Recomiendo buscar esta novela censurada, prohibida, y amputada (ya que a parte de lo indicado por la propia Duquesa en el prólogo, que de 350 páginas querían dejarla en 200) la copia que hay en Internet es eso, un mero símil de lo que allí había ya que cuenta con casi 75 páginas menos del original… y eso que la misma Duquesa se encargó de dejarla circular libre como ella misma decía:
Espero que en Internet no suceda como en los “medios” y las editoriales. Que le libertad termina donde se empieza a decir lo que el poder no quiere escuchar.
Como en las novelas de Dashiell Hammett, la justicia necesita un culpable. A la justicia la crea el culpable y al culpable lo crea la sociedad. Miguel Ricart no sabemos si es uno de los asesinos de las tres gracias con minifalda. Lo que sabemos es que Ricart está ahí, disponible, penetrable, preso, y que otros han huido y huyeron bien, demasiado bien. Alguien le puso alas a su huida. Ricart, peor que culpable, es la metáfora de la culpa. ¿Es culpable de sangre? Es sobre todo culpable de estar ahí, encarnando la culpa, haciéndola vivible y visible. La ley siempre necesita un culpable porque la ley es una abstracción mientras no tiene un reo.
Al lobo lo crea el bosque. El lobo puede ser una manada. Caperucita se siente atraída por el bosque como el día por la noche. El lobo sólo está en el imaginario de Caperucita (tres caperucitas) como el culpable sólo está en el imaginario del juez. El juez sólo llega a serlo cuando Miguel Ricart se sienta delante de él, en una silla de oficina, con la cara en figura de enigma y los ojos inyectados en crimen.
La justicia alienta ante su presa. Caperucita alienta ante su verdugo, que cuando la mata la hace mujer. La verdad está ausente y vuela muy alto. “Nadie toque las moquetas”. Miguel Ricart no es más que un fetiche falso, un halcón de plomo y purpurina. Ricart, la prueba definitiva, sólo es un burdo engaño, una mentira. Se sabe falso y llora.
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Existe una novela, aparentemente basada en hechos reales, pero que para evitar querellas o incluso la muerte, la autora tuvo que novelar. Se trata de La Ilustre degeneración de Luisa Isabel Álvarez de Toledo, aristócrata española apodada La Duquesa roja por su oposición al franquismo. Esta señora, ya fallecida, me merece cierta credibilidad por el hecho de haber pertenecido a la clase social que en cierta manera describe en su libro.
La ideología de las élites
Extraigo algunos párrafos del libro que ilustran cuáles son las ideas de quienes realmente mandan, que no suelen ser los políticos, quienes aunque pueda parecer extraño trabajan para ellos.
- Es primordial darle [al pueblo] algo en qué entretenerse. Leyes que les complican la vida, impuestos que los crujen, inseguridad y problemas. Hay que darles en qué pensar. Para que no piensen en lo que no deben.
El crimen de Alcasser y otros asesinatos
Para los de arriba y los de abajo, llovía sobre mojado. Habían pasado los años, pero la calle no se olvidaba de las tres chicas. Limpias las calaveras, los cuerpos revelaban que habían sido bárbaramente torturadas, por maníacos sexuales. Autopsia minuciosa, seguida de análisis, hubiese desvelado el misterio, que ocultaba la contradicción entre el tiempo necesario para hacer todo aquello y la muerte, que se pretendía casi inmediata. Pero al no estar interesado el poder en saber lo que realmente sucedió, la investigación quedó en chapuza, que no convenció a nadie, oponiéndose a la leyenda oficial, la que dictaba la imaginación popular, oponiéndose la razón al cúmulo de contradicciones que llegaron al público. No siendo costumbre que el asesino firme su crimen, lo hizo en este caso, pues fue designado matador el propietario del volante de la Seguridad Social, encontrado en casamata, próxima a la fosa, donde aparecieron los cuerpos. El ser su propietario delincuente común y drogata, facilitó las cosas. Fue declarado culpable, sin que nadie explicase cómo era posible que un condenado, oficialmente en la cárcel, cumpliendo condena y sin derecho a salidas, residía en su domicilio habitual, sin haber sido buscado ni molestado. No lo contó la autoridad, ni pudo hacerlo el interfecto. Dotado de facultades paranormales, por no dejarse detener, voló desde un quinto piso a la calle, perdiéndose para la eternidad, sin haber sido presentado.
Ausente el culpable oficial, pero irrenunciable el juicio, por estar los ánimos alterados, se echó mano del alfeñique, amigo del presunto Superman, que tratado según convenía, confesó repetidamente, con tan buena voluntad y detalle, que las contradicciones saltaban a la vista. No afectó la irregularidad al proceso, ni el hecho de que se hiciese notar repetidamente en el curso del juicio modificó la sentencia.
Urgente dar carpetazo legal a un asunto, que puso a la población de uñas, el alfeñique ingresó en prisión, con tres cadáveres a la espalda. No se esperaba, en las alturas, que una opinión pública, supuestamente inhabilitada para fijar la atención, absorber información y procesarla, tuviese la santa paciencia de seguir al presentador que desgranó el sumario día a día y al detalle. Pero lo hizo y concluyó, quedando psicólogos, sociólogos, forenses y en última instancia jueces, a los pies de los caballos. De resultas la mayoría concluyó que degenerados anónimos, afectados de sadismo patológico, controlaban importantes parcelas de poder, que les permitía cargar con sus culpas al botones. Incómoda la sensación, se instaló peligroso malestar, que en adelante mantendría en alerta perpetua a los servicios de inteligencia.
VER+:
DE JUAN IGNACIO BLANCO
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