"Dudar, caer, arrepentirse, llorar, cansarse, reír, suspirar, levantarse; esto es la Fe".
Autor desconocidoPREÁMBULOS DE LA FE
«Razón y Fe», en último término, «Naturaleza y Gracia». Es Dios quien gratuitamente se revela y crea en el hombre la capacidad de recibir su palabra; pero es el hombre quien libremente cree y entra en contacto viviente con el Dios de la revelación. ¿Qué condiciones deben realizarse para que el hombre pueda explicarse a sí mismo que su libre decisión de creer a Dios no es arbitraria? ¿Cómo puede cada uno de nosotros justificar ante su propia razón su actitud personal de creyente? En su motivo formal, que es el testimonio mismo de Dios, el acto de fe transciende la razón; pero en su carácter de opción libre debe caer dentro del control del hombre, que no puede menos de preguntarse por el porqué de sus propias decisiones. En el ejercicio de la libertad el hombre no puede renunciar a su razón.
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-Preámbulos de la Fe-
JOSÉ MARÍA VALVERDE
Ya tengo edad, ya puedo responder
a todos en qué está puesta mi vida,
a dónde miro siempre, allá a lo lejos,
en medio del trabajo y de la casa
y del pensar en serio en este mundo,
con sus ideas, su hambre y sus gobiernos.
Si preguntáis, respondo: pero no
al modo usado, en un libro con notas
bibliográficas o una conferencia,
sino en mi verso, en serio y a mi gusto.
No temáis que haga historia de mi vida,
ni que exclame o suplique: acaso en otros
versos nombraba a Dios como quien habla
de una mujer lejana, entre suspiros,
de una ciudad cordial para él, de un caso
que le ocurrió a su espíritu, y los otros
oyen, corteses y algo conmovidos,
igual que ante un amor o un luto ajeno.
Qué puede ser de todos, qué nos anda
buscando a todos: de eso quiero hablar,
y sólo como ejemplo, de pasada,
aludir a mi fe, con papeles.
La vida es pegajosa, nos apremia y nos gusta
más cuanto nos duele; nos aturde empujándonos
con hambre y con amor, pero, en un brusco olvido,
en medio de la gente espesa, en un tranvía,
en esa soledad mortal de entre la masa,
nos asalta el ¿qué ocurre, en qué para esta noria?
Y hay que pensar en cosas tan grandes que nos hagan
sentir calor por dentro, consuelo de estar vivos
y aun ganas de morir un poco por su nombre.
Así, es bello luchar por la ciudad futura,
más justa y limpia, amiga del hombre y su trabajo:
quien por ella ha caído en sangre, bajo el déspota,
merece gloria y fama, y otra alabanza insigne
merece el que no cae sino vive rumiando
en un rincón su sueño político y remoto.
Pero en la misma entraña de esa esperanza vemos
la nada agazapada, la muerte entre los niños,
robustos y sin penas, del proyecto sublime;
el hastío emplazándonos a hundirnos al final.
Bello es también besar a una mujer despacio,
despacio y repetido, a través de los años,
y ver salir los hijos y ver cambiar la vida
reflejada en las aguas de su cauce leal,
pero el tiempo atardece, y los dos, de la mano,
querríamos salvar siquiera las estampas
de claridad guardadas de cada buen recodo.
Y los hijos que salen, rasgándonos el fondo
del ser al ir a dárselo, nos llaman un momento,
como un tren en la noche pasando a nuestro lado,
para luego perderse en la vida adelante,
con su peso y sus hijos, lo mismo que nosotros.
Y algún pequeño instante, nada importante, acaso
la luz del aquel espejo en la casa de niño,
lo primero, quizá, amigo en este mundo;
o esa tarde en el parque polvoriento, un crepúsculo
con ilusión y un poco de dolor de muchacho:
¿dónde guardarlo, dónde, del negro de los astros,
del día en que no estemos, hundido entre pisadas?
El Dios que fuera, exacto, la respuesta
al dedo de este mundo, señalando
allá, a su fondo grave y venerable;
el Dios que fuera el centro de su bóveda,
la pieza que cerrara el gran juguete;
el Dios que fuera el eco mejorado
de nuestra voz, soñando en lontananza,
redondo trueno, justo y riguroso;
El Dios que fuera el sueño a que apelamos
cuando nos vemos sucios y mezquinos,
el espejo perfecto en que sanar;
el Dios de la pizarra y del buen orden,
el Dios que fuera el premio necesario,
la escapatoria, sólo, de la muerte,
triste cosa sería: el mundo visto
en grande y para siempre endomingado,
la certidumbre, el sí, la solución.
¿Cómo creer en Él, de tan sabido,
tan demostrado, tan imprescindible,
hecho del material de nuestros sueños?
¿Tan sencillo era todo? Simplemente,
tanto dolor y sombra en los milenios,
tantos millones muertos a patadas,
¿se ajustarían, limpios, al balance?
Tras la máscara fría de enmohecidos templos,
de libros venerables, de ropajes brillantes;
por entre las rendijas de tanta voz cansina
y más aún, de tanto dolor sobrellevado,
tanto decoro humilde que no se ha de saber,
tanto gris sacrificio, tanta paciencia inútil,
se oyó un rumor extraño: que Dios no era aquel Dios
esencial, opresivo, en dosel de conceptos,
relojero impertérrito, contador de los astros,
los montes y las noches, vigilante del mundo.
De pronto, por lo visto, un día, entre el fracaso
de tanto rezo humano con miedo, en muchedumbres
reptando por el polvo, con incienso y conjuros,
Él había avisado a alguno, a su manera:
«Ponte a un lado, que tengo cosas que hacer contigo».
Y ése ya imaginaba un porvenir de gloria,
su riqueza creciendo, sus nietos con rebaños.
Pero el extraño Ser -¿cómo llamarte Dios,
de tan desconcertante, tan loco, tan terrible?-
le dijo luego: «Toma a tu hijo, el de la herencia,
el hombre del futuro, y mátamelo» El pobre
obedeció abrumado, pero el gran Ser, a tiempo,
paró el cuchillo y dijo: «Basta, tú has comprendido».
Y empezó el sufrimiento de siglos errabundos,
con sed, hambre y desiertos, en medio de los pueblos,
y cuando le pidieron por lo menos el signo
de un nombre resonante con que luchar con todos,
gruñó: «Soy el que Soy». Y el nombre de silencio
se elevó entre los ídolos, despectivo y hermoso.
Y al fin, cuando aguardaban imperios y victorias,
vastas revelaciones del Todo y de la Nada,
la gran Palabra -¡oh broma!- surgió en el pueblo:
un hombre
pobre y corriente, errante, y muerto en el fracaso.
Quien lo entiende, lo entiende: es el inmenso chiste
que aclara la encerrona de esta vida en la tierra.
¿No os habla de un amor de volcanes y cielos
esa leve jugada: morir en nuestro sitio?
Ni el sol ni las montañas existen porque deban,
ni había obligación de humanidad, ni nada,
ni de hacerse Él un hombre, ni recibir el golpe
de pecado y justicia: todo fue libre, y luego,
todo se quema en gracia, y detrás del hastío
se sospecha la risa enorme del amor.
Pero no, no creemos, no podemos:
es demasiado hermoso, y ¿qué seríamos
entonces, y qué cuentas nos saldrían,
y cómo conservar la dignidad,
nuestro ser, con sus zancos, su sombrero,
su justicia y su mérito, sus juicios,
su rincón de reserva, su butaca?
Un alegre huracán nos barrería,
una marea hirviente de placer.
Y hasta el dolor que tanto atesoramos,
como vales que un día han de pagarse,
¿qué sería, si el pobre y el dichoso
van a acabar lo mismo en ese estruendo?
Y además, si así fuera, ¿no soy digno
de que Dios me hable a mí, en vez de dejarlo
en esa larga historia polvorienta
de hombres y pueblos raros, a lo lejos,
con personajes sucios, retumbantes
por los siglos antiguos, entre niebla?
Así somos, y así es El que nos reta
a la partida: así es llamarse suyo:
no tener nada, andar por el desierto
cuarenta años, y al fin morir sin verle,
sin saber si perdimos nuestra vida,
si hemos ido alejándonos acaso
de aquel Dios que, de niños, nos tocaba
y nos daba la mano y los juguetes.
Así somos, y así nos manda sólo
un ambiguo rumor de boca en boca,
de lejanas palabras, en alientos
viciados pero en caras que han sufrido,
que bajan por los siglos el recado
de poner el oído en el latir
de los demás, del mundo tibio y ciego
como un gran animal que no nos siente.
Pero cuando, en los ojos doloridos
de millones de hermanos con fatiga,
y el clamor de tardes y horizontes
y olas y estrellas y árboles y pájaros,
creamos presentir tal vez El Nombre,
hay que cerrar los ojos, no buscarlo
ni querer ser los mismos: solamente
dejarnos en lo oscuro y el olvido,
vivir firmes, tocar gentes y cosas
como si fueran Él, y al otro lado
del vivir, mientras tanto, en el anverso
del tapiz, donde todo es raro, ajeno,
al quedarnos vacíos de nosotros
vamos resucitando sin saber.
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Desafío (de «diffidare) =
poner a prueba la fe
Qué importa la edad y los razonamientos para que crean los demás, en tu creer y en tu vivir...
Porque nunca se conformarán con tus respuestas, siempre replicarán sin fe de causa y sin fe de vida.
Te alegarán con una conjunción causal y categórico "porque":
...porque eres niño.
...porque eres joven.
...porque eres anciano.
...porque eres rico.
...porque eres pobre.
...porque eres sencillo.
...porque eres ignorante.
...porque eres ......
...porque eres joven.
...porque eres anciano.
...porque eres rico.
...porque eres pobre.
...porque eres sencillo.
...porque eres ignorante.
...porque eres ......
.
Lo contrario de la Fe no es ni la razón ni la duda, sino la superstición y la indiferencia.
El Amor es la música de la Fe. El Amor es la flor de la Fe.
El amor sin fe es tonto optimismo. La fe sin amor es idolatría, es fanatismo, es superstición.
Sin fe no hay amor y viceversa.
Para creer hay que amar...
Porque no es tener fe sino que, propiamente es la fe la que nos tiene a nosotr@s .
No te inquietes, no lo comprenderán...
Es que tienen miedo a creer... Tienen miedo a ser libres... Tienen miedo a dejar de ser su propio dios.
Si no se dan cuenta ni de tu alegre convivir, ni de tu abrazo de amistad, ni de tu solidario obrar, es porque están muertos... Son escépticos existenciales...
Lo contrario de la Fe no es ni la razón ni la duda, sino la superstición y la indiferencia.
El Amor es la música de la Fe. El Amor es la flor de la Fe.
El amor sin fe es tonto optimismo. La fe sin amor es idolatría, es fanatismo, es superstición.
Sin fe no hay amor y viceversa.
Para creer hay que amar...
Porque no es tener fe sino que, propiamente es la fe la que nos tiene a nosotr@s .
No te inquietes, no lo comprenderán...
Es que tienen miedo a creer... Tienen miedo a ser libres... Tienen miedo a dejar de ser su propio dios.
Si no se dan cuenta ni de tu alegre convivir, ni de tu abrazo de amistad, ni de tu solidario obrar, es porque están muertos... Son escépticos existenciales...
¡Que El Señor de La Vida nos vivifique!
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