosotros no lo tenemos tan claro. Históricamente, el sistema de mecanismos de control y equilibrio ha funcionado bastante bien, aunque no, o no exclusivamente, gracias al sistema constitucional concebido por los fundadores. Las democracias funcionan mejor y sobreviven durante más tiempo cuando las constituciones se apuntalan con normas democráticas no escritas. 

Dos normas básicas han reforzado los mecanismos de control y equilibrio en Estados Unidos de modos que la ciudadanía ha acabado por dar por supuestos: la tolerancia mutua, o el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos, y la contención, o la idea de que los políticos deben moderarse a la hora de desplegar sus prerrogativas institucionales. Estas dos normas sustentaron la democracia estadounidense durante gran parte del siglo XX. Los líderes de los dos grandes partidos aceptaban su legitimidad mutua y se resistían a la tentación de usar su control temporal de las instituciones en el máximo beneficio de su formación. 

Las normas de tolerancia y contención funcionaban como los guardarraíles de la democracia estadounidense y permitían evitar la lucha partidista a muerte que ha destruido democracias en otras regiones del mundo, incluida la Europa de la década de 1930 y la Sudamérica de las décadas de 1960 y 1970. No obstante, en la actualidad, dichos guardarraíles de la democracia estadounidense se están debilitando. La erosión de las normas democráticas en el país dio comienzo en las décadas de 1980 y 1990 y se aceleró en la de 2000. 

Para cuando Barack Obama llegó a la presidencia, muchos republicanos, en concreto, ponían en tela de juicio la legitimidad de sus rivales demócratas y habían abandonado la contención como estrategia para ganar por cualquier medio necesario. Y aunque tal vez Donald Trump haya precipitado este proceso, no fue su iniciador. Los desafíos que afronta la democracia estadounidense son mucho más profundos. La debilidad de nuestras normas democráticas arraiga en una polarización partidista extrema, una polarización que sobrepasa las diferencias políticas y entronca con un conflicto existencial racial y cultural. Los esfuerzos realizados en Estados Unidos por conseguir la igualdad racial en una sociedad cada vez más diversa han alimentado una reacción insidiosa e intensificado la polarización de la población.  

Y si algo claro se infiere del estudio de las quiebras democráticas en el transcurso de la historia es que la polarización extrema puede acabar con la democracia. Existen, por consiguiente, motivos para la alarma. Los estadounidenses no sólo eligieron a un demagogo en 2016, sino que lo hicieron en un momento en el que las normas que en el pasado protegían nuestra democracia empezaban a soltar amarras. No obstante, si bien las experiencias de otros países nos enseñan que la polarización puede acabar con la democracia, también nos indican que tal descompostura no es ni inevitable ni irreversible. A partir de las lecciones aprendidas de otras democracias en crisis, este libro apunta qué estrategias debería y no debería adoptar la ciudadanía estadounidense para defender su democracia. 

A muchos estadounidenses les asusta lo que está sucediendo en su país, y con razón. Sin embargo, proteger la democracia exige algo más que temor o indignación. Debemos ser a un tiempo humildes y osados. Debemos aprender de otros países a detectar las señales de alerta y a identificar las falsas alarmas. Debemos ser conscientes de los fatídicos pasos en falso que han hecho naufragar otras democracias. Y debemos apreciar cómo la ciudadanía se ha alzado para afrontar las grandes crisis democráticas del pasado y ha superado sus propias divisiones profundamente arraigadas para evitar la quiebra de la democracia. La historia no se repite, pero rima. La promesa de la historia, y la esperanza de este libro, es que sepamos detectar las rimas antes de que sea demasiado tarde.

ALIANZAS FATÍDICAS 
Un caballo decidió vengarse de cierto venado que lo había ofendido y emprendió la persecución de su enemigo. Pronto se dio cuenta de que solo no podría alcanzarlo y, entonces, pidió ayuda a un cazador. El cazador accedió, pero le dijo: «Si deseas dar caza al ciervo debes permitirme colocarte este hierro entre las mandíbulas, para poderte guiar con estas riendas, y dejar que te coloque esta silla sobre el lomo para poderte cabalgar estable mientras perseguimos al enemigo». El caballo accedió a las condiciones y el cazador se apresuró a ensillarlo y embridarlo. Luego, con la ayuda del cazador, el caballo no tardó en vencer al ciervo. Entonces le dijo al cazador: «Ahora apéate de mí y quítame esos arreos del hocico y el lomo». «No tan rápido, amigo —respondió el cazador—. Ahora te tengo tomado por la brida y las espuelas y prefiero quedarme contigo como regalo.»
«El caballo, el ciervo y el cazador», 
Fábulas de Esopo 
El 30 de octubre de 1922, Benito Mussolini llegó a Roma a las 10:55 a bordo de un coche cama procedente de Milán en el que había pernoctado. El rey italiano lo había invitado a la capital para jurar el cargo de primer ministro del país y constituir un nuevo gabinete. Acompañado por un reducido grupo de guardias, Mussolini hizo un alto en el Hotel Savoia primero y, luego, vestido con un traje chaqueta negro, una camisa negra y un sombrero hongo también negro, se dirigió a pie triunfante hasta el palacio real del Quirinal. En Roma corrían rumores de descontento social. Bandas de fascistas, muchos de ellos con uniformes diferentes, rondaban por las calles de la ciudad. Mussolini, consciente de la fuerza del espectáculo, entró con paso decidido en el palacio residencial de suelos marmóreos del rey y lo saludó con un: «Señor, disculpe mi atuendo. Vengo del campo de batalla».

Aquello marcó el inicio de la legendaria Marcha sobre Roma de Mussolini. La imagen de masas de «camisas negras» cruzando el río Rubicón para arrebatar el poder al Gobierno liberal italiano se convirtió en el canon fascista, recreado en los días festivos nacionales y recogido en los libros de texto de las escuelas durante las décadas de 1920 y 1930. Mussolini fue una pieza clave en la construcción de la leyenda. En la última parada de tren antes de llegar a Roma aquel día se había planteado apearse del convoy para entrar en la ciudad a caballo, rodeado de su guardia. Y aunque finalmente descartó el plan, después hizo cuanto pudo por fomentar la leyenda de su ascenso al poder como, en sus propias palabras, una «revolución» y un «acto de insurrección» que había inaugurado una nueva época fascista. 

La realidad era más prosaica. El grueso de los «camisas negras» de Mussolini, la mayoría de ellos mal alimentados y desarmados, llegaron a la ciudad después de que el rey invitara a su líder a convertirse en primer ministro. Los pelotones de fascistas que rodeaban Roma representaban una amenaza, pero las maquinaciones de Mussolini para tomar las riendas del Estado no tuvieron nada de revolución. Utilizó los 35 escaños parlamentarios de su partido (de un total de 535), las divisiones entre políticos de los partidos principales, el temor al socialismo y la amenaza de violencia de los trescientos mil «camisas negras» para atraer la atención del tímido rey Víctor Manuel III, quien vio en Mussolini a una estrella política en ascenso y un instrumento para neutralizar el malestar social.

Restaurado el orden político con el nombramiento de Mussolini y el socialismo en retroceso, el mercado bursátil italiano se disparó por las nubes. Viejos estadistas de la élite liberal, como Giovanni Giolitti y Antonio Salandra, se hallaron aplaudiendo aquel giro de los acontecimientos. Veían en Mussolini a un aliado útil. Sin embargo, tal como el caballo de la fábula de Esopo, Italia no tardó en encontrarse tomada «por la brida y las espuelas». 

Versiones distintas de esta misma historia se han repetido en todo el mundo en el transcurso del último siglo. Todo un elenco de recién llegados a la política, incluidos Adolf Hitler, Getúlio Vargas en Brasil, Alberto Fujimori en Perú y Hugo Chávez en Venezuela, ascendieron al poder por la misma vía: desde dentro, a través de comicios o alianzas con figuras políticas poderosas. En todos los casos, las élites consideraron que la invitación a tomar el poder «contendría» al recién llegado, lo cual permitiría a los políticos convencionales volver a tomar el control. Pero sus planes fracasaron. Una combinación letal de ambición, temor y errores de cálculo conspiró para conducirlos a cometer el mismo error fatídico: entregar voluntariamente las llaves del poder a un autócrata en ciernes. 

¿Por qué incurrieron en tal desacierto estadistas respetados y con experiencia? Pocos ejemplos resultan más cautivadores que el ascenso de Adolf Hitler al poder en enero de 1933. Su capacidad para la insurrección violenta había quedado demostrada ya con el Putsch de la Cervecería de Múnich de 1923, un ataque nocturno por sorpresa en el que un grupo de partidarios suyos armados con pistolas se hicieron con el control de varios edificios gubernamentales y una cervecería de Múnich donde se hallaban congregados funcionarios bávaros. Su irreflexivo ataque fue contenido por las autoridades y Hitler pasó nueve meses en prisión, durante los cuales escribió su infame testamento personal, Mein Kampf (Mi lucha). A partir de entonces, Hitler se comprometió públicamente a llegar al poder por vía electoral. En un principio, su movimiento nacionalsocialista recabó escasos votos. En 1919, una coalición prodemocrática de católicos, liberales y socialdemócratas había fundado el sistema político de Weimar. Pero, a principios de 1930, con la economía alemana tambaleándose, el centroderecha cayó presa de luchas internas y la popularidad de los comunistas y los nazis fue en aumento. 

El Gobierno electo se desmoronó en marzo de 1930 en plena Gran Depresión. Con la acción gubernamental bloqueada por el estancamiento político, el presidente testaferro, el héroe de la Primera Guerra Mundial Paul von Hindenburg, aprovechó un artículo de la Constitución que confería al jefe del Estado la autoridad para nombrar a cancilleres en caso de darse la circunstancia excepcional de que el Parlamento no lograra nombrar a un Gobierno por mayoría. La función de dichos cancilleres no electos y del propio presidente no consistía sólo en gobernar, sino, además, en marginar a los radicales tanto dentro de la derecha como de la izquierda. En primer lugar, el economista del Partido de Centro Heinrich Brüning (que posteriormente huiría de Alemania y se convertiría en catedrático en Harvard) intentó sin éxito restaurar el crecimiento económico; su mandato como canciller fue breve. A continuación, el presidente Von Hindenburg designó al noble Franz von Papen, y posteriormente, con un desaliento creciente, a un íntimo amigo y rival de Von Papen, el general Kurt von Schleicher, exministro de Defensa. Sin embargo, sin mayorías parlamentarias en el Reichstag, la situación de punto muerto persistía. Los líderes, no sin motivo, temían las siguientes elecciones. 

Convencidos de que «algo tenía que acabar funcionando», un contubernio de adversarios conservadores se reunió a finales de enero de 1933 y llegó a una solución: había que colocar a la cabeza del Gobierno a un candidato independiente y popular. Lo despreciaban, pero sabían que al menos contaba con el apoyo de las masas. Y, sobre todo, creían que podían controlarlo. 

El 30 de enero de 1933, Von Papen, uno de los principales ideólogos del plan, quitó hierro a la inquietud que generaba la apuesta de convertir a Adolf Hitler en canciller de una Alemania asolada por la crisis con las siguientes palabras tranquilizadoras: «Lo tenemos de nuestro w. […] Dentro de dos meses tendremos a Hitler acogotado en un rincón». Cuesta imaginar un error de cálculo más colosal. 

Las experiencias italiana y alemana ejemplifican el tipo de «alianza fatídica» que con frecuencia eleva a figuras autoritarias al poder. En cualquier democracia, los políticos afrontarán en algún momento arduos desafíos. La crisis económica, el descontento público creciente y el declive electoral de los principales partidos políticos pueden hacer que incluso los entendidos más experimentados cometan errores de juicio. Si aparece en escena un desconocido carismático y consigue popularidad desafiando al viejo orden establecido, los políticos del poder establecido sentirán tentaciones de incorporarlo a sus filas si tienen la sensación de estar perdiendo el control. Y si alguien de dentro del sistema rompe filas para acoger al recién llegado antes de que lo hagan sus adversarios, podrá utilizar la energía y la base de éste para superar tácticamente a sus pares. En tal caso, los políticos de la clase dirigente esperan poder encauzar también al advenedizo para que apoye sus programas. 

Este tipo de pacto con el diablo suele mutar en beneficio del advenedizo, pues las alianzas otorgan a los recién llegados respetabilidad suficiente para convertirse en aspirantes legítimos al poder. En la Italia de principios de la década de 1920, el antiguo orden liberal se desmoronaba en medio de huelgas cada vez más frecuentes y de un creciente malestar social. La incapacidad de los partidos tradicionales de forjar mayorías parlamentarias sólidas llevó a la desesperación al anciano primer ministro Giovanni Giolitti, quien cumplía su quinto mandato y, desoyendo los consejos de sus asesores, convocó elecciones anticipadas en mayo de 1921. Con el objetivo de aprovechar el atractivo para las masas de los fascistas, Giolitti decidió ofrecer al movimiento arribista de Mussolini un lugar en el «bloque burgués» de su grupo electoral, integrado por nacionalistas, fascistas y liberales.7 Su estrategia fracasó y el bloque burgués obtuvo menos del 20 por ciento de los votos, tras lo cual Giolitti presentó su dimisión. Sin embargo, el lugar que Mussolini ocupaba en las listas confirió a su variopinto grupo la legitimidad necesaria para permitir su auge. 

Tales alianzas fatídicas no se circunscriben en absoluto a la Europa de entreguerras. También ayudan a explicar el ascenso de Hugo Chávez. Venezuela se vanagloriaba de ser la democracia más vetusta de Sudamérica, vigente desde 1958. Chávez, un suboficial militar que había liderado un golpe de Estado fallido y carecía de experiencia en la función pública, era un recién llegado a la política. Sin embargo, su ascenso al poder contó con el impulso definitivo de un infiltrado consumado: el expresidente Rafael Caldera, uno de los fundadores de la democracia venezolana. 

Desde hacía largo tiempo, dos partidos dominaban el panorama político venezolano: Acción Democrática, de centroizquierda, y el Partido Socialcristiano de centroderecha de Caldera (conocido como el COPEI). Ambos se habían alternado el poder de manera pacífica durante más de treinta años y, en la década de 1970, Venezuela se consideraba una democracia modélica en una región plagada por los golpes de Estado y las dictaduras. Sin embargo, durante la década de 1980, la economía nacional, dependiente del petróleo, se sumió en una depresión prolongada, una crisis que se dilató durante más de una década y prácticamente duplicó el índice de pobreza. Y como es natural, el descontento creció entre la población venezolana. Los disturbios generalizados de febrero de 1989 indicaban que los partidos establecidos se hallaban en problemas. Tres años más tarde, en febrero de 1992, un grupo de jóvenes oficiales militares se alzaron contra el presidente, Carlos Andrés Pérez. Con Hugo Chávez a la cabeza, los rebeldes se hacían llamar «bolivarianos» en honor al reverenciado héroe de la independencia Simón Bolívar. El golpe de Estado fracasó, pero Chávez, detenido, apareció en directo en televisión para instar a sus partidarios a deponer las armas (y declarar, con un colofón que acabaría por convertirse en leyenda, que la misión había fracasado «por ahora») y, al hacerlo, se convirtió en un héroe a ojos de muchos venezolanos, sobre todo de los más pobres. Tras un segundo golpe de Estado fallido en noviembre de 1992, Chávez, desde la prisión, cambió de estrategia y optó por alcanzar el poder por vía electoral. Iba a necesitar ayuda para hacerlo. 

Aunque el expresidente Caldera era un estadista avezado y bien considerado, en 1992 su carrera política se hallaba en plena decadencia. Cuatro años antes no había conseguido garantizar la candidatura a la presidencia de su partido y se lo consideraba una suerte de reliquia política. Con todo, a sus setenta y seis años de edad, el senador seguía soñando con regresar a la presidencia y detectó en el ascenso de Chávez una cuerda de salvamento. La noche del primer golpe de Estado de Chávez, el expresidente se puso en pie durante una sesión conjunta extraordinaria del Congreso y abrazó la causa de los rebeldes declarando: 
Es difícil pedirle al pueblo que se sacrifique por la libertad y la democracia cuando cree que tales libertad y democracia son incapaces de darles alimentos que comer, de evitar la subida astronómica del coste de la vida o de poner fin definitivo al terrible flagelo de la corrupción que, a ojos de todo el mundo, devora las instituciones venezolanas a cada día que pasa. 
Aquel fascinante discurso conllevó la resurrección de la carrera política de Caldera. Al conectar con el electorado antisistema de Chávez, el apoyo público al expresidente se multiplicó, cosa que le permitió llevar a cabo una exitosa campaña presidencial en 1993. 

El flirteo público de Caldera con Chávez no sólo ayudó a impulsar su resultado en las urnas, sino que, además, otorgó a Chávez una credibilidad renovada. Chávez y sus camaradas habían intentado acabar con los treinta y cuatro años de democracia de su país y, sin embargo, en lugar de denunciar a los líderes golpistas por constituir una amenaza extremista, el expresidente les manifestó su simpatía en público y, con ello, les permitió acceder a la política general. 

Caldera ayudó asimismo a abrir las puertas del palacio presidencial a Chávez al asestar un golpe mortal a los partidos venezolanos establecidos. En un asombroso giro de ciento ochenta grados, Caldera abandonó el COPEI, el partido que había fundado cerca de medio siglo antes, y presentó una candidatura independiente a la presidencia del país. Ciertamente, los partidos generales se hallaban ya en crisis, pero la partida de Caldera y la campaña antisistema subsiguiente contribuyeron a enterrarlos. El sistema de partidos se derrumbó después de que Caldera ganara los comicios de 1993 como candidato independiente, allanando el camino para futuros candidatos sorpresa. Cinco años después sería el turno de Chávez. 

Con todo, en 1993, Chávez seguía afrontando un grave problema: se hallaba encarcelado a la espera de juicio por traición. Entonces, en 1994, el presidente Caldera retiró todos los cargos en su contra. El acto final de Caldera para impulsar a Chávez consistió en, literalmente, abrirle las puertas… de la cárcel. Justo después de su liberación, un periodista preguntó a Chávez adónde se dirigía. «Al poder», respondió él. La liberación de Chávez fue un gesto popular que respondía a una promesa electoral de Caldera. Como la mayoría de las personas que integraban la élite venezolana, Caldera consideraba a Chávez una moda pasajera, alguien de quien probablemente el público general se habría olvidado para cuando se convocaran los próximos comicios. Pero, al retirar todos los cargos contra él, en lugar de permitir que Chávez fuera juzgado y luego indultarlo, Caldera lo elevó y, de la noche a la mañana, transformó al antiguo golpista en un candidato presidencial viable. El 6 de diciembre de 1998, Chávez ganó las elecciones presidenciales, derrotando con facilidad a un candidato que contaba con el apoyo del sistema. El día de la toma de posesión, Caldera, el presidente saliente, no fue capaz de tomarle el juramento al cargo, tal como dictaba la tradición. En lugar de ello, permaneció taciturno a un lado. 
A pesar de las inmensas diferencias entre ellos, Hitler, Mussolini y Chávez siguieron rutas hasta el poder que comparten similitudes asombrosas. Además de ser en los tres casos desconocidos capaces de captar la atención pública, todos ellos ascendieron al poder porque políticos de la clase dirigente pasaron por alto las señales de advertencia y o bien les entregaron el poder directamente (Hitler y Mussolini) o bien les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez). 
La abdicación de la responsabilidad política por parte de líderes establecidos suele señalar el primer paso hacia la autocracia de un país. Años después de la victoria presidencial de Chávez, Rafael Caldera habló sin tapujos de sus errores: «Nadie imaginaba que el señor Chávez tuviera ni la posibilidad más remota de convertirse en presidente». Y tan sólo un día después de que Hitler fuera proclamado canciller, un destacado conservador que lo había aupado a tal puesto admitió: «Acabo de cometer la mayor estupidez de mi vida: me he aliado con el mayor demagogo de la historia mundial». 

No todas las democracias han caído en esta trampa. Algunos países, incluidos Bélgica, Gran Bretaña, Costa Rica y Finlandia, han afrontado desafíos de demagogos pero han sido capaces de mantenerlos al margen del poder. ¿Cómo lo han logrado? Resulta tentador creer que tal supervivencia arraiga en la sabiduría colectiva del electorado. Quizá los belgas y los costarricenses sencillamente fueran más democráticos que los ciudadanos alemanes o italianos. A fin de cuentas, nos gusta creer que el destino de un Gobierno se encuentra en manos de su ciudadanía. Mientras las personas tengan valores democráticos, la democracia estará protegida. En cambio, si la ciudadanía está dispuesta a responder a llamamientos autoritarios, antes o después la democracia estará en peligro. 

Se trata de un planteamiento erróneo. Da por sentadas muchas cosas de la democracia, como el hecho de que «el pueblo» pueda moldear a su voluntad el tipo de Gobierno que posee. Cuesta encontrar indicios de un apoyo mayoritario al autoritarismo en la Alemania y la Italia de la década de 1920. Antes de que los nazis y los fascistas tomaran el poder, menos de un 2 por ciento de la población estaba afiliada a partidos y ninguna formación había logrado nada parecido a una mayoría de los votos en unas elecciones libres y justas. Más bien al contrario: mayorías electorales sólidas se opusieron a Hitler y Mussolini antes de que ambos hombres llegaran al poder con el apoyo de dirigentes políticos de dentro del sistema ciegos al peligro que entrañaban sus propias ambiciones. 

Hugo Chávez fue elegido por una mayoría de los votantes, pero nada apunta a que los venezolanos ansiasen encumbrar a un hombre fuerte. A la sazón, el apoyo público a la democracia en Venezuela era superior al que había en Chile, un país que era y sigue siendo una democracia estable. Según una encuesta de 1998 del Latinobarómetro, el 60 por ciento de los venezolanos estaban de acuerdo con la afirmación «La democracia es preferible a otra forma de gobierno», mientras que sólo el 25 por ciento aceptaba que «En ocasiones, un gobierno autoritario es mejor que democracia». En cambio, sólo el 53 por ciento de los encuestados en Chile convenía en que «La democracia es preferible a otra forma de gobierno». 

Todas las democracias albergan a demagogos en potencia y, de vez en cuando, alguno de ellos hace vibrar al público. Ahora bien, en algunas democracias, los líderes políticos prestan atención a las señales de advertencia y adoptan medidas para garantizar que las personas autoritarias permanezcan marginadas y alejadas de los centros de poder. Frente al auge de extremistas o demagogos, protagonizan un esfuerzo conjunto por aislarlos y derrotarlos. Y si bien la respuesta de las masas a los llamamientos de extremistas reviste importancia, más importante aún es que las élites políticas y, sobre todo, los partidos políticos actúen de filtro. Dicho sin rodeos, los partidos políticos son los guardianes de la democracia. 
Para poder mantener a raya a las personas autoritarias, en primer lugar hay que saber reconocerlas. Por desgracia, no existe ningún sistema de alerta anticipada infalible. Muchas personas autoritarias pueden ser identificadas fácilmente antes de llegar al poder. Su historial no deja lugar a dudas: Hitler había liderado un putsch fallido; Chávez había encabezado un alzamiento militar que concluyó en fracaso; los «camisas negras» de Mussolini perpetraban violencia paramilitar; y, en la Argentina de mediados del siglo XX, Juan Perón ayudó a dar un golpe de Estado fructífero dos años y medio antes de postularse como presidente del país. 
Ahora bien, los políticos no siempre revelan la magnitud de su autoritarismo antes de ascender al poder. Algunos se adhieren a las normas democráticas en los albores de sus carreras y las abandonan posteriormente. Piénsese, por ejemplo, en el primer ministro húngaro Viktor Orbán. Orbán y su partido, el Fidesz (la Unión Cívica Húngara), iniciaron su singladura como demócratas liberales a finales de la década de 1980 y, en su primer mandato como primer ministro, entre 1998 y 2002, Orbán gobernó democráticamente. Su vuelco autocrático tras regresar al poder en 2010 fue una auténtica sorpresa. 

¿Cómo se identifica entonces el autoritarismo en políticos que no tienen un historial antidemocrático evidente? 
Para responder a esta cuestión nos remitimos al eminente politólogo Juan Linz. Nacido en la Alemania de Weimar y criado en plena Guerra Civil española, Linz conocía bien los peligros de perder la democracia. Mientras ejercía como profesor en Yale, consagró gran parte de su carrera profesional a intentar entender cómo mueren las democracias. Muchas de las conclusiones de Linz pueden consultarse en un libro cortito pero fundamental titulado La quiebra de las democracias. Publicado en 1978, el libro recalca la función de los políticos y demuestra que su actitud puede apuntalar la democracia o hacerla tambalearse. Además, el autor esbozaba una prueba definitiva para identificar a los políticos antidemocráticos, si bien no llegó a desarrollarla del todo. 

A partir del trabajo de Linz, hemos concebido un conjunto de cuatro señales de advertencia conductuales que pueden ayudarnos a identificar a una persona autoritaria cuando la tenemos delante. Deberíamos preocuparnos en serio cuando un político: 1) rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego, 2) niega la legitimidad de sus oponentes, 3) tolera o alienta la violencia o 4) indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación. La tabla 1 indica cómo evaluar a los políticos en atención a estos cuatro factores. 

Tabla 1 
Cuatro indicadores clave 
de comportamiento autoritario


Un político que cumpla siquiera uno de estos criterios es causa de preocupación. ¿Qué tipo de candidatos suelen dar positivo en una prueba de papel tornasol para detectar el autoritarismo? Con frecuencia, los candidatos populistas externos al sistema. Los populistas suelen ser políticos antisistema, figuras que afirman representar la voz del «pueblo» y que libran una guerra contra lo que describen como una élite corrupta y conspiradora. Los populistas tienden a negar la legitimidad de los partidos establecidos, a quienes atacan tildándolos de antidemocráticos o incluso de antipatrióticos. Les dicen a los votantes que el sistema existente en realidad no es una democracia, sino que ésta ha sido secuestrada, está corrupta o manipulada por la élite. Y les prometen enterrar a esa élite y reintegrar el poder «al pueblo». Este discurso debe tomarse en serio. Cuando líderes populistas ganan las elecciones, suelen asaltar las instituciones democráticas. En Latinoamérica, por ejemplo, de los quince presidentes elegidos en Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela entre 1990 y 2012, cinco eran populistas advenedizos: Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, Lucio Gutiérrez y Rafael Correa. Y los cinco acabaron debilitando las instituciones democráticas.

Mantener a los políticos autoritarios al margen del poder es más fácil de decir que de hacer. Al fin y al cabo, se supone que en las democracias no se ilegalizan partidos ni se prohíbe a candidatos postularse a las elecciones (y nosotros no abogamos por tales medidas). La responsabilidad de cribar a las personas autoritarias y dejarlas fuera recae más bien en los partidos políticos y en sus líderes: los guardianes de la democracia. Para que ese cribado se lleve a cabo con éxito, los partidos generales deben aislar y derrotar a las fuerzas extremistas, un comportamiento que la politóloga Nancy Bermeo denomina «distanciamiento». Los partidos prodemocráticos pueden participar de dicho distanciamiento de modos diversos. En primer lugar, pueden mantener a los líderes potencialmente autoritarios fuera de las listas electorales en época de elecciones. Ello exige resistirse a la tentación de designar a dichos extremistas para cargos de relevancia incluso aunque puedan acarrearles votos.

En segundo lugar, los partidos pueden escardar de raíz a los extremistas que pueblan las bases de sus filas. Pensemos, por ejemplo, en el Partido Conservador sueco (AVF) durante el peligroso período de entreguerras. Las juventudes del AVF (una organización de activistas en edad de votar), conocidas como Organización de las Juventudes Nacionalistas Suecas, fueron volviéndose cada vez más radicales en los primeros años de la década de 1930, cuando criticaron la democracia parlamentaria y manifestaron explícitamente su apoyo a Hitler e incluso crearon un grupo de tropas de asalto uniformadas. El AVF respondió en 1933 expulsando de sus filas a esta organización. La pérdida de veinticinco mil miembros podía costarle votos en las elecciones municipales de 1934, pero su estrategia de distanciamiento socavó la influencia de las fuerzas antidemocráticas en el principal partido de centroderecha sueco.

En tercer lugar, los partidos prodemocráticos pueden eludir toda alianza con partidos y candidatos antidemocráticos. Como hemos visto en el caso de Italia y Alemania, en ocasiones los partidos prodemocráticos se sienten tentados de alinearse con extremistas de su flanco ideológico para ganar votos o, en los sistemas parlamentarios, para formar gobiernos. Sin embargo, tales alianzas pueden tener consecuencias devastadoras a largo plazo. Tal como escribió Linz, la defunción de muchas democracias puede retrotraerse a la «afinidad mayor que un partido básicamente orientado al mantenimiento del sistema muestra con los extremistas que están a su lado en el espectro político que con los partidos moderados del sistema al otro lado del extremo».

En cuarto lugar, los partidos prodemocráticos pueden adoptar medidas para aislar sistemáticamente a los extremistas, en lugar de legitimarlos. Para ello, los políticos deben evitar actos que contribuyen a «normalizar» o confieren respetabilidad pública a figuras autoritarias, como los mítines conjuntos de los conservadores alemanes con Hitler en los albores de la década de 1930 o el discurso de Caldera en el que expresaba su simpatía por Chávez.

Por último, cuando los extremistas se postulan como serios contrincantes electorales, los partidos generalistas deben forjar un frente común para derrotarlos. Por citar a Linz, deben mostrar su «voluntad de unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político democrático». En circunstancias normales, esto es prácticamente inconcebible. Imaginemos, por ejemplo, al senador Edward Kennedy y otros demócratas liberales haciendo campaña en favor de Ronald Reagan o al Partido Laborista británico y sus sindicatos aliados dando su apoyo a Margaret Thatcher. Los votantes de cada partido enfurecerían ante tal traición aparente a los principios. Pero, en circunstancias excepcionales, un liderazgo valiente comporta poner la democracia y al país por delante del partido y explicar al electorado lo que está en juego. Cuando un partido o un político que da positivo en nuestra prueba decisiva emerge como una amenaza electoral seria, no quedan demasiadas alternativas. Un frente democrático unido puede impedir que un extremista acceda al poder, cosa que, a su vez, puede comportar salvar la democracia. 

Aunque los fracasos son más memorables, algunas democracias europeas practicaron una estrategia de cribado y salvaguarda de la democracia exitosa en el período de entreguerras. Sorprendentemente, de pequeños países pueden extraerse grandes lecciones. Pensemos en Bélgica y en Finlandia. En los años de crisis política y económica en Europa, en las décadas de 1920 y 1930, ambos países experimentaron una señal de advertencia temprana de quiebra de la democracia, en la forma de auge de grupos extremistas antisistema, si bien, a diferencia de Italia y Alemania, se salvaron gracias a que sus élites políticas defendieron las instituciones democráticas (al menos hasta la invasión nazi varios años más tarde).

Durante las elecciones generales de 1936 en Bélgica, mientras el contagio del fascismo se extendía desde Italia y Alemania por toda Europa, los votantes optaron por un resultado discordante. Dos partidos autoritarios de extrema derecha, el Partido Rexista y el Partido Nacionalista flamenco o Vlaams Nationaal Verbond (VNV), subieron como la espuma en las urnas, captando casi el 20 por ciento del voto popular y desafiando con ello el predominio histórico de los tres partidos generalistas: el Partido Católico, de centroderecha, los socialistas y el Partido Liberal. El desafío que encarnaba el líder del Partido Rexista, Léon Degrelle, un periodista católico que posteriormente sería colaborador nazi, era especialmente acusado. Degrelle, un crítico virulento de la democracia parlamentaria que recibió aliento y apoyo económico tanto de Hitler como de Mussolini, se había alejado de la extrema derecha del Partido Católico, a cuyos líderes acusaba ahora de corruptos.

Las elecciones de 1936 sacudieron a los partidos centristas, que sufrieron pérdidas generales. Conscientes de los movimientos antidemocráticos de las vecinas Italia y Alemania y temerosos por su propia supervivencia, acometieron la desalentadora tarea de decidir cómo reaccionar. El Partido Católico, en particular, afrontaba un dilema peliagudo: colaborar con sus adversarios de toda la vida, los socialistas y los liberales, o forjar una alianza de ala derechista que incluyera a los rexistas, un partido con el cual compartía cierta afinidad ideológica pero que rechazaba el valor de la política democrática.

A diferencia de los políticos de Italia y Alemania, que se batieron en retirada, los dirigentes católicos belgas declararon que cualquier colaboración con los rexistas era incompatible con la afiliación al partido y, a continuación, implementaron una estrategia doble para combatir el movimiento. A nivel interno, los líderes del Partido Católico reforzaron la disciplina escrutando a los candidatos en busca de simpatías prorrexistas y expulsando a quienes expresaban opiniones extremistas. Además, el liderazgo del partido se posicionó de manera vehemente en contra de la colaboración con la extrema derecha.25 A nivel externo, el Partido Católico se enfrentó a los rexistas en su propio terreno. El Partido Católico adoptó nuevas tácticas de campaña y propaganda dirigidas a los jóvenes católicos, que anteriormente habían formado parte de la base del Partido Rexista. En diciembre de 1935 crearon el Frente de las Juventudes Católicas y empezaron a presentar a antiguos aliados en contra de Degrelle.

El enfrentamiento final entre el Partido Rexista y el Partido Católico, a resultas del cual el rexismo quedó efectivamente marginado (hasta la ocupación nazi), se centró en la formación de un nuevo Gobierno tras los comicios de 1936. El Partido Católico dio su apoyo al primer ministro católico titular, Paul Van Zeeland. Una vez Van Zeeland se hubo hecho nuevamente con el puesto de primer ministro, se barajaban dos opciones principales para formar gobierno. La primera era forjar una alianza con los rivales socialistas, en la línea del Frente Popular francés, que tanto Van Zeeland como otros dirigentes católicos habían aspirado a evitar en un principio. La segunda alternativa era una alianza de ala derechista con fuerzas antisocialistas entre las cuales se incluían el Partido Rexista y el VNV. No era una decisión fácil; la segunda opción contaba con el respaldo de una facción tradicionalista que pretendía desbaratar el frágil gabinete de Van Zeeland apelando a las bases católicas, organizando una «Marcha sobre Bruselas» y forzando unas elecciones extraordinarias en las que el líder rexista Degrelle se enfrentaría a Van Zeeland. Tales planes se frustraron en 1937 cuando Degrelle perdió las elecciones extraordinarias, en gran medida porque los parlamentarios del Partido Católico habían adoptado una postura clara: rehusaron respaldar el plan de los tradicionalistas y, en su lugar, se aliaron con los liberales y los socialistas en apoyo a Van Zeeland. Aquél fue el acto de cribado y salvaguarda de la democracia más destacado del Partido Católico.

La postura del Partido Católico estuvo en parte propiciada por el rey Leopoldo III y por el Partido Socialista. En las elecciones de 1936, el Partido Socialista se había impuesto como el más votado de la legislatura, cosa que le concedía la prerrogativa de formar gobierno. Sin embargo, cuando quedó claro que los socialistas no contarían con apoyos suficientes en el Parlamento, en lugar de convocar unos nuevos comicios, que podrían haber entregado aún más escaños a los partidos extremistas, el monarca se reunió con los dirigentes de los principales partidos para convencerlos de que formaran un gabinete con poderes compartidos liderado por el primer ministro titular, Van Zeeland, un gabinete que integraría tanto a católicos conservadores como a socialistas y excluiría a los partidos antisistema de ambos extremos. Y aunque los socialistas desconfiaban de Van Zeeland, un hombre del Partido Católico, pusieron la democracia por delante de sus propios intereses y apoyaron aquella gran coalición.

Una dinámica similar tuvo lugar en Finlandia, donde el movimiento de extrema derecha Lapua irrumpió en la escena política en 1929, amenazando la frágil democracia del país. El movimiento perseguía la destrucción del comunismo por todos los medios necesarios. Amenazaba con acciones violentas si no se cumplían sus demandas y atacaba a los políticos de los partidos mayoritarios, a quienes consideraba colaboradores de los socialistas. Al principio, los políticos de la Unión Agraria de centroderecha, el partido gobernante, flirtearon con el Movimiento Lapua, cuyo anticomunismo encontraban políticamente útil; colmaban las demandas del movimiento de denegar derechos políticos a los comunistas al tiempo que toleraban la violencia de extrema derecha. En 1930, P. E. Svinhufvud, un conservador a quienes los líderes de Lapua consideraban «uno de los suyos», fue designado primer ministro y les ofreció dos carteras ministeriales. Un año más tarde, Svinhufvud se proclamó presidente del país. Pero ello no fue óbice para que el Movimiento Lapua continuara desplegando su comportamiento extremista; con los comunistas prohibidos, situó en su punto de mira al Partido Socialdemócrata, más moderado. Matones de Lapua secuestraron a más de mil socialdemócratas, incluidos entre ellos dirigentes sindicalistas y parlamentarios. El Movimiento Lapua organizó asimismo una marcha de doce mil personas sobre Helsinki (tomando como modelo la mítica Marcha sobre Roma) y, en 1932, respaldó un intento de golpe de Estado destinado a reemplazar al Gobierno por otro «apolítico» y «patriota».

Sin embargo, a medida que el Movimiento Lapua fue volviéndose más radical, los partidos conservadores tradicionales de Finlandia rompieron enérgicamente con él. A finales de 1930, el grueso de la Unión Agraria, el liberal Partido del Progreso y gran parte del Partido Popular Sueco cerraron filas con su principal adversario ideológico, los socialdemócratas, en el llamado Frente de la Legalidad para defender la democracia frente a extremistas violentos. Incluso el presidente conservador, Svinhufvud, rechazó categóricamente (y acabó ilegalizando) a sus antiguos aliados. El Movimiento Lapua quedó aislado y el breve brote de fascismo en Finlandia, abortado.

No sólo en casos históricos pretéritos se encuentran ejemplos de una correcta salvaguarda de la democracia. En Austria en 2016, el principal partido de centroderecha (el Partido Popular Austríaco u ÖVP) mantuvo de manera efectiva al Partido de la Libertad de Austria (FPÖ), de derecha radical, al margen de la presidencia. Austria cuenta con una dilatada historia de política de extrema derecha y el FPÖ es uno de los partidos de derecha radical más potentes de Europa. El sistema político austríaco acusaba una creciente vulnerabilidad debido a que los dos partidos principales, el socialdemócrata SPÖ y el democristiano ÖVP, que se habían alternado la presidencia del país durante el período de posguerra, se hallaban debilitados. En 2016, su predominio fue desafiado por dos advenedizos: el expresidente del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, y el líder extremista del FPÖ, Norbert Hofer.

Para sorpresa de la mayoría de los analistas, en la primera ronda, Van der Bellen y el antisistema de ala derecha Hofer quedaron como los dos candidatos que se enfrentarían en la segunda vuelta. Debido a un error de procedimiento en octubre de 2016, la segunda vuelta se celebró en diciembre. Llegados a aquel punto, varios políticos destacados, incluidos algunos pertenecientes al conservador ÖVP, defendían que había que derrotar a Hofer y a su Partido de la Libertad. Hofer había aparecido exhortando a la violencia contra los inmigrantes y muchos se planteaban si, una vez elegido, concedería privilegios a su partido que vulneraran las normas tradicionales según las cuales el presidente debía mantenerse por encima de la política. Frente a tal amenaza, algunas figuras ilustres del ÖVP se esforzaron por derrotar a Hofer expresando su apoyo a su rival ideológico, el candidato de izquierdas del Partido Verde, Van der Bellen. El candidato presidencial del ÖVP, Andreas Khol, respaldó a Van der Bellen, tal como también hicieron el presidente Reinhold Mitterlehner, la ministra Sophie Karmasin y docenas de alcaldes del ÖVP en el ámbito rural austríaco. El expresidente Erhard Busek defendió por escrito en una carta a Van der Bellen «no con pasión, sino tras una concienzuda deliberación» y añadió que tal decisión respondía al sentimiento de que «no queremos recibir la felicitación de Le Pen, Jobbik, Wilders y el AfD [y otros extremistas] tras las elecciones presidenciales». Van der Bellen ganó por sólo trescientos mil votos.

Para adoptar esta postura fue necesario un coraje político considerable. De acuerdo con un alcalde del Partido Católico de una pequeña ciudad situada a las afueras de Viena, Stefan Schmuckenschlager, que respaldó al candidato del Partido Verde, tal decisión había dividido a familias.41 Su hermano gemelo, otro líder del partido, había apoyado a Hofer. Tal como explicó el propio Schmuckenschlager, a veces hay que dejar de lado la política del poder para hacer lo correcto.

¿Ayudaron en algo los apoyos procedentes del ÖVP? Los hechos demuestran que, en efecto, así fue. Según las encuestas a pie de urna, el 55 por ciento de los encuestados que se identificaban como partidarios del ÖVP aseguraron haber votado a Van der Bellen y el 48 por ciento de los votantes de Van der Bellen afirmaron haberlo votado para evitar la victoria de Hofer. Además, la fuerte división entre el ámbito urbano y el rural que siempre ha caracterizado la política austríaca (entre las zonas urbanas de izquierdas y las zonas rurales de derechas) se atenuó de manera espectacular en la segunda vuelta de diciembre de 2016, en la que un número sorprendente de circunscripciones rurales, por tradición conservadoras, desviaron su voto a Van der Bellen.

En suma, en 2016, dirigentes responsables del ÖVP resistieron la tentación de aliarse con un partido extremista de su propio flanco ideológico y el resultado fue la derrota de dicho partido. El ascenso del FPÖ en las elecciones parlamentarias de 2017, que lo posicionaron para convertirse en un socio minoritario de un nuevo Gobierno de derechas, dejó claro que el dilema que afrontan los conservadores austríacos persiste. Aun así, su esfuerzo por mantener a un extremista alejado de la presidencia proporciona un modelo útil de salvaguarda de la democracia en el mundo contemporáneo. Por su parte, Estados Unidos tiene un historial imponente de salvaguarda de la democracia. Tanto los demócratas como los republicanos han cribado a figuras extremistas en sus márgenes, algunas de las cuales contaban con un respaldo público considerable. Durante décadas, ambos partidos lograron mantener a dichas figuras al margen de la política general. Hasta 2016, como es bien sabido.

DEMOCRACIA DEMAGOGA

El engaño colectivista socialista