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“Lo que más me apremia”, afirmó el padre Raniero Cantalamessa, “es qué hacer, en concreto, para obtener el Espíritu Santo en nuestra evangelización”. Y hay dos medios “esenciales para este propósito: oración y rectitud de intención”.
El fraile capuchino, predicador de la Casa Pontificia desde 1980, intervino este martes en la Jornada Academica "El Espíritu, alma de la misión", que tuvo lugar en la Universidad San Dámaso de Madrid.
La Palabra del Espíritu exige oración
Resonó en el aula la radicalidad de Cantalamessa al hablar de la predicación: “¿Puede mi aliento animar vuestra palabra, o vuestro aliento animar la mía? No. Mi palabra sólo puede ser pronunciada con mi aliento y la vuestra, con el vuestro. Así, de forma análoga, se entiende, la palabra de Dios: sólo puede ser animada por el soplo de Dios que es el Espíritu Santo”.
Y nuestro único poder sobre Él, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, “es invocarlo y rezar. No hay otros medios. Pero este medio «débil» de la oración y de la invocación es, en realidad, infalible”, pues “Dios se ha comprometido a dar el Espíritu Santo a quien ora”.
«Prefiero ser entendido por un pescador que alabado por un profesor» (Malo intelligi a piscatore quam laudari a doctore), decía san Agustín, y así ha terminado por obtener ambas cosas: es comprendido por los sencillos y admirado por los doctos.
Cristo se llama "El Ungido"
y los cristianos somos los "ungidos".
Mi palabra sólo puede ser pronunciada con mi aliento y la vuestra, con el vuestro. Así, de forma análoga, se entiende, la palabra de Dios: sólo puede ser animada por el soplo de Dios que es el Espíritu Santo.
Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de consecuencias inmensas. Es la ley fundamental de todo anuncio y de toda evangelización. El Espíritu Santo es su verdadero y esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe más que el revestimiento humano del mensaje. Las palabras de Dios son «Espíritu y vida» (cf. Jn 6,63) y, por tanto, no se pueden transmitir ni acoger si no «en el Espíritu».
Esta ley fundamental es la que vemos en acción, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a predicar «impulsado por el Espíritu Santo» (Lc 4,14ss). Él mismo declaró: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Lc 4,18).
Después de la Pascua, Jesús exhortó a los apóstoles para que no se alejaran de Jerusalén hasta que no hubieran sido revestidos de la fuerza de lo alto: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos» (Hch 1,8). Todo el relato de Pentecostés sirve para poner de manifiesto esta verdad. Llega el Espíritu Santo y he aquí que Pedro y los demás apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tanta fuerza que tres mil personas sienten que les traspasa el corazón.
El Espíritu Santo, venido sobre los Apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible para evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el Espíritu Santo es imposible incluso proclamar que Jesús es el Señor, que es la forma más elemental y el principio mismo de todo anuncio cristiano. Sin el Espíritu Santo
–dice san Agustín–, grita al vacío «Abba» quien lo grite y sin el Espíritu Santo grita en vano «¡Jesús es el Señor!» quien lo grite. San Pedro define a los apóstoles como «aquellos que han anunciado el Evangelio en el Espíritu Santo» (1Pe 1,12). Con la palabra «Evangelio» indica el contenido y con la expresión «en el Espíritu Santo» indica el medio, o el método, del anuncio.
Sin embargo, nadie podrá expresar jamás el nexo íntimo que existe entre la evangelización y el Espíritu Santo mejor de cómo lo hizo el mismo Jesús la noche de Pascua. Al aparecerse ante los apóstoles en el cenáculo, les dijo: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Después sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,21-22). Al dar a los apóstoles el mandato de ir a todo el mundo, Jesús les confirió también el medio para poderlo realizar –el Espíritu Santo–, y lo confirió, significativamente, con el signo del soplo, del aliento.
De ahí la esterilidad de los esfuerzos evangelizadores si no van acompañados de una presencia continua de Dios en el alma de quien predica: “El esfuerzo para una evangelización mundial está expuesto a dos peligros principales. Uno es la inercia, la pereza, el no hacer nada y dejar que los demás hagan todo. El otro es lanzarse a un activismo humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su eficacia. Esto también sería lanzarse al fracaso. Cuanto más aumenta el volumen de la evangelización y de la actividad, más debe aumentar el volumen de la oración”.
De hecho, la predicación sin oración son como las “palabrerías profanas” que reprochaba San Pablo a su discípulo Timoteo (2 Tim 2,16): “En medio del torbellino de palabras inútiles y puramente humanas que salen de la Iglesia, el mundo ya no percibe la enérgica palabra de Dios y encuentra un buen pretexto para quedarse tranquilo en su incredulidad y en su pecado”. La evangelización “tiene necesidad vital de auténtico espíritu profético”, dijo Cantalamessa, pero “el alma de la evangelización es la profecía” y “es precisamente de la oración de donde se saca este espíritu profético”.
Como consejo práctico a quienes preparan una homilía o cualquier ministerio de predicación, el religioso capuchino explicó que “hay dos formas de preparar una predicación. Puedo sentarme a la mesa y elegir yo mismo la palabra a anunciar y el tema a desarrollar basándome en mis conocimientos, preferencias, etc., y después, una vez preparado el discurso, ponerme de rodillas para pedir a Dios que le dé fuerza a mis palabras, que añada el Espíritu Santo a mi cultura. Es ya una buena cosa, pero no es el camino profético. Es necesario hacer lo contrario. Primero, ponerse de rodillas y preguntar a Dios qué palabra quiere decir; después, sentarse a la mesa y poner la propia cultura y los propios medios al servicio de Dios para dar cuerpo a esa palabra”.
En efecto, “con el solo hecho de ponerse en oración, el hombre se somete a Dios, se pone en actitud de obediencia y de apertura en relación con él… Dios no puede revestir con su autoridad más que a quien acepta su voluntad. De otra forma sería magia, no profecía”.
Pero, además de la oración, es precisa “rectitud de intención”, pues “el Espíritu Santo no puede actuar en nuestra evangelización, si el motivo de la misma no es puro. No puede hacerse cómplice de la mentira. No puede venir a potenciar nuestra vanidad”.
Para “purificar nuestras intenciones” hay que trabajar “la humildad y el amor”.
Respecto a la primera, señaló que “la carcoma de la búsqueda de la propia gloria no muere sin antes probar el leño amargo de la cruz. Aceptar la cruz, determinadas cruces, es el único camino para purificar de verdad nuestras intenciones y convertirnos, también nosotros, como los apóstoles en Pentecostés, en muertos a nosotros mismos y en proclamadores sólo de las grandes obras de Dios”.
No basta, sin embargo, con quitar “el obstáculo principal, que es la búsqueda de uno mismo”, pus “la intención en la predicación de Cristo puede estar contaminada por otras faltas. Entre ellas, la principal es la falta de amor”.
Aquí, el predicador de tres Papas (San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco) y sus respectivas curias hizo valer la sabiduría de sus 84 años: “La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que se puede anunciar a Jesucristo por motivos que tienen poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar —en el aumento del número de adeptos— una legitimación para la propia pequeña Iglesia o secta, especialmente si es de fundación propia o reciente. Se puede anunciar para llenar el número de los elegidos, para llevar el Evangelio a los confines de la tierra y así apresurar la vuelta del Señor. Naturalmente, algunos de estos motivos son buenos y sacrosantos. Pero, por sí solos, no son suficientes. Falta ese genuino amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio”.
Y eso solo nace de “una amistad genuina con Jesús”, pues “sólo quien está enamorado de Jesús lo puede proclamar al mundo con íntima convicción”. Es lo que Cantalamessa transmite a los sacerdotes jóvenes o seminaristas que le piden consejo: “Enamórate de Jesús; haz de él tu amigo, tu Señor y tu héroe. Intenta establecer con él una relación de íntima y devota amistad… Después, vete tranquilo. El mundo te hará guerra, pero no te vencerá”.
Teólogos predicadores
Por último, Cantalamessa se dirigió a los teólogos para pedirles que sean también predicadores: “Es verdad que el servicio que la teología presta a la evangelización es ya inmenso y variado. Pero no es suficiente. Es todavía demasiado indirecto; deja a los demás, a los simples agentes pastorales, el hacer una síntesis que ellos no son capaces de hacer. Hay necesidad de teólogos en la arena, no sólo a distancia”. Así entrarán “menos en diálogo o, según los casos, en lucha, perenne y extenuante con la filosofía y la cultura del mundo y más en diálogo con la vida del cristiano y con el mundo de la fe”.
Y será una ayuda también para su sacerdocio: “A veces se vive con intolerancia el propio celibato sacerdotal, pensando que nos esteriliza”, dijo. Pero “la causa es que no se ha descubierto la alegría de la fecundidad espiritual que proporciona, especialmente, el ministerio de la predicación… También en el ámbito espiritual, pocas alegrías son comparables a la de convertirnos en padres de almas”.
Los católicos estamos acostumbrados a los grupos-estufas y a pescar en pecera. "Los católicos estamos más preparados para apacentar a las ovejas del redil que para salir a pescar a los alejados", dijo.
También reconoció que, a diferencia de las Iglesia protestantes, donde "la predicación lo es todo", en la católica "no se reserva a los mejores para la predicación". Y ésa es, a su juicio, una debilidad actual de la Iglesia. "Tenemos que devolver su puesto noble en la Iglesia al oficio de la predicación". Como pedían ya grandes teólogos como De Lubac o Von Balthasar o los Santos Padre, como Agustín o Basilio.
Por eso, Cantalamessa pidió que los teólogos y los clérigos mejor formados no se encierren en sus gabinetes, sino que salgan a los púlpitos modernos a predicar. "Necesitamos una teología menos elitista, menos escolástica, menos académica y más espiritual".
"Necesitamos una teología menos elitista, menos escolástica, menos académica y más espiritual".
Y para concluir más en lo concreto su intervención, el Padre Raniero pidió la unción del Espíritu para todos los presentes. Porque aseguró que, si se pide con fe, el Espíritu responde. Y contó un caso personal suyo. Una vez que, cansado y agotado, tenía que dar una conferencia internacional en Jerusalén y en inglés. Llegó al salón de actos tan desechó que pensó que no sería capaz de pronunciar una sola palabra en inglés. Allí mismo, ante el auditorio expectante, oró un momento al Padre celestial, le pidió su unción y, al instante, desapareció el cansancio y volvió a recordar todo lo que sabe de inglés.
"Pido esta tarde que el Señor encuentre la manera de que regresemos a nuestras casas con la unción del Espíritu. Amén".
En la sesión de preguntas, le plantearon la cuestión del Maligno y de su presencia en la sociedad actual. Y Cantalamessa no se arrugó ni ante este tema políticamente incorrecto. "El Maligno actúa habitualmente a través de la posesión, pero también a través de sus aliados. Su principal aliado es 'el espíritu del aire', es decir, el espíritu del mundo, lo políticamente correcto, lo que todo el mundo hace y dice".
Este 'espíritu del aire' "pasa a través de los medios de comunicación" y, por eso, "la gente se avergüenza de actuar en contra de lo que hacen todos. Por ejemplo, la vergüenza para no ir a la iglesia o "la actitud ante la sexualidad, que transforma el amor en simple posesión".
¿Cómo hacer presente al Espíritu Santo en la evangelización?, se pregunto el conferenciante. Y respondió con dos salidas: la oración y la rectitud de intención. Para que baje el soplo del Espíritu, "la oración es primordial e infalible". Tanto la personal como la comunitaria, que también se necesita. Porque "el Espíritu Santo prefiere una comunidad que ora con sus diferentes carismas".
Esta actitud orante puede toparse con dos peligros: "La inercia, pereza o falta de celo apostólico y el activismo febril y vacío". Para evitar este último peligro, Cantalamessa asegura que hay que tener siempre muy presente que "después de haber rezado, se hacen las mismas cosas en menos de la mitad del tiempo". Y comparó el activismo con los bomberos que acuden raudos a apagar un incendio y, cuando llegan, se dan cuenta de que sus tanques de agua están vacíos.
Desde este clima de oración, "la evangelización necesita auténtico espíritu profético, que es el único que puede sacudir al mundo de hoy". Porque "el alma de la Evangelización es la profecía y, de la oración, se saca el espíritu profético", al "ponerse de rodillas y preguntar a Dios qué es lo que quiere decir". Y Dios siempre responde, aunque sólo sea con "una pequeña luz" que ilumina al predicador.
Además de la oración, la evangelización exige rectitud de intención, porque "una acción vale para Dios lo que vale la intención del que la hace". Y es que "el porqué se predica es casi tan importante como el qué se predica". Y, a veces, "hay evangelizadores que evangelizan por vanidad o por pura vanagloria". Y el propio Cantalamessa reconoció que, también él, se ve sometido, a veces, a esa tentación.
Esta pureza de intenciones se plasma en dos direcciones: En la humildad y en el amor. Para escenificar la humildad contrapuso a los constructores de la Torre de Babel (un gran templo), que buscaban su propia gloria, con el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, con unos discípulos que sólo buscaban proclamar las maravillas del Señor.
A su juicio, la humildad conduce a la libertad y a la capacidad profética. Y puso como ejemplo de ello a Francisco. "Francisco es un hombre libre y, por eso, es terrible. Es un hombre que tiene la libertad del Espíritu".
A la humildad hay que sumarle el amor en la predicación, que, a veces, puede estar contaminada por la falta de amor, porque "se puede anunciar la Buena Nueva por proselitismo o por acelerar la Historia". A su juicio, "el alma del Evangelio es el amor y el Evangelio del amor sólo se puede anunciar por amor y, cuando no hablamos con amor, las palabras se transforman en piedras que hieren".
Además, se nota inmediatamente al predicador que ama, porque "sólo se habla con entusiasmo de lo que se está enamorado" y, de ahí que, según Cantalamessa, "para ser evangelizadores hay que ser profetas y poetas". Y citó a Kierkegaard y su parábola del Gran Héroe. "Para hablar del Héroe Jesús se necesitan predicadores enamorados, poetas y genios de la admiración, que hablen con el corazón", explicó.
Ponencia Raniero Cantalamessa:
"El Espíritu Santo, alma de la Misión"
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