EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA SOCIEDAD TRADICIONAL Y SUS ENEMIGOS" por JOSÉ MIGUEL GAMBRA GUTIÉRREZ 👪👴👵👨👩👶👦👧

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martes, 11 de junio de 2024

LIBRO "LA SOCIEDAD TRADICIONAL Y SUS ENEMIGOS" por JOSÉ MIGUEL GAMBRA GUTIÉRREZ 👪👴👵👨👩👶👦👧


La sociedad tradicional 
y sus enemigos

En La sociedad tradicional y sus enemigos, José Miguel Gambra expone las doctrinas fundamentales del carlismo y los caracteres de la única tradición, de origen divino, a la que según sus principios el hombre debe someterse.
La elucidación de esta tradición, que no es otra que la tradición de las Españas, le permite al autor mostrar, en su verdadero alcance, la monstruosidad de las premisas filosóficas que comparten el liberalismo y el totalitarismo.
Desde el punto de vista tradicionalista, los tiempos modernos son el escenario de las guerras más cruentas y sanguinarias de la historia. Estas guerras no tienen otros protagonistas que el liberalismo y el totalitarismo, enfrentados a muerte a raíz, justamente, de los comunes prejuicios filosóficos en que ambos se basan.
Aparte de teñir de sangre la historia, según el ideario carlista tanto el liberalismo como el totalitarismo reducen la existencia humana, individual y colectiva, a la más desgraciada servidumbre.
Introducción
Este libro no es una refutación extemporánea de otro que, bajo el título de "La sociedad abierta y sus enemigos"1, escribió Karl Popper allá por 1943, en plena Guerra Mundial. Mi escrito nació de unas conferencias que, a invitación del Padre José Ramón García Gallardo, pronuncié en los locales de la Hermandad de San Pío X en Madrid. La obra de Popper me inspiró el título y nada más. Sin embargo, la polémica que entabla contra el totalitarismo y algún otro de sus aspectos pueden aprovecharse para presentar mi alegato a favor de la sociedad tradicional. Popper pretendía hacer una crítica de la sociedad que llama «cerrada», «totalitaria» o «tribal», para cantar las alabanzas de la sociedad abierta, o liberal. 
Su libro se enmarca en el conjunto casi infinito de disputas que liberalismo y totalitarismo han mantenido en los últimos siglos, paralelamente a las innumerables contiendas políticas y bélicas que su mutua enemistad ha generado. Escrito en tiempos de pasiones desatadas, la obra de Popper, con ser muy erudita, vale bien poco en cuanto análisis histórico de los clásicos que presenta como valedores del totalitarismo2. Sin embargo, sirve para ilustrar el carácter cósmico que los modernos quieren dar a sus constantes luchas intestinas, producidas en realidad por los prejuicios filosóficos en que comúnmente se basan. 

La inestabilidad que se ha adueñado de la sociedad en los tiempos modernos se ha manifestado en las guerras exteriores más universales y sangrientas sufridas por la humanidad, como la Segunda Guerra Mundial que sirve de telón de fondo al escrito de Popper. Pero, sobre todo, se ha hecho patente en las incontables guerras civiles, en las revoluciones, golpes de estado, sediciones y conflictos entre partidos que configuran la vida política de todos los países occidentales desde hace más de dos siglos y que han remodelado la vida social en todos sus aspectos. Hasta el final del llamado «Antiguo Régimen» la historia de las naciones solía centrarse en las guerras que cada una sostuvo con otros pueblos. 

En cambio, desde los tiempos de la Revolución, las naciones han conocido una intranquilidad interna tan pertinaz y decisiva3 que, al describir esa época, los historiadores siempre se ven obligados a dejar en segundo plano las contiendas exteriores, no menos numerosas en realidad que en tiempos anteriores. La convivencia, como ya dijo Pio XII4, se ha convertido en «un enigma, en una madeja inextricable» que ensimisma a los individuos y desarrolla una conciencia deshumanizada5, próxima a la idiotez, empujándolos a una permanente evasión en los espectáculos, los placeres sexuales y las redes sociales, para tenerlos, a fin de cuentas, esclavizados con trabajos embrutecedores y miserablemente remunerados6. 

Este resultado, lamentable en todas las facetas de la existencia humana, personal y social, es común a ambas formas de la política moderna. Porque, si el totalitarismo, por principio, reduce la vida humana a la más radical servidumbre, el liberalismo lo hace de hecho, dando lugar a un despotismo democrático envilecedor. Ambas corrientes, empeñadas en dominar la escena política, se odian como solo los hermanos pueden hacerlo. Una y otra han nacido de unos mismos principios y arrastran consigo la lacra hereditaria de infidelidad a la tradición política, jurídica y filosófica de cuyo seno proceden. Volvamos por un instante a Popper. Sabido es que, tanto su metodología científica como su teoría política reducen lo que podemos saber a la refutación por medio de la experiencia de las conjeturas, o hipótesis, elaboradas por la mente humana. 

Ese método, insensato en lo que tiene de exclusivo, es, sin embargo, perfectamente válido. De hecho, no tiene nada de nuevo, pues los lógicos lo han conocido desde los primeros albores de su ciencia. Dada la desastrosa situación de la sociedad moderna y del hombre criado en su interior, la reacción natural es aplicar el método de la refutación para rechazar los principios comunes en que se basan las dos corrientes de pensamiento político moderno, el liberalismo y el totalitarismo, y mostrar, de paso, la necesidad de retornar a la sociedad tradicional. Rechazada por sus resultados perniciosos esa enorme conjetura, ese desmesurado experimento, que ha sido la puesta en práctica de esos sistemas políticos durante los últimos siglos, lo obligado, como en todo experimento, es volver la cabeza hacia atrás, hasta el momento en que la armonía social devino discordia y el hombre se vio reducido al estado de aflicción en que hoy está sumido. 

El que adopta esta actitud se llama «tradicionalista» en cuanto conscientemente quiere revitalizar una tradición quebrada. El diccionario recoge dos sentidos de la palabra «tradición», que viene del latín tradere, transmitir. En uno de ellos, significa la transmisión de la cultura (creencias comunes, costumbres, ritos, etc.) que se produce de unas generaciones a otras en un mismo pueblo. En el otro, significa el conjunto de la cultura trasmitida hasta un momento dado. La primera significación entiende la tradición como movimiento que se opera en la cultura dentro de una misma sociedad, según unos hombres van sucediendo a otros y van transformando, acumulativa y críticamente, lo que de sus predecesores han recibido. Si el cuerpo que se desplaza a lo largo de su trayectoria pudiera en cada instante prescindir del espacio recorrido, estaría en permanente quietud; y, si un niño que crece no aumentara cada día el volumen ya adquirido, padecería de enanismo. 

La tradición, como encareció Elías de Tejada7, supone a la vez conservación y progreso. Toda sociedad y todo hombre siguen, quieras que no, una tradición, porque el hombre no pasaría de ser una bestia, si no recibiera de sus predecesores costumbres y enseñanzas teóricas y prácticas. Todo hombre transforma con sus acciones lo recibido y lo transmite reformado a los que le suceden; y, como nunca puede crear nada, sino solo transformar lo que ya tiene, no hay hombre que no sea deudor de lo precedente. Incluso los más revolucionarios son deudores de una tradición. 

Como decía Petit Sullá: «los líderes de los jóvenes izquierdistas o están muertos o son más viejos que sus padres»8. Pero, en el sentido propio, solo hay tradición si en la sociedad existe un criterio permanente de progreso, que permita dilucidar, dentro de lo recibido, entre lo que merece el olvido y lo que se ha de mantener o perfeccionar. Y, como cada sociedad es producto contingente de la libre actividad humana, ese criterio, o principio de progreso, se halla siempre en el fin que cada sociedad pone como bien comúnmente admitido. 

La sociedad se puede concebir analógicamente como un móvil que progresa en el espacio o como un ser viviente que tiene capacidad de crecimiento, similar a la del niño. Pero estas comparaciones son imperfectas. Un móvil de suyo inerte, como una flecha, recorre siempre la trayectoria según el impulso del arco hasta alcanzar el blanco y el niño bien alimentado crece naturalmente hasta adquirir la forma del adulto. En cambio, la comunidad política, aunque imprescindible para el hombre, puede encaminarse a fines diversos, como producto que es de su racionalidad y de su consiguiente libertad; y, por tanto, su progreso puede recibir toda clase de perturbaciones, según los vaivenes del tornadizo humor humano. 

En este otro sentido, no todos los hombres son tradicionalistas, sino que pueden quebrar el principio compartido que animaba su sociedad y encaminarse junto a sus conciudadanos en otra dirección; o pueden, cada uno por su cuenta, buscar un bien a su antojo, haciendo que la sociedad se disuelva en la anarquía. Eso es lo que sucedió desde los comienzos de la Edad Moderna, cuando los hombres que pertenecían a la Cristiandad empezaron a verse como iniciadores desde hace poco de algo nuevo y ajeno a la tradición. 

La etimología del término latino modernus es muy ilustrativa, porque esa palabra viene del adverbio modo que quiere decir «hace poco». Por ello mismo, desde que el hombre se tuvo a sí mismo por moderno, o desde «hace poco», el término «tradición» pasó a entenderse, no como transmisión progresiva, sino en el segundo sentido de la palabra, como lo recibido hasta hace poco. El léxico de la revolución pronto le añadió la connotación despectiva de lo estancado en el pasado, y así es como la palabra «tradición» ha venido a significar, para el orgulloso hombre moderno, lo opuesto a progreso. 

El vocabulario del hombre moderno quiere desprestigiar la tradición atribuyéndole lo contrario de sus propias obsesiones e identificándolo con modos de vida anterior o con un pasado definitivamente muerto. Y, por lo mismo, desprecia al tradicionalista confundiéndolo con los que añoran esas cosas y desean reproducir, punto por punto, lo que se dio en otro tiempo; o quizás con los que, por oscuros atavismos religiosos, se aíslan del mundo, como los Amish, y forman comunidades de vida pretérita para asegurar su propia salvación. Esta imagen deformada de la tradición no tiene relación con ninguna clase del tradicionalismo sensato, que nace de una reacción perfectamente racional ante los desastres que ha provocado la modernidad política. 

Tradicionalista, en sentido propio, pero amplio, no es el que quiere revivir el pasado, sino el que, una vez quebrada la tradición, quiere recuperar los principios que la inspiraban y la experiencia acumulada a su calor, para darles renovada vitalidad a tenor de las circunstancias presentes. El tradicionalismo en este sentido supone restablecer, sobre lo existente, la continuidad viva de una tradición, dando un salto atrás para recobrar los principios y, luego, un salto adelante para aplicarlos prudentemente a lo existente9. Esta suerte de tradicionalismo se produjo, hasta cierto punto, en las zonas donde la pérfida Albión extendió su influencia colonizadora, para dejarlas abandonadas en cuanto vio que su dominio le traía más problemas que beneficios económicos. 

La mayor parte de esos países retornaron a sus antiguas tradiciones, aunque mantuvieron la parte benéfica que el Reino Unido no pudo por menos de legarles. Igualmente, algunos de los movimientos actuales que, en naciones muy poderosas, parecen volver a sus tradiciones morales y religiosas, como reacción contra el liberalismo desatado de los últimos tiempos, quizás podrían enmarcarse en este tipo de tradicionalismo; aunque, sobre tan reciente fenómeno, es difícil pronunciarse. Este tradicionalismo no tiene nada de vuelta a un pasado irrecuperable, pero la motivación que parece impulsarlo tiene algo de nacionalismo o de lo que hoy llaman «identitarismo». 

Se trata de una vuelta a la tradición, con dejes de romanticismo, que quiere retomar «lo nuestro», por ser nuestro; que tiene por criterio único su propia historia y los cismas, herejías o religiones paganas que se han desarrollado en su seno. Son formas de tradicionalismo limitadas y cerradas en sí mismas, incapaces de extenderse, a no ser por conquista o sometimiento. Sin embargo, al incluir en el título «la sociedad tradicional» en singular, no he querido referirme de manera distributiva a cualquier tradición que quieran recuperar los diversos tradicionalismos, como los que se incluyen en la última clase que he descrito ni, menos todavía, a cosas como la tradición liberal, sino a la sociedad que tiene un fundamento de unidad incapaz de multiplicarse. Ese fundamento reside en el criterio esencial por cuya virtud todo hombre ha de descartar o acoger las obras de quienes les han precedido como parte de lo que merece transmitirse a las generaciones venideras. Ese criterio, aunque tradicional, no se identifica con la tradición de pueblo alguno, pues parte de la única novedad auténtica que ha surgido en la historia de la humanidad. Ese criterio, para decirlo de una vez, se halla en la tradición de la Iglesia Católica10. 

La Iglesia, como es sabido, concede a la tradición el título de magisterio ordinario y de segunda fuente de la Revelación. Es decir, a lo que está avalado por la autoridad de los Padres y Doctores de la Iglesia y a lo que siempre se ha mantenido en materia de fe y costumbres. Esa tradición, a diferencia de cualquier otra, no se apoya en un conocimiento o creencia natural, adquirido por capacidades humanas, sino en la Revelación que se produjo en un lugar y en un momento de la historia. Porque, como sabiamente recalcó Petit Sullá:

La única novedad originaria, que no depende de tradición alguna, es la novedad del Evangelio, que fue primero revelada a un pueblo que poseía ya una tradición nacida asimismo de otra primitiva novedad originaria, la de la promesa de Abraham, la de la ley de los Profetas. La revelación de Dios es la única novedad absoluta que ha recibido el hombre después de su creación11. La sociedad tradicional, en cuanto todo hombre debe someterse a esa única tradición de origen divino, solo es una y resulta lícito, por tanto, hablar de ella en singular. Eso no impide que, si acatan ese criterio único, muchas comunidades políticas puedan mantenerse unidas, como sucedió en los tiempos de la Cristiandad. Su multiplicidad, dentro de esa unidad fundamental, les advenía porque cada una tenía su tradición propia, aunque sometida a la autoridad de la tradición eclesiástica, única fundada en la Revelación verdadera. 

Por eso el carlismo, que ha recogido la tradición de las Españas12, distingue diversos grados dentro de su tradición, esencialmente constituida, primero, por la fidelidad a Dios y, luego, por la lealtad a la Patria y a su peculiar orden político cristiano, que el lema carlista recoge por medio de las palabras «fueros» y «rey». Vázquez de Mella lo expresó mucho mejor con estas palabras: 

Las tradiciones tienen una parte esencial y otra accidental; que no todas son de la misma categoría, porque las hay subalternas y circunstanciales13. Y, a renglón seguido, compendia en tres «dogmas nacionales» la tradición de las Españas: 

La tradición religiosa, visible en la tendencia general del Poder público de los Estados peninsulares durante la Edad Media y el comienzo de la Moderna hasta las intrusiones cesaristas, reales primero y parlamentarias después; en las declaraciones de todos los Códigos, en las grandes empresas [que llevó a cabo el pueblo español a lo largo de su historia]14; la monarquía, que presidió y sirvió de unidad y de canal a esa tradición hasta que el regalismo y el liberalismo, dos formas de la misma substancia cesárea, la falsearon; el fuerismo, el espíritu corporativo y regionalista, que siempre brotó espontáneamente en todas las regiones como expresión de la soberanía social. Para concluir lo siguiente: 

Quien acepte estas tres tradiciones esenciales, y en lo que tienen de esencial, es tradicionalista; quien las rechace, altere o mutile, no lo será, aunque se lo llame. El carlismo15 goza de un rasgo distintivo que hace de él un fenómeno quizás único en el mundo. 

Dentro del tradicionalismo en sentido propio, que he tratado de definir arriba, se encuadran movimientos imperfectos en cuanto que, a la vista del atroz panorama político de los últimos tiempos, han vuelto su mirada hacia atrás y han rebuscado en el pasado de su patria el momento en que la Revolución transformó su vida social y política, para retomar los principios que animaban sus propias tradiciones. 

En esa vuelta hacia atrás, sin embargo, fácilmente han acabado por anclarse en situaciones que ya llevaban en su seno los gérmenes de la disolución. Por ejemplo, algunos retornaron al Ancien Régime y dieron en defender la monarquía absoluta de los franceses y en mantener el nacionalismo como criterio principal de sus desvelos. Y, en nuestro país, otros se inspiraron en distintos movimientos contrarrevolucionarios galos o anglosajones, imbuidos, sin embargo, de filosofías modernas del s. XVIII o XIX. 

Solo el carlismo no tuvo necesidad de rebuscar las raíces doctrinales de la tradición española. Porque España, a pesar del laxo absolutismo del s. XVIII, había sabido alejar las herejías modernas y las corrientes de pensadores que inspiraron la Revolución, de modo que hasta la usurpación del trono en 1833, mantuvo política y socialmente el régimen de Cristiandad. Los autores llamados «precarlistas», antes y durante la Guerra de la Independencia, habían custodiado doctrinalmente ese espíritu contra la influencia francesa, contra las autoproclamadas Cortes de Cádiz y, luego, contra la revolución de 1820. Ese espíritu, vigente en la mentalidad de la gran mayoría del pueblo español, fue el que, ya desde antes de experimentar en toda su crudeza los efectos de una revolución, vivificó las sucesivas guerras carlistas hasta la contienda de 1936; y continúa vigente, con altibajos muy grandes, en la mente del carlismo. 

A diferencia de las otras formas de tradicionalismo, el carlismo no ha tenido que retornar en busca de la tradición, sino que en los carlistas, pueblo numeroso hasta no hace mucho, se ha mantenido –en su mente, en sus escritores y en sus actos– el mismo espíritu de una tradición que se remonta, sin solución de continuidad, hasta los concilios toledanos. 

El carlismo, más que reaccionar tras la victoria de sus enemigos, lo que ha hecho ha sido defender contra ellos la tradición que vivía y vive en él. Más que tradicionalista es, sencillamente, tradicional. Por eso nunca pudo equivocarse al determinar la tradición que debía defender, ni la naturaleza del enemigo al que combatir, que no es ni el partido progresista, ni el socialista, ni el republicanismo, el bolchevismo o el conservadurismo, sino el liberalismo a secas, del cual es secuela todo lo demás. 

La malévola ignorancia de historiadores y periodistas ha tildado al carlismo de absolutista, de fascista, de separatista, cuando no de clerical; y, entre los herejes salidos de sus propias filas, no han faltado liberales, ni demócrata-cristianos, ni socialistas y comunistas. 

El pensamiento carlista no se identifica con nada de eso, aunque algo tiene de todo ello; pero no porque sea ecléctico y haya picado de aquí y de allá para formar una ideología incoherente. Al contrario, del cuerpo de su doctrina, que esencialmente se remonta a la madurez de la Cristiandad, es de donde han bebido todas esas corrientes políticas, dando lugar a sus ideologías, siempre parciales, siempre tuertas, ciegas, mancas o cojas. 

La doctrina tradicional, fusión de la sabiduría cristiana con una experiencia natural milenaria, trata de dar a cada aspecto de una realidad social enormemente compleja el lugar que le corresponde, de manera que no concibe la sociedad ni como multitud disgregada ni como unidad monolítica; no percibe al hombre como ángel materializado ni como un robot de especial complejidad; no admite despotismo alguno, pero no tolera la anarquía; no reduce la política a la economía, ni prescinde de ella; no confina la religión a la conciencia, pero tampoco concede al sacerdocio poder político directo; y es partidario de la monarquía templada, que no absoluta. 

El carlismo no se reduce a teoría, ni tampoco a añoranza; tampoco es un partido, sino la agrupación de sublevados más radical y constante que nunca ha existido contra el liberalismo, contra sus desmanes, sus usurpaciones y sus secuelas ideológicas, políticas y económicas16. Con casi doscientos años de existencia, es uno de los grupos políticos más antiguos de Europa. En origen, sus partidarios eran mucho más numerosos que las élites liberales que usurparon el poder. Perdió tres guerras y ganó una. El liberalismo y la revolución no pudieron con él; pero el régimen anterior, la traición de un príncipe y la defección de los eclesiásticos le resultaron infinitamente más dañosos. Hoy sigue en la brecha, acomodado a los nuevos tiempos. 

Su doctrina, su historia, y la crónica periodística de su existencia cotidiana dan para formar una amplísima biblioteca. Pero de todo esto no habla nadie más que para injuriarlo, tantas son las miserias a que se opone y tanto el temor que inspira su sensatez y su capacidad persuasiva. Este libro pretende trasmitir resumida y sistemáticamente su legado actualizado a la generación presente. A lo largo de él se irá viendo cómo la multiplicidad de los enemigos de la sociedad tradicional se reduce a la unidad de un Goliat, globalizado e inmenso, que, a punto de reventar, apenas presta atención al diminuto David que conserva cuidadosamente la tradición. Y, para mostrar la unidad de cada uno de los dos contendientes en esta magna pelea davídica y goliardesca, habremos de retrotraernos muchas veces a sus respectivos principios. De ahí las inevitables reiteraciones que el lector hallará en este escrito. 

Las notas, hecha salvedad de las citas, directas o indirectas, y de unas pocas de carácter aclaratorio, remiten a la Bibliografía Recomendada, que permite completar y perfeccionar su contenido.

Vaya todo mi agradecimiento al P. José Ramón García Gallardo y a Miguel Ayuso, que me empujaron a escribir este libro; a Manuel Molinero, a María Esther Álvarez Reyes y al P. Javier Utrilla que tuvieron la amabilidad de revisar el texto; a Guillermo Escolar, que, sin sombra de vacilación, se decidió a publicarlo, y a la Fundación Elías de Tejada, que ha prestado su colaboración.

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1 Popper, Karl R., The open society and its enemies, Routledge & Kegan Paul, Londres 1969. (Traducción al castellano en Paidos, Barcelona 2017).
2 Cf. especialmente el capítulo 11, dedicado a Aristóteles.
3 José Luis Comellas ha fijado en unas 2.000 las revoluciones que se han dado en España durante la llamada Edad Contemporánea (Historia de España moderna y contemporánea, Rialp, Madrid 1974, t. II, p. 210).
4 La elevatezza, § iii.
5 Cf. De Corte, Marcel, L`homme contre lui-même, cap. II.
6 Cf. Prada, Juan Manuel de, Dinero, demogresca y otros podemonios.
7 Elías de Tejada, Francisco, La monarquía tradicional, p. 121.
8 Petit Sullá, José María, «La tradición: su trascendencia de la historia», p. 112.
9 Cf. Gambra, Rafael, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, cap. III
10 Cf. Gambra, Rafael, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, cap. V.
11 Petit Sullá, José María, «La tradición: su trascendencia de la historia», pp. 112-113.
12 Cf. Elías de Tejada, Francisco, La monarquía tradicional, pp. 118-123.
13 Vázquez de Mella, Juan, Obras Completas, t. XVI, p. 227.
14 Falta en la edición de las obras completas una línea que hemos tratado de suplir.
15 Cf. Marrero, Vicente, «Prólogo».
16 «El partido carlista –decía Polo y Peyrolón, Jefe Delegado de S.M.C. Don Carlos vii– ha sido, es y será siempre en España una protesta viva, completa, entusiasta, armada a veces, contra toda especie de liberalismo; el partido carlista es total y genuinamente católico, sin mezcla de tolerancia de liberalismo ni de herejía alguna» (Credo y programa del Partido Carlista, pp. 10-11).

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José Miguel Gambra - La sociedad tradicional y sus enemigos
 
 
 Presentación: La sociedad tradicional y sus enemigos (J. M. Gambra, J. M. Prada, M. Ayuso) 
 
José Miguel Gambra, en Barcelona, presenta su libro 
LA SOCIEDAD TRADICIONAL Y SUS ENEMIGOS